Un
juego de cartas en serio
Once mil kilómetros es una distancia poco
recomendable para mantener un noviazgo pero, qué le íbamos a hacer, las cartas
se dieron así. Tuvimos que recurrir entonces a otras cartas, por vía aérea;
faltaban más de cuarenta años para la difusión del correo electrónico y el
chateo. Durante quince meses, ese intercambio nos ha colocado, qué duda cabe,
entre los mejores clientes particulares de los servicios postales de los dos países. Cuando Beatriz
aceptó mi invitación de arrojarse conmigo a la piscina matrimonial, me senté a
escribir a la persona que yo esperaba que fuera mi futuro suegro. Pocas veces
he tenido que redactar una carta tan difícil.
Don
Ángel recibió mi pedido con sentimientos encontrados. Lamentaba que la
deficiencia cardíaca que padecía desde hacía mucho tiempo, le impidiera viajar
a Holanda, de manera que la niña de sus ojos entraría en la iglesia del brazo
de un extraño. Además, ella iba a vivir lejos de sus padres, parientes y amigos
en un país extranjero por quién sabía cuánto tiempo. Mi temor por una respuesta
negativa crecía. Pero en la segunda página prevaleció la felicidad que estaba
en juego, y al final de su carta me concedió la mano de su hija. – Y no sólo la
mano, claro está.
Mis
suegros no pudieron presenciar el casamiento religioso, pero al menos el civil,
sí. El funcionario del Registro, un amigo de la familia, dio un toque personal a la ceremonia, habitualmente rutinaria. Yo falté al acto con aviso, y Roel me
representó dignamente, excepto quizás al salir del edificio, donde estrechó la
mano que el portero le extendía. Durante el almuerzo, más tranquilo y entre las
risas de los demás, se dio cuenta de que el buen hombre seguramente hubiera
preferido recibir una propina.
Un
mes y medio más tarde, mi flamante esposa (a medias) comenzó su aventura
neerlandesa. Fui a su encuentro en Hamburgo, la primera escala del barco en Europa. En el tren a Amsterdam nos acomodamos, contentos de encontrar un compartimiento
vacío - hasta un minuto antes de la partida. Con un gesto muy cortés, un señor
de prolija barbita pidió permiso para sentarse con nosotros. Desilusionada por esa limitación de nuestra charla, Beatriz me dijo algo sobre
un buey perdido en el andén. Antes de que yo le contestara, el señor nos hizo
saber que nos había entendido. Era un inglés que, como práctico del Mar del
Norte, había aprendido castellano guiando barcos argentinos entre los bancos de
arena. Fue un agradable compañero de viaje, y en encuentros posteriores en
nuestra oficina siempre le noté la caballerosidad que había manifestado en el
tren.
Nuestro
casamiento religioso, en mayo de 1956, coincidió con la estadía de mis padres
en Holanda. Después de haber veraneado dos veces, papá quería conocer el
invierno. - ¿Estás loco? – había sido la reacción de mi madre. - ¿Para qué? La
sola idea me da frío. - Como solía ocurrir, su objeción fue gentilmente vetada.
Así llegaron a Rotterdam en pleno mes de enero. Acertadísimo. El termómetro
indicaba quince grados bajo cero, y una densa nevada envolvía la mitad de
Europa y probablemente la otra mitad también. Desde el muelle, pataleando para
no convertirnos en estalagmitas, oíamos las constantes sirenas de los
remolcadores, pero no veíamos los contornos del transatlántico hasta que estaba
por amarrar. – En las banquinas de la carretera había un metro de hielo,
apilado por equipos viales que también echaban sal para que el tránsito pudiera
avanzar, a paso de tortuga pero sin resbalones.
Un casamiento a medias
Casi
dos mil años después de Cristo, la Iglesia Católica todavía se oponía a la
unión de sus feligreses con los de otros credos. Mi conformidad verbal con que
Beatriz y nuestros eventuales hijos ejercieran su religión libremente, no fue
suficiente; tuve que darla por escrito. Firmé esa declaración, aunque no veía
qué iba a hacer el señor obispo con ese documento si yo no cumpliera la
promesa. De hecho, yo estaba de acuerdo con que a los chicos se les enseñara
una religión. Varios trámites culminaron en un nihil obstat que,
sin embargo, tuvo menos importancia que yo creía, porque no fue refrendado por
el Papa.
No
obstante ese salvoconducto, el párroco de una iglesia cerca de nuestra futura
casa en Amsterdam consideraba inconveniente celebrar un matrimonio mixto ante
mucho público. Estábamos en la liberal Holanda, y podríamos haber ido a otra
iglesia, pero Beatriz no quiso insistir, y aceptamos el ofrecimiento de una
capilla de las Carmelitas, que quedaba a la vuelta de la iglesia. Tenemos
gratos recuerdos de una ceremonia sencilla, enriquecida por el simpático gesto
del capellán que nos casó: se tomó el trabajo de preparar parte de su sermón en
español, con mezcla de italiano.
Según
la filmación del suceso, ha sido un casamiento a medias. Habíamos confiado la
cámara a mi tío Paúl, un experimentado productor, director y camarógrafo de
películas familiares. En una entusiasmada acrobacia, enfocando a Dios y María
Santísima, se olvidó de dar vuelta el rollo. Era lo que había que hacer con
películas de 8 mm – cosa que pocos años después, con el sistema Super-8, ya no
era necesario. La fiesta, incluyendo el baile y el corte de la torta, quedó bien
grabada.
