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sábado, 16 de enero de 2021

COSAS MÍAS (28)

    Después de un curso acelerado de tres meses, a sus dos docentes privados nos pareció que Robert sabía lo suficiente para empezar; un diccionario de bolsillo y su desfachatez innata harían el resto. Efectivamente, se las arregló muy bien, por ejemplo para jugar algunos partidos en un club de rugby, y para corregir el rumbo después de haber tomado un ómnibus interurbano de la línea 37 B en vez de la 37 A. En otra aventura fue en bicicleta a visitar el castillo de Muiden. En el regreso, al ver mástiles de barcos, se dio cuenta de que había ido a parar al puerto, en el otro extremo de Amsterdam. ¡Con razón que estaba tardado más que en la ida! Llamó por teléfono a los abuelos para pedir que lo esperaran para cenar.

    Yendo más lejos, paseó por Francia, España y Portugal, sacándole el jugo a un abono Eurailpass, al utilizar el tren como hotel - excepto cuando visitó a Jorge y Lucy en Madrid, y a Roel y familia en Vigo. Completó la gira con una excursión a Cardiff para ver jugar a los Pumas, el seleccionado argentino de rugby, en el torneo anual con otros grandes, Gales, Irlanda, Francia. El no saber inglés dejó de ser un inconveniente cuando descubrió que una recepcionista del hotel hablaba castellano- Ella, además, le facilitaba entradas para los partidos.

     En otra oportunidad, Robert conoció Suiza, donde el personal de la firma Transcontinenta disponía de una cabaña para sus vacaciones. Ese viaje lo hizo en auto con mis padres, manejando él en largos trayectos. Fue una compensación de la desilusión que había tenido el año anterior. Luego de una desafortunada medida del Ministro de Economía Rodríguez, larga y tristemente recordada como “el Rodrigazo”, nos habíamos visto obligados a prescindir del auto, y eso ocurrió poco antes de que Robert pudiera obtener su licencia de conductor.

   Los conocimientos rudimentarios del holandés no le impidieron mantener un debate teológico con mi tío Bert. Dos conceptos, católico uno y protestante el otro, los dos fervorosos y ortodoxos, cada uno detrás de una Biblia en su idioma, mientras el diccionario cambiaba constantemente de mano. Creo que solamente los que han conocido a Bert, podemos imaginarnos lo divertida que habrá sido esa conversación. Especialmente a ellos les cuento que esto tuvo lugar antes de que mi querido tío se dejara llevar por un camino equivocado, guiado por un pastor exaltado.

   A la edad de estar en jardín de infantes, Carla ya iba a primer grado. Aplicada alumna, luego también de inglés y francés, a los sólo 16 años de edad ella sí estaba preparada para sacar provecho de una estadía en el exterior, y aceptó encantada el ofrecimiento del abuelo, de seguir algún seminario en esos idiomas Se inscribió en un curso en París, pero la experiencia que tuvo en Inglaterra fue más larga y más fructífera. Desde el año anterior, papá le había enviado folletos de diversos institutos de enseñanza; Carla eligió el que más le atraía, en la docta Cambridge. El alojamiento, durante un mes, en una casa de familia le ayudó mucho a entender y hablar inglés con fluidez.

Los participantes venían de todoas partes del mundo y tenían muy diferentes niveles de conocimiento; el instituto los agrupaba de acuerdo con los datos disponibles, la única manera posible. Carla encontró las primeras clases demasiado fáciles, y se propuso pedir un cambio. En una oportuna transmisión de pensamientos, la docente se le adelantó: - “Contigo quería hablar. Pienso que este grupo no te conviene. ¿Qué te parece si te pasamos a un nivel superior?”. – Ahora tenía que ponerse en puntas de pie, pero qué más quería, si esa actitud es una característica de su signo, Piscis: nadar en contra de la corriente.

   A Paula no le gusta viajar. Incluso a la ciudad va solamente si no hay más remedio. Estaba agradecida, pero no aprovechó la ocasión de pasar unas vacaciones en Europa. Igualmente se volvió a encontrar con sus abuelos. Ellos habían ido a visitar a familiares y amigos en Canadá y Estados Unidos, y un día que anunciaron otro viaje, a California, Beatriz puso un casette en el grabador para preguntarles cómo podían viajar por el mundo sin conocer el ambiente donde vivíamos nosotros. ¿O no éramos sus parientes más cercanos, aunque no tan cercanos geo­grá­fi­ca­mente? Esa apelación a la conciencia tuvo efecto, y ellos cambiaron sus planes.

     A su llegada, les esperaba en casa una banda de chicos vecinos con canto y guitarras. Mamá escuchó la alegre bienvenida a medias, porque había bajado del avión con un malestar, agravado por el cansancio de veinte horas de viaje y un excesivo calor húmedo. Superada la molestia, salimos con ellos a ver un espectáculo folklórico, y en paseos por San Telmo y otros pintorescos barrios de Buenos Aires que nosotros tampoco conocíamos, y luego por el Delta del Paraná y al imperdible Museo de Ciencias Naturales de La Plata.

Eso fue a fines de noviembre de 1978, unos meses después de que la Argentina le había ganado a Holanda la memorable final del Mundial de Fútbol en Buenos Aires. Además de no haberse perdido ningún partido, papá había visto un estupen­do reportaje de la televisión alemana sobre las cuatro sedes. Ahora que estaba a un paso de la más cercana, Mar del Plata, quería conocer esa ciudad. Como las damas prefirieron quedarse en casa, fuimos papá y yo un fin de semana, en un auto que un generoso primo de Beatriz nos había prestado. Como era de esperar, papá también quedó impresionado por la extensión de las pampas y el encanto de La Perla del Atlántico. Por la mañana nos zambullimos desde una concurrida playa céntrica, tomamos al azar un colectivo hasta el fin de su recorrido, cerca del Faro, y coronamos la excursión con una visita al Casino. De allí nos retiramos muy contentos los dos, él contando sus ganancias y yo satisfecho con mi contribución a la Beneficencia Nacional.

Mis padres hablaban holandés con Robert e inglés con las chicas. Y papá también sabía algo de castellano. Hacía muchos años, después de la guerra pero antes de nuestros vínculos con la Argentina, había tomado clases porque le gustaba el idioma. Lo practicó sólo durante uno o dos veraneos en España, y luego con nuestros amigos los ingenieros navales. Cuando tomó conciencia de la posibilidad de entenderse con varios de sus descendientes sólo en ese idioma, refrescó lo aprendido antes de viajar. En el auto hacia y desde la oficina escuchaba cassettes, y en casa frente al televisor escuchabaa  profesores en entretenidos videos.

Una tarea hogareña que le gustaba  era organizar las provisiones. En las empresas de importación y exportación en Indonesia, su especialidad había sido el ramo Comestibles y Bebidas. Ya uno de los primeros días preguntó por el camino a nuestro almacén de barrio, hizo con Beatriz una lista de lo que se necesitaba, y anunció que iba a hacer las compras. La hija del almacenero estaba contenta de lucir sus conocimientos de inglés, y papá no quería dejar de practicar su español. Como de costumbre, se fijó en detalles, y a su regreso nos preguntó cómo se llamaba la despensa. Nosotros no lo sabíamos, incluso estábamos convencidos de que ni siquiera tenía nombre. – “Pero ¿nadie lo vio?” – reprochó nuestra falta de observación. – “Hombre, está escrito en la puerta: <Abierto>.

   Un 25 de Mayo compartíamos empanadas con nuestros vecinos, los Baucis, en el Club Regatas de Bella Vista. Willy estaba engripado, pero cuando vio una mesa de ping-pong, me desafió. Tuvo que cederme el partido, pero agregó a su felicitación una alegre amenaza: - “Ahora me ganaste, pero espera. En cuanto me mejore, ¡te voy a reventar!” – Yo me regocijaba por la perspectiva de otro encuentro, con un buen jugador y en igualdad de condiciones de salud. Pero pronto nos dimos cuenta de que no iba a haber desquite alguno. Lo que parecía ser un resfrío, fueron los primeros síntomas de un cáncer de pulmón que lo consumió en menos de cinco meses. Con varios amigos nos turnábamos para acompañarlo a Willy. Lamento no haber estado a su lado cuando terminó su sufrimiento. Justamente esa noche me había ido a dormir temprano, porque a la madrugada siguiente partíamos a Mendoza para bautizar a Santiago, nuestro primer nieto.

   Antes de viajar a Holanda, Robert nos había anunciado su intención de ingresar en la Fuerza Aérea Argentina para defender la patria. Para eso, tuvo que renunciar a la ciudadanía holandesa; lo hizo, sabiendo que no podría recobrarla bajo ningún concepto. Aprobó el examen de ingreso, pero no podía ser piloto. Tenía muy buena vista, pero la revisión física determinó que no era la perfecta, requerida para esa tarea. Pero como también podía alcanzar su objetivo cumpliendo funciones en navegación o comunicaciones, igualmente se inscribió en la Escuela de Aviación Militar, en Córdoba.

Presenciamos la tradicional Entrega de Sables, que convierte a los estudiantes en Cadetes de la Fuerza Aérea. La ceremonia no llegó a emocionarnos como era de esperar, porque Robert no pudo participar del desfile. Estaba curándose de una otitis, y el médico le había permitido levantarse ese día solamente para estar con nosotros, como espectador. Pero lo vimos actuar en despliegues militares en otras ocasiones, el Día de la Bandera el 20 de Junio y el de la Independencia, el 9 de Julio.

A una cuadra de nuestra nueva casa vivía Martín D’Ángelo, uno de los mejores amigos de Robert. Con la cercanía, se veían cada vez más en reuniones en esa hospitalaria casa con otros amigos, parientes y algunos de los once hermanos de Martín. Una de ellos, Silvia, una encantadora doncella, era algo mayor, pero a menudo se unía a ese grupo. Robert y Silvia se miraban con cada vez más atención. Cuando nosotros íbamos a visitarlo a Robert en Córdoba, Silvia nos acompañaba. Incluso se hacía alguna que otra escapada sola, aprovechando la feliz circunstancia que en Córdoba podía alojarse en la casa de amigos de la familia.

      Si viviéramos en Córdoba, o si la Escuela estuviera en Buenos Aires, probablemente habrían tenido un noviazgo normal durante los cuatro años de la capacitación uniformada. Pero la distancia de casi 800 kilómetros era realmente un escollo. De vez en cuando venía Robert a Bella Vista; en esos fines de semana viajaba dos veces doce horas para estar un día aquí. Nosotros lo veíamos durante los desayunos a las siete de la mañana: a su llegada el sábado y al regresar el domingo. El resto del tiempo se ocupaba de quehaceres importantes.

     Un buen día decidieron casarse, para lo cual Robert, habiendo apenas comenzado el segundo año, tenía que renunciar a la aviación. Los dos querían vivir fuera de Buenos Aires; pasando revista a las provincias, se destacaba Mendoza, porque allí había nacido Silvia y tenían familiares y amigos . Eso les ayudó para encontrar rápidamente al menos un empleo y una vivienda. Fue el comienzo de un matrimonio católico, apostólico, románico, feliz y muy fructífero en ideas (unas cuántas) y en hijos (nueve, al cierre de esta edición, a principios del año 2021).

