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miércoles, 26 de febrero de 2020

COSAS MÍAS (14)


            Mi Buenos Aires aún no querido
         El reencuentro con los tíos fue un emocionante preludio a nuestra vida en la Argentina. Pero antes tuvimos que soportar una larga espera en un poco hospitalario galpón mientras el sol de enero golpeaba fuerte sobre el techo. Un grupo de vistas aduaneros vigilaba el ingreso de mercaderías prohibidas y las sujetas a altos aranceles de importación, como whisky y cigarrillos. Utilizando nuestra franquicia de viajeros, traíamos Johnnie Walker, Chesterfield y Lucky Strike, las marcas de moda. Un inspector se agachó, hundió las manos en la ropa y tras una exhaustiva revisión de por lo menos cinco largos segundos, sacó con gran habilidad una caja y una botella que habíamos dejado bien a la vista, como voces con experiencia nos habían sugerido. Se incorporó, cerró la maleta y trazó con tiza una cruz en todas las demás. Había algo religioso en esa señal liberadora.
     Me costaba aceptar la explicación que de esa manera empleados públicos compensaban sus sueldos, notoriamente bajos. Mi pregunta por qué entonces no se pagaban salarios decentes, tenía la ingenuidad típica de un gringo, un extranjero recién lle­gado al país. Mucho más tarde me di cuenta de que ése había sido mi primer contacto directo con la corrupción. Lentamente fui comprendiendo los nefastos sistemas políticos que posibilitan la creación de empleos tan codiciados que se consiguen sólo con una recomendación y pagando una llave, un derecho de transferencia.

     Saliendo de la gris zona portuaria, sintonizamos nuestros relojes con el de la Torre de los Ingleses, un obsequio de Inglaterra en ocasión del Centenario de la Independencia. Por las vistosas Plazas de Retiro y de San Martín y las espléndidas avenidas Figueroa Alcorta y del Libertador atravesamos el Parque Tres de Febrero, más conocido como Palermo, que no tiene nada que envidiar al Bois de Boulogne, el lago incluido.
 Nadie puede dejar de asombrarse al ver por primera vez la ciudad que se llamaba Puerto de Nuestra Señora Santa María del Buen Aire cuando Pedro de Mendoza la fundó en 1536. Poca gente espera encontrar en esta parte del globo, a más de diez mil kilómetros de distancia, una urbanización que puede medirse con la de Madrid, París, Roma y Washington. No sólo arquitectónica, sino también cultural y comercialmente. La ciudad me gustó mucho, y esa impresión se confirmó varias veces.

   Esa misma noche, sin haber terminado de desempacar, fuimos a Ezeiza, el aeropuerto internacional, a unos sesenta kilómetros al sudeste. No para emprender otro viaje, sino para despedir al tío Dee, que se iba a Holanda, convocado por su Ministerio. Con el calor que hacía, aún a medianoche, era absurdo verlo con un sobretodo en el brazo, pero nos hizo tomar conciencia de la gran diferencia entre un viaje marítimo y uno aéreo. Claro, cuando salimos de Holanda ya era invierno, pero nosotros tuvimos veinte días para adaptarnos a los cambios de temperatura, y Dee estaría chapoteando nieve en menos de veinte horas.

   En el residencial suburbio de Martínez, veinte kilómetros al norte, aromos en flor formaban una preciosa bóveda amarilla que coronaba la calle Domingo Repetto, para nosotros la sucesora de la Emmastraat en La Haya.

      En su bonita y luminosa casa, los tíos podían alojar sólo a Ina y André. Los demás dormimos en la habitación de huéspedes de gentiles vecinos, diplomáticos británicos. Era un placer escuchar el inglés que hablaban, sobre todo su divertido y charlatán hijo Andrew, de seis años. Nos contaba las peripecias de Grietje, su tortuga, y nos informaba sobre cien detalles de su agitadísima vida. Entre otros asuntos, nos confió que no pensaba casarse, porque le gustaba mucho viajar, y no quería someter a su familia al ajetreo de los inevitables traslados.
En Martínez nos quedamos un mes para aclimatar, acostumbrarnos al nuevo idioma y conocer a holandeses en la zona. Uno de ellos, el presidente de Bols en la Argentina, nos invitó a levantar la copita de cada día en la fábrica, que estaba situada en Bella Vista – el suburbio que años después ocuparía un lugar tan importante en mi vida. Al sentarnos a almorzar en un restaurante cercano, Roel me dio un codazo, “El puesto es para Max”. Yo no creía que la posibilidad de un empleo se concretaría durante esa visita, y no me había dado cuenta de que Max venía en el auto con nuestro anfitrión. Una semana después, Max caminaba en un impecable guardapolvo blanco entre máquinas que llenaban botellas con licores, whisky y, por supuesto, la infaltable ginebra, y estaba aprendiendo a no confundir etiquetas con corchos.

Roel y yo probamos suerte con agricultores y ganaderos que Dee conocía en la colonia holandesa en Tres Arroyos. A Roel no le gustó la vida en el campo, de modo a los tres meses aprovechó muy contento la oportunidad de fabricar lámparas en la filial de Philips en Buenos Aires.
      Por una serie de circunstan­cias, yo fui a tra­ba­jar en un tambo en Tres Arroyos. Una serie de circunstancias... me parece una expre­sión va­cía, por­que ¿no es precisamente ese continuo coinci­dir de circunstan­cias lo que rige nuestra vida? ¿Por qué me em­pleé en el campo y no, por ejem­plo, en la hotelería, y por qué en la Argentina, a veinte mil kilómetros de donde nací?
      Tenía veinte años en todos los rin­co­nes de mi co­razón, y a pesar de haber cur­sado un año en la Uni­ver­sidad de Agronomía en Holan­da, aún no ha­bía des­cu­bierto mi voca­ción. El trabajo rural es una de las incontables posbilidades de ganarse la vida, y sucedió que mi primer empleo fue ése.
      En concordancia con la colo­nia holande­sa en esa zona, las va­cas eran de la raza ho­lando-argenti­na, blan­cas con man­chas ne­gras, o al revés. Desde mi arribo tuve una buena no­ción de su pro­ductividad, al parti­cipar de un asado para fes­tejar el hito de mil litros de leche diarios. Las cuarenta va­cas eran or­deña­das dos veces por día por dos peo­nes y el en­car­ga­do. Por un tiempo yo iba a dar­les una mano.
      Pero para ordeñar no te alcanza una mano, y ni siquiera las dos si te faltan la fuerza, la práctica y, sobre todo, la pre­dispo­sición ne­ce­sarias. Afor­tunada­mente pude aportar mi baldecito de leche gracias a la existencia de má­quinas ordeña­do­ras. Me pareció in­teresan­te enterarme de que, con todo, éstas no son aptas para todas las vacas. Había tres o cuatro a las que no me acercaba porque, si bien toleraban la má­quina, daban sólo una fracción de lo que rendían cuando se la pedían manos humanas. Uno de es­os persona­jes susceptibles lle­gaba al ex­tre­mo de exigir la atención casi ex­clusi­va de uno de los peones. En au­sencia de ese hom­bre, per­mi­tía que el otro o el capataz la orde­ñara, pero igualmente les entregaba me­nos le­che, por­que no la trataban como ella requería.
            Las vacas tenían nombres de chicas del pueblo. Al poco tiempo de mi llegada presencié el parto de una de ellas (de las vacas), y mis compañeros me con­firieron el ho­nor de bautizar la cría. Un pequeño dilema, porque las po­cas mozas que yo cono­cía (en ese mo­men­to) ya esta­ban re­pre­sen­ta­das en el plan­tel. Serafina me ayudó a improvisar uno, al señalarme el almanaque: 23 de abril, San Jor­ge. En ho­mena­je al pa­tro­no de los boy scouts, bau­ticé a la ternera Jor­ge­lina. Si los mu­chachos quedaron desi­lusio­nados por esa rup­tura con la tra­di­ción, lo disi­mula­ron ama­blemen­te.
            En cuanto a las chicas, sobre todo las holandesas, no tardé en conocerlas, al punto de atraerlas a mi alcoba. A todas, sin excepción. Fue al terminar mi corta carrera agrícola, cuando inauguré el año 1953 junto con las mil y una beldades de la comarca que se habían reunido alrededor de mi cama en el hospital, donde estaba recuperándome de una pulmonía contraída en la Nochebuena.
      El ordeñe matinal terminaba a eso de las seis. Después del desayuno podíamos dormir una ho­ra; el res­to de la ma­ñana lo pasábamos limpiando el esta­blo, el gal­pón y el terreno alrededor de la ca­sa, y re­pa­rando alam­bra­dos, tranqueras, herra­mien­tas e im­plemen­tos agrí­co­las li­via­nos. A las tres de la tarde, nuevamente reunión con las vacas.
      Después de mi última tarea del día, el la­va­do de los ta­rros de leche, me sentaba en el borde de la pileta para saborear un vaso de leche cruda que estaba circulando por la en­fria­dora, y en el lento y silencioso cre­púsculo.
      Con mucho gusto también aprendí a andar a caba­llo. No exactamente como lo enseñan en las es­cuelas de equitación, sino a pelo. La ausencia de es­tribos signifi­ca que tienes que agarrar la crin con la mano izquierda y montar el caba­llo con UN acerta­do salto. Si no al­can­zas a vencer la fuer­za de la gravedad, es cues­tión de no lasti­marte al caer, e inten­tarlo otra vez. Con un poco de prác­tica tam­bién ­cumplía la segun­da haza­ña, la de man­te­nerme en el cor­cel cuan­do em­pe­za­ba a tro­tar y galo­par.
      Un día presencié un episodio emocionante, pro­ta­goni­zado por una vaca a la que le ha­bían quitado su ternero, para que ella pro­dujera le­che para la so­ciedad. Era im­por­tante separarlos bien, sobre todo los pri­me­ros días. Pero por un descuido, una madre vio a su cría en una prade­ra lindante. Mugió indig­nada y cami­nó decidi­da­men­te ha­cia el alam­brado. Yo no creí que siquiera trataría de sal­tar­lo, pero cambié de opinión cuando ella tomó impulse y convirtió el tro­te­cito en un ga­lo­pe de aqué­llos.
      Al ir a buscar a las vacas a la hora de orde­ñarlas, ya me habían engañado las apariencias: a pesar de la impresión de torpeza que dan, son capa­ces de poner a prue­ba la velo­ci­dad de los caba­llos. In­cluso el pura sangre que yo mon­taba, tenía que esforzarse para lla­mar al orden a las vacas que dis­pa­ra­ban para otro la­do con una agi­lidad insospechada. Pe­ro que yo sepa, vacas no participan en con­cur­sos de sal­tos.
      Cuando vi las ubres hen­chi­das y los sie­te hi­los de alam­bre de púas, me asusté. El ca­pataz si­guió mi mirada y dijo que no iba a pa­sar na­da. Creí que con eso quería decir que la vaca iba a desistir de su propósito, pero era sólo para tranquilizarme. Él no tenía du­das so­bre el sal­to, pero sí sobre el resulta­do, que para alegría de todos fue favorable. Me que­dó bien graba­da la ima­gen de esa fu­riosa y a la vez elegante per­fec­ción con que el amor ma­ter­nal saltó esa valla de un me­tro y me­dio de al­tura.

