Un leve temblor de la nave delató el arranque de la máquina.
Los cables de remolque cayeron al agua con un chapoteo; los remolcadores
disminuyeron su marcha, y con un brusco viraje se apartaron para
regresar ¿a sus amarras, o en busca de otro cliente? Con pitadas cortas y
agudas respondieron al saludo del barco, que tronaba por el puerto.
! Cuántos significados tiene esa
sirena!
Su
principal función es anunciar la presencia del barco, en cualquier momento
pero especialmente cuando hay poca visibilidad.
También
es simplemente un levantar la mano. En encuentros en la soledad de la alta mar, es una expresión de solidaridad con otras islas
flotantes.
En el puerto, invita a
los remolcadores a entrar en acción. En cuanto la nave esté en condiciones
de movilizarse por sus propios medios, les da las gracias y se despide con
un saludo largo y solemne, que transmite múltiples mensajes.
A los acompañantes de
los viajeros, les tranquiliza:
- Sus seres queridos
están en buenas manos, llegarán a su destino sanos y salvos.
A los pasajeros, les
asegura:
- Tendremos un buen
viaje; téngannos confianza.
Y a los tripulantes, les
recuerda:
- Queda atrás la
protección del puerto. Tenemos que trabajar para seguir nuestro derrotero
contra viento y marea, y llevar a buen fin la renovada aventura de cada
travesía por mar.
Arribamos a Montevideo a la
madrugada, pero había muchos buques cargando y descargando, y pudimos entrar
recién por la tarde. Nos ubicamos entre dos barcos holandeses. Los miré con
un poco de desprecio, porque eran de Nievelt Goudriaan, uno de los principales
competidores de mi nuevo empleador.
El agua en el puerto no
estaba transparente, pero lo suficientemente limpia como para ver cantidades
de peces, algunos bastante grandes. Me entretuve un buen rato observando los
movimientos de unas medusas cuya cabeza tenía forma de paracaídas. Se
desplazaban pacíficamente en todas las direcciones, pero al tocar algún objeto
se contraían bruscamente y expelían un líquido venenoso. Eran esos animalitos
gelatinosos que en la Argentina se conocen como aguavivas, y que en
cualquier playa del mundo pueden arruinarle al veraneante un día entero.
Cerca de las angostas y
sucias calles de la zona portuaria se abría el limpio y alegre centro de la
ciudad. Con menos de un millón de habitantes, Montevideo no era una ciudad
grande, pero sí muy linda. El tránsito por la avenida 18 de Julio era intenso
y ordenado. Acostumbrados a una metrópolis indisciplinada como la de
Buenos Aires, no creíamos lo que veíamos: peatones esperando la luz verde
para cruzar, ¡aún cuando no se divisaba un vehículo a diez cuadras de distancia!
Sin comentario.
El transporte público era
bueno. Había pocos tranvías, que además debían ser renovados urgentemente
pero, al igual que en Buenos Aires, muchos colectivos, ágiles autobuses
pequeños y medianos, que cubrían toda la ciudad. Pasando por arbolados barrios
residenciales sobre colinas, llegamos en media hora a las populares playas
de Carrasco.
Probablemente, muchos de
los estibadores veían un barco por primera vez en su vida; había escasez
de mano de obra. El trabajo se interrumpía varias veces para completar trámites
administrativos. Para colmo, las operaciones de carga se suspendieron un
día entero por lluvia. Quedaban todavía dos camiones esperando, pero
nuestro capitán decidió partir. Pocas horas después nos divertimos al
pasar por la Isla Lobos. Se acercaron decenas de animales, y con largavistas
podíamos ver muchísimos más, que ostentativamente una buena vida sobre
las rocas. Bueno, nosotros tampoco la estábamos pasando mal.
El "Florida" era propiedad de una armadora alemana y su
tripulación era alemana. Al igual que cientos de otros buques de carga de
muchas nacionalidades, estaba registrado en Panamá por razones de conveniencia
impositiva. Aquel viaje lo estaba haciendo bajo charter con el K.H.L.
Los charter son contratos de arrendamiento, que generalmente
estipulan que el propietario del barco se hace responsable de la navegación, y
que la mercadería se cargue bajo el mando de un supercargo, una persona
designada por la naviera. En este caso, era un primer oficial, en su última
actuación con ese grado – aunque en ese momento él no lo sabía. Por un
telegrama que recibió el día anterior a nuestra llegada, se enteró de que su
próximo viaje lo haría como capitán de un buque nuevo.