¿Qué habrán pensado mis padres cuando conocieron a Robert, y a su vez mis abuelos cuando yo fui presentado a ellos? Me imaginaba reflexiones similares a la mía: ¿Qué será de tu vida, bebé, cuando tengas mi edad y la suerte de ser abuelo también, y qué pensarás entonces cuando estés inclinado sobre una cuna, como yo ahora?

En los diecinueve años que pasaron después de ese octubre de 1979, tuvimos diecinueve nietos más. En una de las pocas ocasiones en que estuvieron todos reunidos, casual­mente en Mendoza, se pusieron en fila. Al abandonar antes de tiempo su lugar, el penúltimo, Trinidad rompió el orden cronológico, pero no el carácter de la foto. Ésta fue tomada al principio de este siglo, cinco años antes del nacimiento de María de los Ángeles, probablemente nuestra última nieta. Quizás algún día ellos también contarán su historias, como yo lo estoy haciendo, y con lo que voy a seguir en otro tomo.

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COSAS MÍAS (27)

      Durante la primera semana, yo conmutaba entre los dos hospitales. Beatriz y Carla sólo podían sospechar por qué Paula no estaba con ellas en la clínica. Yo no podía negarles que había complicaciones, pero sí quería ocultarles el coma. El momento más difícil fue cuando Beatriz me preguntó si Paula estaba consciente. Serafina me inspiró a inventar que Paula estaba recuperándose lenta, pero muy lentamente, de un trauma que le bloqueaba el habla. ¡Qué alivio cuando pude contarles la verdad! ¿Quién dijo que no existen las mentiras piadosas? - ¡vamos!

             Suerte en la desgracia

            En el auto viajaba también la hija de unos amigos holandeses, que estaba pasando unos días de vacaciones de invierno con nosotros. Por suerte, ella había salido ilesa, el golpe de un codo contra la ventanilla no tuvo consecuencias. El que se salvó del accidente por haberse quedado en casa, fue Robert. Tiempo después, me acompañó a retirar el auto cuando la comisaría lo liberó. La vista de los destrozos nos envió un escalofrío por la espalda, pero también nos ayudó a sobreponernos, al revivir el milagro. ¿Cómo pudo haber salido Paula de esa maraña de chapas retorcidas sólo golpeada y malherida?

            Teníamos que deshacernos de esa pesadilla lo antes posible. A un aviso en el diario respondieron tres interesa­dos. Les parecía que yo pedía demasiado, pero la mañana siguiente consegui ese precio en un taller. Por la noche, uno de esos comerciantes me llamó de nuevo. Al enterarse de que ya no podía hacer negocio, se mostró desilusionado. Incluso me comentó que, si yo le hubiera dicho que tenía una oferta firme, ¡él habría mejorado la suya! Fue llamativa la deman­da en ese rubro. Cuando el auto estaba en perfectas condi­ciones, dos avisos no habían producio ni un llamado.

            Una historia memorable fue la del seguro. Al hacer la denuncia del accidente, descubrí que la póliza, vencida, no había sido renovada. Ya había pasado una semana, era tarde para corregir el error, debido a un lamentable malentendido con nuestro agente de seguros, que era un colega mío. La buena relación de la compañía de seguros con el Banco salvó la situación: nos ofrecieron los servicios de su abogado. Éste, naturalmente un experto en la materia, consiguió un satisfactorio arreglo extrajudicial con la empresa de transportes.

  A todo esto, faltaba poco para que me entregaran el Cero Kilómetro. Sí, a mí, porque Beatriz todavía guar­daba cama por una complicada fractura de pierna. Por entre los ro­sa­les que bordeaban el ca­mi­no de en­tra­da a la casa, lo llevé al césped y describí un ocho para que ella pudiera verlo por lo menos desde el dormitorio. El trau­ma ocasionado por la poca protección que ofrecía la carrocería del 2CV le había quitado las ganas de ma­ne­jar. Pero al apreciar el espacioso habitáculo y el espe­sor de las puertas del nuevo auto, fue recobrando la se­gu­ri­dad ne­ce­sa­ria para sentarse al volante. Por un lado, eso me ale­gra­ba, por el otro lo lamenta­ba porque ya me había acostumbrado a usarlo para ir a la oficina. Fue fácil justificar esa comodidad con el pretexto de ablandar el motor. Esa tarea, considerada innece­saria hoy, era impostergable en esa época en la que, además, circular por el mi­cro­centro de la ciudad todavía no era un castigo.

            San Carlos de Bariloche, en la región sureña de la Cordillera de los Andes, queda a 1.600 km, el doble de la distancia a Córdoba, un día y medio de viaje en auto. No tenía sentido viajar de noche, así que partimos a la madrugada. Lo más cerca posible del destino donde podíamos pernoctar fue la ciudad de General Roca. Allí había nacido el padre de Beatriz y, guiándonos por referencias de su hermana Zulema, hicimos una caminata alrededor de la plaza central para pasar por el lugar donde habría estado la casa familiar, ahora un edificio de departamentos.

            Al día siguiente restaban sólo 300 kilómetros, que parecían insignificantes porque las primeras montañas que ya se dibujaban, marcaban el inicio de las vacaciones. El famoso Camino de los Siete Lagos estaba cortado por repara­­ciones, pero el empleado de la estación de servicio que nos dio la noticia, quitó nuestra desilusión, indicándo­nos una muy buena alternativa, el Paso Córdoba. Se bordea un solo lago, pero en esta región el número no tiene mucha importancia, porque todos son a cuál hermoso. A éste, el Lago Melinquina, lo vimos primero delante de nosotros a unos ochenta metros más abajo. Ocultado por árboles durante un rato, reapareció cuando el camino corría al nivel del agua, y nuevamente por atrás, cuando habíamos vuelto a subir. Yo sólo podía verlo por el retrovisor, de modo que detuve el auto para apreciarlo mejor. Fue justo cuando cruzábamos un vado, una buena ocasión para sacarnos las zapatillas y refrescar los pies.

     Listos para habitar la cabaña alquilada, la encontramos ocupada. El dueño nos pidió disculpas por un error que había ocurrido, e inmediatamente nos tranquilizó con un gesto inesperado: ¡nos cedía su casa! Él y su familia se habían instalado en una vivienda cercana, No podíamos creer que era el chalet de dos pisos que estaba a pocos metros y que ya habíamos estado admirando durante nuestra espera. Tenía cuatro dormitorios, tres más que la casa alpina que habíamos alquilado. Antes de salir a recorrer los alrededores, nos acomodamos con una refrescante bebida frente al ventanal del living, que daba al Lago Moreno. Viendo en otra orilla la Isla de la Camerata Bariloche, me parecía oír las cuerdas del conocido conjunto de cámara.

      En un paseo matinal nos tiramos sobre el pasto debajo de unos árboles. En un momento de silencio en la conversación entre pájaros, intervine con un silbato. Alguien me respondió con el mismo tono. Lo repetí, y el ave –estoy seguro de que era la misma-, me contestó de igual modo, como si lo hubiera estando esperando. Ensayé variantes de tres notas, de cinco, de una sola larga, y para nuestra delicia respondió a todas con verdaderos ecos, afinados y sonoros. Lo más notable de esa divertida charla fue que estábamos en una zona de viviendas a pocos pasos del Circuito Chico, un popular recorrido turístico. Por suerte, los ruidos del tránsito no llegaban hasta allí.

      Diez años después, tanto Robert como Carla ya se habían casado; sólo Paula volvió con nosotros a la región. Esta vez entramos sin equivocaciones en otra casa excepcional. Estaba ubicada del otro lado de la ciudad de Bariloche, precisamente donde el Lago Mascardi forma una L. La vista al espejo de agua, árboles y cumbres nevadas era tan bella que la mayor parte del día nos quedábamos leyendo, charlando, escri­biendo. Adentro o afuera, en el jardín levemente inclinado, y siempre bien acompañados por el gorjeo de pájaros y el arrullo de un arroyo cercano pero oculto por plantas y flores.

      En un mercadito a cien metros hacíamos las compras diarias, y un poco más allá una señora nos proveía de pan casero, cuyo color y sabor se combinaban de maravilla con los dulces de mora, grosella y otras frutas de la zona. Por una pequeña playa a nuestros pies no pasaba nadie. Era un lugar como los que agencias de turismo promueven como paradisíaco. Beatriz decía que, efectivamente, podría creer estar en el cielo si no fuera por los tábanos. Los manteníamos a distancia encendiendo fuego. Excepto una tarde que salimos a visitar unas bonitas cascadas, no sentimos la necesidad de conocer los alrededores.

       ¡Basta de contratos de alquiler!

En los catorce años desde que vinimos a la Argentina, nos mudamos seis veces, porque no lográbamos alquilar casas por períodos largos. Un día, mi suegra decidió vender el departamento de la calle Charcas. Con la parte de la herencia que le correspondía a Beatriz más una ayuda de mis padres pudimos finalmente comprar una vivienda. Queríamos vivir en Bella Vista, por los colegios y muchos amigos de los chicos. Ya lo había­mos intentado anterior­mente, en vano porque en ese bendito pueblo se alquilaban casas solamente en el verano.

     La primera que nos mostraron nos gustó, pero la descartamos porque estaba ubicada sobre una calle de tierra, y teníamos frescas en la memoria las luchas contra el barro en Trujuy. La segunda opción era un chalet con techo de tejas coloniales, paredes de ladrillos pintados de blanco. Yo todavía estaba afuera, en la galería cubierta, cuando desde el umbral Beatriz me hizo un gesto de decidida aprobación. –“Ya está. Ésta”. - Esa primerísima impresión se afirmó después de haber visto lo demás. Favorecidos además por una parcial financiación hipotecaria que nos cedió el dueño, volvimos a sentir la enorme felicidad de ser propietarios.

            Algo que le había gustado especialmente a Beatriz, eran dos paraísos y un aromo en el jardín trasero. Pocos años después tuvimos que eliminar el aromo y uno de los paraísos. El otro tenía el tronco tan ahuecado que parecía estar enfermo, por lo que plantamos un fresno a su lado para reemplazarlo. Pero hoy, treinta y seis primaveras más tarde, me asombra la sombra que todavía nos da. La savia sigue subiendo con una fuerza insospechada hasta la punta de las ramas más altas.

Yo tenía otro motivo particular para apreciar la casa. Pensando en el sueño de Beatriz de construir una vivienda, una vez había bosquejado una distribución de ambientes, que resultó ser casi idéntica a la que estábamos viendo ahora. Hasta en la casualidad del comedor a la izquierda y el living, con chimenea, a la derecha. Cuatro dormitorios, el matrimonial con un baño en suite, un detalle que a mí no se me había ocurrido. El comedor era especialmente acogedor por un bow window y una segunda chimenea, con piso elevado. Siguiendo el ejemplo del dueño anterior, instalamos allí nuestro equipo de audio. Ese lugar había sido el garage; lamentablemente nunca hemos encontrado el momento para reemplazarlo. Esa construcción, por otra parte, sería difícil de realizar con miras a la estética de la casa y la luz natural que entra en uno de los dormitorios.