Al
término de nuestras dos lunas de miel (cuatro días en Lunteren, una pequeña
aldea en Holanda, seguidos por una semana en París, una aldea grande en
Francia), vimos la ópera de Gershwin “Porgy and Bess”, junto con mis padres, que volvían a
Indonesia. Nadie sospechaba que ese regreso sería su último, ni que, peor aún,
apenas un año más tarde se convertirían en personas no gratas ¡en su propio
país!
Nos instalamos en el departamento de dos amplias habitaciones que ellos
habían alquilado para sus vacaciones. El dormitorio tenía un lavatorio, pero el
baño y la cocina los compartíamos con los demás habitantes del piso: el dueño
de casa, que era viudo, y una familia con dos hijos. No tuvimos ningún
inconveniente por esa situación, común en aquel entonces debido a la escasez
de viviendas. Al año y medio, una financiación muy conveniente nos permitió
comprar un departamento en Slotermeer, un suburbio nuevo. Varios de los nueve
pisos superiores del edificio estaban sin terminar todavía, pero nosotros ya
pudimos estrenar nuestra residencia en el tercero, para el que no era
obligatorio el funcionamiento de los ascensores.
Un
mar devenido lago
Durante
un viaje, la mitad de las cosas que uno tiende a llevar "por las dudas",
resulta superflua. Por eso preparamos para ese paseo de una semana lo indispensable:
poca ropa, elementos para picnic, lectura, mapas de rutas, planos de ciudades,
y un bolso con monedas de oro para lujos y otros vicios. Todavía no se
había inventado el dinero plástico.
La
noche anterior, al tomar posesión del Volkswagen alquilado, pensaba en el refrán
" El mayor placer está en el regocijo". La realización de un plan
puede causar satisfacción, pero los preparativos siempre son más agradables.
Ese dicho me dio consuelo en una situación fastidiosa, que se produciría años
después, en la Argentina.
Caminando
de noche por una calle mal iluminada, me asaltaron. Contrariamente a mi costumbre,
llevaba bastante dinero encima, pero tuve la suerte de que fueran rateros
apurados. Me quitaron sólo un reloj pulsera y unos portafolios. Lamenté la pérdida
del cronómetro, que marchaba con una precisión astronómica (por algo, la
marca es preferida por científicos, deportistas, artistas y políticos).
El
maletín no me importó. Al contrario, cuando había salido del trance, incluso
me pareció divertido, porque ¿qué contenía? Apuntes para un viaje de vacaciones
que íbamos a hacer la semana siguiente. Examinar trayectos, marcar
caminos y desvíos alternativos y estimar tiempos de viaje me gusta, así que sentí
nuevamente la alegría de volver a buscar y ordenar esos datos.
Previo
paso por el cuidador de nuestra cachorra Saskia, cruzamos en una balsa
recientemente puesta en servicio el IJ, el canal que divide Amsterdam en dos.
En la otra orilla, el barrio norte, con sus fábricas y astilleros y setenta
mil habitantes pero sin hospital, era uno de los mayores problemas para
la municipalidad.
Comenzando
esas vacaciones un día lunes por la mañana, observamos con un gozo no intencional la alegría con la que miles de trabajadores se dirigían a sus
tareas específicas. El sol, al abrirse paso entre nubes, contribuyó
aún más a nuestra buena predisposición.
En
Edam había pocos turistas en las calles peatonales. En su lugar de origen, los famosos quesos costaban lo mismo que en la despensa a la vuelta de casa; por supuesto nos llevamos uno, muy rico. También
hicimos una caminata por la vecina Hoorn, que obtuvo sus derechos de ciudad
en el siglo catorce. Una esclusa que a su vez era la entrada al puerto,
era más ancha de lo que a mí me parecía; la dueña del café donde tomamos un refresco,
nos contó que por allí pasaban buques de ocho metros de manga. Pero el puerto
tenía poco espacio para maniobrar, y últimamente sólo entraban pequeñas
barcas pesqueras. Cada vez menos, porque la polderización del lago
estaba avanzando a pasos agigantados, amenazando de muerte a la pesca.
Hoorn
fue la cuna de dos figuras relevantes, que además eran coetáneos. Una fue Jan Pieterszoon Coen, el fundador de las Indias Orientales Holandesas, actualmente Indonesia, y de su capital Batavia, ahora Jakarta. Fue también el cuarto gobernador general de ese imperio holandés en el Lejano Este. El otro ciudadano, el
navegante Willem Schouten, circunnavegó Sud América y dio al Cabo de Hornos
ese nombre en honor a su ciudad natal.
Al
escribir estos relatos, leí en el diario argentino "La Nación" un
artículo sobre este tema. En el Museo Británico se conserva una carta náutica
conocida como Mercator-Hondius, de la que surge que Sir Francis Drake ya había
pasado por allí en 1578. Lo bautizó Cabo Isabel, pero la reina quiso ocultar
el hecho, para que los españoles no se enteraran de la existencia de otra ruta
hacia el Pacífico. España controlaba el Estrecho de Magallanes, el único
acceso conocido hasta ese momento.
Por
lo tanto, si bien Schouten fue el primero en publicar el hallazgo del cabo,
parece que está probado que Drake lo había descubierto 38 años antes. ¿Reconocerán
todos los tratados, incluyendo a la Encyclopædia Brittanica, esta verdad
histórica, descubierta casi cuatrocientos años después?