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miércoles, 25 de marzo de 2020

COSAS MÍAS (18)


      Un leve tem­blor de la nave dela­tó el arran­que de la má­quina. Los ca­bles de remolque caye­ron al agua con un chapoteo; los remol­ca­do­res dis­mi­nu­ye­ron su mar­cha, y con un brus­co viraje se apar­taron para regresar ¿a sus ama­rras, o en busca de otro cliente? Con pita­das cor­tas y agudas res­pon­dieron al saludo del bar­co, que tro­na­ba por el puer­to.
                        ! Cuántos significados tiene esa sire­na!
                        Su principal fun­ción es anun­ciar la presen­cia del barco, en cualquier momento pero espe­cial­mente cuando hay poca visibi­li­dad.
                        También es simple­mente un levantar la mano. En encuen­tros en la sole­dad de la alta mar, es una ex­presión de solidari­dad con otras islas flotan­tes.
                        En el puerto, in­vi­ta a los remol­cado­res a en­trar en ac­ción. En cuanto la nave esté en con­di­cio­nes de movilizar­se por sus pro­pios me­dios, les da las gracias y se des­pide con un saludo largo y solemne, que transmite múl­ti­ples mensajes.
                        A los acom­pa­ñan­tes de los viaje­ros, les tran­qui­liza:
                        - Sus seres queridos están en buenas ma­nos, lle­garán a su desti­no sanos y sal­vos.
                        A los pasajeros, les asegura:
                        - Tendremos un buen viaje; tén­gannos con­fian­za.
                        Y a los tripulantes, les recuerda:
                        - Queda atrás la protección del puer­to. Te­ne­mos que traba­jar para seguir nuestro derro­tero contra viento y ma­rea, y llevar a buen fin la re­novada aventu­ra de cada travesía por mar.

Enero 17       Arribamos a Montevideo a la madrugada, pero había muchos buques cargando y des­cargando, y pudimos en­trar recién por la tarde. Nos ubica­mos entre dos barcos holandeses. el "Alphard" y el "Alnati"  Los miré con un poco de des­precio, porque eran de Nievelt Goudriaan, uno de los prin­ci­pa­les competi­do­res de mi nuevo emplea­dor.
      El agua en el puerto no estaba trans­parente, pero lo sufi­cien­temente limpia como para ver cantidades de peces, algu­nos bas­tante gran­des. Me entretuve un buen rato observando los movi­mientos de unas medu­sas cuya cabeza tenía for­ma de para­caí­das. Se desplazaban pacíficamente en todas las di­rec­ciones, pero al tocar algún obje­to se con­traían bruscamente y expe­lían un lí­qui­do veneno­so. Eran esos anima­litos gelati­nosos que en la Argentina se conocen como aguavivas, y que en cualquier playa del mundo pue­den arrui­nar­le al vera­neante un día entero.
      Cerca de las angos­tas y sucias ca­lles de la zona portua­ria se abría el limpio y ale­gre cen­tro de la ciudad. Con menos de un millón de ha­bi­tantes, Mon­tevideo no era una ciu­dad grande, pero sí muy linda. El trán­sito por la avenida 18 de Julio era inten­so y orde­nado. Acostumbrados a una metrópolis in­dis­cipli­na­da como la de Buenos Aires, no creíamos lo que veíamos: pea­to­nes es­pe­ran­do la luz verde para cru­zar, ¡aún cuan­do no se di­visaba un vehícu­lo a diez cuadras de dis­tan­cia! Sin comentario.
      El transporte pú­bli­co era bueno. Había pocos tranvías, que ade­más debían ser renovados urgen­temente pero, al igual que en Buenos Ai­res, muchos co­lecti­vos, ágiles auto­bu­ses peque­ños y me­dianos, que cu­brían toda la ciudad. Pasando por arbo­la­dos ba­rrios resi­den­cia­les so­bre coli­nas, lle­ga­mos en media hora a las popu­lares pla­yas de Ca­rras­co.
      Probablemente, mu­chos de los esti­ba­dores veían un barco por prime­ra vez en su vi­da; había es­ca­sez de mano de obra. El trabajo se in­te­rrumpía varias veces para comple­tar trá­mites administrativos. Para colmo, las ope­ra­cio­nes de carga se sus­pen­die­ron un día ente­ro por llu­via. Que­da­ban to­davía dos camio­nes es­pe­ran­do, pero nues­tro capitán deci­dió par­tir. Po­cas horas des­pués nos divertimos al pasar por la Isla Lobos. Se acer­caron decenas de anima­les, y con lar­ga­vistas podía­mos ver mu­chí­simos más, que osten­ta­ti­vamente una buena vida so­bre las ro­cas. Bueno, noso­tros tampoco la está­ba­mos pa­san­do mal.