A la espera de la entrega de las llaves, Beatriz propuso ir a ver el aspecto de la calle en la penumbra. Doscientos metros antes de llegar, se cortó la corriente en el barrio. Casualmente era una noche de luna nueva, y no esperamos a que volviera la iluminación. - A los pocos días de tomar posesión, empezamos a pintar algunas puertas y paredes. A media mañana, tocaron el timbre. Vino a presentarse una amiga de los dueños anteriores; en la acertada suposición que nos gustaría tomar café, nos dejó un termo y tazas.

Ese ejemplar acto de buena vecindad inició una amistad con Graciela y Willy Baucis y sus cinco hijos, de las cuales una es mujer. – Otros vecinos, Nancy y Roberto Cuqui Mackinlay, con igual número y composición de hijos, también tuvieron una muy buena predisposición. Luego de asegurarse de que nuestros hijos sabían nadar, nos dieron carta blanca para entrar sin aviso previo  y a usar la pileta de natación aunque no estuvieran ellos. ¡Qué época despreocupada, cuando dejábamos los portones abiertos, o al menos sin llave!

 

     Premios de lujo

     Papá había prometido a sus nietos argentinos un viaje a Holanda al terminar el colegio secundario. El otro requisito era tener un conocimiento básico de inglés, francés o ale­mán, porque la estadía sería una combinación de vacaciones y estudio, eventualmente en otro país. Cuando Robert estaba por alcanzar el status de bachiller, no estaba listo para recibir el premio, porque había desoído nuestra insistencia en prestar atención a las clases de inglés en el colegio. En fin, podía reparar esa falta si se ponía a estudiar, ya. Lo hizo, pero nos sorprendió con la propuesta de aprender un cuarto idioma, no mencionado, holandés. Consciente de que eso limitaba su radio de acción, lo prefirió porque quería entenderse con los abuelos y los demás familiares y amigos en Holanda en su idioma. Se encerró con un libro de gramática que Beatriz había usado para perfeccionar sus conocimientos. Otro, de bolsillo, tenía un título pretencioso “¿Quiere usted hablar holandés en diez días?”, pero resultó ser bastante práctico, sobre todo después de que yo reemplazara algunas frases por otras más útiles.

 

COSAS MÍAS (26)

     La primera meta en el extranjero era Pa­rís. Para los chicos, una novedad, para Bea­triz y para mí un gra­to reencuentro con Mona Lisa, Luis XIV y Napoleón Bonaparte, con quienes ya habíamos compartido un té y una cena en nues­tro viaje de bodas. Nos alo­ja­mos en el de­par­ta­mento de mi tío Dop, el geólo­go. Dop vivía en La Haya, pero estaba trabajando para Shell en una ta­rea espe­cial que lo mantendría allí por bas­tante tiempo. No se mudaron para no cambiar a los chicos de colegio. Desde la Haya eran sólo cuatro horas de tren, de ma­nera que para Dop no era un inconveniente viajar los vier­nes por la tarde y vol­ver los do­min­gos. De tanto en tanto, Tootje, su mu­jer, de­jaba la he­lade­ra llena de víve­res, les re­cor­daba a sus tres hi­jos que no abrie­ran la puer­ta a ex­tra­ños, y se iba a pasar el fin de semana en París. Lunas de miel en minia­tura.

En esa misma época, un matrimonio amigo de nosotros resolvió la mis­ma si­tua­ción de igual modo. Una diferencia era que él pres­ta­ba (y regalaba) mucha atención a otras muje­res, y eso en París, ¡oh là là, nada me­nos! Para ella y nosotros, los parientes y amigos, era motivo para temer lo peor. Sin em­bar­go, el espo­so demos­tró una fide­li­dad insó­li­ta; incluso según ellos mismos conta­ron luego, su re­la­ción nunca había sido me­jor que en ese período. Si sus cole­gas lo veían en la oficina sil­bando y de in­me­jo­ra­ble hu­mor, no necesita­ban mirar el almanaque para saber que era viernes.

Ter­mina­da la misión enco­men­da­da, la familia vol­vió a la ruti­na en Ho­lan­da. Y hete aquí que él no sólo se en­redó con su nue­va se­cre­ta­ria, sino que ade­más tuvo un hijo con ella, y formaron un hogar. ¡Al dia­blo veinticua­tro años de ma­tri­mo­nio! Un de­senla­ce lamentable, que un amigo en común recalcó con el cálcu­lo que a la edad de poder jubilarse, él todavía tendría un hijo en pleno estudio universitario.

Volviendo a nuestro paseo, desde Bruselas tomamos la au­to­pis­ta a Pa­rís. Es mucho más rápido pero también más caro y menos románti­co que la ruta vie­ja, con muchas curvas y atravesando pue­blos con trán­si­to a trac­ción de san­gre por ­angos­tas ca­lles ado­qui­na­das. De regreso, preferimos desviarnos por el be­llísimo ca­mino ondulado a­ Rouen, para allí girar hacia el norte, bordeando el mar.

La parte vieja de Bou­log­ne-sur-Mer invita a recorrerla a pie. El Municipio, los Tribunales y otros edificios del siglo dieciocho están rodeados por una muralla de cinco siglos antes. José de San Martín, el Libertador de Perú, Chile y la Argentina, vivió en esta ciudad sus últimos años. En la fo­tografía que saqué de la estatua que lo inmortaliza,­ enfoqué dema­siado los ros­tros de mis fa­mi­lia­res. ¡Mil dis­cul­pas, mi gene­ral, por haberlo deca­pitado! 

   Puentes que parecen brujas

Nos despedimos de Francia en Dunquerque, famosa por la invasión aliada que aceleró el fin de la segunda gue­rra mundial, y menos conocida por su lugar en la historia del sistema métrico. En 1792, dos matemáticos se pusieron a medir la longitud del meridiano entre Dunquerque y Mont-Jouy, cerca de Barcelona. Tardaron siete años en entregar el trabajo, pero valió la pena: el resultado sirvió para la determinación universal del metro, a saber la diez­millo­nésima parte del cuadrante de ese meridiano.

Ya en Bélgica, dejamos la costanera en busca de Bru­jas. Este nombre es una traduc­ción foné­tica de Brug­ge, que en fla­menco significa puen­tes. Así que no tie­ne nada que ver con hechi­ce­ras, aunque la magia medie­val que envuelve sus puentes, museos, casas y sinuosos canales y ca­lles, sugiere bru­je­ría. - Como con­traste, Amberes con sus ave­nidas, casas pa­tricias y un enorme puerto marítimo y fluvial, es una ciu­dad co­mer­cial, mun­da­na, abier­ta, sin se­cre­tos. Va­gamos por el mer­cado de pul­gas, una divertida exhibición de exóticos pájaros y otras curio­sida­des.

En Transcontinenta, mi padre dirigía las ventas de un amplio surtido de artícu­los de foto­grafía. Sus principa­les pro­vee­­­­do­res eran fábricas en Alemania, con las que tenía que coordinar periódicamente estrategias de comer­cializa­ción. A papá le encantaba via­jar, y siempre prefería ir él allí, antes de recibir visitas. Nos pro­puso un paseo por una región de Rheinland-Pfalz que conocía bien. Para poder via­jar todos jun­tos, cambió por una se­mana su auto por el modelo rural de un ven­de­dor de la fir­ma.

Luxemburgo, una apaci­ble ciu­dad resi­den­cial, merecía más que las escasas dos ho­ras que duró nuestra camina­ta y un pic­nic so­bre el ba­rran­co de un parque. Pero nuestra meta era Alemania. Cruzando la cercana fron­te­ra, entramos en Trier. Esta muy antigua ciu­dad, donde nació Karl Marx, tuvo su bri­llo duran­te un breve período en el siglo tercero, cuando fue la sede de uno de los cua­tro Ad­mi­nis­tra­do­res del Imperio Roma­no. En una plazoleta bajo la Porta Nigra, un pórtico que data de an­tes de Cris­to, nieve amon­tona­da nos invitó a bajar del auto y li­brar una ba­ta­lla de bolas que nos dejó he­lados.

      Entre los ce­rros bos­co­sos a lo largo del camino a Koblenz ve­nía­mos ba­jan­do en cur­va tras con­tra­cur­va, y ya se veía un puente sobre el Mosela. De re­pente, sin pedir per­mi­so, irrumpió en nuestro campo visual un casti­llo. Mag­ní­fica­men­te em­pla­zado sobre un pe­ñas­co unos cien metros más abajo, dominaba la edi­fi­ca­ción de Co­chem, una de las in­con­ta­bles ciu­dades en­canta­do­ras que co­lec­cio­na el pue­blo ale­mán. Las fo­tos que tomamos, no salieron claras por ne­bli­nas y llo­viz­nas, pero la imagen nos quedó gra­bada en la retina. Apoyados en la baranda protectora de un descanso, tallado en la roca para gozar de ese panorama único, reco­bra­mos el alien­to.

      Un embotella­mien­to demoró nuestro paso por Koblenz, donde el Mosela se entrega al Rin. Inesperada­mente, el fastidio se con­virtió en una diver­sión cuando vimos pasar un grupo de personas con ves­tidos típi­cos de la zona. Salimos de la fila para seguir a pie a los que iban a un casamien­to, alegremente colorido. – Bordeando los recodos del Rin, llega­mos hasta la Lo­relei, la pequeña isla desde donde si­renas -no las mecáni­cas, sino esas cria­tu­ras mitad mujer, mi­tad pez- seducían con su canto a timone­les, para que los bar­cos enca­lla­ran en la roca. Pobres nave­gantes (pero las intenciones de las ninfas eran buenas, ¿o no?). Los bar­cos que pasaron mientras nosotros tomábamos un refresco en una con­fitería en la orilla, parecían estar bajo el mando de padres de familias bien constituidas. Conscien­tes del peligro, se tapaban los oí­dos y man­tenían la vista fija en su rumbo, eludiendo resueltamente la diminuta pero peligrosa isla.

      An­tes de abandonar Ale­ma­nia, visita­mos Co­lo­nia, ciudad floreciente y ya recuperada de los doscientos sesenta y dos bombar­deos que soportó en la segunda guerra mun­dial. La Cate­dral no es tan grande como la Basílica de San Pedro, pero es la mayor construc­ción gótica de Euro­pa. Sin embargo, lo que me impresionó no fue su tamaño, sino el ambiente. Es el que reina en muchas iglesias, pero en la de Colonia percibí algo más, desde que traspasé la puer­ta­ de entrada. Lo atribuyo en gran parte a los seis­cientos años de vi­treaux que filtran la luz y la impregnan de una re­li­giosi­dad que trasciende la cristiana.­­­ 

            ¡A no apartarse de los senderos conocidos!

La gerencia había aceptado mi propuesta de aprovechar la estadía para adquirir conocimientos de computación en Holanda, ya que el Banco se ahorraba el costo de mi pasaje. El seminario de análisis de sistemas en el que me inscribieron, se dictó en un hotel Holiday Inn. Duró dos semanas, con dedicación casi exclusiva. Después del almuerzo y una buena pausa, las clases seguían. Y luego luego de la cena, antes de retirarnos a nuestros confortables dormitorios, preparábamos el trabajo para el día siguiente. Cada equipo de seis alumnos representaba a una empresa y disponía de un apartamento provisto de mesas, útiles y un pizarrón para desarrollar el proyecto encomendado.

