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viernes, 3 de abril de 2020

COSAS MÍAS (19)

      Llegamos a Holanda con frío y una tormenta de nieve. Por lo tanto, me sorprendió ver en el mue­lle a mi tío Flip. Él y su esposa Koos serían mis anfi­triones hasta que yo en­con­trara un de­parta­mento en Ams­ter­dam, más cer­ca de mi lu­gar de trabajo. Vivían en Heemstede, a sólo veinte kilómetros; yo cono­cía el cami­no, de ma­nera que él po­dría ha­ber­me es­pe­rado en el con­fort de su ca­sa, en vez de viajar con tanta in­comodi­dad. Pero con la ceremo­nio­sa y a la vez cá­li­da caba­lle­ro­si­dad que le ca­rac­teri­zaba, a Flip ni se le ocurriría dejar de ir a bus­carme. Era un hombre de la Mari­na, y no iba a faltar a su pro­mesa por una sim­ple ne­va­da.

            Un juego de cartas en serio
       Once mil kilómetros es una distancia poco recomendable para mantener un noviazgo pero, qué le íbamos a hacer, las cartas se dieron así. Tuvimos que recurrir entonces a otras cartas, por vía aérea; faltaban más de cuarenta años para la difusión del correo electrónico y el chateo. Durante quince meses, ese intercambio nos ha colocado, qué duda cabe, entre los mejores clientes particulares de los servicios postales de los dos países. Cuando Beatriz aceptó mi invitación de arrojarse conmigo a la piscina matrimonial, me senté a escribir a la persona que yo esperaba que fuera mi futuro suegro. Pocas veces he tenido que redactar una carta tan difícil.
       Don Ángel recibió mi pedido con sentimientos encontrados. Lamentaba que la deficiencia cardíaca que padecía desde hacía mucho tiempo, le impidiera viajar a Holanda, de manera que la niña de sus ojos entraría en la iglesia del brazo de un extraño. Además, ella iba a vivir lejos de sus padres, parientes y amigos en un país extranjero por quién sabía cuánto tiempo. Mi temor por una respuesta negativa crecía. Pero en la segunda página prevaleció la felicidad que estaba en juego, y al final de su carta me concedió la mano de su hija. – Y no sólo la mano, claro está.
       Mis suegros no pudieron presenciar el casamiento religioso, pero al menos el civil, sí. El funcionario del Registro, un amigo de la familia, dio un toque personal a la ceremonia, habitualmente rutinaria. Yo falté al acto con aviso, y Roel me representó dignamente, excepto quizás al salir del edificio, donde estrechó la mano que el portero le extendía. Durante el almuerzo, más tranquilo y entre las risas de los demás, se dio cuenta de que el buen hombre seguramente hubiera preferido recibir una propina.
            Un mes y medio más tarde, mi flamante esposa (a medias) comenzó su aventura neerlandesa. Fui a su encuentro en Hamburgo, la primera escala del barco en Europa. En el tren a Amsterdam nos acomodamos, contentos de encontrar un compartimiento vacío - hasta un minuto antes de la partida. Con un gesto muy cortés, un señor de prolija barbita pidió permiso para sentarse con nosotros. Desilusionada por esa limitación de nuestra charla, Beatriz me dijo algo sobre un buey perdido en el andén. Antes de que yo le contestara, el señor nos hizo saber que nos había entendido. Era un inglés que, como práctico del Mar del Norte, había aprendido castellano guiando barcos argentinos entre los bancos de arena. Fue un agradable compañero de viaje, y en encuentros posteriores en nuestra oficina siempre le noté la caballerosidad que había manifestado en el tren.
            Nuestro casamiento religioso, en mayo de 1956, coincidió con la estadía de mis padres en Holanda. Después de haber veraneado dos veces, papá quería conocer el invierno. - ¿Estás loco? – había sido la reacción de mi madre. - ¿Para qué? La sola idea me da frío. - Como solía ocurrir, su objeción fue gentilmente vetada. Así llegaron a Rotterdam en pleno mes de enero. Acertadísimo. El termómetro indicaba quince grados bajo cero, y una densa nevada envolvía la mitad de Europa y probablemente la otra mitad también. Desde el muelle, pataleando para no convertirnos en estalagmitas, oíamos las constantes sirenas de los remolcadores, pero no veíamos los contornos del transatlántico hasta que estaba por amarrar. – En las banquinas de la carretera había un metro de hielo, apilado por equipos viales que también echaban sal para que el tránsito pudiera avanzar, a paso de tortuga pero sin resbalones.