Nuestro hogar flotante por
unos veinte días tenía capacidad para doce pasajeros; en esa oportunidad llevaba
a sólo cuatro; los otros tres eran un veterinario argentino con su esposa y una
sobrina. La mesa la compartíamos con el capitán, el
primer oficial, el supercargo y el jefe de máquinas; este último
acompañado por su señora.
Costaba creer que por el
pequeño puerto de Ilhéus pasaban dos tercios de la exportación brasileña de
cacao. Y aproximadamente la mitad de ese volumen era transportada por mi
compañía. El "Florida" iba a completar su carga con ese producto.
Sus nueve mil toneladas de porte resultaron demasiadas para el puerto,
de manera que quedamos anclados en la rada.
La carga comenzó en el
acto. Era un día soleado, pero todos los estibadores llevaban paraguas.
Al rato vimos que la precaución no era tan exagerada como parecía. Como
soldados obedeciendo un comando, todos abandonaron de repente su trabajo y
corrieron a buscar sus paraguas y a refugiarse. El aguacero los sorprendió
desde una nube que debía de haberse formado un par de segundos antes.
Empecé a prestar atención al fenómeno, y conté durante nuestra estadía
unos veinte chaparrones - uno cada media hora.
Ya nos habíamos conformado
con tener que quedarnos a bordo. Pero un maquinista sugirió que se probara
el motor de uno de los botes salvavidas, y el capitán nos invitó a dar un
paseo por tierra firme. Según el South American Handbook, Ilhéus
tenía 23.000 habitantes, y cuando el práctico hablaba de 50.000, me pareció
una jactancia de su parte. Pero después de haber caminado por el centro comercial
y un barrio populoso, pensé que él tenía razón; los datos turísticos
estarían desactualizados.
Por veredas desniveladas
caminaba gente mal vestida y poco pulcra, pero las calles estaban limpias: nos
cruzamos dos veces con barrenderos. La construcción despareja, los negocios
sin puertas ni vidrieras, que vendían desde motonetas y juguetes hasta
muebles y trajes con chaleco, el clima y la vegetación me recordaron a
Indonesia. Sobre todo cuando al pasar por una capilla en una loma bajamos por
un sinuoso sendero entre palmeras y bananeros.
El regreso a bordo fue un
evento agitado. Desde el barco, el oleaje parecía insignificante. Pero en
la diminuta lancha, pegado al enorme casco, me impresionó la diferencia de
altura entre las crestas y los huecos de las olas, y eso que no había viento.
Con bastante preocupación
miraba cómo nos movíamos en todas las direcciones, lo que dificultaba la
maniobra de enganchar los cables de la nave en los dos extremos del bote al
mismo tiempo. Dos o tres veces erraban un enganche, y a pesar de que
aflojaban rápidamente el otro cable, la lancha caía estrepitosamente
sobre el agua. Afortunadamente, no necesitamos los chalecos salvavidas.
Sanos y salvos, tomamos una copa para brindar por la pericia de los marineros.
La carga se había
completado, pero el remolcador se hacía esperar. Después de media hora, el
capitán no quiso esperarlo más. Con la misma impaciencia que había mostrado
en Montevideo, hizo levar el ancla. El barco tenía que girar por sus propios
medios 180 grados. Aunque no había muelles ni buques cerca, la maniobra fue
menos fácil de lo que parecía, pero salió perfecta. Justo cuando iniciábamos
la marcha, se acercaba el remolcador a toda velocidad. El práctico hizo
un gesto pidiendo disculpas. El capitán lo saludó con los brazos en
alto y un alegre toque extra de la sirena.
Esa noche le comunicaron al
capitán que al término de ese viaje debía hacerse cargo de otro barco de la
empresa. Él no conocía
ese buque ni su próximo destino, sólo sabía que debería partir al día
siguiente de nuestro arribo a Amsterdam. Nos aseguró que iba a tener tiempo
para hacer turismo en Holanda, porque el "Florida" iba a justificara
su apodo, Galgo de los Océanos. Así fue que llegamos dos días antes
de la fecha prevista.
Yo también recibí un
radiograma, "Últimos saludos desde
Sudamérica. Suerte", firmado por parientes y amigos. Leí el emocionante
mensaje en un momento oportunísimo: justo cuando estábamos pasando la isla Fernando
de Noronha, el último metro de tierra sudamericana.
Al cruzar el ecuador, Neptuno
no emergió para saludarnos. ¿Tendría otros compromisos, se le habría hecho
tarde la noche anterior, o sería por su edad? Con todo, era todavía capaz de
agitar las aguas, porque el barco empezó a cabecear y balancear.
Nacen en todas partes o
en ninguna, se desplazan casi imperceptiblemente en todas las direcciones.