En un ejercicio de role playing, la simulación de una situación, me designaron el papel de un jefe administrativo que debía oponerse a comprar una novedosa máquina registradora que le ofrecían. La resistencia al cambio es un fenómeno conocido, porque es natural, pero no en mí, que soy amante de innovaciones. ¡Y justamente a mí me tocó tener que rechazarlas! Usé el argumento que ya hacía cuarenta años yo trabajaba de esta manera con bastante éxito, que no veía cómo alguien de afuera, sin mi experiencia pudiera mejorar esos resultados, y otras objeciones estereotipadas por el estilo. No fueron lo suficientemente conservadoras, y no pude refutar las criticas del docente y de la “junta directiva”, formada por los demás alumnos.

    Un colega mío en el Banco habría cumplido ese papel en la realidad, sin preparar nada. Se había opuesto a la automatización durante mucho tiempo. Desde el primer momento obstruía el relevamiento de datos de un modo tan sistemático -¡valga la ironía!-, que los analistas decidieron suprimir las estadísticas para esa oficina. Lo que la computadora proveía en unos segundos, representaba dos días de trabajo de un empleado con una calculadora y una máquina de escribir (eléctricas, eso sí, porque ni ese jefe había podido frenar el avance anterior). No conforme con su oposición, ese señor había llegado al inimaginable extremo de controlar manualmente los resultados automatiza­dos. Su recelo iba disminuyendo, pero siguió manifestándo­se hasta que se jubiló quince años más tarde, después de celebrar sus bodas de oro con el Banco.

 Los chicos crecían en altura y circunferencia, y como Zulema, la tía de Beatriz, vivía con nosotros, el 2CV nos estaba quedando chico. Después de haber retomado el ritmo colegial y laboral, decidimos venderlo, sin saber todavía por qué auto reemplazarlo. Con la muy grata experiencia obte­nida en Europa con el Renault 12, nos encantaría sustituirlo por uno igual, pero ese modelo era desconocido aquí. Hasta el día que Robert llegó a casa eufórico: había visto un transportador cargado con R12. Tomar la decisión de pasar de una marca francesa a otra fue fácil, pero el cambio no se concretó como nos habíamos imaginado.

     ¿Dónde está Mami?

       Una tarde de julio de ese año, el tren que me traía del centro, llegó con mucha demora. No veía el auto en la estación y mi suposición que Beatriz habría preferido volver y esperar mi llamada, resultó cierta. Pero ella no había llegado a casa. Un colectivo que andaba a gran velocidad, sin luces y quizás también con los frenos en mal estado, se había incrustado en nuestro pequeño Citroën. En el Hospital de San Miguel encontré a Beatriz y Carla con fracturas de pierna y de brazo, llorando de dolor y sobre todo de nervios, de impotencia y de indignación. Pero por lo menos estaban conscientes, y luego de los primeros auxilios, las llevaron al Policlínico Bancario, en la ciudad de Buenos Aires.

            La que había perdido el conocimiento fue Paula. Sentada adelante, había recibido el impacto más fuerte. Un brazo y una pierna quebrados no eran nada al lado de una grave conmoción cerebral. El médico de la guardia la derivó directamente al Hospital de Niños, también en la Capital Federal. Allí nos informaron que no había cama disponible, pero ante nuestra insistencia en que su estado no permitiría otro traslado, la ubicaron en una sala.

            Después de cinco días de terrible incertidumbre, Paula abrió los ojos cuando yo estaba a su lado. Me sobresalté y en el mismo momento me deprimí, porque ya estaban nuevamente cerrados. No sé cuánto tiempo después -¿segundos, minutos, horas?- los párpados se movieron otra vez; era una tortura ver cómo volvieron a replegarse enseguida. Lenta, muy, muy lentamente, el movimiento se repetía con intervalos cada vez menos largos. Finalmente, sus ojos quedaron abiertos de par en par. Cerré los míos con un respiro que no creo que alguna vez haya sido tan profundo.

        Sin mirarme, Paula no desviaba la vista de un punto fijo en el alto cielorraso. No contestaba mis preguntas, ni siquiera daba señales de que me oía. Mi agradecimiento por su regreso del infinito se mezclaba con angustia y desasosiego. ¿Se habría quedado sorda, muda, ciega, paralítica, las cuatro cosas juntas? Inmóvil, seguía mirando el techo. De repente, sin pestañear y sin girar la cabeza, preguntó, como si se despertara de una reparadora siesta: - “¿Dónde está Mami?”. Sin mover la cabeza, sabía que Beatriz no estaba. Su voz clara descargó la tensión e hizo correr mis lágrimas rete­nidas. ¡Bravo chiquita, volviste, y entera! Tratando de desatar el nudo en mi garganta, le conté lo que había pasado, y dónde y cómo estaban sus compañeras de desventura.

            Los dos médicos que la controlaban, me felicitaron y agregaron: - “Ahora se lo podemos decir: hasta hace un par de horas, no dábamos ni cinco centavos por la vida de su hija. Estuvo no con uno, sino con los dos pies en la tumba”. El comentario fue estremecedor y me hizo sentir doblemente feliz. El haber estado al lado de Paula cuando volvió a nacer no había sido casualidad, porque yo no había podido presenciar su primer nacimiento. El ginecólogo sabía que en Holanda eso era normal, y lamentaba que en la Argentina los padres todavía fuéramos considerados un estorbo en la sala de partos.

jueves, 14 de enero de 2021

COSAS MÍAS (25)

A Madrid llegamos a la tardecita; sólo hicimos una caminata hasta la famosa Puerta del Sol y alrededor del Pala­cio del Orien­te, que se veía desde nues­tro hotel. Nada más, porque preferíamos conocer ciudades pequeñas. Madrugamos para ver las fachadas de la cercana Toledo. Recorriendo sinuosas calles sin veredas, visitamos una edificación que había sido una si­nagoga -no sé si estaba abandonada por haberse mudado o por falta de feligreses- y el Mu­seo del pintor Domenikos Theotokopoulos, más conocido como El Greco, A la hora de almorzar descubrimos una bonita taberna en el patio interior de una vivienda. Deambular luego por los am­bien­tes, pa­sillos y ca­lles in­ter­nas del monumental Alcázar nos ayudó a ima­gi­nar su san­grien­ta his­to­ria.

Chapotean­do por la nieve en las callecitas de Ávila, junto con bu­rritos de repartidores de le­che, Pau­la lloraba, se le estaban congelando los pies. En una con­fi­te­ría le sa­qué los zapa­tos y le fro­té los pies. Una taza de cho­colate bien ca­liente y unos buñuelos hicieron el resto para so­brepo­nernos, los demás también, a la penu­ria. El Muro que con sus seis metros de altu­ra por tres de ancho ro­dea la ciudad, estaba clausurado para visitas, por la cantidad de hielo acumulado. Nos hicimos llevar por un taxi a un cerro cercano para gozar de una encantadora vista me­dieval.

Interrumpimos el regreso a Madrid para visi­tar el gran­dioso Monas­terio de San Lo­renzo de El Es­co­rial, ahora un museo donde se con­ser­van manus­critos, cuadros, piezas de orfebre­ría y una co­lec­ción de ta­pi­ces de los más variados diseños. Esplén­didos gobelinos cu­brían pa­redes de veinte metros de largo, o más, por doce de an­cho, o más, y cuatro de al­to, o más. Para saber las dimensiones exactas, tendría que volver un día con m’hijo el agrimensor.

Al llegar al hotel reservado en Sevilla, el ‘Doña María’, nos miramos con las cejas le­vantadas. Vaya, nuestro agente de via­jes había exagerado su preocupación por nuestro confort. El muy doméstico nombre sugería una posada, antes que un regio hotel de cuatro estrellas, ubicado frente a la Ca­te­dral de la Gi­ral­da. ¡Con razón que era el preferido de monarcas y gobernan­tes visitantes! Acorde con ese ambiente, Bea­triz se sentía como una duquesa, sobre todo cuando se preparaba para inmersiones en el ba­ño, casi tan grande como la amplísima habitación.

Vagamos por las angostas y serpenteantes calles de Se­vi­lla, entre casas con los característicos balcones llenos de flo­res, y un coche-mateo nos paseó por las orillas del hermoso “Padre de los Ríos”, el Río Guadalquivir. En la Iglesia de la Macarena, la estatua de la Virgen me pareció humana cuando vi una lá­grima muy transparente deslizarse por su meji­lla. Mis compañeros de viaje, a cual más católico, no la vieron.

Sa­lía­mos al alba y vol­vía­mos tarde, con más ganas de dor­mir que otra cosa. Por eso mirábamos sólo de reojo el bar del hotel, a través de una mag­ní­fica reja de hie­rro for­jado. Pero la úl­ti­ma no­che, Beatriz y yo cedi­mos a la tenta­ción. Des­pués de arro­par a los chi­cos, vencimos el cansancio y bajamos a tomar una copa en un muy agrada­ble am­bien­te.

En Sevilla alquilamos un auto que podíamos entregar en el aeropuerto de Málaga, antes de volar a Roma. Por el camino a Granada nos detuvimos para sacar una foto del tiempo, también detenido. Para lavar su ropa, varias mujeres, seguramente para ahorrar corriente eléctrica, aprovechaban la corriente del agua - que, aún en ese día soleado, estaba bien fría. Era una escena ideal para filmar un cortometraje ambientalista o un anuncio comercial promocionando nuevos modelos de tablas de lavar.

En Granada no habíamos reservado hotel, y después de conocer las cuatro estrellas españolas del “Doña María”, nos parecía suficiente encontrar uno de tres. Buscando estacionamiento cerca de una dirección que nos habían dado en la Oficina de Turismo, un muchacho en la vereda nos hizo una seña y retiró un triciclo de reparto que ocupaba el lugar frente a “su” hotel. Éste tenía sólo dos estrellas, pero no perdíamos nada con conocerlo. Las habitaciones eran limpias, y tomamos dos en suite, a un precio aún más bajo que el anunciado en el Registro Municipal.

Esta ciudad ofrece la ma­ravi­lla de la Al­hambra, nombre que proviene del vocablo árabe Al-Qal'a al-Hamrá, fortaleza roja. Techos, ar­cos, paredes y pisos cu­biertos de azule­jos con arabes­cos po­li­cro­máticos, la geo­metría carac­te­rística de la ar­qui­tec­tu­ra mo­risca, forman un com­ple­jo de pa­lacios islámicos, construi­do sobre un ba­rran­co. Un apo­sento particularmente bo­nito es el Mi­rador de Lin­da­ra­ja, corrup­ción oc­ci­dental de I-ain-dar-aixa, Ojos de la Sul­tana. Allí las empe­ratri­ces, sen­tadas so­bre co­ji­nes en el sue­lo, descansaban y obser­vaban el pano­ra­ma. A sus pies, los jar­di­nes del Ge­nera­li­fe, que viene de ala­ri­fe, ar­qui­tec­to. Y en el fon­do, la blan­cura de las Sie­rras Ne­va­das, fuente ina­ca­bable del agua que en los palacios se ve y se oye por todas partes. Corre por pa­sa­ma­nos ahue­ca­dos de es­ca­le­ras­­, salta en cho­rros entre­cru­zados que reflejan los colo­res de omni­pre­sen­tes flores, y fluye por ace­quias, es­tanques y fuen­tes, esparci­dos en la in­fini­dad de salo­nes, co­rredo­res, ga­lerías, pasillos y pa­tios, hasta llegar a los baños, un aspecto importante de la avanzada civilización árabe.