            Un casamiento a medias
         Casi dos mil años después de Cristo, la Iglesia Católica todavía se oponía a la unión de sus feligreses con los de otros credos. Mi conformidad verbal con que Beatriz y nuestros eventuales hijos ejercieran su religión libremente, no fue suficiente; tuve que darla por escrito. Firmé esa declaración, aunque no veía qué iba a hacer el señor obispo con ese documento si yo no cumpliera la promesa. De hecho, yo estaba de acuerdo con que a los chicos se les enseñara una religión. Varios trámites culminaron en un nihil obstat que, sin embargo, tuvo menos importancia que yo creía, porque no fue refrendado por el Papa.
            No obstante ese salvoconducto, el párroco de una iglesia cerca de nuestra futura casa en Amsterdam conside­raba inconveniente celebrar un matrimonio mixto ante mucho público. Estábamos en la liberal Holanda, y podría­mos haber ido a otra iglesia, pero Beatriz no quiso insistir, y acep­ta­mos el ofrecimiento de una capilla de las Carmelitas, que quedaba a la vuelta de la iglesia. Tenemos gratos recuerdos de una ceremonia sencilla, enriquecida por el simpático gesto del capellán que nos casó: se tomó el trabajo de preparar parte de su sermón en español, con mezcla de italiano.
            Según la filmación del suceso, ha sido un casamiento a medias. Habíamos confiado la cámara a mi tío Paúl, un experimentado productor, director y camarógrafo de películas familiares. En una entusiasmada acrobacia, enfocando a Dios y María Santísima, se olvidó de dar vuelta el rollo. Era lo que había que hacer con películas de 8 mm – cosa que pocos años después, con el sistema Super-8, ya no era necesario. La fiesta, incluyendo el baile y el corte de la torta, quedó bien grabada.
            Al término de nuestras dos lunas de miel (cuatro días en Lunteren, una pequeña aldea en Holanda, seguidos por una semana en París, una aldea grande en Francia), vimos la ópera de Gershwin “Porgy and Bess”, junto con mis padres, que volvían a Indonesia. Nadie sospechaba que ese regreso sería su último, ni que, peor aún, apenas un año más tarde se convertirían en personas no gratas ¡en su propio país!
Nos instalamos en el departamento de dos amplias habitaciones que ellos habían alquilado para sus vacaciones. El dormitorio tenía un lavatorio, pero el baño y la cocina los compartíamos con los demás habitantes del piso: el dueño de casa, que era viudo, y una familia con dos hijos. No tuvimos ningún inconveniente por esa situación, común en aquel entonces debido a la escasez de viviendas. Al año y medio, una financiación muy conveniente nos permitió comprar un departamento en Slotermeer, un suburbio nuevo. Varios de los nueve pisos superiores del edificio estaban sin terminar todavía, pero nosotros ya pudimos estrenar nuestra residencia en el tercero, para el que no era obligatorio el funcionamiento de los ascensores.

            Un mar devenido lago
          Durante un viaje, la mitad de las cosas que uno tiende a llevar "por las du­das", resulta su­per­flua. Por eso preparamos para ese paseo de una semana lo in­dis­pensable: poca ropa, ele­mentos para picnic, lectu­ra, mapas de rutas, planos de ciu­da­des, y un bolso con mone­das de oro para lu­jos y otros vi­cios. Toda­vía no se había inven­ta­do el dinero plásti­co.
            La noche anterior, al tomar posesión del Volks­wagen alquilado, pensaba en el re­frán " El mayor placer está en el regocijo". La realización de un plan puede causar sa­tis­fac­ción, pero los preparativos siempre son más agrada­bles. Ese dicho me dio con­sue­lo en una si­tua­ción fastidiosa, que se produciría años des­pués, en la Argentina.

