Mi Buenos Aires aún no querido
El
reencuentro con los tíos fue un emocionante preludio a nuestra vida en la
Argentina. Pero antes tuvimos que soportar una larga espera en un poco
hospitalario galpón mientras el sol de enero golpeaba fuerte sobre el techo. Un
grupo de vistas aduaneros vigilaba el ingreso de mercaderías prohibidas y las
sujetas a altos aranceles de importación, como whisky y cigarrillos. Utilizando
nuestra franquicia de viajeros, traíamos Johnnie Walker, Chesterfield y Lucky
Strike, las marcas de moda. Un inspector se agachó, hundió las manos en la
ropa y tras una exhaustiva revisión de por lo menos cinco largos segundos, sacó
con gran habilidad una caja y una botella que habíamos dejado bien a la vista, como voces con experiencia nos habían sugerido. Se incorporó, cerró la maleta y
trazó con tiza una cruz en todas las demás. Había algo religioso en esa señal
liberadora.
Me costaba aceptar la explicación que de esa manera empleados públicos compensaban sus sueldos, notoriamente bajos. Mi pregunta por qué entonces no se pagaban salarios decentes, tenía la ingenuidad típica de un gringo,
un extranjero recién llegado al país. Mucho más tarde me di cuenta de que ése
había sido mi primer contacto directo con la corrupción. Lentamente fui
comprendiendo los nefastos sistemas políticos que posibilitan la creación de
empleos tan codiciados que se consiguen sólo con una recomendación y pagando
una llave, un derecho de transferencia.
Saliendo de la gris zona portuaria, sintonizamos nuestros relojes con el de la Torre de los Ingleses, un obsequio de Inglaterra en ocasión del Centenario de la Independencia. Por las vistosas Plazas de Retiro y de San Martín y las espléndidas avenidas Figueroa Alcorta y del Libertador atravesamos el Parque Tres de Febrero, más conocido como Palermo, que no tiene nada que envidiar al Bois de Boulogne, el lago incluido.
Nadie
puede dejar de asombrarse al ver por primera vez la ciudad que se llamaba Puerto
de Nuestra Señora Santa María del Buen Aire cuando Pedro de Mendoza la
fundó en 1536. Poca gente espera encontrar en esta parte del globo, a más de
diez mil kilómetros de distancia, una urbanización que puede medirse con la de
Madrid, París, Roma y Washington. No sólo arquitectónica, sino también
cultural y comercialmente. La ciudad me gustó mucho, y esa
impresión se confirmó varias veces.
Esa
misma noche, sin haber terminado de desempacar, fuimos a Ezeiza, el aeropuerto
internacional, a unos sesenta kilómetros al sudeste. No para emprender
otro viaje, sino para despedir al tío Dee, que se iba a Holanda, convocado por su
Ministerio. Con el calor que hacía, aún a medianoche, era absurdo verlo con un
sobretodo en el brazo, pero nos hizo tomar conciencia de la gran diferencia entre un
viaje marítimo y uno aéreo. Claro, cuando salimos de Holanda ya era invierno,
pero nosotros tuvimos veinte días para adaptarnos a los cambios de temperatura,
y Dee estaría chapoteando nieve en menos de veinte horas.
En el residencial suburbio de Martínez, veinte kilómetros al norte, aromos en flor formaban una preciosa bóveda amarilla que coronaba la calle Domingo Repetto, para nosotros la sucesora de la Emmastraat en La Haya.
En
su bonita y luminosa casa, los tíos podían alojar sólo a Ina y André. Los demás
dormimos en la habitación de huéspedes de gentiles vecinos, diplomáticos
británicos. Era un placer escuchar el inglés que hablaban, sobre todo su
divertido y charlatán hijo Andrew, de seis años. Nos contaba las peripecias de Grietje,
su tortuga, y nos informaba sobre cien detalles de su agitadísima vida. Entre
otros asuntos, nos confió que no pensaba casarse, porque le gustaba mucho
viajar, y no quería someter a su familia al ajetreo de los inevitables traslados.