 Castañas calientes en una famosa fuente

Comparadas con las anchas costas atlánticas, las playas de Málaga nos desilusionaron un poco. Cenamos en el restaurante del aeropuerto, disfrutando de una bonita vista del tráfico en la pista, al pie de un cerro. Por el poco tiempo disponible, Cádiz y Córdoba quedaron para otra visita; ya era hora de ver dos ciudades italianas, diferentes pero con toda seguridad igualmente atractivas.

Bajo insistentes llu­vias y llo­viz­nas respiramos algo de la historia de Roma. Para ima­ginar­se cómo de­bían de haberse sentido los prime­ros cristia­nos per­segui­dos, no hay nada mejor que subirse al palco imperial del Coliseo y des­cen­der a las Catacum­bas. En decenas de kilóme­tros de an­gos­tos y húmedos pasillos subterráneos se es­cri­bieron angus­tiantes testimonios. De algunos de esos refu­gios religiosos no se cono­cen toda­vía to­dos los secre­tos.

Sobre una de las plazas más fotografiadas del mundo se erige la Basí­lica de San Pe­dro, en el centro de la curiosidad teo- y geopolítica que se llama el Va­ti­ca­no. En la en­trada nos esperaba La Pietà, que por suerte toda­vía no estaba protegida por la caja de vidrio que se le colocó después del atentado que su­frió. Paula se quedó m­i­rándola sin hablar, embelesada. No mostró el menor interés ni en la Cú­pu­la, ni en las columnas y el bal­daqui­no del Al­tar de San Pedro, ni en la Ca­pilla Sixti­na. Insistía en volver a María con Jesús en sus brazos. Al rato, la encontramos de nuevo frente a la escultura, se le caía una lá­gri­ma. A todos nos pareció una obra extraordinaria, pero era llamativa la impresión que dejó en Paula, que todavía no tenía ocho años.

Creo que el hotelito al que fuimos a parar en Roma ni siquiera tenía una estrella. Demasiado sencillo quizás, porque a pesar de ser fin de año, no tenían preparado ningún festejo. Cuando nos dimos cuenta de que el personal tampoco pareció haber entendido nuestro pedido de una botella de champagne y garra­piñadas, ya era tarde para salir a comprar algo. Brindamos por el 1971 con una bebida conocida internacionalmente, que no es alcohólica, pero con la que “todo va mejor”.

Desde una plaza cercana, un ómnibus nos llevaba a zonas más céntricas. Al volver mojados y cansados de las frías caminatas del primer día, fue doblemente grato descubrir en las recovas alrededor de la plaza una hilera de puestos de castañas asadas. Contentos por no tener necesidad de sacarlas del fuego, las saboreamos reconfortándonos con el calorcito de los hornillos de carbón.

Llegar a Roma en avión fue fácil; abandonarla en tren no lo fue tan­to. No habíamos tenido en cuenta que era el úl­timo día de las vaca­ciones de invier­no; decenas de miles de turistas volvían del sur. Con las trece pie­zas de equi­paje que llevábamos, nos resultó casi imposible llegar hasta el andén del ferrocarril, por lo que resolvimos devolver los bo­le­tos y alqui­lar allí mismo un auto. En minutos se abrió ante nosotros la Au­tostrada del Sole. Aún con llu­via y nie­bla, fue un lujo recorrer los tres­cien­tos ki­ló­me­tros hasta Florencia - Firenze para los italianos.

. Aho­ra en la Argentina también circulamos por autopistas, sólo esperamos que se lo­gre mode­rar la co­rrupción en los contratos de obras, tanto públicas como privadas (¿en qué se diferencian?). Sólo entonces pagaremos peajes razonables, que se aplicarán efectivamente a mantener las rutas y ampliar la red.

Una novedad urbanística fue la cantidad de es­cultu­ras al aire libre en la ciudad. Nues­tras andan­zas seguían siendo can­sado­ras; parti­cu­lar­men­te para Paula eran un supli­cio. A su inevitable pre­gun­ta "¿Adónde vamos aho­ra?", nuestra res­puesta sin muchas varian­tes sus­citaba su igualmente inva­ria­da desilusión, "¿Otro casti­llo? (…/ pa­la­cio­ / igle­sia / mu­seo - tá­che­se lo que no co­rres­pon­da). Pero su bue­n humor­­­ vol­vía cuan­do le dábamos monedas para elegir co­lori­dos caramelos o chocolates de novedosas y exóticas marcas. Con su vista de lince y una sorprendente intuición detec­taba kioscos y máquinas expendedoras de go­losi­nas a cuadras de distancia.

    El tren a Milán también vino lleno. Por el pasillo avan­za­mos como ca­ballos en el aje­drez entre mochilas y bolsos, pero amables viajeros en un compar­ti­miento se corrieron un poco para que Beatriz y yo nos sentáramos. Los chi­cos se unieron a un grupo internacional de jó­ve­nes turistas, que con gui­tarras y can­to trans­mitían su ale­gría a todo el va­gón. – En cambio, en el avión a Ams­ter­dam éramos muy pocos pasajeros, y el co­man­dante nos regaló un espléndido pano­rama al invitarnos a la cabina sobre­vo­lando los Alpes.

    Caminar sobre el agua

Frente al departamento de mis pa­dres, los chicos se enhebillaron patines y practicaron el divertido de­porte de caminar sobre el agua. Holidays on Ice al aire libre, gratuitos y sobre hielo auténtico, directa­mente de fábrica. Hacía aún más frío que antes, pero eso no nos impi­dió seguir haciendo nuestro turis­mo cultural. Por ejemplo, en Alkmaar, cuaren­ta kilómetros al norte. No para visitar el conocido mercado de quesos, porque no era la época, sino la iglesia principal, que data de alrede­dor del año 1500. Tiene un pe­queño órga­no rena­centista, el más an­tiguo del país. Dise­ñado espe­cialmente para acom­pañar coros, todavía era apto para ser toca­do. Nos quedamos con las ganas de escu­char­lo, al igual que el ór­gano principal, que re­quiere toda la acústi­ca del templo para lucir sus mil cuatrocientos tubos y sesenta regis­tros.

En una nave lateral colgaba un espectacular mode­lo de un bar­co de guerra. Conservaba una vela ori­ginal, con la ins­crip­ción de la fecha, 1667. Ésa y otras piezas his­tóricas ha­cían de la iglesia un peque­ño museo. No nos había atendido nadie; entramos porque la puerta estaba abierta. El encargado apareció más tarde. No esperaba a nadie, y cuando yo quería pagar la entrada, bromeó que antes de cobrar, nos pagaría él a nosotros, por ha­ber tenido la gen­tileza de recorrer esos ambientes glaciales...

Un primo mío que vivía en África, había comprado un auto nuevo para usarlo durante sus vacaciones en Holanda, que acababan de terminar. Mi padre se lo compró, para que pudiéramos desplazar­nos a gus­to sin qui­tarle a él su mo­vi­li­dad. Era un Renault 12, que se estaba popularizando en Europa. Al acomodarnos por primera vez, encontramos en la guantera la grata sorpresa de un surtido de cho­cola­tines y go­lo­sinas. Esto sería la característica de los paseos siguientes también. Papá contaba conmigo para proveer la nafta para el auto, él se ocu­paba del combustible para los ocupantes. Siempre recordare­mos la alegría de pro­bar produc­tos en varios gustos y en nove­do­sos en­voltorios.


miércoles, 13 de enero de 2021

COSAS MÍAS (24)

             El Hotel de Turismo en Embalse Río Tercero ofrecía una estadía con pensión completa a un precio equivalente a nuestros gastos domésticos normales. Además, contraria­mente a lo que ocurría en la mayoría de los demás lugares de veraneo, los comerciantes no aumentaban sus precios, que desde ya eran módicos. Eso nos permitía alquilar todos los días bicicletas o burros, o refrescarnos en una pileta de natación, incluidos alfajores y bebidas gaseosas.

Después de cenar salíamos a caminar, ocasionalmente a jugar al bowling. El premio por un “strike” era un cucurucho, de lo contrario un palito de helado de agua. Un día, el conductor de un carro con caballo nos mostró un bello panorama desde la punta de un cerro. El ambiente ideal para redondear la excursión con un picnic. Otras veces chapoteábamos en las aguas poco profundas de la cercana laguna. En una película quedó grabada nuestra práctica de un deporte muy parecido al waterpolo. Una escena en tierra nos recuerda otra exclusividad del 2CV: los asientos livianos que se sacaban fácilmente, una gran utilidad cuando parábamos en suelos poco aptos para sentarse.

            La experiencia del viaje nocturno nos gustó, y la repetimos el año siguiente a otra zona de Córdoba, el Valle del Punilla. Es la más turística de la provincia. La gran atracción de un parque de diversiones era un laberinto que te proporciona la incomodísima sensación de encierro, que sería miedo si no supieras que es un juego. Desde una balaustrada, habiendo recuperado la libertad, con o sin ayuda, podías entretenerte viendo el afán con que caminantes buscaban la salida entre los pasillos de ligustrina. Pero nuestra mayor diversión era nadar en ríos, o quizás eran sólo arroyos con mucho caudal, frenado por grandes piedras.

            ¡Cuidado con no tener ganas de trabajar!

            Aunque la motorización nos facilitaba el tránsito por calles de tierra, ya estábamos hartos del barro. Encontramos una bonita casa de dos pisos en Hurlingham, dos estaciones antes, sobre la misma línea de tren. Gran parte de la mudanza la hicimos con el flamante 2CV, aprovechando su techo descapotable y el espacio que quedaba disponible al sacar los asientos traseros. Eso nos ahorró gastos, eso sí, pero el esfuerzo contribuyó a causar un colapso de mi sistema energético.

Solicitudes de crédito que excedían el límite de nuestro gerente regional debían ser autorizadas por la casa central. Nuestra gerencia solía reunirse a última hora, y había que codificar los mensajes, un trabajo delicado que llevaba su tiempo, antes de enviarlos por telex, lo que era una de mis tareas específicas. Por lo tanto, a menudo era uno de los últimos en salir del edificio. Pero la diferencia de hora con Amsterdam, en promedio cuatro horas más, jugaba en favor de nuestros clientes, al poder tener las respuestas a sus pedidos ya a la mañana del día siguiente.