      El "Florida"(9.000 toneladas)  era propiedad de una armadora alemana y su tripulación era alemana. Al igual que cientos de otros buques de carga de muchas nacionalidades, estaba registrado en Panamá por ra­zones de conveniencia impositi­va. Aquel viaje lo estaba ha­cien­do bajo charter con el K.H.L. Los char­ter son con­tratos de arrenda­miento, que generalmente estipulan que el propietario del barco se hace responsable de la navegación, y que la mercadería se cargue bajo el mando de un super­car­go, una persona designada por la naviera. En este ca­so, era un pri­mer ofi­cial, en su última actuación con ese grado – aunque en ese momento él no lo sabía. Por un telegrama que recibió el día anterior a nuestra llegada, se enteró de que su próximo viaje lo haría como capitán de un bu­que nuevo.(Willem Boom  -  el "Westland")
      Nuestro hogar flotante por unos veinte días tenía capaci­dad para doce pasaje­ros; en esa oportu­nidad lle­vaba a sólo cuatro; los otros tres eran un veterinario argentino con su esposa y una sobrina.Enrique Vautier, Director del Lazareto del Puerto de Bs As, Lidia Vautier y Marta Hoevel  La mesa la com­par­tía­mos con el capitán, el primer ofi­cial, el super­cargo y el jefe de má­qui­nas; este últi­mo acom­pañado por su se­ñora.Kap­pler, Schiltz, Boom, Nadolny. Enero 28
      Costaba creer que por el pequeño puerto de Ilhéus pasaban dos ter­cios de la ex­portación bra­si­leña de cacao. Y aproxi­madamente la mitad de ese volumen era transpor­tada por mi ­compa­ñía. El "Florida" iba a completar su carga con ese pro­ducto. Sus nueve mil tonela­das de por­te re­sul­ta­ron demasia­das para el puer­to, de mane­ra que que­damos anclados en la rada.
      La carga comenzó en el acto. Era un día soleado, pero to­dos los esti­bado­res lleva­ban pa­ra­guas. Al rato vimos que la precau­ción no era tan exagera­da como parecía. Como soldados obede­cien­do un comando, todos aban­do­naron de repente su traba­jo y corrieron a bus­car sus para­guas y a refu­giarse. El agua­cero los sor­pren­dió des­de una nube que debía de ha­berse forma­do un par de se­gun­dos antes. Empecé a pres­tar aten­ción al fe­nóme­no, y conté duran­te nues­tra es­tadía unos vein­te chaparrones - uno cada media hora.
      Ya nos habíamos conformado con tener que que­darnos a bordo. Pero un maqui­nista su­girió que se pro­bara el motor de uno de los bo­tes salvavi­das, y el capitán nos invitó a dar un paseo por tierra firme. Se­gún el South Ame­ri­can Handbook, Il­héus tenía 23.000 ha­bi­tan­tes, y cuando el prác­ti­co hablaba de 50.000, me pare­ció una jac­tancia de su parte. Pero después de haber caminado por el cen­tro co­mer­cial y un ba­rrio popu­loso, pensé que él tenía razón; los da­tos turís­ti­cos estarían desac­tua­li­zados.
      Por veredas desni­veladas caminaba gente mal vestida y poco pulcra, pero las calles estaban limpias: nos cruzamos dos veces con barrenderos. La construcción despareja, los ne­go­cios sin puer­tas ni vidrie­ras, que ven­dían desde moto­ne­tas y juguetes hasta muebles y trajes con cha­leco, el clima y la vegetación me recordaron a Indonesia. Sobre todo cuando al pasar por una capilla en una loma bajamos por un sinuoso sen­dero entre pal­meras y ba­na­ne­ros.
      El regreso a bordo fue un evento agita­do. Desde el bar­co, el olea­je parecía in­signi­ficante. Pero en la di­minu­ta lan­cha, pegado al enorme casco, me im­presionó la di­ferencia de altura entre las crestas y los hue­cos de las olas, y eso que no ha­bía vien­to.
      Con bas­tante preocupación miraba cómo nos movíamos en todas las di­reccio­nes, lo que difi­cul­ta­ba la ma­niobra de enganchar los cables de la nave en los dos ex­tremos del bote al mis­mo tiem­po. Dos o tres veces erraban un enganche, y a pesar de que aflojaban rápida­men­te el otro cable, la lan­cha caía es­tre­pi­to­sa­men­te sobre el agua. Afor­tu­na­da­men­te, no necesi­tamos los chale­cos sal­va­vi­das. Sanos y salvos, tomamos una copa para brin­dar por la peri­cia de los marine­ros.
      La carga se había completado, pero el remolcador se hacía esperar. Después de media hora, el capitán no quiso esperarlo más. Con la mis­ma im­pa­cien­cia que había mostrado en Mon­tevi­deo, hizo levar el ancla. El barco tenía que girar por sus pro­pios me­dios 180 grados. Aunque no había mue­lles ni bu­ques cer­ca, la maniobra fue menos fácil de lo que parecía, pe­ro sa­lió per­fec­ta. Justo cuan­do ini­ciába­mos la mar­cha, se acercaba el re­mol­cador a toda ve­lo­ci­dad. El prác­tico hizo un ges­to pi­dien­do dis­culpas. El ca­pi­tán lo sa­lu­dó con los brazos en alto y un alegre to­que ex­tra de la sire­na.
      Esa noche le comunicaron al capi­tán que al término de ese viaje debía ha­cerse cargo de otro bar­co de la empresa.(el ex-"Kedoe", ahora "Havanna")  Él no co­nocía ese bu­que ni su próximo des­ti­no, sólo sabía que debería partir al día siguiente de nuestro arribo a Amsterdam. Nos aseguró que iba a tener tiempo para hacer turismo en Holanda, porque el "Flo­ri­da" iba a jus­ti­fi­ca­ra su apodo, Galgo de los Océa­nos. Así fue que lle­gamos dos días an­tes de la fecha pre­vis­ta.
      Yo también recibí un radiogra­ma, "Úl­ti­mos sa­lu­dos desde Suda­mé­rica. Suerte", firmado por parientes y amigos. Leí el emocionante mensaje en un momento oportunísimo: justo cuan­do estábamos pasando la isla Fer­nan­do de No­ron­ha, el último metro de tie­rra su­damericana.
      Al cruzar el ecua­dor, Nep­tuno no emer­gió para saludarnos. ¿Tendría otros compromi­sos, se le ha­bría hecho tarde la noche anterior, o sería por su edad? Con todo, era todavía capaz de agi­tar las aguas, porque el barco em­pezó a ca­becear y balancear.

                        Nacen en todas partes o en ningu­na, se des­plazan casi im­perceptiblemen­te en todas las di­recciones. Si tropie­zan con una ro­ca, termi­na el lento movimiento me­ce­dor que les da ese as­pec­to pací­fico y tranqui­li­za­dor. El choque frontal pone en peligro su existencia, pero en el rom­pien­te que forman, conservan su enorme fuerza.
                        El encuentro con un objeto flotante gran­de, como un barco, es un proceso más largo. Las unidades de la van­guardia co­mienzan a elevar la proa. Son empujadas hacia un costado y caen en los hue­cos que les siguen. La pre­sión se reduce por sólo un instante; eso le da al barco un respiro para retomar su posición. Pero en ese mismo lapso, fuerzas auxi­liares proveen energía, y en el movimiento descendente el cas­co reci­be gol­pes cada vez más duros y desestabi­li­zado­res, que lo sa­cu­den en toda su ex­ten­sión. Cuan­do la proa e­mer­ge, acu­sará una nueva se­rie de impac­tos estre­pi­tosos. Nubes de es­puma danzan en la luz del sol, y se es­par­cen sobra la zona de com­bate en cien matices de azul y verde. La on­du­la­ción se repite una y mil ve­ces, en un ma­re­jada in­termina­ble y de una irre­gulari­dad fasci­nante.
Febrero 2
      Hablando durante la cena sobre el tiem­po, el primer oficial comentó que en hura­ca­nes, la ve­locidad del vien­to puede su­perar los cien kiló­me­tros por hora. En esas cir­cunstan­cias, la su­per­ficie del agua es prác­tica­men­te plana. No llegan a for­mar­se olas, por­que las irrefrenables ráfa­gas simplemen­te alisan las crestas. ¡Qué suerte - pensé - que en nues­tra ruta esa veloci­dad no suele pasar de cua­renta kiló­me­tros por hora!
      El primer oficial era un agra­da­ble compa­ñero de mesa. En una de las conversaciones sobre co­mi­das que casi in­defec­tible­mente se producen en cuanto dos o más personas se reúnan para comer, nos reco­rdó un sabio con­sejo anónimo. Él mis­mo lo seguía, y le atribuía a eso su estatura ro­busta y su salud radiante:

A las   8 horas: Desayunar como un rey;

A las 13 horas: Almorzar como un burgués;

A las 18 horas: Cenar como un mendigo.


