Después de un curso acelerado de tres meses, a sus dos docentes privados nos pareció que Robert sabía lo suficiente para empezar; un diccionario de bolsillo y su desfachatez innata harían el resto. Efectivamente, se las arregló muy bien, por ejemplo para jugar algunos partidos en un club de rugby, y para corregir el rumbo después de haber tomado un ómnibus interurbano de la línea 37 B en vez de la 37 A. En otra aventura fue en bicicleta a visitar el castillo de Muiden. En el regreso, al ver mástiles de barcos, se dio cuenta de que había ido a parar al puerto, en el otro extremo de Amsterdam. ¡Con razón que estaba tardado más que en la ida! Llamó por teléfono a los abuelos para pedir que lo esperaran para cenar.
Yendo
más lejos, paseó por Francia, España y Portugal, sacándole el jugo a un abono Eurailpass,
al utilizar el tren como hotel - excepto cuando visitó a Jorge y Lucy en Madrid,
y a Roel y familia en Vigo. Completó la gira con una excursión a Cardiff para
ver jugar a los Pumas, el seleccionado argentino de rugby, en el torneo anual
con otros grandes, Gales, Irlanda, Francia. El no saber inglés dejó de ser un
inconveniente cuando descubrió que una recepcionista del hotel hablaba
castellano- Ella, además, le facilitaba entradas para los partidos.
En otra oportunidad, Robert conoció Suiza,
donde el personal de la firma Transcontinenta disponía de una cabaña para sus
vacaciones. Ese viaje lo hizo en auto con mis padres, manejando él en largos
trayectos. Fue una compensación de la desilusión que había tenido el año
anterior. Luego de una desafortunada medida del Ministro de Economía Rodríguez,
larga y tristemente recordada como “el Rodrigazo”, nos habíamos visto obligados
a prescindir del auto, y eso ocurrió poco antes de que Robert pudiera obtener
su licencia de conductor.
Los
conocimientos rudimentarios del holandés no le impidieron mantener un debate
teológico con mi tío Bert. Dos conceptos, católico uno y protestante el otro,
los dos fervorosos y ortodoxos, cada uno detrás de una Biblia en su idioma,
mientras el diccionario cambiaba constantemente de mano. Creo que solamente los
que han conocido a Bert, podemos imaginarnos lo divertida que habrá sido esa
conversación. Especialmente a ellos les cuento que esto tuvo lugar antes de que
mi querido tío se dejara llevar por un camino equivocado, guiado por un pastor
exaltado.
Los participantes venían de todoas partes del mundo y tenían muy diferentes niveles de conocimiento; el instituto los agrupaba de acuerdo con los datos disponibles, la única manera posible. Carla encontró las primeras clases demasiado fáciles, y se propuso pedir un cambio. En una oportuna transmisión de pensamientos, la docente se le adelantó: - “Contigo quería hablar. Pienso que este grupo no te conviene. ¿Qué te parece si te pasamos a un nivel superior?”. – Ahora tenía que ponerse en puntas de pie, pero qué más quería, si esa actitud es una característica de su signo, Piscis: nadar en contra de la corriente.
A Paula no le gusta viajar. Incluso a la ciudad va solamente si no hay más remedio. Estaba agradecida, pero no aprovechó la ocasión de pasar unas vacaciones en Europa. Igualmente se volvió a encontrar con sus abuelos. Ellos habían ido a visitar a familiares y amigos en Canadá y Estados Unidos, y un día que anunciaron otro viaje, a California, Beatriz puso un casette en el grabador para preguntarles cómo podían viajar por el mundo sin conocer el ambiente donde vivíamos nosotros. ¿O no éramos sus parientes más cercanos, aunque no tan cercanos geográficamente? Esa apelación a la conciencia tuvo efecto, y ellos cambiaron sus planes.
