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martes, 23 de junio de 2020

COSAS MÍAS (20)

               Desde 1532, la Hoofdtoren, la Torre Principal, invita a otear el mar, tal como lo habría hecho La Dama. Imaginándome la llegada de los bar­cos en el Siglo de Oro, abarro­tados de espe­cias y otras valiosas mercan­cías procedentes de paí­ses le­ja­nos, evoqué la le­yenda de La Dama de Sta­vo­ren, una de las ciu­da­des más prós­pe­ras de la Repú­blica de las Siete Pro­vin­cias.

             Vivía allí una señora cuyos barcos navega­ban por todos los ma­res y que había acumulado rique­zas fabulosas. Una mañana caminaba por el puer­to, re­fregándose las manos al mirar la descarga de uno de sus navíos. Un men­digo le pidió una li­mosna, y ella se la negó con un ges­to altane­ro. Enton­ces, el me­nes­tero­so le pre­di­jo que ella se ve­ría condenada a la men­dici­dad. La Dama lo miró con profundo des­pre­cio, se qui­tó un ani­llo con dia­man­tes, lo tiró al agua y ex­clamó: "¡Vol­verá este ani­llo a mi mano, an­tes de que yo ten­ga que pa­sar ham­bre!"

           La no­che si­guien­te sir­vie­ron para la cena un es­plén­dido con­grio. Cuando lo abrieron delante de ella, apa­re­ció el anillo, ante el estu­por de to­dos. Muy a su pe­sar, la se­ñora ya no podía ig­no­rar la ad­ver­ten­cia; sus bu­ques nau­fra­garon uno tras otro, y en poco tiem­po perdió su for­tu­na. La mal­di­ción se extendió al puerto, que quedó obstrui­do por ban­cos de arena, y ter­minó con la ri­queza de Stavo­ren. (En reali­dad, la ciudad no cono­ció tal opulen­cia, lo cier­to es su anti­güe­dad: ya exis­tía an­tes del año 1000).

             A pedido de nuestros estómagos paramos para ha­cer un pic­nic, en un lugar soleado, con una bri­sa fresca y vista al Afs­luit­dijk, el dique de cie­rre que con­vir­tió un mar in­te­rior, el Zui­der­zee, en un la­go, el IJs­sel­meer. Desde que se concibió la pri­mera idea, en el si­glo diecisiete, hubo varios planes y pro­yec­tos, pero las obras comen­zaron re­cién en 1920. El monu­men­to que con­memo­ra la ter­mina­ción de ese muro de 30 kiló­me­tros de lar­go, es tan pe­que­ño que lo pasa­mos de largo. Lo visitamos un año después, en la compañía de una amiga de Beatriz, quien junto con sus padres pasaba unos días en Holanda, en un viaje por Europa.

            Nota­mos con respeto la di­fe­ren­cia de al­tura en­tre el agua en el mar y en el lago. Pero re­cién cuando tuvimos la oportunidad de segui­r dos eta­pas de una pol­derización, toma­mos verdadera con­ciencia de esas hazañas hidráu­li­cas. El ca­mino a Lelystad era una sim­ple di­vi­sión de dos es­pe­jos de agua del mismo ni­vel. Seis me­ses más tar­de pasa­mos de nuevo por ese lu­gar; en el fon­do de la par­te de­sa­gota­da, la vege­ta­ción y cas­cos de barcos nau­fra­ga­dos ilus­traban de un modo espec­tacular el colosal es­fuerzo rea­li­za­do para sacar el agua.

             Frisia se caracteriza por sus grandes vivien­das rurales y por ser la pro­vincia más tradicionalista de Holan­da. Sus ha­bi­tan­tes, parti­cu­lar­men­te tercos por naturaleza, insis­ten en que su idioma sea considerado a la par del ho­landés. En con­so­nancia con esa exigen­cia hay un centena­rio de­seo de inde­pendizar­se - que nos pareció una exa­geración de la prensa, porque en los lími­tes con otras provin­cias no había adua­na ni con­trol de pa­sa­por­tes. Los carteles de bien­ve­nida al te­rri­to­rio eran bi­lin­gües, eso sí.