Esos regresos tardíos significaban más tiempo de viaje, porque la frecuencia de trenes y colectivos iba disminuyendo; por otra parte, yo no me daba el tiempo para almorzar bien. Como consecuencia, un simple resfrío me encontró con pocas defensas. Me dolía el pecho, pero no consulté a un médico enseguida, porque los síntomas eran idénticos a los que había tenido hacía unos años, y que había sido una simple contracción muscular.

           Esta vez, el dolor no disminuía y al gran cansancio se le agregaba una sensación extraña: ¡me faltaban ganas de trabajar! Ya sé que ese estado de ánimo es normal, pero deja de serlo cuando se prolonga. Una tarde, volviendo a casa con una fatiga excesiva, decidí hacerme ver, pero esa madrugada ya no encontraba posición en que no me doliera. A su diagnóstico, pleuritis, líquido en los pulmones, el médico de turno en la Policlínica Bancaria agregó con muy poco tacto que había un 95 por ciento de probabilidad de que derivara en tuberculosis. Naturalmente, Beatriz se asustó, pero el Dr. Faruolo, nuestro médico de cabecera la tranquilizó: “Señora, ¿porqué se preocupa; qué le parece si apostamos al 5 por ciento favorable?”. No tengo duda de que Serafina, mi incansable ángel de la guarda, haya influido en que efectivamente me quedara en ese estrecho margen.

            A los pocos días, caminando hacia la sala de Rayos X, iba a abrir la puerta tijera del ascensor, pero la enfermera que me acompañaba tuvo un buen reflejo: me agarró del brazo y me explicó que no podía hacer el menor esfuerzo. La advertencia me hizo ver cuán grave era la lesión. Pero una vez detenida la infección, la recuperación fue una cuestión de reposo y buena alimentación. Dentro de todo, los diez pacientes confinados a un pabellón aislado –por las dudas- llevábamos una vida relativamente agradable.

       No podíamos practicar ping-pong y gimnasia rítmica, pero hacer esfuerzos mentales, sí. El régimen de la terapia era un lujo para los amantes de la lectura y de entretenimientos como el truco, canasta, Scrabble, dominó, damas, ajedrez. Un torneo detrás de otro. También aprendí a pirograbar, un trabajo manual. Volqué mi fantasía en salvajes arabescos sobre un papelero de madera que hasta el día de hoy sigue fielmente a mis pies, recibiendo toneladas de desperdicios literarios y epistolares.

             Billetes de papel y monedas redondas

            No obstante mi ausencia durante los cien días que duró mi convalecencia, el Banco no sólo siguió funcionando con normalidad, sino que cerró ese ejercicio financiero con superávit. Mi reemplazante me devolvió el puesto en el Control Regional, pero al poco tiempo se disolvió esa oficina y aterricé a mi primer ámbito, la administración de créditos. En su despacho gerencial, nuestro supervisor trabajaba detrás de un escritorio del tamaño de una mesa de billar, no sé para qué, porque siempre estaba despejado. Él no dejaba nada pendiente; si no podía resolver un problema en el momento, lo derivaba a la persona o al sector correspondiente.

            Todas las mañanas, a primera hora, entraba en la oficina para controlar el libro negro, donde se registraban los descubiertos, sobregiros, adelantos y otras travesuras en las cuentas corrientes. A los clientes que no habían cumplido con lo pactado, los llamaba por teléfono él mismo, sin hacerse anunciar por una secretaria. Estoy convencido de que esa ejemplar intervención de un subgerente en vez de un jefe de la oficina, contribuyó a que el Banco tuviera un número mínimo de deudores morosos. Lo comprobé durante un período, no mucho tiempo más tarde, cuando el Banco estuvo en una situación contraria.

En su confortable casa, este señor había interconectado equipos de audio de alta fidelidad en varios ambientes. La iluminación subacuática de la piscina era otro indicio del lujo con que se rodeaba, que sin embargo me parecía estar en relación con sus ingresos. Además, era conocida la excelente situación económica de su familia política, dueña de dos prestigiosas empresas, muy buenos clientes del Banco. Durante una casual charla sobre patrimonios y algo más, él me confió la perspectiva, no muy lejana, de heredar por lo menos un cuarto de millón de dólares – una suma que en los años 60 representaba mucho más que hoy, sesenta años después. Me explicó que necesitaba ganar mucho dinero, porque le encantaba gastarlo.

            La creciente fascinación por la riqueza material le fue fatal cuando un día la auditoría interna descubrió pactos ilícitos que él había hecho con clientes igualmente inescrupulosos. La naturaleza de esos negocios le permitió salir por la puerta grande, cobrando los sueldos y gratificaciones que le correspondían. Irónicamente, esto ocurrió cuando le estaba esperando un nombramiento importante. Fue para mí la personificación de los dichos  los billetes se hacen de papel para que vuelen, y las monedas son redondas para que rueden.

            Poco antes de mi enfermedad, yo había sido facultado para firmar documentación y transacciones del Banco. Co-firmar en realidad. Sin límite de importe, pero siempre junto con un colega o gerente. Incluso los gerentes debían firmar conjuntamente con otra persona autorizada. Para ese nombramiento, llamado apoderado, había que tener –en esa época- por lo menos cinco años de antigüedad, pero todavía no habían transcurrido cuatro cuando me sorprendió este, el segundo ascenso en menos tiempo de lo que se podría esperar. Lo vi como una respuesta a la pregunta que me había hecho al comienzo de un capítulo anterior. Ahora, sabía dónde estaba el futuro. Por lo menos, lo vislumbraba.

            


            EL ALMACÉN SIEMPRE ABIERTO

          Dos más dos son cuatro, también en computación

          Allí por el año 1969 vino de Holanda un analista de sistemas para automatizar la administración del Banco. Al verme interesado en saber de qué se trataba, me propuso trabajar con él. Así conocí a Dora Computa, con quien inicié de inmediato un romance que seguimos manteniendo hasta el día de hoy. Con ella aprendí, entre otras cosas, a programar – no me refiero a relaciones extramatrimoniales, sino a una actividad en la que se aplica la lógica con todo su rigor. Esto es literalmente así: la menor falla en un razonamiento lleva a un resultado no deseado.

            El proceso de automatización comienza con un minucioso relevamiento de las tareas que se realizan en una oficina. Esas actividades se codifican en un lenguaje de programación que las convierte en instrucciones debidamente ordenadas. (En algunos países, la computadora se llama, más acertadamente, ordenador). Luego de innumerables contro­les y verificaciones, se comprueba el programa. Esta fase es la más frustrante, porque en la práctica siempre surgirá una deficiencia. Pero también es la etapa más gratificante, por­que el obtener finalmente el resultado buscado produce una satisfacción enorme.

            Nuestro primer trabajo en equipo fue la admi­nistración de pagarés. Cuando creíamos haber codifi­cado correctamente todas las transacciones posibles, comenzaba el vuelco de los datos. Había que procesar en la computadora todas las operaciones hechas en un día determinado, y comparar los resultados con los registros mecánicos. Para poder poner la automatización en marcha un lunes, comenzamos a trabajar el viernes anterior, turnándonos durante el fin de semana para comer y dormir. Ocurrió lo temido: una cuenta administrativa no quedó con el saldo correcto. El error nos obligó a corregir y repetir el proceso, pasar otro fin de semana encerrados en el Banco. Al conocerse esa noticia, uno de nuestro grupo interpretó la desazón general con una oportuna exclamación desde el fondo de su corazón: ”¡Quiero ir con mi mamá!”.

            La segunda vez fue la vencida.

        Los ojos de la sultana

        Un favorable resultado comercial de Transcontinenta, la firma donde trabajaba mi padre, le reportó una bonificación. De las muchas ideas muy buenas que él ha tenido en su vida, una de las más espléndidas ha sido la de invitarnos a celebrar junto con ellos sus bodas de rubí. Cuarenta años no son nada, tampoco para un matrimonio como el de mis padres - que se disolvería recién veintisiete años más tarde, con el fallecimiento de papá.

       Aprovechamos la oportunidad para alargar la estadía al máximo. A mis vacaciones regulares, de un mes, le agregué los días que me había reservado el año anterior, y otros que tomaría a cuenta del siguiente. Además, la gerencia había aceptado mi propuesta de aprovechar mi vista privada para ampliar allí mis conocimientos de computación, y me había inscripto en un seminario de dos semanas. Por lo tanto, sería una hibernación de dos meses y medio que, contrariamente a la del oso, estaría llena de actividad.

     La fecha era el 5 de febrero de 1971, y también queríamos cantarle ‘Cumpleaños Feliz’ a mamá, el 8 de enero. No pasaríamos Año Nuevo con ellos, porque queríamos utilizar las bajas tarifas aéreas durante la semana anterior, y decir ¡Hola! a España y ¡Ciao! a Italia. No se podía decir mucho más en un desvío de diez días. Partimos el día después de Navidad con una tem­pe­ra­tura de trein­ta gra­dos que en Río de Janei­ro, la única escala, subió a cuarenta. Durante la espera en el aeropuerto, de sólo una hora pero sin aire acon­dicio­nado, Ro­bert estuvo a punto de descomponerse. A la ma­dru­gada si­guien­te fue do­ble­men­te grato pisar suelo ibérico con cinco gra­dos bajo ce­ro. Era sólo un débil anticipo de las veinticinco grados que tendríamos en días posteriores, que es mucho frío en cualquier parte del mundo, aún estando bien abriga­dos.

 

domingo, 10 de enero de 2021

COSAS MÍAS (23)

             Debuté en la oficina de administración de créditos, cuyo segundo jefe era Lex. Por ese punto neurálgico circulaban en todo momento decenas de expedientes por las gerencias y otras oficinas. Resultaba difícil encontrar una carpeta, pero contábamos con un encargado del archivo que estaba dotado de una memoria fenomenal. Si él no conocía el paradero de una carpeta, recordaba al menos dónde o en poder de quién la había visto por última vez. Ese don, que a muchos nos evitaba largas búsquedas, le había reportado el sobrenombre “El Sabio”. Todos lamentábamos que le gustara demasiado el alcohol, vicio que le fue fatal cuando todavía era joven.

            Unos meses más tarde pasé a la Oficina de Títulos. Tuve la suerte de conocer la Bolsa de Comercio en una época de creciente actividad. Por la mañana acompañaba a mi jefe a “La Bolsa’’ para conocer el mecanismo de las operaciones bursátiles. Todavía no existían los teléfonos celulares, pero nos comunicábamos con nuestra oficina por medio de una línea directa. El aparato funcionaba con una manivela, pero establecía la comunicación inmediata y efectivamente. Pasábamos cada mañana pocas pero agitadas horas  corriendo entre la cabina telefónica y la rueda, pasando órdenes de compra y venta, y tomando nota de las cotizaciones y las cantidades de acciones negociadas. – Una tarde de septiembre de 1963 se paralizaron las operaciones, y repentinamente el bullicio se convirtió en un gran murmullo. Todo el mundo en el mundo entero comentaba, consternado, el asesinato de John Kennedy.