      Un día lo acompa­ñé al super­cargo a ve­ri­fi­car la venti­la­ción y otras condiciones que po­drían afectar el buen esta­do de nues­tra pre­ciosa car­ga de cacao y gi­ra­sol. Para mi fu­tu­ro trabajo era interesante conocer ese as­pec­to del trans­por­te ma­rí­ti­mo. En algu­nos si­tios había quedado menos de un metro de luz entre las bolsas y las vigas de la cubierta. Linterna en mano, gatea­mos por las bodegas, haciendo gim­na­sia de una manera ins­truc­tiva y diver­ti­da.
       Mis compañeros de viaje se entretenían casi ex­clusi­vamente jugando a la canasta, y me invi­ta­ban a menudo para poder jugar de a cuatro. Yo com­pren­día su aburrimien­to, y no me disgusta­ba ese jue­go, pero me quitaba tiempo para leer, y la lectura que traía alcanzaba para tres via­jes. Cuando el veteri­nario se dio cuen­ta de esa pre­fe­ren­cia, me rega­ló "La vida en la An­tár­ti­da", el atra­yen­te rela­to de un amigo suyo, un mé­dico na­val, que participó en una ex­pe­di­ción al Polo Sur.
      El veterinario era el director del Lazareto del puerto de Buenos Aires. Hacía ese viaje por invi­tación de es­ta­bleci­mientos ganaderos, para cono­cer las condi­cio­nes sani­ta­rias de ganado en algunos paí­ses euro­peos. Luego, alquilarían un auto para pasear por su cuenta. Como nin­guno de los tres habla­ba otro idioma, pensé que, ex­cep­to en Espa­ña, probable­mente dejarían de conocer cosas interesantes, por perderse in­forma­ción.
      Meditando sobre las ven­ta­jas de sa­ber idio­mas, sintonicé por casualidad en la onda cortaP C J  un pro­gra­ma en malayo. Gra­cias a la bue­na dicción de la lo­cu­tora, pude en­ten­derla bas­tan­te bien, pero después de no haberlo ha­bla­do en ocho años, mi comprensión inmediata ha­bía dismi­nuido. Me propuse re­fres­car mis cono­ci­mien­tos, algún día.
      La última noche de un viaje marítimo se le­s ofrece a los pasajeros una cena de despedi­da, la tradicional cap­tain's din­ner. En muchos casos, ésta coincide con la llegada al Ca­nal de la Man­cha, el más tran­si­tado de los pa­sa­jes náuticos, que exige la vi­gi­lia de la tri­pu­la­ción día y noche. Por cortesía, los coman­dantes presi­den la cena, y queda el pri­mer ofi­cial al man­do del buque. Pero nues­tro capi­tán quiso cum­plir con las dos obli­ga­cio­nes, y nos invitó la noche an­te­rior.
      Pro­nun­ció su breve dis­curso en alemán, pero luego sacó de su bol­sillo un pa­pel con un resu­men en castellano, una gen­tile­za ha­cia los via­je­ros argenti­nos. El veterinario im­provisó una res­puesta y me pidió que la tradu­jera. Cuan­do era mi turno de decir algo, les re­cordé a los pre­sen­tes que ya me ha­bían oído hablar, de modo que sería mucho mejor diri­gir nues­tra aten­ción a esos sabro­sos platos.

martes, 17 de marzo de 2020

COSAS MÍAS (17)

      Esa mañana habíamos visitado otro mag­ní­fico cria­dero de ganado vacuno y equi­no, un cam­po de tres mil hectáreas con el modesto nom­bre de "La Caba­ñi­ta". Entre cuatro filas de añosos eu­calip­tos, la entrada principal lle­vaba a una lu­josa casa de estilo espa­ñol. Cruza­mos un espa­cioso vestí­bulo con paredes altas, el comedor y un gran pa­tio cubier­to, a cual más fres­co. En la sala, el pro­pieta­rio y su familia nos re­ci­bieron con una copa de bien­ve­nida. Pero pronto tuvimos que vol­ver al calor, por­que ha­bíamos ido para ver vacas y to­ros. De paso, también ad­miramos unos preciosos caba­llos de raza; no cabía duda de que el ojo de este amo engordaba ganado de alta cali­dad.

      Cerca del mediodía, en el tam­bo ya no había actividad. El establo estaba tan lim­pio como mi ambiente de trabajo en Tres Arro­yos. De las paredes del co­me­dor, al lado de los cuar­tos de los peo­nes, colgaban car­teles con bue­nos con­se­jos, ta­les como no fumar, y no tirar comi­da - lo que nun­ca está de­más decir, sobre todo en países donde abun­dan los ali­men­tos.

      Al término del anima­do al­muerzo, del cual par­ticipa­ron alegres ami­gos de la fami­lia, nadie tenía ganas de par­tir, y menos aún cuando los due­ños de casa sugirieron que nos que­dáramos a pa­sar la noche. Pero el señor Boers­ma tenía un com­promiso en Espe­ranza, y la invita­ción quedó en pie para otra oca­sión. Me acordaba de las lindas noches pasadas en las estancias donde comprába­mos lana, y anoté la dirección, por las dudas. Pero hasta ahora no he vuelto a esa propiedad.

      Recién una hora después de la anuncia­da para la con­fe­ren­cia, llegaron los primeros más interesa­dos en el tema: animales de raza. Jelle Boers­ma se mos­tró satisfecho con el desa­rrollo del coo­pe­ra­ti­vis­mo en la Ar­gen­ti­na, y contó expe­rien­cias ga­nade­ras en otros paí­ses suda­meri­ca­nos. Terminó la charla con un inte­resan­te y de­sin­te­resado con­sejo a los cria­do­res: "Bus­quen la es­pe­ciali­za­ción. Yo no vine ahora a pro­mo­ver el li­naje del Pedi­gree Fri­sio - aun­que, por su­pues­to, lo pre­fie­ro. Una vez que ustedes hayan ele­gido una raza, digamos la cana­dien­se, man­tengan esa línea y no per­mi­tan que inter­fie­ra en ella un toro holandés, por más con­ve­nien­te que parez­ca hacerlo".

      En Rafaela conocimos a Fran­cis­co (Pa­co) Pérez Torres, un periodista tan volu­minoso como en­tre­teni­do y activo. Mostraba orgulloso a todo el mundo el lema de su diario "Caste­lla­nos: Con la ver­dad, no temo ni ofen­do. Era también un fervoroso promotor del coo­pe­ra­ti­vismo, por lo tanto tenía una buena relación con los cria­do­res de la zona, que el año ante­rior le habían orga­nizado un via­je de orien­ta­ción por Europa. En esa oca­sión refor­zó la sim­pa­tía que ya tenía por Holan­da, y desde entonces siguió promoviendo la impor­ta­ción de toros ho­lande­ses para mejo­rar la cali­dad del ga­nado le­chero ar­gen­tino.

      Tres años más tarde, ese apoyo le valió otro viaje a Holanda, auspiciado por varias em­pre­sas, en­tre las que se contaba la naviera Lloyd Real Ho­landés en Amsterdam, donde yo tra­ba­jaba en ese entonces. Tuve el agrado de acompañar a Don Paco y su esposa en una gira de tres sema­nas visitando ca­ba­ñas, tam­bos, fá­bri­cas lácteas, asti­lle­ros e institu­cio­nes. Una de estas últimas fue la emi­sora inter­nacio­nal Radio Ne­der­land, donde nos recibió el simpá­tico di­rec­tor de las difu­siones en espa­ñol.Paco de Mulder Bonello  Se llama­ba Francisco, tam­bién apodado Paco; por ra­zones obvias lo iden­ti­fi­camos en seguida como Paco "Se­gun­do".