            Hicimos un desvío para saludar a un amigo de ami­gos en Bue­nos Aires. Un ale­gre aven­tu­rero sin dine­ro, pero con muchas ganas de conocer algo del mun­do; fue a parar a Ho­landa. Trabajando con un ganadero, pasó allí un in­vier­no del que no se ol­vi­da­ría el res­to de su vida. Siem­pre nos acor­damos de su cómica des­crip­ción de las tres cami­se­tas de fra­nela y cal­zonci­llos largos que se po­nía para com­batir el frío, dra­mática­mente polar para él. Pero apren­dió a aten­der ga­nado de pedigree, capa­ci­ta­ción que le va­lió un pasaje de regre­so en bar­co, como cuidador de toros exportados.

            La media hora que pensábamos quedarnos, se extendió a más de dos horas. El criador quiso mostrarnos sus va­cas -la ma­yoría de las cua­les ya estaban en las praderas-, y nos contó re­latos, lar­gos pero no aburridos. Es que ese señor era un per­sona­je pinto­res­co. Con la pro­ver­bial to­zu­dez de su región, ha­bía sido expulsado del Regis­tro de Ga­na­do de Pe­di­gree Fri­sio por cuestiones de principio. Se dio el lujo de no tran­sar, y de afe­rrarse a las venta­jas de "su" ra­za.

            En el último trayecto del día lo íbamos a bordear el IJs­selmeer, pero un dique que no figuraba en el mapa nos privó del panorama esperado. En el cer­cano pue­blo de Workum nos resul­tó fá­cil ubi­car el me­jor hotel. El úni­co.

            Al final de la calle principal de Hindeloo­pen, el tiempo pa­re­cía ha­berse dete­nido. Queda­mos ma­ravi­lla­dos de vajilla de trans­pa­ren­te por­cela­na y de adornos de peltre y de ma­de­ra, há­bil­mente elabora­dos, pro­ve­nien­tes de Asia, Es­can­di­na­via y o­tras par­tes del mundo don­de na­ve­gan­tes fri­sios car­gaban sus bar­cos. En el mu­seo, regen­teado por una fun­da­ción, no fal­taban mue­bles, y tra­jes típi­cos que se usa­ban sólo en oca­sio­nes espe­ciales, como en la Fies­ta Anual del Hie­lo.

            Andando sin prisa por una zona bos­cosa y algo accidenta­da, paramos en Lemmer para ver un púl­pito. La igle­sia esta­ba ce­rra­da, pero el sa­cris­tán estaba cor­tan­do el pas­to y no te­nía in­con­ve­nien­te en que entrára­mos. La talla de ma­dera era muy bonita, casi tan admirablemente es­cul­pi­da como la del podio que ha­bía­mos visto en una iglesia, más grande, en Me­che­len, el ar­zo­bis­pa­do me­tro­po­li­ta­no de Bél­gica.    

Menos suerte tuvimos en un moli­no, a la vez museo de antigüedades, en Wolvega. El ad­mi­nis­tra­dor había fa­lleci­do reciente­mente, y todavía no se había designado al suce­sor. Podríamos ha­ber pedido en la municipa­lidad que alguien nos acompa­ñara, pero re­solvimos seguir viaje. A los pocos metros nos detuvi­mos en el edificio de la comuna, pero por otro mo­tivo. En esos momentos salía de allí una pareja de recién casados, y en la vere­da los es­peraban dos fi­las de co­le­gas formando un arco de honor con pa­las, cucharas, marti­llos y otras herra­mien­tas de la construc­ción. ¡Qué bien que hace este fol­klore a los que vi­vi­mos ence­rra­dos en las gran­des ciu­dades!

            Calurosos y llenos de polvo, busca­mos en la ciudad de Steen­wijk un mon­te con un mirador. No lo ubica­mos, ni si­quiera con la ayuda de cuatro habitan­tes. El último, un car­te­ro, supuso que nos habrían in­formado mal, y nos sugirió otro si­tio simi­lar. Pero su indi­cación del cami­no era con­fusa, y salpicada con tantos 'más o me­nos', 'a ver, espérese', que preferi­mos dar por terminada la jornada, en Giet­hoorn. Había re­fresca­do, y eso le vino muy bien a Bea­triz, que se cansa­ba pron­to. Se estaban ha­cien­do notar los cinco meses de su primer em­ba­razo.