      Una tarea que para mi satisfacción me asig­na­ron al poco tiempo, fue re­par­tir la leche en la ciudad. Enganchaba los dos caballos a la villa­longa, un carro de cuatro ruedas, y car­gaba los tarros. Ya había co­men­zado el invierno; no soy friolen­to, pero allí, en el campo abier­to, me sentía realmente como un expe­di­cio­nario en la An­tárti­da. En una car­ta, mi tía Zus me ayudó a so­por­tarlo: <<... A los que en casa se quejan, les digo, pero por fa­vor, de qué frío me hablan, piensen en nuestro cochero, allí arriba de su ca­rro, ¡ése sí que se conge­la de verdad! Animo mu­cha­cho, te cuen­to que Ina te está te­jiendo una bufan­da, larga y abrigadí­si­ma... >>.
      Nuestro cliente principal era una confitería,La Cipriana  a la que se atendía primero y, por supuesto, con un trato pre­feren­cial a la hora de menor produc­ción de leche. Después me encon­tra­ba en dos o tres sitios donde leche­ros me espe­ra­ban an­sio­samente. Las conversaciones quedaban limitadas a temas de inte­rés general, como el tiempo, el fútbol y no­ti­cias - loca­les o internaciona­les, pero siempre impor­tan­tes. Mi fal­ta de co­no­ci­miento del caste­lla­no me hacía perder la mayoría de los ine­vita­bles chis­tes y bro­mas, pero me acuerdo bien de la burla con que uno de ellos, un gallego, me re­cibía a menu­do: "Oye holan­dés, ¿cuánta leche le agregas­te hoy al a­gua?".

      Mientras yo les entregaba las cantidades que necesita­ban, los en­cuentros pasaban desapercibi­dos. Pero se vol­vían anima­dos cuando no me al­canzaba la leche para dar a cada uno lo que pe­día. ¿Quién debía reci­bir cuán­to? No sabía qué ar­gu­mento valía más, el del cliente más an­ti­guo, del que compraba más, o del que más se imponía. De cualquier modo, pro­testaban y me re­pro­cha­ban el no haber re­te­nido más a la le­che­ría, que en esos mo­men­tos odiaban más aún. Las discusio­nes eran agitadas, pero también rá­pidamente ol­vidadas; al día si­guiente volvía­mos a ser ami­gos. Siem­pre que yo llevara sufi­ciente le­che para to­dos...

jueves, 20 de febrero de 2020

COSAS MÍAS (13)


      Cuan­do estábamos listos para pasear por Vigo, se habían for­mado nuba­rro­nes. Pero no íbamos a perder­nos esa salida por unas pocas go­tas, y por suerte tuvimos que guarecer­nos sólo un par de veces. Por las anchas ca­lles del mo­derno centro había mucho trán­sito. Prefe­rimos recorrer los más tranqui­los ba­rrios viejos sobre las ba­rran­cas, con sus curva­das y em­pi­na­das ca­llejuelas y pinto­rescas vis­tas de uno de los ma­yores puer­tos pesque­ros de Euro­pa. Sólo un adi­vino po­dría ha­bernos an­tici­pa­do que pocos años más tarde, Roel quedaría tan vinculado con la in­dus­tria fri­gorífi­ca, que dedicaría el resto de su carrera a asuntos de pesca... en Vigo. 

En un mer­ca­do compramos tar­je­tas pos­ta­les y dul­cí­simas man­darinas. Ah, y co­ñac español, que nos ha­bían co­mentado que era barato. Llo­vía y hacía frío, así que abri­mos la bo­te­lla en el ac­to. Con eso evitaríamos, además, cualquier pre­gunta de los aduane­ros, que pueden molestar tan­to con sus sos­pe­chas. El resto lo guar­da­mos para brindar por el excitante Año Nuevo que nos espe­ra­ba.

Diciembre 30 ¡Qué regalo para la vista fue la llegada a Lisboa!  Donde el Atlántico abraza a Europa, como había leído en un folleto. So­bre la orilla sureña de la desemboca­dura del Tajo, los restos de una forta­leza evo­caban la época en que pro­te­gían el puerto con­tra alguna nave que se ave­ci­na­ba pa­cí­fica­men­te, pero que en el mo­men­to me­nos es­pe­rado enar­bo­laba una ban­dera ne­gra. Con una ca­la­ve­ra y dos tibias cruzadas, la se­ñal ine­quívo­ca de ­que estaba tri­pu­la­da por des­piada­dos corsa­rios, ar­ma­dos hasta los dien­tes y dis­pues­tos a no re­tirarse sin un bo­tín.

Allí estábamos entonces en el país de de los intrépidos conquistadores marítimos, descubridores de los mun­dos que debía de haber más allá del hori­zonte. Fer­nan­do de Ma­ga­lla­nes,fue el pri­mero en viajar alre­de­dor del mun­do. En rea­li­dad, el recorrido lo com­ple­tó Sebas­tián Elca­no, porque Maga­lla­nes, el ge­nio que con­cibió y perseveró en la concre­ción de ese formida­ble proyecto, mu­rió du­rante esa expedición.El 20 de noviembre de 1520 Magallanes atravesó el estrecho que luego tomó su nombre. 

Sus cálcu­los de la cir­cun­fe­ren­cia de la Tie­rra fue­ron más exactos que los de Cris­tóbal Co­lón, quien la había calcu­lado en un cuarto me­nos. A­pa­ren­te­mente, ninguno de los dos eminentes na­ve­gan­tes conocía el cómpu­to de Era­tós­te­nes, el astróno­mo, mate­máti­co y fundador de la geodesia, con una precisión admirable si con­side­ramos que esa cuenta la había hecho ¡mil ochocientos años antes! 

En Lisboa tampoco dejamos de conocer el cen­tro comer­cial, domi­nado por la ancha Avenida da Li­berdade, pero otra vez la mayor atrac­ción fue­ron las ca­lles angos­tas, si­nuosas, y al­gu­nas con tanto declive que tenían esca­lo­nes. Hay algo misterioso en callejones que no permi­ten ver qué hay veinte metros más allá. En la terraza de un pequeño café tomamos una cerve­za para des­pe­dir­nos de Eu­ropa y del año.

La proa marca el rumbo a se­guir. In­can­sa­ble­mente, con una son­risa condes­cen­dien­te a las olas pe­que­ñas y jugue­to­nas, y con los dientes apretados cuan­do arre­cia el vien­to. Me encanta parar­me ahí y dejar­me salpi­car por las bur­bujas sala­das, me­cerme en el cabeceo y se­guir el sube y baja del hori­zonte.