            Inesperadamente pronto me propusieron otro cambio de oficina. El Supervisor Regional del Banco me requirió para trabajar con él. Sorprendido, le contesté que me parecía muy interesante, pero que me gustaría aprender algo más del mundillo bursátil. Enseguida me arrepentí de habérselo dicho, pero por suerte me interpretó bien, y me propuso postergarlo tres meses. Ese interés, más su comprensión por mi pedido, me dieron la agradable seguridad de que los directivos del Banco me estaban teniendo en cuenta en sus planes de capacitación.

            La oficina supervisaba las sucursales en la Región, formada por la Argentina, Ecuador, Paraguay y Uruguay. Como primera lección en el tema principal, la gestión crediticia, aprendí un sabio consejo del fundador del Banco, dirigido a los funcionarios autorizantes: << Otorgue un crédito como un buen padre de familia. Hágase la pregunta: ¿Le prestaría esta suma si el dinero fuera mío?. Si su respuesta es afirmativa, apoye el pedido con tran­quilidad. Si tiene la menor duda, absténgase, por lo menos en primera instancia. >>.

            Los gerentes y jefes de oficinas entraban a trabajar en el Banco a las 9, el personal subalterno a las 12. Esto les permitía conseguir algún ingreso adicional. Mi sueldo inicial era mayor que el habitual; sin embargo, a la gerencia le pareció poco, porque al fin del primer año lo aumentaron ¡en nada menos que un 40 por ciento! Pero el tiempo avanzaba velozmente; los chicos crecían, y con ellos los gastos familiares, que desde ya eran considerables por los alquileres altos. Cuando me enteré de que la Cámara de Comercio Argentino-Holandesa necesitaba una persona por la mañana, pedí una entrevista para el día siguiente.

Como si mi jefe hubiera estado esperando esa inquietud, me preguntó si yo estaría dispuesto a trabajar todo el día si me nombraban jefe de oficina. Mi primerísima reacción –aún antes de la satisfacción por el inespera­damente pronto ascenso- fue el alivio de no tener que marcar más el reloj de entrada. Ese control es una buena, y lamentablemente necesaria, herramienta para controlar la asistencia de mucho personal, pero para personas responsables es un fastidio. Me distraje tanto que tuve que repetir mi respuesta, que había sido inaudible.

            La buena noticia me proporcionó el mayor ingreso que buscaba, sin necesidad de correr de un edificio a otro. Mi jefe, sabiendo que por el mal funcionamiento de los trenes urbanos mi viaje duraba a menudo hasta dos horas, me dijo que sería suficiente que yo llegara antes de las diez. Le agradecí la consideración, pero ni pensaba utilizar ese margen, todo lo contrario. Era una especie de venganza por aquel reloj marcador. Ah, ¡y con qué alegría cancelé la cita con la Cámara!

             Con pies de barro

            Una mención aparte para el Parque Trujuy, un tranquilo barrio de casas de fin de semana entre los suburbios San Miguel y Moreno, a unos cuarenta kilómetros al noroeste de Buenos Aires. Allí pasamos un domingo en la quinta de los Régoli, cuya única hija, Alicia, sigue siendo la mejor amiga de Beatriz. Relacionamos la zona con las vacaciones que se acercaban. No teníamos auto, Paula tenía diez meses y todavía no se habían inventado los pañales descartables. Así surgió la idea de veranear en Trujuy, en vez de ir a un hotel o alquilar un departamento lejos de la playa o un rancho perdido en la montaña.

            A una cuadra de lo de nuestros amigos alquilamos una casa chica, bonita y acogedora. Desde la galería cubierta teníamos una bella vista sobre cuatro mil metros cuadrados de césped, con sólo un cedro en el medio y en los demás rincones, frondosos grupos de árboles. Uno de los más lindos era un alcanfor, en cuyas ramas bajas y casi horizontales de un metro de espesor, los chicos armaban asientos donde pasaban horas y horas. Nos sentíamos tan a gusto en ese ambiente, que decidimos quedarnos a vivir allí durante el resto de ese año. Al propietario le convenía que la quinta estuviera habitada permanentemente, y el dueño de nuestra vivienda en Olivos no tenía inconveniente en anular el contrato de alquiler. La proyectada estadía de dos meses se prolongó por tres años.

            Casi todos los chalets en el barrio eran habitados solamente durante el verano, y durante el resto del año por algunos fines de semana. A pesar de haberse criado en el hormigón y el barullo de una ciudad grande, Beatriz no tuvo ningún inconveniente en desafiar el invierno en un lugar relativamente solitario, con poca edificación. Es que no había ningún motivo para preocuparnos. El jardín lindaba con un campo abierto, a cuyo otro lado había un barrio de casas humildes. Todos los días pasaba gente desde las cinco de la mañana para tomar el colectivo, y Beatriz opinaba, con buen criterio, que gente que madruga para ir a trabajar no tiene tiempo ni interés en robar. Ella disfrutaba enormemente del espacio y la quietud que transmitían el parque, la arboleda, alguna vaca y ovejas sueltas pastando. Lo malo de la ubicación eran los trescientos metros de calle de tierra que nos separaban del pavimento. Los días de lluvia, más algún día siguiente, el transporte escolar no pasaba por casa, por lo que Beatriz tenía que acompañar a los chicos a la ruta, chapoteando por el barro con Paula en brazos.

                     Sin puma en el tanque de nafta

            Encontramos los recursos necesarios para motorizarnos, y no tardamos en comprar un vehículo muy económico, un Citroën 2CV. Lo llamaban Pati­to Feo, pero su techo de lona – que se abría desde el parabrisas hasta la tapa del baúl- lo convertía en un envidiable convertible. Habrá sido una de las primeras de las 924 unidades que salieron de la primera línea de producción en 1949, porque tenía, por ejemplo, un limpiaparabrisas mecánico. Esto significaba que sólo funcionaba con el auto en marcha, de manera que, cuanto más despacio se iba, más lentamente se despejaba el vidrio. Con el auto detenido, uno podía esperar a que dejara de caer agua, o bien asomarse por la ventanilla para verificar la ausencia de obstáculos antes de arrancar raudamente.

            Otra reliquia era el medidor de combustible, una varilla de cuero incorporada a la tapa del tanque y cuya parte sumergida indicaba aproximadamente la cantidad de líquido. La tarde antes de salir de vacaciones a Mar del Plata – ¡ahora sí podíamos veranear cómodamente a cuatrocientos kilómetros de casa!, - pasábamos por una estación de servicio de una marca ahora desaparecida. Divertí a los chicos con un juego de palabras sobre la popular consigna de otra petrolera, “Ponga un puma en su tanque”. Pero no aproveché esa ocasión de cargar combustible, porque no me gusta parar para cargar nafta y un rápido cómputo esa mañana me había asegurado una cantidad suficiente para recorrer la mayor parte del trayecto. Considerando el excepcionalmente bajo consumo del 2CV, la cifra me parecía razonable.

            Despreocupados y contentos por las perspectivas, habíamos hecho ya un buen tramo, cuando un tironeo del motor me advirtió que algo andaba mal. Antes de sospechar en una irregularidad seria, el auto se detuvo. No se necesitaba tener muchos conocimientos técnicos para determinar la causa, la más evidente y menos costosa. Tuve que convencerme de que había medido mal el nivel del líquido. Robert me acompañó en la caminata de una hora hasta la estación de servicio más cercana – donde no había tigres ni pumas. A la vuelta, una camioneta se apiadó de nosotros.
Recuerdo aquel error tonto con fastidio pero también con una sonrisa, cada vez que paso por ese lugar, que queda exactamente debajo del cartel que señala la mitad de la Ruta 2, la carretera más transitada del país.

            Entre Mar del Plata y Chapadmalal, el bajo alquiler de una casita compensaba la desventaja de su ubicación, a más de dos kilómetros de la playa, y su falta de corriente eléc­trica. El bonito ejercicio matinal de trescientas bombea­das subía suficiente agua al tanque para el consumo del día. De noche hacíamos de faroleros. Encender las lámparas de kerosén era una tarea nada fácil pero, una vez lograda, nos ilumina­ban como verdaderos soles de noche. Para completar el romántico ambiente, el agua para la ducha se calentaba con alcohol de quemar en un recipiente. Producía una llama pequeña, pero cuando Paula la vio la primera vez, volvió sobre sus pasos: “Yo, ¡con fuego no me baño!”, lloraba. Tenía tres años, era difícil convencerla.

             Volviendo a nuestro vehículo, éste pasaba más tiempo en manos de mecánicos que en las nuestras. Sucesivos defectos culminaron una noche con la ruptura del radiador de aceite que nos dejó, vestidos de gala para una fiesta, plantados en la Ruta Panamericana. Me di cuenta de la ingenuidad de haberme basado para la compra en la opinión de un amigo que tenía un auto casi igual - como si el mero hecho de tener uno lo convirtiera en un experto. En fin, buscando el modo de corregir el error, tuvimos la doble suerte de venderlo muy bien y de obtener un préstamo personal a condiciones muy favorables para comprar uno nuevo. De la misma marca y con el mismo diseño inconfundible que su antecesor, pero ya equipado con un limpiaparabrisas y un medidor de nafta eléctricos. También con la tracción delantera, el invento de André Citroën. Su empresa siempre se destacó por su visión de futuro; ya en 1934 el predecesor del 2CV era el único auto con esa característica. En una campaña publicitaria había anunciado: “Algún día, todos la tendrán”. Efectivamente, ochenta y seis años más tarde vemos que la mayoría de las marcas tiene transmisión delantera.

             Después de haber veraneado en la playa, pasamos el siguiente en una hermosa zona de cerros, lagunas y arroyos, y con un clima muy agradable: Córdoba, a 800 kilómetros al noroeste de Buenos Aires, en el centro geográfico del país. Resolvimos viajar de noche, con menos calor y menos tránsito que de día. Los chicos dormirían la mayor parte del tiempo, así que no preguntarían a cada rato cuánto faltaba para llegar, y ganaríamos un día de vacaciones. Tanto el auto como las rutas estaban en buen estado, y todavía no se hablaba de inseguridad; el único riesgo a considerar era que el conductor se quedara dormido. Sólo había que estar atento a la primera señal de cansancio.


COSAS MÍAS (22)

             El Lloyd no se mostró dispuesto a retenerme, pero tuvo la gentileza de obsequiarnos los pasajes de regreso. Nos tocó en suerte el “Zaanland”, uno de nuestros (hasta un tiempo después de aquel viaje, yo todavía hablaba de 'nuestros') barcos más veloces, provisto de unos pocos comodísimos camarotes. Normas internacionales establecen doce pasajeros como el número máximo que exime a buques de carga de la obligación de tener un médico a bordo. Los demás viajeros eran un matrimonio mayor y otro de nuestra edad, con una hijita de la edad de Robert, y dos señoras que viajaban solas.

            Las dos damas iban a reencontrarse con sus respectivos caballeros. La joven, alemana, comenzaba su vida de casada; a la otra señora, holandesa, le esperaba su esposo para celebrar sus bodas de plata. Más adelante contaré sobre ese festejo singular. El matrimonio con chicos eran tamberos de Santa Fe, él viajaba como cuidador de unos toros de pedigree comprados en Holanda por su patrón. Su hijita tenía la misma edad que Robert, y sus diferentes temperamentos causaban frecuentes peleas. En una escena que quedó filmada, se trompean por un balde de agua que acababan de compartir, tirándose agua. Un minuto más tarde ya masticaban el chocolatín de las paces. Hablando de chocolate, Robert festejó a bordo su tercer cumpleaños con una gigantesca torta, regalo de nuestros anfitriones.