            Venecia se hizo famosa por su parecido con Giet­hoorn, donde las bateas se movilizan igual que las gón­dolas, y donde alrededor de las viviendas también hay más agua que tierra. Los pocos vehícu­los que circulaban por las callejue­las, podían pasarse a duras penas. Naturalmente queríamos hacer una ex­cursión por los cana­les. Para el turismo en masa, los mo­to­res fuera de borda son sin duda prácti­cos, pero ¡qué poco ro­mánti­cos son! Sólo algunos leche­ros y almace­neros seguían trasla­dándose de la manera tradi­cio­nal.

            A pesar de que las raí­ces de los árbo­les logran man­te­ner el sue­lo fir­me, muchos debían ser ta­la­dos, por­que el permanente desfile de em­bar­ca­ciones producía olas que car­comían los bordes. Un lugar bonito para visitar, pero poco atracti­vo para vivir. Los te­chos de paja alber­gaban ejér­citos de arañas, y en todas partes nos cruzamos con enor­mes ra­tas. Curiosa­mente, verlas en el agua no me causaba la mis­ma repugnan­cia que si caminaran. Nadaban con cierta elegan­cia, y con más rapidez que muchos peces.

            Una lásti­ma que nos acompañara un guía calla­do; nos quitaba las ganas de pre­gun­tar­le nada. Si no era un su­plente casual, se co­metie­ron allí dos equivoca­ciones: él, al ele­gir ese ofi­cio, y la agencia de via­jes, al em­plear­lo. Pero quizás era su propio pa­trón. Me hizo acor­dar de un señor que le confia­ba a un ami­go:

            - Ayer me sometí al examen de aptitud, junto con otros can­didatos. ¡Menos mal que soy el due­ño de la empresa!

            Desde que uno entra en Kampen, se respira el ambiente que ha queda­do flotando desde la épo­ca que era una po­derosa urbe han­seática. Fue fun­dada en el siglo XII; el rápi­do creci­mien­to­ de la economía holan­desa que­bró el monopo­lio de las con­fe­dera­ciones mer­can­ti­les entre va­rias ciudades alema­nas en el Bál­tico, y en el siglo XIV Kam­pen se con­vir­tió en el cen­tro co­mer­cial del nor­oeste de Eu­ropa, has­ta que fue su­plantada por Amster­dam en el XVI.

Pasando por una igle­sia tan desmoronada que un cartel ad­vertía so­bre el ries­go de en­trar, encontramos un pa­ra­dig­ma de la ar­qui­tec­tura de ese pe­ríodo. Un edificio con dos torres, uno de las decenas de pór­ti­cos que forma­ban el muro de de­fensa del pueblo. En el Mu­seo Mu­ni­ci­pal que fun­cio­naba allí, había un muy bonito plano de la ciudad, gra­bado sobre un enor­me dis­co de co­bre, y mu­chas otras cosas in­te­resan­tes para ver.

            Las visi­tas a museos parecen abu­rridas, ¿se­rá por­que la palabra museo suena a pol­vo e inmo­vi­li­za­ción? ¡Qué aso­cia­ción equivo­ca­da!, por­que mu­seos sue­len mostrar objetos, situa­ciones y as­pec­tos ines­pera­dos, como en ese ca­so, del pa­sado de una ciu­dad que ha jugado un papel en la his­toria de un país.

            Una hora así, en con­tacto con otra épo­ca, des­pierta en mí más inte­rés por la histo­ria que el que han logra­do susci­tar los profe­so­res que he tenido - con ex­cepción del último; lo tuve recién en cuarto y quinto año del colegio. En clases magistrales demostraba su en­vi­dia­ble don para sepa­rar el grano de la pa­ja: no le impor­taban fechas de dinastías y nacimiento de em­pera­do­res, sino en qué época, y cómo éstos empleaban su po­der, Del mismo modo, se preo­cupaba por ba­ta­llas para ense­ñarnos cau­sas y con­se­cuen­cias de conflictos, no como me­ros hechos.