Pero mi sitio preferido es la popa. Por encima del rui­do de las máqui­nas trato de con­tar las estrellas, de medir la pu­janza de la marejada y las profun­di­da­des del océa­no, de de­jar­me fas­ci­nar por lo que se ve - que es mucho - y por todo lo que no se ve, que es muchísimo más.


Entre los pasajeros, de diversas nacionalida­des, había un grupo de jóvenes ingenieros que vol­vían a Bue­nos Aires de un paseo por Europa, celebrando su reciente egreso de la Facultad. Ni bien se enteraron de que íbamos a vivir en la Ar­gen­ti­na, nos invitaron a unirnos a ellos. Al­gu­nos habla­ban inglés, pero nosotros preferimos aprovechar la oca­sión para prac­ticar nuestro español. Mi dic­cio­na­rio de bol­sillo volaba de una mano a otra. A pesar de la li­mi­ta­ción ló­gi­ca de no en­con­trar en él mo­dis­mos o la conjugación de ver­bos –sin mencionar los irre­gula­res-, era una valiosa ayuda. A veces no alcanzaba, y lo­grá­ba­mos en­ten­der­nos laboriosamente, sólo con gestos o un dibujo; esas restricciones eran una traba y al mismo tiempo un di­vertido tema de con­ver­sa­ción. Pasa­ba lo mis­mo que vemos con tra­duc­ciones hechas por programas de computación, cuyos autores no toman en cuenta ex­pre­sio­nes i­dio­má­ti­cas y otras acepciones de pa­la­bras.

Para la elección de Miss Yapeyú y dos Prin­ce­sas se presenta­ron doce bellas mozas. ¿Y quién ganó el concurso, para sor­pre­sa y or­gu­llo nuestro? ¡Ina! Además del honor y los agasa­jos correspon­dientes, el títu­lo vino acom­pa­ña­do de un pre­mio de cien pe­sos, casi diez dólares. Festejamos la coronación con ginebra Bols, de una bo­te­lla que habíamos ganado en una rifa esa mañana. Des­pués de la cena, nuestros ami­gos argen­ti­nos animaron un baile de dis­fra­ces usando máscaras cómicas; algunos se colocaban otro antifaz en la parta de atrás de la cabeza. Con mu­cho ca­lor, el baile siguió a cara descubierta hasta tarde.

Aún más divertida fue la ceremo­nia del Cru­ce del Ecua­dor, al día siguiente. A las tres de la tarde emer­gió Nep­tuno desde el fondo del mar en un carro arras­trado por hipocampos de doradas cri­nes, y es­coltado por una docena de dignatarios. Quiso entregar per­so­nal­men­te lsal­vo­con­duc­tos a los mor­ta­les que en alta mar nece­si­taran su pro­tección. Luego del brin­dis de bien­venida se dis­pu­so a bendecir a los viajeros que cru­za­ban la línea por pri­me­ra vez. Las man­gue­ras de in­cen­dio de la cu­bierta ya estaban prepa­ra­das para el bautismo. Pero no se acercó nadie.

Entonces en­tramos en ac­ción los guardaespal­das del Dios del Mar. En traje de baño, con una lan­za en la mano, plu­mas en las sienes y pinta­dos como in­dios que van a la gue­rra, nos dis­per­samos en­tre el pú­bli­co para pro­mo­ver la presen­tación de no­va­tos, pre­feriblemen­te de se­xo feme­ni­no. Afortunadamente, no tuvimos ne­cesi­dad de recu­rrir a la fuerza, y el ritual se cumplió con la digni­dad requerida. Nep­tu­no re­gresó a su palacio, satisfecho por los nuevos socios de su club, pero no nos invitó a de­vol­verle la vi­si­ta.

A pesar de la refrigeración, la temperatu­ra en la sala de má­quinas era de 34° C. Al lado de los dos ejes de trans­mi­sión que se per­dían en el cas­co, tomé con­ciencia de que nos en­con­trá­ba­mos a igual profundidad que las héli­ces. Miré con respe­to la enorme cantidad de cables, pa­lan­cas, vál­vu­las, llaves, caños, tableros. La sin­croni­za­ción de todos esos compo­nentes pro­du­cía el admi­rable funcionamiento de un con­junto me­cá­nico de once mil caballos de fuer­za, las vein­ti­cua­tro horas del día, durante tres sema­nas casi ininte­rrumpidamente.


Navegar en alta mar siempre me abre un aba­nico de sensa­cio­nes.

Soledad, al saberme rodeado solamente de agua y aire.

Agrado, al darme cuenta de que no estoy tan so­lo, cuando veo el ele­gante pero po­deroso sal­to de las toninas, los brincos de los peces volado­res, la ina­gotable capaci­dad de vue­lo de las ga­vio­tas.

Curiosidad, por saber de dónde viene y adónde diablos va el vien­to, con sus remo­linos cuando aplasta las crestas de las olas, y con su efecto sedante cuando sólo sopla como una brisa.

Temor, por un temporal que al timonel le pue­da hacer perder el con­trol sobre el barco.

Sosiego, al confiar en los tripulan­tes, en la solidez del cas­co, en la poten­cia de las máqui­nas y en el ímpetu de las héli­ces.


Desde lejos nos saludaba un faro con potentes se­ña­les en su código orientador, blanca-blanca-roja. Durante el breve lapso agradable que dura el amanecer en estas latitudes, disfrutamos de la vista sobre Río de Janeiro, en esa época todavía la capital del Brasil, el quinto país del mun­do, tanto por su ex­ten­sión de ocho millo­nes y me­dio de kilóme­tros cuadrados, como por sus cien mi­llones de habitantes. Alre­dedor de la Bahía de Guanabara se formaban guir­naldas de luces, y cuando asomó el sol, ras­ca­cielos se recortaban contra el peñasco del Corcovado. Sobre la cima, una gi­gantes­ca estatua re­pre­sen­taba a Cristo con los bra­zos ex­ten­didos. De un aeroparque cerca del puerto despegaban y aterrizaban aviones, pasándonos a poca altura. Me imaginaba lo terrible de un acuatizaje forzoso, aunque las consecuencias de un mal aterrizaje no serían menos desastrosas. 

Tal vez más emocionados que Cristóbal Colón, pi­samos por primera vez tierra sudamericana. Por pol­vo­rien­tas y muy transitadas calles corrían chirriantes tran­vías atestados. Eran vehículos alegres y sin puertas -innecesarias en este clima-, iguales a los que conocíamos en Indone­sia, que permitían el ascenso y des­cen­so por ambos lados. Habíamos organizado nuestro propio city tour, y así nos fue. Subestimando el tiempo necesario para llegar hasta la Copacabana, sólo pudimos ver la famosa playa desde lejos.
En Santos, un desvencijado tranvía nos llevó por error a cual­quier par­te, pero por suerte no tar­da­mos en dar con ­otro, aún más ruidoso, que nos acercó a un bal­nea­rio, no tan famoso pero igualmente efectivo para aliviar el calor. Volviendo al barco a la tardecita, reco­rrimos a pie un ba­rrio con ca­lles lim­pias entre palmeras y jardines de bonitos cha­lets. En estos paseos, Miss Yapeyú no nos había acompañado. Un joven oficia­l la había raptado para hacer turismo en serio, en Río y en São Paulo.

Acercándonos a Montevideo, la última escala, pasamos por la Isla de Lobos antes de entrar en el Río de la Plata, un majestuoso estuario que allí tiene más de 200 kilómetros de ancho. La superficie de 36.000 km, más que la de Holanda, se explica por las masas de agua que le aportan el Uruguay y el Paraná que, más que ríos, son sistemas fluviales. No en vano el nombre en guaraní del Río Paraná, con sus 4.500 kilómetros de lar­go, significa "Madre del Mar".

lunes, 17 de febrero de 2020

COSAS MÍAS (12)


¿DÓNDE ESTÁ EL FUTURO?