  La imprenta del diario "Castellanos" estaba obsoleta, como el noventa por cien­to del equi­pa­mien­to indus­trial en la Argen­ti­na. Esa misma tarde visitamos en Sunchales una fá­bri­ca de pro­duc­tos lác­teos, que perte­ne­cía al "privi­legiado" diez por ciento restan­te. La empresa Sancor fue el re­sul­ta­do de una gigan­tes­ca fusión de más de trescientas coope­ra­ti­vas, forma­das por trece mil tam­bos; ori­ginalmente de Santa Fe y Cór­do­ba, luego también de otras pro­vincias. La flota de ca­mio­nes recogían la leche en los tambos –había recorridos de 250 ki­ló­me­tros- para lle­varla a 130 fá­bri­cas, que satis­fa­cían el 40 por cien­to del con­sumo nacio­nal.
12.000 socios en 362 cooperativas en 7 provincias. - 142 fábricas producen 1,2 millones de litros anuales, el 25 % de la producción nacional.
La Nación, 25-06-96:
SanCor inauguró (en Don Torcuato) un centro de distribución automatizado, que atiende a 200 supermercados y 20.000 almacenes en Bs As y conurbano. Emplea a 220 personas (antes: 700). La empresa tiene 5.700 empleados, procesa 4,6 millones de litros de leche DIARIOS (300.000 vacas), y es la principal exportadora de productos lácteos por 67 millones de dólares p.a.
      Vimos más vacas recién llegadas de Holanda, en Humberto I (Hnos Rostagno).En Rafaela, di­rec­ti­vos de coo­pe­rativas escu­charon una expo­sición del se­ñor Boersma. Se hizo tar­de, y cuando creíamos que ya había ter­mi­na­do el día, re­sul­tó impo­sible re­chazar la in­vi­tación de Don Paco Primero, a to­mar "sólo una copita" en su casa. Como era de es­perar, no fue una sola copa, y nos que­damos una hora y media. En Es­pe­ranza, nues­tros anfi­triones nos es­ta­ban es­pe­ran­do a cenar. Fran­ca­men­te, to­dos te­níamos más ne­ce­sidad de una du­cha y sá­ba­nas frescas, pero no podía­mos ofen­der a la buena seño­ra.
      La co­mida estaba deli­cio­sa.

      Emilio Reutemann nos llevó a "Michelot", una estancia de nueve mil hectáreas, ubi­cada en el ex­tre­mo no­roeste de la pro­vin­ciaMichelot, 9000 has.
Pasando San Cristóbal / Ceres (?), límite con Santiago del Estero (?)  Daba gusto ver los ex­ten­so­s triga­les, que compartía con dos hermanos. En una reco­rri­da del campo charla­mos con un pas­tor de ove­jas que tenía la piel tan curtida que pare­cía un ancia­no. Hacía mucho calor y era evi­den­te que sus anima­les ne­ce­sita­ban agua. Al­guien de nosotros dijo que segura­mente la gen­te del campo es­taría más con­tenta de ver un api­ña­miento de nu­ba­rro­nes negros que un gru­po de tu­ris­tas rubios.

      - De ninguna manera - se apuró el ovejero en negar­lo -. Yo no quiero que llue­va, por lo me­nos, no aho­ra. Por eso - y se­ñaló la es­pec­ta­cu­lar vis­ta de cua­tro cose­cha­do­ras que levan­ta­ban pol­vo en una ca­rrera con las nu­bes. Esa con­tro­ver­sia en­tre agri­cul­to­res y ganade­ros se­guirá exis­tien­do en todo el mundo, has­ta que el hom­bre lo­gre el su­mi­nis­tro per­fecto de lluvia arti­fi­cial.
                       

      Esa noche no cayó agua. Por suerte para no­so­tros, porque eso nos habría difi­cul­tado el re­gre­so. Yendo hacia los au­tos, Don Emilio comentó que está­ba­mos caminan­do sobre depósi­tos subte­rrá­neos de combustible, e invi­tó a los con­duc­to­res a lle­nar sus tanques. A los diez minu­tos de mar­cha, su Ford empezó a chis­porro­tear y a dismi­nuir la velo­cidad. Preocupa­do, el cabañero levantó el capot, pero casi si­mul­táneamente lo bajó y nos señaló la tapa del tan­que de naf­ta. Hilaridad general: ¡él mis­mo se había olvi­da­do de cargar! Una trans­fu­sión salvó el incon­ve­niente. Incluso nos que­dó tiempo para tomar un re­fresco en su casa, en compa­ñía de su en­canta­dora señora y seis hi­jos.

      Seguimos a Rosario. Aunque Santa Fe es la ca­pital de la provin­cia homónima, Rosa­rio es más grande; es la se­gunda ciudad y el principal puer­to flu­vial del país. Por unos cambios en el pro­gra­ma, se improvi­só una vi­sita a una peque­ña fá­bri­ca de pro­duc­tos lác­teos en el cer­ca­no pue­blo de Roldán.Almuerzo en la finca de Francisco y  ???  Guérin, cerca de Roldán.  Allí había comenzado a traba­jar la cooperativa hacía un cuarto de siglo, y las pri­mitivas ins­ta­la­cio­nes ¡todavía funcio­na­ban!

      Antes del almuerzo de despedida,Almuerzo en "At Zaspirak Bat" (Todos Uni­dos), el club de la comunidad vasca en Rosa­rio, la cooperativa, por intermedio de su vicepresidente Joaquín Martínez, ofreció a su distinguido huésped una me­da­lla conmemorati­va de su visita.   se invitó a una confe­rencia de prensa. Preguntas de periodis­tas y edito­res de dia­rios, evidentes conoce­dores del tema, gene­raron un ani­mado debate. Varias publicaciones, tam­bién en las otras zonas que vi­sitamos, su­bra­yaron la gran importancia del ga­nado pedi­gree - ése fue el principal objetivo de la gi­ra.

            A bailar con la prima
     En la academia donde Ina estudiaba secretariado, se hizo amiga de Chela, que tenía nuestra edad. Un día, Chela invitó a Roel a escoltarla a una fiesta, sin encontrar eco. Pero ella insistió y Roel no quería inventar un tercer pretex­to, así que me dijo que había aceptado una invitación, extensiva a mí para compartir sus penas. – Chela va a llevar a una prima – me informó -. Dios sabrá cómo baila, así que confía en Él...
            Yo tampoco tenía ganas de ir, pero por solidaridad hice de tripas corazón. Los pies de plomo con los que me arrastraba hasta el lugar del encuentro, se convirtieron en zapatitos de cristal cuando me vi frente a la prima. Lo que me alegró inmediatamente, fue la seguridad de que por lo menos los primeros tres bailes me corresponderían por derecho propio. Roel seguramente reclamaría algunos, pero que fuera él y nadie más. Aunque tuve que ceder a Beatriz a otros dos intrusos, la mayor parte de la noche quedé anotado en su carnet de baile.
            Esto sí que fue amor a primera vista. Emocionante, eso sí, pero irrumpió en mi escenario en el momento menos oportuno. Cuando le conté que ya estaba con un pie en Holanda, que me era imposible cancelar la cita naviera que tenía allí tres meses más tarde, Beatriz propuso terminar nuestra relación para evitar problemas. Pero yo insistí en que siguiéramos viéndonos un tiempo más, porque mi propósito era volver lo antes posible. Quería vivir en la Argentina; me sentía cómodo en este clima sin los prolongados fríos, nieblas, nubes, lluvias, vientos y nevadas, a veces todo eso al mismo tiempo, en otras latitudes.
Contrariamente a todo razonamiento lógico, sólo de acuerdo con la razón del corazón, Beatriz aceptó hacer el intento. Nos quedaban tres meses, menos uno por unas vacaciones en Río de Janeiro, que estaban planeadas con anterioridad. Por suerte, mi partida se postergó diez días. En el océano que se necesita (y que siempre resultará insufi­ciente) para “conocer” a otra persona, fueron una gota que recogimos, agradecidos.