En Martínez
nos quedamos un mes para aclimatar, acostumbrarnos al nuevo idioma y conocer a
holandeses en la zona. Uno de ellos, el presidente de Bols en la
Argentina, nos invitó a levantar la copita de cada día en la fábrica,
que estaba situada en Bella Vista – el suburbio que años después ocuparía un lugar
tan importante en mi vida. Al sentarnos a almorzar en un restaurante cercano,
Roel me dio un codazo, “El puesto es para Max”. Yo no creía que la posibilidad
de un empleo se concretaría durante esa visita, y no me había dado cuenta de que
Max venía en el auto con nuestro anfitrión. Una semana después, Max caminaba
en un impecable guardapolvo blanco entre máquinas que llenaban botellas con
licores, whisky y, por supuesto, la infaltable ginebra, y estaba aprendiendo a
no confundir etiquetas con corchos.
Roel y yo probamos suerte con
agricultores y ganaderos que Dee conocía en la colonia holandesa en Tres
Arroyos. A Roel no le gustó la vida en el campo, de modo a los tres meses aprovechó muy contento la oportunidad de fabricar lámparas en la
filial de Philips en Buenos Aires.
Por una serie de circunstancias, yo fui a trabajar en un tambo en Tres Arroyos. Una serie de circunstancias... me
parece una expresión vacía, porque ¿no es precisamente ese continuo coincidir
de circunstancias lo que rige nuestra vida? ¿Por qué me empleé en el campo y
no, por ejemplo, en la hotelería, y por qué en la Argentina, a veinte mil
kilómetros de donde nací?
Tenía veinte años en todos
los rincones de mi corazón, y a pesar de haber cursado un año en la Universidad
de Agronomía en Holanda, aún no había descubierto mi vocación. El trabajo
rural es una de las incontables posbilidades de ganarse la vida, y sucedió que
mi primer empleo fue ése.
En concordancia con la colonia holandesa en esa zona, las vacas eran de
la raza holando-argentina, blancas con manchas negras, o al revés. Desde
mi arribo tuve una buena noción de su productividad, al participar de un
asado para festejar el hito de mil litros de leche diarios. Las cuarenta vacas
eran ordeñadas dos veces por día por dos peones y el encargado. Por un
tiempo yo iba a darles una mano.
Pero para ordeñar no te
alcanza una mano, y ni siquiera las dos si te faltan la fuerza, la práctica y,
sobre todo, la predisposición necesarias. Afortunadamente pude aportar mi baldecito de leche gracias a la existencia de máquinas ordeñadoras. Me pareció
interesante enterarme de que, con todo, éstas no son aptas para todas las vacas.
Había tres o cuatro a las que no me acercaba porque, si bien toleraban la máquina,
daban sólo una fracción de lo que rendían cuando se la pedían manos humanas.
Uno de esos personajes susceptibles llegaba al extremo de exigir la
atención casi exclusiva de uno de los peones. En ausencia de ese hombre,
permitía que el otro o el capataz la ordeñara, pero igualmente les entregaba menos leche,
porque no la trataban como ella requería.
Las vacas tenían nombres de chicas del pueblo. Al
poco tiempo de mi llegada presencié el parto de una de ellas (de las vacas), y mis compañeros me confirieron el honor de bautizar la cría. Un pequeño dilema, porque las pocas mozas que yo conocía (en ese momento)
ya estaban representadas en el plantel. Serafina me ayudó a improvisar
uno, al señalarme el almanaque: 23 de abril, San Jorge. En homenaje al patrono
de los boy scouts, bauticé a la ternera Jorgelina. Si los muchachos
quedaron desilusionados por esa ruptura con la tradición, lo disimularon
amablemente.
En cuanto
a las chicas, sobre todo las holandesas, no tardé en conocerlas, al punto de
atraerlas a mi alcoba. A todas, sin excepción. Fue al terminar mi corta carrera
agrícola, cuando inauguré el año 1953 junto con las mil y una beldades de la
comarca que se habían reunido alrededor de mi cama en el hospital, donde estaba
recuperándome de una pulmonía contraída en la Nochebuena.
El ordeñe matinal terminaba
a eso de las seis. Después del desayuno podíamos dormir una hora; el resto de
la mañana lo pasábamos limpiando el establo, el galpón y el terreno
alrededor de la casa, y reparando alambrados, tranqueras, herramientas e
implementos agrícolas livianos. A las tres de la tarde, nuevamente
reunión con las vacas.