            Riqueza desperdiciada
            En conmemoración del Padre de la Patria en el centenario de su muerte, 1950 fue proclamado en la Argentina “Año del Libertador General San Martín”. La frase se estampaba en toda documentación oficial y aparecía en los cuadernos escolares al comienzo de cada tarea diaria. Un día de ese año, Dee y Zus volvieron de su primer viaje al interior del país. Quedaron maravillados de las bellezas naturales y de la fertilidad de las inmensas pampas que, siendo explotadas sólo parcialmente y con poca maquinaria, se habían ganado el apodo granero del mundo.
            Aprovechando su neutralidad en la Segunda Guerra Mundial, la Argentina había acumulado enormes reservas financieras, que crearon condiciones óptimas para desarrollar una industria. Pero con un creciente y muy bien disimulado desprecio por el pueblo, sucesivos gobiernos avasalladores con políticas equivocadas desperdiciaron oportunidades y despilfarraron fondos públicos.
            Claro está que en 1950 esa situación no era perceptible todavía. Nadie sospechaba, ni podía prever, lo que iba a ocurrir, tampoco mis tíos. Sus pensamientos volaban a la calle Emmastrato y a nosotros, sus hijos adoptivos. Nuestros padres nos enviaban el dinero suficiente para asegurar nuestro bienestar material y espiritual, pero las remesas llegaban con mucha demora, causada por falta de divisas, una burocracia ineficaz y otros males de los países en desarrollo. Y estudiábamos para luego trabajar..... ¿dónde? 
     Ya no se podía contar con Indonesia, porque la situación allí estaba confusa y poco prometedora. Descartada entonces esa posibilidad, una alternativa era quedarnos en Holanda. Pero todavía lejos de ser una nación próspera, ese país se estaba superpoblando, así que las oportunidades de trabajo tampoco eran halagüeñas. Y la circunstancia más preocupante era la amenaza de un nuevo conflicto en esa parte del mundo. Resurgiendo trabajosamente de las cenizas, el imperio soviético lamía sus heridas y se disponía a conquistar la hegemonía internacional. Con las mismas aspiraciones que habían tenido Alemania y Japón, ahora de rodillas, Rusia volvía a llenar arsenales, cientos de miles de jóvenes uniformados de ambos bandos afilaban sus bayonetas, submarinos se sumergían, y aviones de caza escoltaban a misiles de reconocimiento que surcaban los cielos europeos.
    Con las bombas atómicas frescas en su memoria, Dee y Zus concibieron la idea de abrirnos la puerta a la Argentina, lejos de los escenarios de las últimas guerras (aunque hasta fines de 1941, Indonesia también lo estaba), y donde faltaba mano de obra. Los pasajes en barco no eran costosos, Ina podría por el momento quedarse a vivir con ellos, y André entraría como pupilo en el Colegio Holandés en Tres Arroyos, a 500 kilómetros al sur de Buenos Aires. En esa ciudad había una colonia agrícola holandesa, donde los mayores encontraríamos trabajo fácilmente. Luego, una vez aprendido el idioma, cada uno ampliaría su horizonte, con los estudios o empleos que quisiera.
            Naturalmente, el proyecto causó revuelo. Desde el otro lado del globo, nuestros padres se basaban en el criterio de su hermano Dee quien, además, debía asumir la responsabilidad de avalar la inmigración de menores de edad. En Holanda, nos reunimos con los demás familiares. Dop ya tenía su mente en ejercer su profesión de geólogo en cualquier otro país, y Ron iba a responder a su vocación religiosa donde lo dispusiera la Santa Sede. Además, los dos ya estaban muy avanzados en sus estudios. Ina y André eran muy jóvenes todavía; los que realmente podían elegir, éramos Roel, Max y yo.
            Los tres estábamos instalados en una cómoda vida estudiantil. La nueva opción era particularmente difícil para Max. Se había integrado a un grupo tan unido que iba a mantener una relación excepcional a través del tiempo y de los mares. Al principio, Max no mostró ningún interés en abandonar el estudio, ni en continuarlo en otro idioma y en un ambiente completamente desconocido. Roel también preferiría seguir estudiando, pero él consideraba la propuesta.
El único que respondió enseguida y afirmativa­men­te, fui yo. También me sentía muy bien en Wageningen, y lamentaba tener que renunciar a las amistades que iba haciendo. Pero en realidad, me atraía la aventura, lo desconocido. ¿Qué haríamos allí, qué tal serían la gente, el idioma, las costumbres, el clima - este último, probablemente más benigno que el de Holanda? En fin, todas las preguntas que uno se hace frente a un gran cambio geográfico. Sería para mí el segundo en cuatro años, esta vez voluntario.

            Más kafkaianos que Kafka
  Finalmente, Roel y Max también aceptaron la proposición. Los preparativos fueron una interminable exigencia de partidas de nacimiento, diplomas de jardín de infantes y de estudios superiores, certificados de bautismo, de confirmación, de buena conducta, de salud física y mental, y de vacunaciones contra todas las enfermedades subtropicales imaginables e inimaginables. Se llenaron biblioratos y carpetas con decenas de actas, recolectadas en dependencias en los tres ámbitos gubernamentales. Las odiseas nos llevaron por pasillos y salas de espera de institutos, comisarías, municipios y ministerios.
            Todos los documentos tenían que estar debidamente firmados, traducidos, autenticados, registrados, sellados, timbrados y legalizados, antes de ser completados con la augusta firma de un excelentísimo ministerial o diplomático. Contrariamente a lo que suponíamos, alguna vez alguien los leía, porque hemos tenido que actualizar o rectificar algún dato menor. Con toda su amabilidad y paciencia, los empleados del Consulado Argentino, origen de todos esos requisitos, no lograron convencernos de la utilidad de todo lo que nos pedían.
            Frecuentemente, se ve la paradoja de funcionarios públicos que no funcionan bien, porque muestran una deplorable falta de respeto al público. Actúan inflexiblemente, sin consideración por quien deben servir. Con la minuciosidad de un arqueólogo detectan errores insignificantes, una firma puesta en un casillero equivocado, un sello faltante, un plazo vencido e improrrogable. El trámite puede continuar, cómo no, pero (“Lo lamento, pero las normas no las dictamos nosotros, ¿sabe?”), hay que volver a llenar los formularios nuevamente, pagar los aranceles y ponerse en filas que serpentean por salas de espera, pasillos largos, angostos, mal iluminados y peor ventilados.
            A veces, esos empleados son incapaces de admitir un error y de distinguir entre lo importante y lo accesorio. Son víctimas de una falta de voluntad de ofrecer un servicio, de aceptar una explicación, de atender un pedido. Despiertan en el ciudadano una aversión hacia todo lo que sea estatal, y refuerzan mi opinión que a Franz Kafka le faltó imaginación.

      Al fin tuvimos la increíble satisfacción de recibir nuestros pasaportes y los pasajes. El día anterior a la Nochebuena de 1951 nos embarcamos en el “Yapeyú”, construida en Holanda y propiedad de la naviera estatal argentina. Con su capacidad de 900 pasajeros colmada, iniciaba su segundo o tercer viaje de Amsterdam a Buenos Aires. Al pasar por de­trás de la Estación Cen­tral de Ams­ter­dam, me acordaba de la poesía es­cri­ta sobre una placa de cerá­mica, que siem­pre me ha gustado:


      Des­tellos de una lumbre de amor
      Resplandecen en el cálido ho­gar.
      El que de allí se aleja
      Con alas vigorosas, sabrá
      Soltar y sofrenar su fuerza
      Con sabio criterio.­
      Conoce la riqueza
      Encerrada en el:
      ¡Bienveni­do a Ca­sa!