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TANTO EN LA PROSPERIDAD
COMO EN LA ADVERSIDAD

            Echar las cartas
      Mi primer viaje por mar lo hice en 1947, de Ja­karta a Ams­ter­dam. El segundo fue en 1951, de Ams­ter­dam a Bue­nos Ai­res. Otro ciclo de cuatro años más tarde, me en­con­tra­ba con las vali­jas hechas en el carguero “Florida”, amarrado en la Dár­sena B del puer­to de Bue­nos Ai­res, nue­va­mente camino a Ams­ter­dam, para abrir el cuar­to capítu­lo en mi vi­da. Apoya­do en la ba­ran­dilla, sentí surgir en la garganta ese nudo que se forma en despedidas por tiempo indeter­minado.

            Partir, c'est mourir un peu.
            Sí, partir causa tristeza. Por el ale­ja­miento del ambiente conocido y querido, ­por la in­cer­ti­dum­bre ante todo gran cam­bio, y por­que la se­pa­ra­ción puede ser defi­ni­tiva, en cuyo caso ya no se po­drá decir lo que que­dó sin pro­nun­ciar.
   
         Pero partir puede también causar sa­tis­fac­ción, por el hecho de haber encontrado otro ca­mi­no, y por la convicción de que la deci­sión to­ma­da fue la mejor.
"Regreso sin Ida" sobre [ satisfacción ]
- ...por haber dado ese primer paso hacia una formación de un individuo... - ...un individualismo que, quizás paradójicamente, no es lo mismo que egoísmo...
      Miré a los que queda­ban atrás. ¡Qué lin­do que hayan veni­do a des­pedirme! Mis tíos Zus y Dee, Roel, Max y, last but certainly not least, Bea­triz.

      Sí, Beatriz... Es posible, como afirman al­gu­nos, que el destino tiene trazado un camino para cada uno de noso­tros. Pero todos esos sen­deros se entre­cruzan permanentemente y de un modo tan sorpresivo que me pregunto si realmente está todo tan minuciosamente previsto. Porque entonces ¿para qué existen las alter­nati­vas que se nos pre­sentan continuamente? ¿Qué es eso que llama­mos casua­li­dad? Nos conocimos en una fiesta a la que los dos habíamos ido en circunstan­cias idén­ticas: sin ganas de ir, sólo para acompañar a res­pec­tivos ami­gos. Si uno de nosotros hu­bie­ra elu­dido ese com­pro­miso, se ha­bría produ­cido cual­quier otra casua­lidad. Yo podría, por ejem­plo, haber come­tido la misma des­cor­te­sía de bai­lar toda la no­che con una so­la chi­ca, ig­no­rando a las demás, in­clu­yen­do a la anfi­triona.
      Pero habría sido entonces con otra señorita, y tal vez yo no ha­bría insistido en conti­nuar una re­lación que era particularmente desa­con­se­jable. Por­que ya esta­ba con un pie en la plan­chada y con la ca­be­za en otro con­tinente, en un empleo al que me había com­prometi­do. Tenía la intención de volver a la Argentina, eso sí, pero no sabía cuándo se­ría. A pesar de ello, se­gui­mos vién­donos, sa­biendo que a los tres meses nos en­fren­taríamos con una sepa­ra­ción física. ¿De quién de­pendería que fuera de­fini­tiva o sólo tem­pora­ria, del Destino o del Azar?
            Absorto en mis reflexiones, no reparé en que se habían cortado los lazos con el mue­lle, has­ta que oí la ensorde­cedora sirena del bar­co. Sentí un im­pulso de pe­dirle al capi­tán que me dejara ba­jar, y me di cuenta de que ha­bíamos pasado el point of no return. Lo acen­tuaba una melodía de moda, que venía del sa­lón. "Vaya con Dios, my dar­ling", me­lan­có­li­ca y sen­timental. Pero qué apropiada para este mo­men­to, pensé mientras recorría con la mirada los contornos de las usinas eléctri­cas, el Hos­pi­tal Fe­rro­via­rio, los edificios de departa­men­tos Cava­nagh y Alas, los Mi­niste­rios Mi­litares y el de Obras Pú­blicas, la Aduana y, más a la iz­quierda, la re­fi­ne­ría de Shell-Dia­dema y la Cer­ve­cería Quil­mes.

martes, 3 de marzo de 2020

COSAS MÍAS (16)

Granero del Mundo

La misión de un Agre­ga­do Agrí­cola es aseso­rar a su gobier­­no sobre cues­tio­nes agra­rias. La informa­ción deseada la ob­tiene mayor­mente de funcionarios de ministe­rios, de cole­gas de otras embajadas, y de empre­sa­rios. Mi tío Dee opina­ba que, ade­más, era conveniente eva­luar la situa­ción como la misma palabra indi­ca, in situ. Por lo tanto, via­jaba a me­nu­do al inte­rior del país. Visitaba estacio­nes expe­rimen­ta­les y establecimientos ru­rales para cote­jar sus ob­servacio­nes y datos ofi­cia­les con esti­ma­cio­nes de estancieros y otros conocedores de la agrope­cua­ria local.
A Chile, Uruguay y Perú, que pertenecían a su área, viajaba con Zus, pero nosotros tuvimos la suerte de co­nocer algo de la Argentina de esa manera. Un día, Roel y yo lo acompañamos a Perga­mi­no, unos 250 kiló­me­tros al no­roes­te de la Capital Fe­de­ral. Ca­mino a un ins­ti­tuto agrario en ese cen­tro del cultivo de maíz, pasamos por una plantación­ con un muy buen as­pecto. La tran­que­ra estaba cerrada pero sin candado, y en­tra­mos por el ancho ca­mino de acce­so. En esa épo­ca que circu­la­ban pocos autos, lla­maba la aten­ción aquel fla­man­te Chevrolet Bel-Air blan­co con cha­pa ce­les­te, que identificaba al Cuerpo Diplomático.
El dueño del campo, gratamente sorprendido por la visita de un extranjero que ha­bla­ba español y que, ade­más, te­nía un buen co­no­ci­mien­to de la re­gión, se prestó con gus­to a la charla sin pro­to­colos. Orgu­llo­so, nos in­vitó a caminar entre las plan­tas, que nos pasaban en altura. Dee estaba con­tento al com­probar que las apa­rien­cias no le ha­bían enga­ña­do: en todo el campo, todas las mazor­cas tenían el tamaño que se veía desde la ruta, lo que con­fir­maba las bue­nas pers­pecti­vas de la inminente cose­cha.

Junto con Zus y Dee, conocí también otros luga­res de la pro­vin­cia de Buenos Ai­res, la más gran­de de la Ar­genti­na, con una su­per­ficie de die­ci­séis ve­ces la de Ho­lan­da. En el re­co­rri­do de casi dos mil kilóme­tros, pasando por Trenque Lauquen, Bahía Blanca, Necochea,Tres Arroyos y Mar del Plata íbamos a andar parcialmente por ca­mi­nos de tie­rra, y como había llovido mu­cho, lle­vamos­ pan­ta­neras, neu­má­ti­cos es­pe­cia­lmente aptos para tran­si­tar por el ba­rro, simila­res a los que usan los tracto­res. Partiendo ha­cia el oeste, llega­mos bien a Tren­que Lau­quen, pero nos re­cibieron con una huel­ga de ho­te­les. Afor­tuna­da­men­te di­mos con "Si­món", una hos­te­ría que aloja­ba a hués­pe­des porque nos aten­dían sus due­ños.