A su llegada, les esperaba en casa una banda de chicos vecinos con canto y guitarras. Mamá escuchó la alegre bienvenida a medias, porque había bajado del avión con un malestar, agravado por el cansancio de veinte horas de viaje y un excesivo calor húmedo. Superada la molestia, salimos con ellos a ver un espectáculo folklórico, y en paseos por San Telmo y otros pintorescos barrios de Buenos Aires que nosotros tampoco conocíamos, y luego por el Delta del Paraná y al imperdible Museo de Ciencias Naturales de La Plata.
Eso fue a fines de noviembre de 1978, unos meses después de que la Argentina le había ganado a Holanda la memorable final del Mundial de Fútbol en Buenos Aires. Además de no haberse perdido ningún partido, papá había visto un estupendo reportaje de la televisión alemana sobre las cuatro sedes. Ahora que estaba a un paso de la más cercana, Mar del Plata, quería conocer esa ciudad. Como las damas prefirieron quedarse en casa, fuimos papá y yo un fin de semana, en un auto que un generoso primo de Beatriz nos había prestado. Como era de esperar, papá también quedó impresionado por la extensión de las pampas y el encanto de La Perla del Atlántico. Por la mañana nos zambullimos desde una concurrida playa céntrica, tomamos al azar un colectivo hasta el fin de su recorrido, cerca del Faro, y coronamos la excursión con una visita al Casino. De allí nos retiramos muy contentos los dos, él contando sus ganancias y yo satisfecho con mi contribución a la Beneficencia Nacional.
Mis padres hablaban holandés con Robert e inglés con las chicas. Y papá también sabía algo de castellano. Hacía muchos años, después de la guerra pero antes de nuestros vínculos con la Argentina, había tomado clases porque le gustaba el idioma. Lo practicó sólo durante uno o dos veraneos en España, y luego con nuestros amigos los ingenieros navales. Cuando tomó conciencia de la posibilidad de entenderse con varios de sus descendientes sólo en ese idioma, refrescó lo aprendido antes de viajar. En el auto hacia y desde la oficina escuchaba cassettes, y en casa frente al televisor escuchabaa profesores en entretenidos videos.
Una tarea hogareña que le gustaba era organizar las provisiones. En las empresas de importación y exportación en Indonesia, su especialidad había sido el ramo Comestibles y Bebidas. Ya uno de los primeros días preguntó por el camino a nuestro almacén de barrio, hizo con Beatriz una lista de lo que se necesitaba, y anunció que iba a hacer las compras. La hija del almacenero estaba contenta de lucir sus conocimientos de inglés, y papá no quería dejar de practicar su español. Como de costumbre, se fijó en detalles, y a su regreso nos preguntó cómo se llamaba la despensa. Nosotros no lo sabíamos, incluso estábamos convencidos de que ni siquiera tenía nombre. – “Pero ¿nadie lo vio?” – reprochó nuestra falta de observación. – “Hombre, está escrito en la puerta: <Abierto>.
Un 25 de Mayo compartíamos empanadas con nuestros vecinos, los Baucis, en el Club Regatas de Bella Vista. Willy estaba engripado, pero cuando vio una mesa de ping-pong, me desafió. Tuvo que cederme el partido, pero agregó a su felicitación una alegre amenaza: - “Ahora me ganaste, pero espera. En cuanto me mejore, ¡te voy a reventar!” – Yo me regocijaba por la perspectiva de otro encuentro, con un buen jugador y en igualdad de condiciones de salud. Pero pronto nos dimos cuenta de que no iba a haber desquite alguno. Lo que parecía ser un resfrío, fueron los primeros síntomas de un cáncer de pulmón que lo consumió en menos de cinco meses. Con varios amigos nos turnábamos para acompañarlo a Willy. Lamento no haber estado a su lado cuando terminó su sufrimiento. Justamente esa noche me había ido a dormir temprano, porque a la madrugada siguiente partíamos a Mendoza para bautizar a Santiago, nuestro primer nieto.