Después de mi última tarea
del día, el lavado de los tarros de leche, me sentaba en el borde de la
pileta para saborear un vaso de leche cruda que estaba circulando por la enfriadora,
y en el lento y silencioso crepúsculo.
Con mucho gusto también aprendí a andar a
caballo. No exactamente como lo enseñan en las escuelas de equitación, sino a
pelo. La ausencia de estribos significa que tienes que agarrar la crin con la
mano izquierda y montar el caballo con UN acertado salto. Si no alcanzas a
vencer la fuerza de la gravedad, es cuestión de no lastimarte al caer, e
intentarlo otra vez. Con un poco de práctica también cumplía la segunda
hazaña, la de mantenerme en el corcel cuando empezaba a trotar y galopar.
Un día presencié un
episodio emocionante, protagonizado por una vaca a la que le habían quitado
su ternero, para que ella produjera leche para la sociedad. Era importante
separarlos bien, sobre todo los primeros días. Pero por un descuido, una
madre vio a su cría en una pradera lindante. Mugió indignada y caminó decididamente
hacia el alambrado. Yo no creí que siquiera trataría de saltarlo, pero
cambié de opinión cuando ella tomó impulse y convirtió el trotecito en un galope
de aquéllos.
Al ir a buscar a las vacas
a la hora de ordeñarlas, ya me habían engañado las apariencias: a pesar de la
impresión de torpeza que dan, son capaces de poner a prueba la velocidad de
los caballos. Incluso el pura sangre que yo montaba, tenía que esforzarse
para llamar al orden a las vacas que disparaban para otro lado con una agilidad
insospechada. Pero que yo sepa, vacas no participan en concursos de saltos.
Cuando vi las ubres henchidas
y los siete hilos de alambre de púas, me asusté. El capataz siguió mi
mirada y dijo que no iba a pasar nada. Creí que con eso quería decir que la
vaca iba a desistir de su propósito, pero era sólo para tranquilizarme. Él no
tenía dudas sobre el salto, pero sí sobre el resultado, que para alegría de
todos fue favorable. Me quedó bien grabada la imagen de esa furiosa y a la
vez elegante perfección con que el amor maternal saltó esa valla de un metro
y medio de altura.
Una tarea que para mi
satisfacción me asignaron al poco tiempo, fue repartir la leche en la
ciudad. Enganchaba los dos caballos a la villalonga, un carro de cuatro
ruedas, y cargaba los tarros. Ya había comenzado el invierno; no soy friolento,
pero allí, en el campo abierto, me sentía realmente como un expedicionario
en la Antártida. En una carta, mi tía Zus me ayudó a soportarlo:
<<... A los que en casa se quejan, les digo, pero por favor, de qué frío
me hablan, piensen en nuestro cochero, allí arriba de su carro, ¡ése sí que se
congela de verdad! Animo muchacho, te cuento que Ina te está tejiendo una
bufanda, larga y abrigadísima... >>.
Nuestro cliente principal
era una confitería, a la que se atendía primero y, por supuesto,
con un trato preferencial a la hora de menor producción de leche. Después me
encontraba en dos o tres sitios donde lecheros me esperaban ansiosamente.
Las conversaciones quedaban limitadas a temas de interés general, como el
tiempo, el fútbol y noticias - locales o internacionales, pero siempre
importantes. Mi falta de conocimiento del castellano me hacía perder la
mayoría de los inevitables chistes y bromas, pero me acuerdo bien de la
burla con que uno de ellos, un gallego, me recibía a menudo: "Oye holandés,
¿cuánta leche le agregaste hoy al agua?".
Mientras yo les entregaba
las cantidades que necesitaban, los encuentros pasaban desapercibidos. Pero
se volvían animados cuando no me alcanzaba la leche para dar a cada uno lo
que pedía. ¿Quién debía recibir cuánto? No sabía qué argumento valía más,
el del cliente más antiguo, del que compraba más, o del que más se imponía.
De cualquier modo, protestaban y me reprochaban el no haber retenido más
a la lechería, que en esos momentos odiaban más aún. Las discusiones eran
agitadas, pero también rápidamente olvidadas; al día siguiente volvíamos a
ser amigos. Siempre que yo llevara suficiente leche para todos...