            La pasajera más joven era Carla, a la tierna edad de seis meses. Había que estar atento a su ritmo alimenticio porque siendo bebé, se conformaba con muy poco y era capaz de dormir­se plácidamente durante la comida. Una mañana estábamos en el salón, absortos en una partida de Scrabble cuando Beatriz, casi volteando el tablero, se levantó de un salto. – “¡Carla! ¡Las once y media, me olvidé por completo!” – Corrió al camarote, donde Carla ya estaba almorzando, en brazos de nuestro camarero. – “Fui a avisarle, señora” – dijo el muchacho, casi disculpándose -. “Pero la vi tan concentrada que no quise interrumpirla. Así que le preparé yo mismo una mamadera”.

            En el comedor compartíamos la mesa con el capitán. Yo ya no vivía en Buenos Aires cuando van Spanning comenzó a frecuentar la casa de Zus y Dee, pero por razones de trabajo lo conocía como un comandante simpático. Algunas veces me había traído algunas encomiendas familiares, y su misión más delicada había sido la de entregar a Beatriz mi anillo de compromiso.

            El jefe de máquinas, un extrovertido marinero de pura cepa, comentaba sin tapujos que en los treinta años que llevaba de navegar a la Argentina, no había aprendido español, porque le parecía un idioma horrible. En su jovial manera de ser y de reírse antes que nadie de sus propias bromas, se parecía mucho a mi tío Paul, que tenía el mismo cargo en la navegación interisleña en Indonesia. Paul nos debe todavía una parte de la filmación de nuestro casamiento.

                     Ven a inaugurar la fábrica conmigo

            Con la que nos reuníamos mucho fue con Johanna, la holandesa. Sus suaves modales y buen gusto para vestir le daban un porte distinguido. Ella iba a la provincia de Misiones en el norte argentino, donde su marido, un ingeniero, estaba construyendo una fábrica de té para una empresa holandesa. Ella había vivido en Indonesia, así que conmigo no faltaban temas de conversación de mutuo interés. También compartíamos con ella, entre otras cosas, el gusto por el arte de formar palabras cruzadas. Lo practicábamos a menudo jugando al Scrabble. En esas afinidades, Johanna encontró un cable a tierra, y una tarde nos contó su historia.

            Su hijo menor, cumpliendo el servicio militar, había sido enviado al calabozo. Con el espanto de todo el mundo, fue encontrado por la mañana, colgado de una soga. La silla a la que se había subido, estaba tumbada en el piso. Todo indicaba que el muchacho había querido hacer una broma, que le salió trágicamente mal.

            Luego de haber enterrado a su hijo, el padre tuvo que volver a Misiones para terminar su trabajo. Propuso entonces que ella hiciera este viaje por barco a modo de distracción. Estaría con él al lado del gobernador de la provincia en la inauguración de la fábrica. No habría ánimo para festejar su aniversario de bodas, pero al menos pasarían ese día juntos.

            Quedamos en encontrarnos con Johanna antes de que volviera a Holanda, oportunidad en que conoceríamos a su esposo. Eso sería un mes más tarde, de modo que nos sorprendió recibir al tercer día de nuestra llegada un llamada de ella por teléfono desde Buenos Aires para invitarnos a cenar. El motivo de su precipitado regreso no era inusual en sí mismo, pero en las circunstancias nos dejó estupefactos. Terminada la ceremonia de inauguración, su marido le había comunicado, sin preaviso ni preámbulo, que había entablado una relación con una empleada –o una obrera, no lo recordaba, ni tenía importancia-, que en cuanto a la edad podría ser su hija, y que tenía la firme intención de continuarla.

            Johanna asumió el inconcebible cinismo de su ahora ex-consorte de un modo envidiable. En un primer acto de rebeldía, se cortó la cabellera que llevaba larga y recogida, porque a él le gustaba. Esa liberación cambió su aspecto, acentuando su elegancia. También postergó su regreso a Holanda. Ya que estaba, decidió aprovechar la estadía para conocer algo más de la Argentina. Acompañamos a Johanna otra noche, a un espectáculo folklórico, pero luego perdimos el contacto con ella.

             La segunda conquista de Buenos Aires

            En la Argentina, como en tantos otros países, era común alquilar casas. La situación cambió radicalmente desde el año 1943. De un plumazo se dispuso una disminución del veinte por ciento de los alquileres, que al mismo tiempo quedaban congelados, sin fecha límite. Había propietarios que lograban negociar con inquilinos la entrega de sus bienes, lo que les permitía disponer de ellos, pero eran transacciones relativamente costosas, razón por la cual no todos podían hacerlas. Muchos inquilinos abusaron de la situación. Prolongaban de hecho los contratos; en muchos casos, éstos ni siquiera existían formalmente. No estábamos muy lejos de la época en la que la palabra tenía valor, y yo creo que allí comenzó a perder terreno aceleradamente.

            Un sinnúmero de ocupantes desaprensivos subalquilaba espacios, por supuesto a beneficio propio. Así podían darse ciertos lujos, mientras a menudo el alquiler primitivo no alcanzaba siquiera a cubrir los impuestos inmobiliarios. Éstos a su vez no dejaban de subir, porque pertenecían a otro brazo del poder. Por aquello de ’’que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha’’, la desprotección puso a los propietarios de inmuebles en jaque por tiempo indeterminado.

             La gran fiesta para una pequeña parte de la población tuvo lógicas consecuencias desfavorables para los demás. La principal de ellas era que la construcción de casas se desalentó; el panorama se agravó con un proceso de inflación. Derogar esa nefasta “Ley de Alquileres” significaría un costo político, que el gobierno pagó recién cuatro años después, y sólo parcialmente, con una nueva disposición, la Ley de Propiedad Horizontal. Pero sólo se atenuaron, no se eliminaron el déficit habitacional y el mercado negro de los alquileres.

            Nosotros no estábamos en condiciones de comprar una vivienda. Por suerte, los padres de Beatriz, su hermano Jorge y su tía Zulema, que vivía con ellos, nos hicieron un lugar. El departamento en la calle Charcas, en el céntrico Barrio Norte de Buenos Aires, no era muy grande, de modo que quedamos doblemente agradecidos por la hospitalidad brindada. Jorge, que tenía 19 años, nos cedió su lugar, yendo a dormir en la cercana casa de unos tíos, pero comía con nosotros y conservaba su pequeño cuarto para estudiar. El cambio incluso le parecía divertido.

            La nueva firma, Adriático S.A., vendía, colocaba y reparaba aparatos de aire acondicionado, individuales e instalaciones para edificios. Mis primeras actividades eran comprar muebles y artículos de escritorio para la pequeña oficina que me asignaron, y seguir un curso acelerado en aire acondicionado. Éste consistía en saber hacer un cálculo térmico: determinar el frío que se necesita para acondicionar un espacio, teniendo en cuenta todo lo que influye en el intercambio de calor, como la construcción, la ubicación, la exposición al sol, la superficie de vidrio.

            Armado con estos conocimientos básicos, salí a hacer presupuestos para posibles clientes. También colaboraba en la instalación de equipos centrales en restaurantes y otros salones grandes. Mi función no era técnica, sino logística: con la camioneta del gerente –una Estanciera- transportaba a menudo a obreros, herramientas y material de construcción. Así llegué a conocer varios barrios en diferentes partes de esta enorme ciudad donde teníamos obras. Era una combinación ideal de trabajo de oficina y en la calle. Duró sólo dos años, pero volví a encontrarla treinta y cinco años después. En su momento, contaré sobre ese período.

            Después de un regular primer año, la venta de Adriático parecía repuntar cuando se recibió una orden para un edificio de departamentos. Un paciente seguimiento resultó en un pedido de trece equipos grandes, que aseguraba a la fábrica trabajo por varias semanas. Al día siguiente, el entusiasmado vendedor trajo el contrato, pero para mi sorpresa, salió de la oficina del gerente mudo y con la cara hasta el piso. La orden era muy apreciada, le había dicho nuestro jefe, pero agregó algo que no podíamos creer. La empresa no disponía del capital de trabajo suficiente para encarar la fabricación de los elementos, y para compensar ese costo financiero, se había decidido disminuir el porcentaje de la comisión de venta! Naturalmente, el vendedor rechazó el inesperado e injusto cambio de las reglas, y presentó su renuncia.

            Uno de los socios de Adriático era una firma cuyo dueño era un comerciante muy astuto. Tenía mucho carisma y era conocido porque también era el presidente de uno de los clubes de fútbol más populares del país. Gozaba de una dudosa reputación por haber participado en millonarios negocios de importaciones cuestionadas. Eso, sin embargo, no le impidió (¿o quizás al contrario, le favoreció?) formar una compañía financiera en asociación con un Banco internacional de primera línea, que incluso abrió una sucursal en el muy concurrido local de ventas del empresario. Este manejaba la publicidad con tanta habilidad, que en la City bancaria se había difundido la impresión que él habría comprado ese Banco.

            Con prácticas de ventas como la mencionada, y a pesar de disponer de los capitales vinculados, Adriático no levantó vuelo, y se acercaba su liquidación. Poco antes de ese desenlace conseguí otro empleo. Los tres meses de sueldo que me debían, me los pagaron con Bonos 9 de Julio, obligaciones estatales que el público recibía con mucho recelo pero que, gracias a una “cláusula oro” que conte­­nían, mantuvieron su valor. Por suerte no tuvimos urgencia en vender­los y final­mente obtuvimos por ellos un precio aceptable.

            El paraguas del banquero

            Mi trabajo me llevaba a deambular por el micro­centro, cobrando los (cada vez menos) cheques por las alicaídas ventas. Pasando un día por el Banco Holandés Unido, se me ocurrió entrar para saludar a Lex Schreuder. Lex era uno de los holandeses que conocí en la pensión en Olivos. Nos llevábamos bien, pero no teníamos amigos en común, y después de mi regreso a Holanda no habíamos vuelto a vernos. Enterado de mi búsqueda de otro empleo, Lex me sugirió venir a trabajar en el Banco.

            Mis nociones del funcionamiento de un banco eran muy vagas; se limitaban a imponentes edificios con invio­lables cajas de seguridad donde se guardaba el exceso de dinero que tienen algunas gentes, que se pres­taba a otras menos afortunadas. Aún no conocía la descripción de un banquero que “es una persona que te presta un paraguas cuando brilla el sol, y te pide que se lo devuelvas cuando llueve”. La propuesta me tomó de sorpresa. Nunca se me había ocurrido la posibilidad de pertenecer a tan venerable institución, pero ¿por qué no considerarla? Lex me oyó pensar, y sin perder tiempo, me presentó a un subgerente. El lunes siguiente me hice un doble nudo en la corbata, me lustré los zapatos y di mis primeros pasos como banquero. Durante unas sesenta mil horas he estado tratando de serlo, y no he muerto en el intento.