Antes de viajar a Holanda, Robert nos había anunciado su intención de ingresar en la Fuerza Aérea Argentina para defender la patria. Para eso, tuvo que renunciar a la ciudadanía holandesa; lo hizo, sabiendo que no podría recobrarla bajo ningún concepto. Aprobó el examen de ingreso, pero no podía ser piloto. Tenía muy buena vista, pero la revisión física determinó que no era la perfecta, requerida para esa tarea. Pero como también podía alcanzar su objetivo cumpliendo funciones en navegación o comunicaciones, igualmente se inscribió en la Escuela de Aviación Militar, en Córdoba.
Presenciamos la tradicional Entrega de Sables, que convierte a los estudiantes en Cadetes de la Fuerza Aérea. La ceremonia no llegó a emocionarnos como era de esperar, porque Robert no pudo participar del desfile. Estaba curándose de una otitis, y el médico le había permitido levantarse ese día solamente para estar con nosotros, como espectador. Pero lo vimos actuar en despliegues militares en otras ocasiones, el Día de la Bandera el 20 de Junio y el de la Independencia, el 9 de Julio.
A una cuadra de nuestra nueva casa vivía Martín D’Ángelo, uno de los mejores amigos de Robert. Con la cercanía, se veían cada vez más en reuniones en esa hospitalaria casa con otros amigos, parientes y algunos de los once hermanos de Martín. Una de ellos, Silvia, una encantadora doncella, era algo mayor, pero a menudo se unía a ese grupo. Robert y Silvia se miraban con cada vez más atención. Cuando nosotros íbamos a visitarlo a Robert en Córdoba, Silvia nos acompañaba. Incluso se hacía alguna que otra escapada sola, aprovechando la feliz circunstancia que en Córdoba podía alojarse en la casa de amigos de la familia.
Si viviéramos en Córdoba, o si la Escuela estuviera en Buenos Aires, probablemente habrían tenido un noviazgo normal durante los cuatro años de la capacitación uniformada. Pero la distancia de casi 800 kilómetros era realmente un escollo. De vez en cuando venía Robert a Bella Vista; en esos fines de semana viajaba dos veces doce horas para estar un día aquí. Nosotros lo veíamos durante los desayunos a las siete de la mañana: a su llegada el sábado y al regresar el domingo. El resto del tiempo se ocupaba de quehaceres importantes.
Un buen día decidieron casarse, para lo cual Robert, habiendo apenas comenzado el segundo año, tenía que renunciar a la aviación. Los dos querían vivir fuera de Buenos Aires; pasando revista a las provincias, se destacaba Mendoza, porque allí había nacido Silvia y tenían familiares y amigos . Eso les ayudó para encontrar rápidamente al menos un empleo y una vivienda. Fue el comienzo de un matrimonio católico, apostólico, románico, feliz y muy fructífero en ideas (unas cuántas) y en hijos (nueve, al cierre de esta edición, a principios del año 2021).
¿Qué habrán pensado mis padres cuando conocieron a Robert, y a su vez mis abuelos cuando yo fui presentado a ellos? Me imaginaba reflexiones similares a la mía: ¿Qué será de tu vida, bebé, cuando tengas mi edad y la suerte de ser abuelo también, y qué pensarás entonces cuando estés inclinado sobre una cuna, como yo ahora?
En los diecinueve años que pasaron después de ese octubre de 1979, tuvimos diecinueve nietos más. En una de las pocas ocasiones en que estuvieron todos reunidos, casualmente en Mendoza, se pusieron en fila. Al abandonar antes de tiempo su lugar, el penúltimo, Trinidad rompió el orden cronológico, pero no el carácter de la foto. Ésta fue tomada al principio de este siglo, cinco años antes del nacimiento de María de los Ángeles, probablemente nuestra última nieta. Quizás algún día ellos también contarán su historias, como yo lo estoy haciendo, y con lo que voy a seguir en otro tomo.
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