             Nuevamente, no seguimos bordeando el IJs­sel­meer, pero esta vez nos arre­pen­timos del cam­bio, porque fueron treinta kilómetros de zona ur­ba­na. Cuando al fin encontramos un lugar ideal para un picnic, nos rodeó una patrulla de lobatos. Nos sometieron a un extenso interrogatorio, de dónde ve­nía­mos, qué ha­cía­mos allí, y adónde nos diri­gía­mos. Gra­cias a unos cho­cola­tines y galletitas que la Pro­videncia nos había hecho guardar, pudimos con­vencerlos de que no éramos ni enemigos ni espías. Al rato, un sil­bato los lla­mó al cam­pa­mento. Se mere­cían un premio por el éxi­to del ope­ra­tivo.

             A la mañana siguiente, Beatriz no se sen­tía bien, pero no quiso quedarse en cama. Era el Día de la Ascensión del Señor, para ella un motivo más para ir a mi­sa. Aun­que fuera un rato, dijo. No sólo se que­dó du­rante toda la misa, sino que se repuso totalmen­te. Fue como si estuviéramos en Lour­des, Francia y no en Brum­men, Holanda. Lo fes­te­ja­mos con papas fritas y limonada. En la continuación del viaje notamos gratos cambios en el paisaje. Después de las lla­nu­ras, con pocos árbo­les en Fri­sia y algunos más en la vecina Over­ijs­sel, nos en­cantaron las co­linas y bos­ques del Par­que Na­cio­nal "De Hoge Veluwe". Un ambiente apro­piado para cons­truir un es­plén­di­do museo moderno. El Kröller-Mü­ller alber­ga la co­lec­ción priva­da de ar­te más va­lio­sa de Ho­lan­da. Fue do­na­da a la nación con la con­dición de que se man­tuvie­se inal­te­rada des­pués de la muer­te de su propieta­ria.

            La pi­nacoteca in­cluye obras de Picasso y de otros maes­tros, pero el núcleo lo forman casi trescientos pinturas y dibujos de van Gogh. Diez hec­táreas de verde alrededor del edificio están dedica­das a ex­hibir es­cul­turas contemporá­neas. Yo no sé apre­ciar estatuas, pero esas tallas, en el mar­co formado en aquellos jar­di­nes, me parecieron de una be­lleza extraordinaria.

            El último día pernoctamos en el bucólico pue­blo de Lun­teren. El ho­tel "Berg en Dal" era una posada desco­nocida hasta ha­cía exac­ta­men­te un año, cuando noso­tros pa­samos por allí, en nuestro via­je de bodas. En una cami­nata matuti­na por el bos­que dimos otra vez con una con­fite­ría, ro­mán­ti­camente ocul­ta en el bos­que y famo­sa por sus deli­cio­sos pan­que­ques. Pero era muy tem­prano para probar alguna de las muchas va­rieda­des. Lo postergamos para la próxima vez. Cuán­do será, no lo sé.

            En la ruta despe­jada avanzamos rápidamen­te, lo que nos dio tiempo para ver en Spa­ken­burg los trajes tí­pi­cos que todavía se usan a diario, so­bre todo las mu­je­res. Nos su­girie­ron venir un lunes por la maña­na, cuando todo el mun­do cuelga la ropa en calle. Efectivamente - en otra ocasión comprobamos que era un es­pec­táculo co­lo­ri­do, mu­cho más atractivo que el de pasa­calles, que se veían en todas partes.

            Era hora para un almuerzo campestre, café con le­che, pan casero lac­tal y de centeno, manteca, mermela­das, fiam­bres, que­sos, pasta de maní. Al­gu­nos produc­tos venían en los mis­mos en­va­ses que ador­naban nues­tra propia me­sa, pero la mayoría te­nía el saludable as­pecto de ser los auténticos pro­ductos de granja que esperábamos.

            En un rincón había un tocadiscos que fun­cio­naba con monedas. Beatriz puso algunas cancio­nes holandesas de mo­da, in­ter­pre­ta­das por Johnny Jordaan, un can­tan­te popular y además, su favo­rito. Esa mú­si­ca ciudadana des­de un arte­fac­to moderno en una ta­ber­na aldea­na, fue el alegre final de un paseo del que guar­da­mos los mejores re­cuerdos.

            Saskia no sabía cómo ex­pre­sar su alegría, si gemir o ladrar o lamer, o dar la pata, o saltar, o co­rrer en zig-zag a cual­quier parte, de modo que hizo todo eso al mismo tiempo.