      Se abrió el puente girato­rio del ferro­carril, y en­tra­mos en el tra­yec­to casi recto del Noord­zee­ka­naal, el canal que une Amsterdam con IJmui­den, sobre el Mar del Norte. El nivel del agua es más alto que el de la ca­rre­tera que en un tramo de unos diez kilóme­tros co­rre a lo largo del ca­nal. Parece un gi­gantesco esce­na­rio tea­tral que ofrece a los automo­vi­listas la visión poco usual de bar­cos sin ver la línea de flotación.
      Mientras las es­clusas llevaban el barco al nivel del mar, nos sorprendió ver en el muelle a nuestros primos de los que nos habíamos despe­dido la noche anterior. Pero ellos vivían cerca, y al en­te­rarse de una demora en la par­ti­da, salieron a dar un paseo. Contraria­mente al puerto de Amster­dam, desde IJmuiden los buques se hacen a la mar, lo que tornan más emocionantes el último adiós, los úl­ti­mos con­se­jos, buen viaje y... ¿hasta la vuelta? – Pronto, la costa se iba esfumando, y me acor­daba de mi excitación al verla cuan­do llegamos desde Indone­sia. Esta nueva fase en mi vi­da sería menos despreocupada que aquélla, pero la empecé con la misma es­pe­ran­za de encontrar buenas pers­pecti­vas de vida.
      El agreste paisaje a ambos lados de la ría de en­trada a Bil­bao inspiró a Roel a trans­mitir­nos sus conocimientos de geolo­gía. Con amplios movimientos de brazos y manos nos explicó que esas colinas cal­cáreas de­bían de ha­berse origi­nado en la fractura de un an­ti­cli­na­l volcá­nico en la era pre-pa­leo­zoica. O algo por el esti­lo, que sonaba muy creí­ble. Nadie se lo dis­cu­tió porque, además, el barco se que­daría sólo para em­barcar pa­sa­je­ros, de modo que no íba­mos a po­der veri­fi­car la tesis en el te­rreno. Como segu­ra­mente lo ha­bría hecho nues­tro tío Dop, el ex­per­to.
      Eso me recor­daba nues­tras va­ca­ciones en 1949. Dop, siendo es­tu­dian­te de geo­lo­gía en Utrecht, estaba haciendo un tra­bajo prác­tico en Bél­gica, donde lo visitamos Roel, Max y yo. Hici­mos las mo­chi­las, pusi­mos los puntos sobre las dos íes de nuestras bi­ci­cle­tas y pedalea­mos a Com­blain-au-Pont, en las bos­co­sas Ar­de­nas. Ar­mamos la car­pa en una pra­dera trian­gular y muy ver­de, con una boni­ta vis­ta sobre la con­fluen­cia de dos ríos. Explorando las mon­ta­ñas y va­lles, pa­sa­mos una se­mana en­tre­teni­da e ins­truc­tiva, ya que también aprendimos algo más sobre el origen y la rica y mo­vi­da his­to­ria de la Tie­rra.
Diciembre 28       El segun­do puerto que to­ca­mos fue Vigo. La distan­cia de setecien­tos kilóme­tros desde Bilbao se puede cubrir en un día. Pero aquella vez la trave­sía du­ró el do­ble, a causa de muy mal tiempo. El Gol­fo de Vizcaya no estaba como la prime­ra vez que lo crucé, cuando el es­pe­jo de agua parecía el del estan­que en el jardín de mis abue­los. Por el ojo de buey del ca­ma­ro­te miramos preocupados las en­cres­pa­das y al­tí­si­mas olas, cubiertas de espuma. El hori­zon­te atlán­tico ascendía y descendía con in­ter­va­los tan lar­gos, que la imagen de una cásca­ra de nuez ya no me pare­cía tan tri­lla­da. 
            A pesar de que no podíamos salir a cubier­ta, no nos abu­rri­mos. No nos habían asignado espacio en la primera clase, sino democráticas cabinas turísticas de seis literas. Los varones la compartimos con Fred, un alegre y locuaz belga de nuestra edad, y un taciturno señor mayor, un holandés pintoresco: se despertaba todas las mañanas a la misma hora temprana, se levantaba como accionado por un resorte, y se pasaba el día entero en la cubierta. Volvía al camarote por la noche, se quitaba sólo la boina y los zapatos, y dormía boca arriba, sin roncar y tan inmóvil que no se arrugaba el traje con chaleco que usaba siempre. En la penumbra, con las manos cruzadas sobre el pecho, parecía un cadáver. Una noche rompió su silencio y nos contó que viajaba para visitar a su hijo, a quien no veía desde que se había radicado en el Brasil. Fue todo lo que pudimos saber de él; a la madrugada siguiente se despidió y desembarcó en Río de Janeiro.
      Para nues­tra ale­gría, Fred era el cuarto par­tici­pante que ne­cesi­tá­ba­mos para jugar al bridge. En esos días tormentosos, el des­co­munal cabe­ceo y balan­ceo del bar­co nos im­pe­día jugar nor­mal­mente, pero en­con­tra­mos una so­lución sen­ci­lla: cada uno se queda­ba, me­dio sentado, me­dio acos­tado, en su cu­che­ta y anun­ciaba en voz alta la car­ta que ju­ga­ba. Nos vimos obligados a modificar la re­gla internacional de no hablar durante el juego. Al no poder ver las cartas descartadas, al jugador de turno le estaba permitido preguntar por ellas. Nos divertimos tanto con de­ce­nas de esas par­ti­das, que nos daban ganas de volver a quebrar el reglamento cuando la situación se había normali­zado.
      El flamenco también nos ense­ñó a ju­gar al aje­drez. En un jue­go que siempre lleva­ba en su bolsillo, vol­camos mu­chas ho­ras de grandiosas es­tra­te­gias. Dado que él también era un principiante, nuestras par­ti­das re­sultaban pa­re­jas. Jugando con otros pa­sa­je­ros, en­tre ellos unos jó­venes in­ge­nie­ros, encontramos ju­gado­res avan­za­dos.
      Veinte años más tarde, yo no había progresado mu­cho, pero igualmente me trencé con un gran maestro internacio­nal, Oscar Pan­no, a quien yo conocía per­sonal­men­te. Colaboré en los pre­pa­rati­vos Agosto de 1969, Club Shell, V. López (?)  para una partida simultá­nea que organizó el Cen­tro Ho­landés en Buenos Ai­res, y no dejé pasar esa oportunidad para participar. Naturalmente, los veinte competidores soñamos con un segundo de dis­trac­ción del hombre que había sido cam­peón juve­nil y representante de la Ar­gen­tina en Olimpía­das de Ajedrez. Pero ninguno de nosotros pudo lle­ga­r ni siquiera a ta­blas, el equiva­lente de un em­pa­te, y nadie se avergonzó de eso.
      El Club no quería dejar desiertos los premios, y los ofreció a los tres juga­dores que habían des­plega­do la me­jor estra­tegia. Para señalarlos, el maestro volvió a reco­rrer los table­ros. En el mío, ni se detuvo. To­tal, para qué. El peón y el caba­llo que yo había logrado avanzar, podían haber acelerado el ritmo cardíaco de su reina, pero seguramente no inquietaron a la cus­todia del rey.


COSAS MÍAS (11)


            En ocasión de otra regata también tuvimos un accidente, esta vez en tierra firme. Habíamos alquilado un auto para viajar todos, nuestro entrenador incluido. En un tramo, un Citroën –no era un 2CV- que iba delante no nos dejaba sobrepasarlo. Nuestro piloto, en vez de tranquilizarse, disfrutar del hermoso día y pensar en el certamen que nos esperaba, se fastidiaba cada vez más, porque recordaba algunos conflictos que había tenido precisamente con conductores de Citroën, y opinaba que todos ellos deberían desaparecer de las rutas.
            Cuando tuvo la oportunidad de adelantarse, nos acercábamos a un puente. Desoyó nuestros ruegos de no acelerar justamente en ese tramo, y sobre la línea de separación no pudo esquivar un ómnibus que venía del lado contrario. El choque no fue muy fuerte, pero la rotura del radiador nos obligó a dejar el auto en un taller y seguir el viaje a dedo. Lo hicimos de a dos, y la casualidad quiso que cada uno de los tres grupos fue llevado por... ¡un Citroën! Vale decir, nuestro cochero también. ¿Eso habrá modificado su opinión? No lo sé, y tampoco he vuelto a verlo.
            Llegamos al encuentro con unas horas de demora. Pero los organizadores y nuestros primeros contrincantes, avisados a tiempo, habían tenido la deportividad de postergar esa carrera. La perdimos, y la siguiente también. Sería demasiado fácil atribuir las derrotas a la nerviosidad por el contratiempo de esa mañana. - Aquella temporada intervinimos en tres competiciones más, sin conseguir una medalla pero recogiendo valiosas experiencias. Nos consolamos con aquello de que lo más importante no es ganar, sino participar. ¿No es cierto, Don Pierre de Coubertin?

            Pero yo conozco por lo menos el sabor de un triunfo. Fue como remero en el Torneo del Canal, tradicional campeonato interno, previo a la temporada de regatas. Se corría en el canal que comunicaba el club con el río. La distancia, de sólo ochocientos metros en vez de los reglamentarios dos mil, era ideal para los principiantes que, además, nos desplazábamos no en los esbeltos y livianos botes de carrera, sino en esos anchos y pesados navíos de paseo. Lluvias y alguna que otra leve nevada que acompañaban el habitual frío de diciembre, no fueron óbice para realizar la fiesta, que ya se había postergado la semana anterior por una helada prematura. Nuestra categoría de novatos era la principal, y mi equipo la ganó en una final reñida.
             Durante la cena recibimos en una ruidosa ceremonia el Garrote Dorado, el remanente de un remo que el propio Jasón, el héroe de los Argonautas, había obsequiado al club con motivo de su visita. El desgastado y astillado mango estaba medio podrido por la cerveza de los dos mil setecientos ochenta y cuatro brindis anteriores, y precisamente por eso era un trofeo cada vez más venerado y codiciado. Lo custodiamos por turno en nuestros respectivos hábitat, hasta la solemne entrega a los ganadores del año siguiente.

Vacaciones náuticas
Zus y Dee pasaron un fin de semana en las Lagunas de Reeuwijk, un centro recreativo entre La Haya y Utrecht. Descubrieron un hotelito que les pareció ideal para pasar las vacaciones de verano con su prole, que había crecido tan rápida como inesperadamente. Contando con visitas de otros sobrinos y de algún amigo, novio o relación similar, no dudaron en reservar una docena de plazas – prácticamente la capacidad del albergue. Los varones dormíamos en la planta alta, con una vista panorámica al lago. Si no fuera por los juncos y la poca profundidad del agua en la orilla, podríamos zambullirnos directamente desde lo alto.
Roel y yo nos encargamos de llevar allí la “Ambon”, la canoa de la familia, desde su base de operaciones navales en Utrecht. La distancia era demasiado grande para cubrirla a remo en un día, y optamos por otra forma de hacer dedo. No tardamos en encontrar una embarcación dispuesta a remolcarnos un buen trecho. Acostumbrados a las quietas aguas en los canales de la ciudad, no estábamos preparados para olas, aunque fueran sólo fluviales. Una nos sorprendió enseguida, llevándose un remo que no estaba bien asegurado. Roel lo vio, pero tenía las manos ocupadas con el timón. Yo oí su grito a tiempo y salvé el remo, pero al retirar mi brazo me di cuenta de otro descuido: me había dejado puesto el reloj pulsera. Éste seguía marchando, pero seguramente se iba a oxidar en poco tiempo. Triste fin de un cronómetro bacán, mas no sumergible. ¡Por suerte no era el regalo de mis amigos suizos.