Si tropiezan con una roca, termina el lento movimiento mecedor que les da
ese aspecto pacífico y tranquilizador. El choque frontal pone en peligro
su existencia, pero en el rompiente que forman, conservan su enorme fuerza.
El encuentro con un
objeto flotante grande, como un barco, es un proceso más largo. Las unidades
de la vanguardia comienzan a elevar la proa. Son empujadas hacia un costado y
caen en los huecos que les siguen. La presión se reduce por sólo un instante;
eso le da al barco un respiro para retomar su posición. Pero en ese mismo
lapso, fuerzas auxiliares proveen energía, y en el movimiento descendente el
casco recibe golpes cada vez más duros y desestabilizadores, que lo sacuden
en toda su extensión. Cuando la proa emerge, acusará una nueva serie de
impactos estrepitosos. Nubes de espuma danzan en la luz del sol, y se esparcen
sobra la zona de combate en cien matices de azul y verde. La ondulación se
repite una y mil veces, en un marejada interminable y de una irregularidad
fascinante.
Hablando durante la cena
sobre el tiempo, el primer oficial comentó que en huracanes, la velocidad
del viento puede superar los cien kilómetros por hora. En esas circunstancias,
la superficie del agua es prácticamente plana. No llegan a formarse
olas, porque las irrefrenables ráfagas simplemente alisan las crestas. ¡Qué
suerte - pensé - que en nuestra ruta esa velocidad no suele pasar de cuarenta
kilómetros por hora!
El primer oficial era un
agradable compañero de mesa. En una de las conversaciones sobre comidas
que casi indefectiblemente se producen en cuanto dos o más personas se reúnan
para comer, nos recordó un sabio consejo anónimo. Él mismo lo seguía, y le
atribuía a eso su estatura robusta y su salud radiante:
A las 8 horas: Desayunar como un rey;
A las 13 horas: Almorzar como un burgués;
A las 18 horas: Cenar como un mendigo.
A las 8 horas: Desayunar como un rey;
A las 13 horas: Almorzar como un burgués;
A las 18 horas: Cenar como un mendigo.
Un día lo acompañé al supercargo
a verificar la ventilación y otras condiciones que podrían afectar el
buen estado de nuestra preciosa carga de cacao y girasol. Para mi futuro
trabajo era interesante conocer ese aspecto del transporte marítimo. En
algunos sitios había quedado menos de un metro de luz entre las bolsas y las
vigas de la cubierta. Linterna en mano, gateamos por las bodegas, haciendo gimnasia
de una manera instructiva y divertida.
Mis compañeros de viaje se entretenían casi exclusivamente
jugando a la canasta, y me invitaban a menudo para poder jugar de a cuatro.
Yo comprendía su aburrimiento, y no me disgustaba ese juego, pero me
quitaba tiempo para leer, y la lectura que traía alcanzaba para tres viajes.
Cuando el veterinario se dio cuenta de esa preferencia, me regaló
"La vida en la Antártida", el atrayente relato de un amigo
suyo, un médico naval, que participó en una expedición al Polo Sur.
El veterinario era el
director del Lazareto del puerto de Buenos Aires. Hacía ese viaje por invitación
de establecimientos ganaderos, para conocer las condiciones sanitarias
de ganado en algunos países europeos. Luego, alquilarían un auto para pasear
por su cuenta. Como ninguno de los tres hablaba otro idioma, pensé que, excepto
en España, probablemente dejarían de conocer cosas interesantes, por perderse
información.
Meditando sobre las ventajas
de saber idiomas, sintonicé por casualidad en la onda corta un programa en malayo. Gracias a la buena
dicción de la locutora, pude entenderla bastante bien, pero después de no
haberlo hablado en ocho años, mi comprensión inmediata había disminuido. Me
propuse refrescar mis conocimientos, algún día.
La última noche de un viaje
marítimo se les ofrece a los pasajeros una cena de despedida, la tradicional captain's
dinner. En muchos casos, ésta coincide con la llegada al Canal de la Mancha,
el más transitado de los pasajes náuticos, que exige la vigilia de la tripulación
día y noche. Por cortesía, los comandantes presiden la cena, y queda el primer
oficial al mando del buque. Pero nuestro capitán quiso cumplir con las dos
obligaciones, y nos invitó la noche anterior.
Pronunció su breve discurso
en alemán, pero luego sacó de su bolsillo un papel con un resumen en
castellano, una gentileza hacia los viajeros argentinos. El veterinario
improvisó una respuesta y me pidió que la tradujera. Cuando era mi turno de
decir algo, les recordé a los presentes que ya me habían oído hablar, de
modo que sería mucho mejor dirigir nuestra atención a esos sabrosos platos.