Ante la falta de ali­mentos, ca­ba­llos son más deli­cados que vacas. A lo largo del camino hacia el sur  quedaron muchos de los que no sobrevivieron la sequía, previa al pe­ríodo de fuertes llu­vias. Pa­sando por lagunas que in­vi­taban a pescar o simplemente pasear en bote, y por coli­nas cada vez más al­tas, nos aproximamos a Sie­rra de la Ven­tana. Por el mal es­tado del camino de acce­so no pudimos tre­par hasta la Ventana, una enor­me aber­tura en la cima de un cerro, a se­te­cientos me­tros de altu­ra. Tuvi­mos que con­for­mar­nos con verla desde lejos. En Torn­quist, re­cos­tado sobre una lade­ra de la monta­ña, las te­jas muy rojas de las casas combinaban muy bien con el verde y ma­rrón de los ce­rros de esa zona tu­rística.

Al entrar en Bahía Blanca, uno de los prin­ci­pales puertos marítimos del país, Lucas Bols anunciaba desde un affi­che su famosa gine­bra como el tra­guito gaucho. Me gustó la frase, y más aún cuando comprendí el doble sig­nifica­do de la pa­labra gaucho: es el habi­tante de las pam­pas, y también describe a una per­so­na que siem­pre está dispuesta a ayudar a otras desinteresadamente. Bols tiene bue­na acepta­ción en el cam­po: mu­chos cam­pesi­nos y via­jan­tes acom­pañan su pri­mer café en el ba­r ru­ra­l con una copa de esa gine­bra holan­desa.

En el cen­tro, la poli­cía tra­taba en vano de ace­le­rar el trán­sito embo­tella­do. Por alto­par­lan­tes mon­ta­dos sobre automó­viles y camio­nes, se festejaba la deci­sión gu­bernamen­tal de ho­me­na­jear a Eva Perón con un monu­men­to. La es­posa del pre­si­dente esta­ba muy en­ferma (en efecto, mu­rió tres semanas más tar­de). En adhe­sión menos ruidosa pero más molesta, to­dos los nego­cios es­ta­ban cerrados. Una curiosa manera de manifestar tu conformidad. Encon­tramos un ho­tel, pero allí no nos sirvieron ni un café. Por suer­te, nos que­da­ban biz­cochos, man­dari­nas y un trozo de queso, remanente de las pro­vi­sio­nes que uno suele llevar en un via­je en auto; los consu­mimos en la habi­ta­ción.
Por la mañana, Zus y yo fuimos a ca­mi­nar, Dee a un cen­tro agra­rio. Por la tarde, los tres vimos a Ingrid Bergman en "Juana de Ar­co".

Uno de los agricultores holandeses que visi­tamos fue Máxi­mo Flegen­hei­mer, pro­pieta­rio de "La Holan­de­sa", una magní­fica estan­cia de dos mil trescientas hectá­reas cerca de Neco­chea, un bal­nea­rio a doscien­tos kilóme­tros al este de Bahía Blanca. Ha­cía algu­nos meses se de­tectó un brote de aftosa cuando Fle­genheimer estaba por ven­der un lote de gana­do. La en­fer­me­dad se con­troló rá­pi­damen­te, pero mientras tanto, un decre­to había prohi­bido la ven­ta de ganado. Durante la se­quía si­guiente los ani­males perdieron peso, pero ya es­taban em­pe­zando a recupe­rarlo muy len­ta­men­te.
A pesar de esos contratiempos, Don Máximo no estaba dema­sia­do preocupa­do, y quería mos­trarnos el porqué. Nos llevó en un jeep a dar una vuelta por el cam­po; en un momento dado se bajó y pidió que le siguiéramos unos metros so­bre un terreno sem­brado. Hundió la mano en el suelo, que estaba hú­me­do toda­vía. Pero debajo de la superficie no es­ta­ba tan arci­lloso como se po­dría supo­ner, sólo tres días después de copio­sas llu­vias. El puñado de tierra ya empezaba a desli­zar­se un poco entre sus dedos.
-¿Ven esto? - sonrió -. Esta ca­pacidad de recu­perar­se en menos que can­ta un ga­llo, es asombrosa. Fa­ci­li­ta la nutrición de las plantas y per­mite co­se­chas do­bles y de buena cali­dad, como por e­jem­plo aquí: ayer, maíz y hoy, papas. Esta tie­rra negra es la ri­queza del país, espe­cial­mente de esta ben­dita zona. Míren­la bien, porque la verán en pocas par­tes del mun­do.

Gracias a las cosechas de una de las regiones más fér­tiles del plane­ta, la Argen­tina había sido un país muy rico; en las últi­mas déca­das había adquirido fama como el grane­ro del mun­do. Pero la situación estaba cambiando, y se estaba pidiendo a la gente que gasta­ra menos y pro­dujera más. Con­side­rando la ex­ten­sión y la ca­li­dad del suelo, pensé que efectivamente, podrían pro­ducir más. Po­si­bili­da­des no fal­taban. Pero también se re­querían otros elemen­tos que no abundan en el mundo: in­ver­sión, orga­niza­ción y, sobre todo, ganas de traba­jar. Iba a ser una ta­rea muy difí­cil.

Después de "La Holandesa" visitamos a "Los Holan­deses", la colectividad holan­desa en Tres Arro­yos, en la misma zo­na de tierra prodigiosa. Las leyes ar­gentinas que alrededor del cambio de siglo pro­movieron la inmigración, atrajeron a un gran número de gran­je­ros holan­de­ses, muchos de los que formaron una flore­cien­te colo­nia. En momen­tos de hacer nuestro via­je, yo ya trabajaba en el tambo, pero en esa semana de vacaciones de invierno tuvieron que prescindir de mis servicios. También empezaban las vacaciones en la Es­cue­la Ho­lan­desa, y André venía ahora con nosotros a Bue­nos Aires.
En ocasión del Día de la Inde­pen­dencia los alumnos habían preparado algunos actos. An­dré no bailó, pero cantó en el co­ro y se lució en una pequeña obra de teatro. Ya había aprendido algo de castellano, y en este co­le­gio bilin­güe progresó rápidamente. Y no sólo en el len­guaje ha­bla­do. Eso ya lo había notado yo el pri­mer do­mingo cuando fui a visitarlo: me saludó de lejos, juntando los dedos de una mano y moviéndola hacia arriba y abajo. Un gesto que no figura en ningún diccionario; en la Ar­gentina y en Italia tiene el significado de un signo de interrogación.
Duran­te los últimos meses en Holanda, An­dré se había contagiado de mi entusias­mo para aprender espa­ñol "sin esfuer­zo", tal como lo sugería el sub­título de un libro que yo había descubierto.'Assi­mil' Por supues­to, la pre­ten­sión era inge­nua; sin embar­go, ese sis­tema, Assimil, me gustó. Y resultó ser efectivo. Por ejemplo, se anunciaba una regla gramatical con una, o ninguna ex­cep­ción. Las demás se mencionaban más adelan­te y de a poco, con el saludable efec­to de no abru­mar al alumno al principio.
Las pri­me­ras lec­cio­nes eran con­ver­sa­cio­nes entre dos ami­gos, y ya después del quinto ca­pí­tulo nos di­vertíamos An­dré como Pedro y yo como En­rique, re­produ­cien­do las pre­gun­tas y res­pues­tas. Luego tratá­ba­mos de im­pro­vi­sar so­bre ellas. Así logramos pronto decir frases con al­gún sen­tido, en vez de aprender primero solamente nombres de objetos - como proponía Linguaphone, el otro método de enseñanza que conocíamos.