            Hago un breve paréntesis para contar esa historia, que había comenzado el año anterior. Mi padre había ido a Zürich para visitar a un valioso colaborador suyo en la resistencia de los años de guerra. El amigo, un suizo que había vuelto a vivir en su país, lamentaba mi ausencia, pero aceptó mi excusa de dar prioridad al colegio, y me invitó a pasar entonces un mes de vacaciones allí. Él no tenía hijos y viajaba mucho, por eso propuso que yo me alojara una semana en cada una de cuatro familias amigas. Yo me en­tendía bastante bien con la gente – siempre y cuando hablaran el alemán internacional de mis profesores, porque el Schwyzerdütsch, el idioma vernáculo, es sólo para iniciados.
            Era una lástima que ninguna de las familias tuviera hijos de mi edad, pero igualmente alguien me acompañba en bicicleteadas y paseos en tranvía, y a nadar en el Lago. Un día hicimos una caminata que terminó con un ruidoso picnic al lado del aeropuerto de Kloten, a unos diez kilómetros. Pero no me importaba vagar sólo por la ciudad. Al contrario, conocer mis alrededores es algo que he hecho con placer en todos los lugares donde he vivido. Aún ahora, que no puedo andar más en bicicleta, sigo saboreando la aventura de subir al auto o a un transporte público con rumbo incierto y explorar barrios desconocidos.

            La última semana de esas excepcionales vacaciones la pasé con un matrimonio mayor sin hijos. Hanny Graeff era una holandesa muy conversadora; había vivido en Indonesia, lo que fue tema de fácil conversación y afianzó nuestra mutua simpatía. A su marido Fritz le faltaban pocos años para jubilarse como un empleado del Correo. Me llevaron a pasear por suburbios, por los cerros, y a cenar. Pero los mejores momentos los pasamos charlando durante largos desayunos en el soleado balcón de su departamento, desde donde no alcanzábamos a ver pero sí a intuir, el hermoso Lago de Zürich.
     El vivo interés que ellos, sobre todo Hanny, siguieron teniendo en mi vida, nos llevó a mantener una correspondencia regular. Me mandaban chocolates y regalos para mi cumpleaños y Navidad, y todos los meses Hanny me comentaba su falta de suerte en la lotería. Nunca perdió la esperanza de poder regalarme un pasaje para visitarlos nuevamente.
     Un día recibí un sobre con la conocida estampilla helvética, pero con la letra de Fritz. Tuve un presentimiento sombrío, porque la que escribía las cartas era Hanny; él solía agregar sólo un saludo o unas líneas al final o en el margen. Yo sabía que Hanny no estaba bien de salud, y en ese momento me di cuenta de que me había ocultado la verdad.
      “Ahora tengo aquí”, agregó Mi Amico Fritz a su triste noticia, “una libreta de ahorros que Hanny ha abierto a tu nombre. El dinero está a tu disposición, por favor dime qué destino quieres darle”. Otra emoción. Además de soñar durante esos seis años con un premio de la lotería, esa amorosa señora había estado ahorrando para mí. Se me ocurrió que el mejor recuerdo sería un reloj, el símbolo de aquel país y con el que los llevaría siempre de la mano. Fritz eligió un Tissot, que me indicó la hora por más de veinticinco años, pero él no contestó las dos cartas que le escribí. Lamento no haber insistido más. Él no era viejo, pero dependía mucho de Hanny; no debe de haberle sobrevivido mucho tiempo.

Volvamos a Reeuwijk. La “Ambon” era una canoa para dos personas, y para poder pasear todos juntos, alqui­lábamos un bote de remo. Desafiando todas las normas escritas e inescritas de seguridad, la barcaza acep­taba pacientemente el doble de pasajeros autoriza­dos por su astillero. Con ese refuerzo hicimos unos cuántos cruceros, pero prescindimos de él cuando el año siguiente los tíos tuvieron la brillante idea de aumentar nuestro lujo veraniego con un velero. En el Registro de Deportes Náuticos figuraba como BM 1401, pero para nosotros era el “Príncipe Petrolero”, su nombre de pila. En esa embarcación, realmente principesca, aprendimos el ABC de la navegación a vela. Unos años después llegué a deletrear también la D. Fue en una aventura en el Río de la Plata.

    
Max compartía con un amigo un velero similar, el “Colibrí”, con el que un día me invitaron a participar de una regata. Zarpamos del puerto de Olivos con un viento muy fuerte que no amainó en toda la tarde; antes de llegar a la mitad del recorrido ya vimos un barco tumbado. Tuvimos que virar muy a menudo, por lo que progresamos traba­josa y muy lentamente. De regreso, con viento a favor, pudimos aumentar la veloci­dad izando la spinnaker, la vela balón. Al no estar ocupados en maniobras, notamos que nuestro barco era el único en carrera, y que estábamos empapados. Era una afirmación de la descripción que iba a leer tiempo después: La navegación a vela es el exquisito arte de mojarse y enfermarse mientras se avanza lentamente hacia ninguna parte a un cos­to astronómico.
            En la línea de llegada, la única otra embarcación era la lancha de los árbitros, quienes nos recibieron con un impaciente “Por fin Colibrí, ¿adónde te llevaron?”. Los demás participantes nos esperaban, ya duchados y cambiados, con un copetín y un aplauso un tanto ambiguo. ¿Qué había pasado? Por el mal tiempo habían abandonado nada menos que nueve de los catorce barcos. Por lo tanto, el quinto puesto para estos principiantes ¡no estaba nada mal!

Terminadas aquellas vacaciones en las Lagunas de Reeuwijk, recibimos una noticia sorprendente. Al tío Dee, funcionario del Ministerio de Agricultura, le ofrecieron el puesto de agregado agrícola en la Embajada de Holanda en la Argentina. El traslado significaría dificultades y sacrificios, especialmente porque los dos rondaban ya los cincuenta años. Dee aceptó el desafío, porque Zus lo apoyaba plena­mente. Pronto nos inclinamos sobre un mapa de Sud­américa, enfocando la Argentina. Nuestros co­no­cimientos de aquel país se limitaban a que allí se bailaba el tango y que en sus extensas pampas, grandes rebaños de vacas y ovejas pastaban, rumiaban y producían leche, carteras, frazadas y corned beef.
Ah, y también sabíamos que los habitantes hablaban español, un idioma que no debía de ser difícil, ya que los sustantivos terminaban todos en a o en o: rumba, samba, señorita, torero, tango y otros vocablos románticos. En una charla de sobremesa, alguien se preguntaba cómo se llamaría la calle Emmastraat si serpenteara por Buenos Aires. Una rápida respuesta fue: “Y, será Emmastrato”. Así quedó rebautizada la calle en La Haya donde nos reuníamos tantas veces. Y Zus y Dee dieron ese nombre a la Fundación que en sus últimos años constituyeron para ayudar a unir aún más a nuestra rama de la familia Bär.
*   *   *

jueves, 13 de febrero de 2020

COSAS MÍAS (10)

VIDA Y OBRA UNIVERSITARIA

¿Licenciado, Economista, Artesano?
Después de este interludio musical, volvamos al año 1950. El colegio en el que Max y yo cursábamos quinto año, quedaba a cien metros del departamento de los tíos Dee y Zus en La Ha­ya. A menudo, Zus nos esperaba a la hora del recreo con un café o un refresco, una galletita y una breve charla, incluyendo infor­mes sobre la evolución y perspectivas de exámenes. El destino había adjudicado a estos tíos de buen corazón un bonito grupo de nueve hijos adoptivos, del que formaba parte Herbert, hijo de una hermana de papá, quien había elegido la marina mercan­te. Para ganarse el uniforme con los distintivos dorados, fue a capacitarse en Delfzijl, en el bastante lejano noreste de Holanda. También estaban, en cierto modo por su edad, Ron, el hijo mayor de los tíos Bert y Han, que cursaba segundo año de teología, y Chris -en la familia conocido como Dop-, el hermano menor de papá y Dee. Dop me llevaba sólo seis años, de modo que para nosotros era un primo más que un tío, y estaba en ter­cer año de geología. Los dos estudiaban, en Utrecht, estas dos disciplinas con nombres tan parecidos que, sin embargo, apuntan en direcciones opuestas.