           Caminando de noche por una calle mal ilu­mi­na­da, me asal­taron. Contrariamente a mi cos­tum­bre, llevaba bastante dinero encima, pero tuve la suerte de que fueran rateros apurados. Me quita­ron sólo un reloj pulsera y unos portafolios. Lamenté la pér­dida del cronómetro, que mar­chaba con una pre­ci­sión astro­nómi­ca (por algo, la marca es preferida por cientí­fi­cos, de­por­tis­tas, ar­tis­tas y po­líti­cos).
            El maletín no me importó. Al con­tra­rio, cuando había salido del tran­ce, in­clu­so me pare­ció di­ver­ti­do, porque ¿qué conte­nía? Apun­tes para un viaje de vaca­cio­nes que íbamos a hacer la se­mana siguiente. Examinar tra­yec­tos, marcar caminos y desvíos al­ter­na­tivos y estimar tiem­pos de via­je me gusta, así que sentí nuevamente la ale­gría de volver a buscar y ordenar esos datos.

            Previo paso por el cuidador de nuestra ca­cho­rra Saskia, cru­zamos en una balsa reciente­mente puesta en servicio el IJ, el canal que divide Amsterdam en dos. En la otra orilla, el barrio norte, con sus fábri­cas y asti­lle­ros y se­tenta mil ha­bitan­tes pero sin hos­pi­tal, era u­no de los ma­yo­res problemas para la municipalidad.
            Comenzando esas vacaciones un día lunes por la mañana, ob­serva­mos con un gozo no intencio­nal la ale­gría con la que miles de traba­ja­do­res se di­rigían a sus ta­reas espe­cí­fi­cas. El sol, al a­brirse paso entre nu­bes, con­tri­buyó aún más a nuestra buena pre­dis­posi­ción.
            En Edam había pocos turistas en las calles peatonales. En su lugar de origen, los famo­sos que­sos cos­ta­ban lo mismo que en la despensa a la vuel­ta de casa; por su­puesto nos llevamos uno, muy ri­co. También hi­ci­mos una caminata por la vecina Hoorn, que obtuvo sus derechos de ciudad en el siglo catorce. Una esclusa que a su vez era la entrada al puerto, era más ancha de lo que a mí me parecía; la due­ña del café don­de toma­mos un re­fres­co, nos contó que por allí pasaban bu­ques de ocho me­tros de man­ga. Pero el puer­to tenía poco es­pa­cio para manio­­brar, y úl­ti­mamen­te sólo en­tra­ban pe­queñas bar­cas pesque­ras. Cada vez me­nos, por­que la pol­derización del lago estaba a­van­zan­do a pasos agiganta­dos, amenazando de muerte a la pesca.
            Hoorn fue la cuna de dos figuras rele­vantes, que además eran coetáneos. Una fue Jan Pieterszoon Coen, el fun­da­dor de las Indias Orien­tales Ho­lan­de­sas, actual­men­te In­do­ne­sia, y de su capital Batavia, ahora Jakarta. Fue también el cuarto go­ber­na­dor genera­l de ese im­pe­rio holandés en el Lejano Este. El otro ciu­dada­no, el nave­gante Wi­llem Schou­ten, cir­cunnavegó Sud Améri­ca y dio al Cabo de Hor­nos ese nom­bre en honor a su ciu­dad na­tal.
            Al escribir estos relatos, leí en el diario ar­gentino "La Nación" un artículo sobre este tema. En el Museo Británico se con­serva una car­ta náu­tica co­no­cida como Mercator-Hon­dius, de la que sur­ge que Sir Fran­cis Drake ya había pasado por allí en 1578. Lo bau­tizó Cabo Isa­bel, pero la reina quiso ocultar el hecho, para que los españoles no se enteraran de la existencia de otra ruta hacia el Pacífico. Espa­ña controla­ba el Estrecho de Maga­lla­nes, el úni­co acceso cono­cido has­ta ese mo­mento.

            Por lo tanto, si bien Schouten fue el primero en publicar el hallazgo del cabo, parece que está proba­do que Drake lo había descubierto 38 años an­tes. ¿Reco­noce­rán todos los tratados, inclu­yendo a la En­cy­clo­pædia Brit­tanica, esta verdad histó­rica, descubierta casi cuatro­cien­tos años des­pués?