Fue un placer conocer Mar del Plata, la Per­la del Atlánti­co. El be­lla­mente edifi­cado y más popu­lar bal­nea­rio del país atrae a tu­ris­tas du­rante todo el año, aun­que naturalmente en in­vierno no tantos. No hacía frío, lo que contribuyó a una esta­día agra­dable. En auto y a pie reco­rri­mos la rambla y ba­rrios resi­den­cia­les. La mayoría de las lujo­sas mansio­nes era ocupada sólo en verano y du­rante algún (largo) fin de semana. La gen­te adi­nerada suele ir de vaca­cio­nes al exte­rior, pero tam­bién le gusta pa­sarlo bien en su pro­pio país, en si­tios her­mosos y cuando puede es­tar estadís­tica­mente se­gu­ra de tener buen tiem­po.
El último día íbamos a visitar a un holan­dés que cultivaba bul­bos de plan­tas a poca dis­tancia de Mar del Plata. Pero el camino hasta sus tuli­panes estaba todavía demasiado em­ba­rrado, aún para las pan­taneras, de modo que seguimos por el pa­vi­men­to, derecho a casa. Sin más des­víos, aunque sí con paradas para ayudarlo a An­dré a sobrepo­nerse a los ma­reos que sufría al viajar en auto, pobre. Le fue bien hasta cerca de casa: fal­tando apenas media hora para llegar, se puso verde y gris. Por suer­te pudo saltar del auto a tiempo. Las solemnes columnas del edificio de la Facul­tad de Derecho nos miraban con el ceño fruncido.

En cada uno de sus varios viajes anterio­res, Dee ha­bía tenido algún inconve­nien­te con el auto; esa vez, ni si­quie­ra se le había pin­chado una goma. Le reco­mendé mi compa­ñía como talismán en futuras excursio­nes.

El ojo del amo

Dee tuvo en cuenta mi sugerencia cuando vino de Holanda el se­ñor Jelle Boersma, caba­ñero y a su vez inspec­tor en jefe del Regis­tro de Ga­nado de Pedigree Fri­sio. Él había ac­tuado va­rias ve­ces como miembro de jura­do en la Ex­po­sición Rura­l, pero no había salido de la Ca­pital Fede­ral. Haciendo un via­je pri­vado por algunos paí­ses suda­me­ri­canos, quería aprovechar la ocasión para conocer el cam­po argen­ti­no.
Con el auspicio de la Embajada, Dee organizó visitas a estable­ci­mien­tos re­la­cio­na­dos con la gana­de­ría lechera en la provin­cia de Santa Fe, y me invitó a acompañarlo. La comitiva oficial eran su asistente, un director del Mi­nisterio de Agri­cultura, un periodista holan­dés y dos es­tu­dian­tes nor­te­americanos, be­carios de un pro­grama internacional de intercam­bio rural.
En "San Carlos Cen­tro", una coopera­tiva con dos mil so­cios en Espe­ranza, a unos qui­nientos kilóme­tros de Buenos Aires, nos recibieron con la hospita­li­dad que es tan común en las pro­vincias. El gerente nos agasajó con una ex­ce­lente cena e insistió en que pasáramos la noche en su case­rón, en vez de ir al ho­tel. 
Al día siguiente recorrimos una fá­bri­ca de lácteos y un plantel de ani­males, reciente­mente im­portados de Ho­lan­da. Los toros habían sido seleccio­nados por una delega­ción de cabañeros para estar a dis­po­si­ción de los socios que (aún) no podían permi­tirse el lujo de tener un re­produc­tor de raza propio. La coopera­tiva estaba a punto de aplicar la in­se­mina­ción artifi­cial, de manera que en poco tiempo se espe­raba aumentar la pro­duc­ción aún más.
En vez de visitar otra planta, que estaba ce­rra­da porque se celebraba el 96° aniver­sario de la localidad de San Carlos Cen­tro, la cuna de la coopera­tiva, nos divertimos en el pueblo viendo cua­dreras, carre­ras de trote a lo largo de varias cua­dras. En una de las competiciones, un joc­key volcó con su sulky. Por suerte no le pasó nada, pero tuvo que abandonar porque su pobre caballo quedó muy nervioso.

Conocimos "Las Ar­bo­ledas­", el simpático nombre de una cabaña cercana. El dueño, Emi­lio Reu­temann, una persona con­versadora, nos acompañó todo el tiempo con un humor a toda prue­ba. Nos mostró algunos ani­males que había com­pra­do en Holanda, en una tran­sac­ción que el se­ñor Boersma había pre­sen­ciado –de ca­sual­idad y en forma privada, no como inspector-, oca­sión en la que se cono­cie­ron. El holandés dio vueltas alrededor de los animales, y obser­vó atenta­men­te a dos de ellos. En un mo­mento dado, se rascó de­trás de la ore­ja y, pen­sa­ti­vo, pre­gun­tó:
- Dígame, Don Emilio... Corríjame por favor si me equi­voco, pero por éste toro, ¿usted no había pagado mucho más que por aquel?
Me pareció una pregunta técnica de un experto a otro, referida a una cuestión ge­nea­lógi­ca. Pero aparente­mente encerraba algo más, porque el jo­vial dueño de casa tardó en con­tes­tar­la.
- Sí, señor - afirmó lentamente, mirando un punto en la lejanía -. Así es. Por éste ejemplar pagué dieci­siete mil florines, y por el otro, cinco mil. Sin em­bar­go, es como usted su­giere, este último evolu­cionó mucho mejor.
Recorrió con la mirada el semi­círcu­lo que formá­ba­mos.
- Es increíble - exclamó -. Eso fue hace más de dos años. Y ni siquiera se los compré a él. ¿Ustedes se dan cuenta de la memoria asombrosa que tiene este señor?
Repetía para sí mismo, en voz baja y asin­tiendo con la cabeza:
- Así es, así es.

COSAS MÍAS (15)