En Delft, otra encantadora ciudad universitaria, cerca de La Haya, Roel había iniciado la carrera de ingeniería, y Max ya estaba señalan­do la puerta por la que quería pasar, la química. Yo en cambio todavía no sabía qué título me gustaría lucir en en la chapa de bronce de mi consultorio o estudio. Carecía de la vocación para ser médico o artesano, y no nací para ser artista. En abogacía o economía no había pensado; en ciencias exactas sí, pero me faltaba la capacidad de concentración y paciencia para resolver in­trincados problemas matemáticos y físicos. Mis mejores logros estaban en el área de las lenguas, pero tampoco me atraían exhaustivos análisis gramaticales y lingüísticos. En realidad, no me sentía inclinado hacia ninguna profesión en especial, ni si­quiera estaba seguro de que tenía que ser una académica. Evi­dentemente, eran excusas pobres dictadas por pereza, por­que todo oficio requiere estudios previos rutinarios. Con el apo­yo de un cónclave familiar resolví el dilema, aceptando la suge­rencia de estudiar ciencias agrarias, campo en el que se había especializado el tío Dee.

      Para inscribirme en la Facultad de Agronomía, tomé el tren a Wageningen, a unos cien kilómetros al este de La Haya. Una simpática ciudad a orillas del Rin, con edificios universita­rios rodeados de campiña, quintas, huertas y bosques alrededor de un cerro. En la pri­mera pensión que encontré, una casa vieja, bien conservada y limpia, alquilé una habitación confortable, equipada con todo lo que necesita un estudiante serio: una cama, unos sillones, una mesa ratona y encima de la chimenea una repisa para trofeos deportivos. Ah, y frente a la ventana, que daba a la calle, un escritorio y una silla invitaban a entregarse al estudio.
 Los dueños eran un matrimonio sin hijos. La señora, baja, gordita, tímida pero risueña, ordenaba mi cuarto y me traía la cena, dos tareas que hacía muy bien. Tenía un marido alto, flaco, habilidoso y comunicativo. Me daba una mano cuando había que arreglar algo en la bicicleta, y me mantenía al tanto de la tabla de posiciones de la primera división y de otras noticias importantes.
Inesperadamente, cuando ya estaba por vencer el plazo para la inscripción universitaria, Roel llegó a la conclusión que la in­geniería mecánica no era para él, y decidió cambiarla por la agronómica. Mi residencia tenía lugar para un solo inquilino, pero la ciudad estaba preparada para acomodar a muchos estu­diantes, y Roel también tardó poco en encontrar alojamiento, a cua­tro cuadras del mío. Otra vez tenía un muy buen compañero de estudios a mi lado, sólo que la fórmula no funcionó como antes con Max. Corríamos como todos de un aula a otra, pero no de­dicamos todo el tiempo disponible a los libros. No por falta de voluntad, sino porque también había que asumir otras obligaciones, específica­mente estudiantiles. 
Con todo, en el segundo exa­men de mineralogía me fue bien. Roel tampoco aprobó todos.

En la Universidad no sólo se estudia
Las Studenten Corps, las asociaciones estudiantiles más tradicio­nales de Holanda, estaban establecidas en las seis ciudades universi­tarias que tenía el país en los años cincuenta - al comienzo del siglo siguiente eran doce. Se destacaban por su espíritu de cama­radería; se puede hablar de una cofradía, con ritos de iniciación y comportamiento al modo masónico. Vínculos forjados en ese ambiente suelen mantenerse durante el resto de la vida, y de sus filas provinieron muchos dirigentes en todos los ámbitos.
Cuando en los años treinta Dee cursaba la carrera, era so­cio de la Corps de Wageningen; a su vez Dop y Ron pertene­cían a la agrupación hermana en Utrecht. Max -que fue a estu­diar química en esa ciudad-, Roel y yo seguimos sus recomenda­ciones, y consecuentemente también nos interesamos en activi­dades sociales.
 Mi primera intervención fue teatral. A un nivel muy bajo, pero sólo en sentido topológico, no cualitativo. Es que había aceptado alegremente la designación como apuntador, pensando que sería una tarea fácil. Antes de la primera pausa en el primer ensayo me di cuenta de cuán equivocado estaba. Los mejores actores pueden distraerse y olvidarse por momentos del libreto; el  apuntador no puede darse ese lu­jo. El puesto me gustó, porque me sentía útil al ir conociendo los pun­tos flojos de cada intér­prete. En otras ocasiones me animé a dar la cara al público. Primero, en un papel que mi parte­naire y yo teníamos que aprender muy bien por­que no había lugar para un apuntador. El escenario era auténtico: una real iglesia bombardeada y aún no restaurada. En consonancia con el argumento de la pequeña obra, en la que yo era un aviador. Co­roné mi breve actuación dramática con un thriller, en el que hice de médico.
 Esta última profesión la ejercí también en un campamento para cuarenta colegiales, en una isla con extensas playas en la sureña provincia de Zelanda. Acompañé a un grupo de estudian­tes de varias universidades, con vocación de conductores educa­tivos. Éramos ocho varones, y dos agraciadas señoritas que nos preparaban la comida. En la reunión de presentación se distribu­yeron los otros cargos, y a mí me asignaron el de Director General de Salud.
Eran muchachos de ocho a diez años, todos robustos y sa­nos, pero una mañana  un niño requirió mi asistencia. Había amanecido con dolor de cabeza y de estómago. Desenfundé el estetoscopio, me calcé los guantes y esterilicé el termómetro. Zás. Treinta y siete, tres. Conservando absoluta calma, le pres­cribí una aspirina y reposo absoluto, y mientras los demás se dispersaban para la actividad del día, monté guardia a su lado. Después de debatirse contra los microbios durante por lo menos una hora, el enfermo abrió los ojos y se incorporó: "¿Vamos?".
Yo sabía que el programa era la reconquista de un tesoro pero, preocupado por el estado de mi paciente, no se me había ocurrido preguntar dónde operaba la banda de ladrones. Reco­rrimos médanos y un bosque, en vano. Luego escuchamos con envidia detalles de la agitada persecución que nos habíamos perdi­do.

Remar contra la corriente
Roel y yo desplegamos actividad en Argo, el club de remo con una particularidad: el único lugar disponible para los entre­namientos era el Rin. Remando río abajo, la corriente favorece al casco pero frena los remos, y a la inversa. Eso nos impedía me­dir la velocidad que podríamos alcanzar en las aguas quietas o con corrientes despreciables donde habitualmente se corrían las regatas. Era un hándicap insoluble, pero no insuperable, puesto que varios equipos de Argo habían triunfado, algunos más de una vez.
 Por mi pierna disminuida, no podía remar en regatas, pero seguí la sugerencia de alguien que notó mi simpatía por ese deporte, y participé como timonel. Pesaba más de lo convenien­te, pero no era el único caso. En esa pequeña Universidad no se podía ser exigente, así que varios éramos bienvenidos de todas maneras. El puesto resultó más interesante de lo que me parecía al principio. Hay equipos sin timonel, pero donde se re­quiere uno, éste tiene más tareas que solamente mantener el rumbo.
En permanente corresponden­cia con el remero que tiene enfrente, el timonel debe transmitir al equipo los cambios de rit­mo de la mejor manera posible. Disminuir y aumentar la veloci­dad demasiado lenta o bruscamente puede significar la diferencia entre ganar y perder una carrera. Ése era para mí el cometido más atrayente, percibir los momentos fuertes y los menos animados de los remeros, y evaluar nuestra posición en relación con los demás botes. Los remeros no la pueden apre­ciar, porque ellos avanzan hacia atrás, por eso son los únicos deportistas que com­piten en velocidad, que se ponen contentos al ver la espalda de sus adversarios. Otro requisito para el timo­nel es, como muestra la fo­to, un par de buenas cuerdas vocales.
Nuestro Cuatro (remeros, uno de los cua­les era Roel) con Timonel (que era yo), debutó en la Varsity, la regata interuniver­sitaria que tradicionalmente inauguraba la temporada. No llegamos a la línea final, pero sí a los titulares deportivos de los diarios. Nuestro arranque fue ejemplar, pero no nos mantuvi­mos entre los más ve­lo­ces. En gran parte porque los cinco éra­mos dema­sia­do pesa­dos para el único bote dis­po­nible. Ya lo sa­bíamos, pero naturalmente no íbamos a renunciar al estreno por ese detalle.
So­pla­ba un fuerte vien­to cru­zado de popa, y el bote co­men­zó a hacer un poco de agua. Las prime­ras naves estaban llegan­do a la meta, de modo que el árbi­tro ya no po­día quedarse atrás. Nos gritó una disculpa y aceleró su lancha. La pri­mera ola que nos alcanzó, ahogó nuestras mal­di­cio­nes y la últi­ma es­peranza. Seguir avanzando de­bajo del agua resultó francamente imposi­ble! Qué humi­lla­ción, tener que abando­nar, y a ochenta metros de la llegada! 
Sanos y salvos a bordo de la lancha de la Pre­fectura que nos recogió, tuvimos otra preocupación: ¡en el re­cuento de cabezas faltó una! Con gran alivio, la encontramos en el vestuario. Junto con el cuerpo. Su dueño, en vez de mantener­se a flote sin esfuerzo apoyándose el bote, había salido desesperada­mente en busca de tierra firme. Pataleando como un perrito por­que, como nos enteramos en ese momento, ¡no sabía nadar! En esa ocasión no corría peligro, porque estábamos cerca de la ori­lla y había mucho público, divertido con nuestra desventura. An­tes de ir a las tribunas, nos secamos la ropa y las lágri­mas.


miércoles, 12 de febrero de 2020

COSAS MÍAS (9)

Hablando de interpretaciones, escuché a María Callas en una entrevista radial.