      Yo es­ta­ba acos­tum­bra­do a la vida de un estu­diante en Ho­lan­da, va­riada y llena de alter­nati­vas interesantes. Tanto no pretendía de mi nuevo empleo, pero tampoco esperaba que fuera tan di­fe­ren­te. Realmente, no me im­por­taba le­van­tar­me a las tres de la ma­ña­na - ni si­quiera en el in­vier­no. Pero no me atraía la perspectiva de tener que seguir haciéndolo día tras día, año tras año, con tiempo bueno y con tiempo ma­lo, sólo porque las vacas no se fijan en do­mingos y fe­riados. El primer sábado invité a mis dos compa­ñeros a tomar una cerveza en el pueblo. Su ex­plicación de por qué ellos dos no podían fal­tar al mismo tiempo, me abrió los ojos a las características del ambiente tambero.
      Fue una va­lio­sa experiencia el ha­ber cono­ci­do ese trabajo, pero sólo pue­den hacerlo los que nacie­ron para él. Por eso, des­pués de unos nueve me­ses de aprendizaje, le pedí a mi em­plea­dor una actividad con un hora­rio más benigno. Me ima­gi­naba que el tra­ba­jo agrario no se­ría menos duro pero sí menos continuo e inexo­ra­ble - excep­to en cier­tas épocas del año, como las de siem­bra y de cosecha.
      Mi patrón tenía, junto con un hermano, una em­presa agrícola y también compraba y vendía la­na. Me gustó su inesperada pro­pues­ta de ins­truirme en ese último oficio. Lo acompañaba al campo y aprendí a conocer tipos de fibras, a sa­car mues­tras y a estimar el valor de lana apilada. Si se concretaba la transacción, unos días más tarde me subía al camión que iba a cargar la merca­de­ría.
      A veces, esos viajes eran tan largos que nos quedábamos a dormir en las hospitalarias estan­cias. Esas eran siempre noches agrada­bles. Luego de una refrescante ducha, nos reu­níamos alre­de­dor del fuego. Mientras tentadoras tiras de car­ne iban asándose, echábamos con un vaso de vino tinto una base para la ce­na y para los cuen­tos que seguramente la seguirían, y que en to­das par­tes del mundo hacen tan atracti­va la so­breme­sa en buena compa­ñía.
      Para saber cómo es el gusto de la carne al asador, uno tiene que haber participado alguna vez de un asado, y preferiblemente en el campo ar­gen­tino. Creo que es el am­bien­te ideal, si no el único, para apre­ciar ese lujo crio­llo.
      En esos tres meses, viajando y trabajando en los galpo­nes en la se­lec­ción y prepa­ración de la lana para la ex­por­ta­ción, aprendí a hablar espa­ñol en serio. Con­tra­ria­mente al tambo, la gente no ha­bla­ba otro idioma. Tam­bién me enteré del ca­rác­ter es­pecu­la­tivo del comer­cio en mate­rias pri­mas, como la lana: os­ci­lacio­nes de pre­cios en los mer­cados mundia­les pueden ocasio­nar grandes ga­nan­cias y pérdi­das en pocos minu­tos. Es impo­sible evi­tar riesgos.
      Ganar mucho dinero rápidamente me parece atractivo. Pero si eso implica la posibilidad de perderlo en menos tiempo aún, prefie­ro buscar ingresos más limitados, pero segu­ros. Después de haber aprendido algunos secretos de la vida rural, me despedí del campo para encontrar yo también un empleo acorde con mi constitución, y desde en­tonces he seguido trabajando siempre en relación de de­penden­cia. Philips seguía buscando talentosos jóvenes, y un buen día pasé la prueba.
            Roel ascendió cuatro pisos para ayudar a mejorar la calidad de las válvulas emisoras, y me confiaron a mí su tarea anterior, un trabajo administrativo poco exigente. Por suerte, conseguí pronto el traslado a un sector más interesante, el de las importaciones. Pero allí tampoco progresé con la celeridad que esperaba. Posiblemente estaría en mejores condiciones si trabajara aquí no como empleado local, sino contratado por la Casa Matriz.
            Una posibilidad era la de emplearme en otra firma holandesa que tuviera una sucursal en la Argentina. Si en ese momento me hubiera dado cuenta de que iba a poder viajar gratuitamente a todo el mundo por el resto de mi vida, probablemente habría aceptado el  menor sueldo de un empleo que me ofrecieron en K.L.M. En vez de levantar vuelo, me hice a la mar, con otra empresa, también de tres siglas y transportadora, pero marítima. El K.H.L., Koninklijke Hol­land­­­sche Lloyd, conocida en Latinoamérica como el Lloyd Real Holandés, era la sucesora de una armadora que poco antes de la segunda guerra mundial había estado a punto de naufragar. Otra naviera aportó el capital necesario para evitar la deshonrosa bancarrota de la firma, ya que el nombre designaba la distinguida vinculación con la Casa Real Holandesa.

            Notas sociales
            Antes de relatar sobre este sustancial cambio de trabajo, quiero volver a mi vida en Buenos Aires. Junto con otros tres muchachos holandeses y un argentino, me instalé en una pensión en Olivos, un suburbio cerca de Martínez. El viaje a la oficina consistía en un breve trote a la estación, un cuarto de hora en tren y una caminata de cinco minutos. No soy un modelo de puntualidad, pero trato de serlo, y el premio quincenal que cobrábamos por ese concepto, era un buen estímulo. A Roel también le atraía esa bonificación, pero la recibía pocas veces. Él vivía dos cuadras más lejos, pero perdía el tren frecuentemente. Confiaba demasiado en la elasticidad del último minuto. - “Ya salgo...-”. De regreso, sí solíamos viajar juntos.
            Tomarle a mal esa costumbre equivaldría a renunciar a su amistad y, como muchos otros, yo tampoco quería perderla. Una tarde nos encontrábamos para ir al cine. Por algún inconveniente me demoré como un cuarto de hora. Dado que eso le ocurría a Roel a menudo, no me preocupaba; incluso contaba con llegar antes que él. Pero ¿quién me estaba esperando impacientemente, señalando con fastidio su reloj? Fue una aplicación de esas leyes todavía no formuladas y difundidas por el señor (¿señora, señorita?) Murphy.
            En su función de integrantes de la Embajada, los tíos Zus y Dee participaban activamente de la vida social. Fiestas con diplomáticos, delegaciones y misiones de Holanda, empresarios. Ejecutivos que llegaban o se iban, eran agasajados por su antecesor o sucesor, por un colega, un amigo, su superior y, si su rango lo justificaba, por el embajador de su país. Para nuestros tíos, que ya no eran tan jóvenes, seguir ese tren significaba un considerable y continuo esfuerzo, no podían sustraerse de esa verdadera noria, semana tras semana. Ocasionalmente, ellos eran anfitriones, y algunas veces nos invitaban también. La pasábamos bien, pero con el tiempo me di cuenta de que esas relaciones se basaban poco en la amistad y mayormente en intereses comerciales o laborales. Razones inevitables, supongo.
            A las reuniones de los jóvenes venían amigos, amigos de amigos, vecinos, compañeros de trabajo. Casi todos los chicos holandeses que conocíamos, habían sido alumnos de colegios ingleses o norteamericanos, y si en su casa se conservaba el idioma, la conversación solía ser trilingüe. - OK., ¿entonces, nos vemos mañana after lunch? Llamame che, dan gaan we zeilen (salimos a navegar). A algunas personas no les resulta fácil pasar de un idioma a otro sin mezclarlos, otros hablan así por pereza, y unos pocos también por snobismo.
            Nos presentaron a una barra de criollos en Florida, otro suburbio cercano. Simpatizamos con ellos, no solamente porque los varones eran simpáticos, sino también porque las chicas eran monas y buenas bailarinas, algún cheek-to-cheek incluido. En la primera reunión nos parecía habernos equivocado; del cambiadiscos caía una placa tras otra, pero era música ambiental; los anfitriones ofrecían bebidas y nos entreteníamos charlando, pero nadie salía a bailar. Nos mirábamos de reojo: a eso no habíamos venido, ¿no es cierto?, las noches del fin de semana estaban destinadas a algo más movido. ¡A pisar la pista entonces! Pero temíamos cometer una descortesía al ser los primeros.
            Llegó el momento en que nuestro danzarín más impaciente se animó a invitar a la dueña de casa. Comprobamos que no se violó ningún protocolo, e incluso les gustó la iniciativa. Así, siempre se nos hacía tarde. Por suerte, las casas donde nos reuníamos, estaban cerca de alguna parada del 60, un colectivo famoso por su servicio durante las 24 horas del día. Por la madrugada pasaban con una frecuencia menor, pero siempre lográbamos dormir unas horas antes de asegurarnos los primeros turnos en las canchas de tenis, en el Club de la Municipalidad de Buenos Aires.