“Sí” – asintió lo que había observado su interlocutor – “tengo buena voz. Pero para cantar, eso sólo no es suficiente. Más que producir sonidos agradables al oído, tenemos que transmitir un mensaje, y eso es lo que siempre trato de lograr”.

      La respuesta me retrotrajo al año 1958. María Meneghini Callas cantaba en París en un festival benéfico que se transmitió por Eurovisión. Su aparición en la pantalla fue un desafortunado primer plano de perfil. Pero la orquesta ya estaba tejiendo un sublime fondo musical, y La Callas volcó en un trozo de ópera la plenitud de su talento vocal y teatral. No tenía una voz parti­cularmente bella, pero sí muy expresiva, y un registro amplísimo. La transmisión me pareció una buena prueba del poder de la televisión, de cómo una cámara es capaz de mostrar a perso­nas que estén en cualquier parte del mundo, detalles que en el lugar del hecho sólo unos pocos espectadores pueden percibir. Antes del final del aria, hubo otro primer plano, ahora acertado, que convirtió la fealdad inicial en el rostro hermoso y radiante de una mujer que hizo vibrar el teatro y los miles de televisores co­nectados con él. No sé si fue una transformación por arte de ma­gia, o por la magia del arte.

Un bemol sostenido para ciegos
Cuando yo trabajaba en Philips, en Buenos Aires, almorzaba lo más rápidamente posible para escuchar discos de música clási­ca que pasaban en una pequeña sala de audio. El tercer día se sentó a mi lado Andrés Cabral, el jefe de Asuntos Culturales. Contento por mi interés en las consonancias, me sorprendió con una invitación de cantar en el coro de la empresa.
El único impulso de ejecutar música lo había tenido cuando era chico: tocar la ar­mónica. Pero duró poco tiempo. Mi afición es pasiva; se limita a escuchar y, a lo sumo, silbar y tararear. En el Instituto Valonés seguí algunas clases de guitarra, pero aún después de varios meses miraba las partituras sin entusiasmo y, por lo tanto, con mucha dificultad. Así que no me veía en un conjunto coral. Después de escucharme pacientemen­te, Andrés me explicó que para cantar en un coro, sólo había que amar la música, concurrir a los ensayos, y no desafinar de­masiado. En ese orden de importancia, agregó con la afable son­risa bajo los profusos bigotes que lo caracterizaban. Yo no sabía si me lo decía en broma o en serio, pero acepté hacer la prueba.
Excepto Andrés, su hermano Luis y yo, el grupo mixto de casi sesenta cantantes eran obreros. El "Coro Philips" se había formado ha­cía apenas dos años, y ya tenía un muy buen nombre. Poco antes de que yo empezara a cantar en él, la revista “Lyra” había publi­cado una crítica, de la que me enteré recientemente, cuarenta años más tarde. Cito aquí un párrafo que me hizo sentir como si yo hubiera integrado el grupo desde sus comienzos:

..... Un coro en manos de Celia Torrá es como un maravi­lloso instrumento en manos de un virtuoso insigne. Lo mismo que éste obtiene de aquél sublimes sonidos, Celia Torrá ha lo­grado extraer de su entusiasta conjunto de cantantes los múlti­ples detalles de matiz, los recónditos secretos de la música po­lifónica y, en forma especialísima, esa serena sensación de lu­minosidad que brinda la alegría de cantar en coro.....

La baja estatura física de Celia Torrá era inversamente pro­porcional a la musical. Como joven violinista había ganado el Premio de Bruselas en 1911, pero luego se dedicó a la composi­ción y la dirección de coros. Al poco tiempo de darme la bienve­nida, me permitió cantar en un concierto en el señorial edificio del Consejo de Mujeres, frente a la Plaza Libertad de Buenos Aires. En el piso de mármol de la entrada, una hermosa inscrip­ción anunciaba: Bonus entra; melior exit. En buen romance: Por bueno que te sientas al entrar, cuando salgas estarás mejor. Efectivamente, eso fue lo que experimentamos después de haber cantado para gente que presta más atención que nadie a los soni­dos: integrantes del Instituto de Ciegos.
En otra función entonamos canciones en la penitenciaría de la Avenida Las Heras. Años después, el edificio fue demolido; por suerte no fue reemplazado. Cada vez que paso por el par­que que ha quedado en ese sitio, vuelvo a oír el ruido con que se abrían y cerraban las muchas y bien custodiadas rejas. Y recuer­do cómo nuestra incomodidad desapareció cuando nos encon­tramos ante un expectante auditorio de delincuentes. Los deja­mos muy contentos, y espero que con las mejores intenciones.
Nuestra actuación más espectacular –a pesar de que no hu­bo espectadores- fue rn los estudios de “LR1-LRX-LRX1 Radio El Mundo y su Red Azul y Blanco de Emisoras Ar­gentinas”. Con todo el respeto por la pianista que habitualmente nos acompañaba, ¡qué orgullo nos invadió al vernos rodeados por los treinta instrumentistas de la orquesta de la emisora! La dirigía el maestro Carlos Suffern, otra reconocida autoridad mu­sical. Esa noche, el programa “Para quienes aman la Música” culminó con el “Coro a bocca chiusa”, Coro a boca cerrada, de la ópera Ma­dama Butterfly, que es tarareado por el coro. Nosotros lo hici­mos como si estuviéramos en La Scala de Milán en la presencia de Don Giacomo Puccini.

Muchos años después, la viuda de Luis Cabral me contó una anécdota que ilustraba el temperamento de la señora Celia Torrá. Una noche, Luis había llevado a un ensayo a su hijita – que aho­ra es una médica en el norte argentino. A la pregunta de la ma­dre si le había gustado el canto, la niña contestó que sí, y agregó que el tío Andrés podía seguir en el coro si quería, pero Luis, no. Ella sentía la exigencia de la directora como un inconvenien­te demasiado grande para su papá.
Efectivamente, Celia era muy temperamental. Se enojaba con facilidad, y más de una vez había amenazado con no dirigir­nos más si no mejorábamos. Una noche que realmente las cosas no nos salían bien, tiró su partitura al piso y anunció que se iba, para siempre. Por suerte, logramos calmarla pero, evidentemen­te, el ensayo terminó. En el siguiente pusimos todo nuestro em­peño, y recibimos una recompensa. Con una sensibilidad enter­necedora, Celia nos dio las gracias, llorando de emoción.
Andrés tenía razón al decir que cantar en un coro no es tan difícil. Pero eso no quitaba que debíamos esforzarnos para res­ponder a las expectativas de nuestra conductora. La mayor de éstas era “cantar con el alma, transmitir algo más que soni­dos”, lo que yo iba a escuchar decir más tarde a María Callas tarde. Otra de las varias indicaciones que la señora Torrá nos regalaba para cantar mejor, me quedó grabada una en particular. “¡Cavernosa, esa voz! , imploraba teatralmente. Nos resultaba difícil complacerla. Muy difícil. Pero no imposible. Excepto en aquel ensayo general de una canción lindísima. Al llegar a un pasaje con unas pocas notas muy altas que sólo Luis alcanzaba sin fisuras, Celia frunció el ceño. Nos pidió una repetición, y en un momento crítico la interrumpió con evidente fastidio. “Usted, usted, y usted”, estiró tres veces un dedo acusador y alzó su partitura, “desde aquí... hasta aquí ... ¡NO CANTAN! ¿Me entendieron?”.

Luis y yo estuvimos muy orgullosos de haberla entendido, porque así los dos contribuimos a una ejecución impecable. Él, con su voz formidable, y yo, por ser uno de los tres tenores.

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Termino esta corta entrega con una foto tomada en 1953 en el Club Oriental, Buenos Aires, en la que pueden reconocerme si siguen el enlace y busquen las palabras "Coro de la Fábrica Philips". 
El concierto fue dedicado a obras de Celia Torrá.

https://revista.cultura.cfi.org.ar/homenajes/celia-torra-mi-mayor-aspiracion-es-no-haberme-ido-de-este-mundo-sin-haber-cumplido-mi-destino/