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martes, 23 de junio de 2020

COSAS MÍAS (20)

               Desde 1532, la Hoofdtoren, la Torre Principal, invita a otear el mar, tal como lo habría hecho La Dama. Imaginándome la llegada de los bar­cos en el Siglo de Oro, abarro­tados de espe­cias y otras valiosas mercan­cías procedentes de paí­ses le­ja­nos, evoqué la le­yenda de La Dama de Sta­vo­ren, una de las ciu­da­des más prós­pe­ras de la Repú­blica de las Siete Pro­vin­cias.

             Vivía allí una señora cuyos barcos navega­ban por todos los ma­res y que había acumulado rique­zas fabulosas. Una mañana caminaba por el puer­to, re­fregándose las manos al mirar la descarga de uno de sus navíos. Un men­digo le pidió una li­mosna, y ella se la negó con un ges­to altane­ro. Enton­ces, el me­nes­tero­so le pre­di­jo que ella se ve­ría condenada a la men­dici­dad. La Dama lo miró con profundo des­pre­cio, se qui­tó un ani­llo con dia­man­tes, lo tiró al agua y ex­clamó: "¡Vol­verá este ani­llo a mi mano, an­tes de que yo ten­ga que pa­sar ham­bre!"

           La no­che si­guien­te sir­vie­ron para la cena un es­plén­dido con­grio. Cuando lo abrieron delante de ella, apa­re­ció el anillo, ante el estu­por de to­dos. Muy a su pe­sar, la se­ñora ya no podía ig­no­rar la ad­ver­ten­cia; sus bu­ques nau­fra­garon uno tras otro, y en poco tiem­po perdió su for­tu­na. La mal­di­ción se extendió al puerto, que quedó obstrui­do por ban­cos de arena, y ter­minó con la ri­queza de Stavo­ren. (En reali­dad, la ciudad no cono­ció tal opulen­cia, lo cier­to es su anti­güe­dad: ya exis­tía an­tes del año 1000).

             A pedido de nuestros estómagos paramos para ha­cer un pic­nic, en un lugar soleado, con una bri­sa fresca y vista al Afs­luit­dijk, el dique de cie­rre que con­vir­tió un mar in­te­rior, el Zui­der­zee, en un la­go, el IJs­sel­meer. Desde que se concibió la pri­mera idea, en el si­glo diecisiete, hubo varios planes y pro­yec­tos, pero las obras comen­zaron re­cién en 1920. El monu­men­to que con­memo­ra la ter­mina­ción de ese muro de 30 kiló­me­tros de lar­go, es tan pe­que­ño que lo pasa­mos de largo. Lo visitamos un año después, en la compañía de una amiga de Beatriz, quien junto con sus padres pasaba unos días en Holanda, en un viaje por Europa.

            Nota­mos con respeto la di­fe­ren­cia de al­tura en­tre el agua en el mar y en el lago. Pero re­cién cuando tuvimos la oportunidad de segui­r dos eta­pas de una pol­derización, toma­mos verdadera con­ciencia de esas hazañas hidráu­li­cas. El ca­mino a Lelystad era una sim­ple di­vi­sión de dos es­pe­jos de agua del mismo ni­vel. Seis me­ses más tar­de pasa­mos de nuevo por ese lu­gar; en el fon­do de la par­te de­sa­gota­da, la vege­ta­ción y cas­cos de barcos nau­fra­ga­dos ilus­traban de un modo espec­tacular el colosal es­fuerzo rea­li­za­do para sacar el agua.

             Frisia se caracteriza por sus grandes vivien­das rurales y por ser la pro­vincia más tradicionalista de Holan­da. Sus ha­bi­tan­tes, parti­cu­lar­men­te tercos por naturaleza, insis­ten en que su idioma sea considerado a la par del ho­landés. En con­so­nancia con esa exigen­cia hay un centena­rio de­seo de inde­pendizar­se - que nos pareció una exa­geración de la prensa, porque en los lími­tes con otras provin­cias no había adua­na ni con­trol de pa­sa­por­tes. Los carteles de bien­ve­nida al te­rri­to­rio eran bi­lin­gües, eso sí.

            Hicimos un desvío para saludar a un amigo de ami­gos en Bue­nos Aires. Un ale­gre aven­tu­rero sin dine­ro, pero con muchas ganas de conocer algo del mun­do; fue a parar a Ho­landa. Trabajando con un ganadero, pasó allí un in­vier­no del que no se ol­vi­da­ría el res­to de su vida. Siem­pre nos acor­damos de su cómica des­crip­ción de las tres cami­se­tas de fra­nela y cal­zonci­llos largos que se po­nía para com­batir el frío, dra­mática­mente polar para él. Pero apren­dió a aten­der ga­nado de pedigree, capa­ci­ta­ción que le va­lió un pasaje de regre­so en bar­co, como cuidador de toros exportados.

            La media hora que pensábamos quedarnos, se extendió a más de dos horas. El criador quiso mostrarnos sus va­cas -la ma­yoría de las cua­les ya estaban en las praderas-, y nos contó re­latos, lar­gos pero no aburridos. Es que ese señor era un per­sona­je pinto­res­co. Con la pro­ver­bial to­zu­dez de su región, ha­bía sido expulsado del Regis­tro de Ga­na­do de Pe­di­gree Fri­sio por cuestiones de principio. Se dio el lujo de no tran­sar, y de afe­rrarse a las venta­jas de "su" ra­za.

            En el último trayecto del día lo íbamos a bordear el IJs­selmeer, pero un dique que no figuraba en el mapa nos privó del panorama esperado. En el cer­cano pue­blo de Workum nos resul­tó fá­cil ubi­car el me­jor hotel. El úni­co.

            Al final de la calle principal de Hindeloo­pen, el tiempo pa­re­cía ha­berse dete­nido. Queda­mos ma­ravi­lla­dos de vajilla de trans­pa­ren­te por­cela­na y de adornos de peltre y de ma­de­ra, há­bil­mente elabora­dos, pro­ve­nien­tes de Asia, Es­can­di­na­via y o­tras par­tes del mundo don­de na­ve­gan­tes fri­sios car­gaban sus bar­cos. En el mu­seo, regen­teado por una fun­da­ción, no fal­taban mue­bles, y tra­jes típi­cos que se usa­ban sólo en oca­sio­nes espe­ciales, como en la Fies­ta Anual del Hie­lo.

            Andando sin prisa por una zona bos­cosa y algo accidenta­da, paramos en Lemmer para ver un púl­pito. La igle­sia esta­ba ce­rra­da, pero el sa­cris­tán estaba cor­tan­do el pas­to y no te­nía in­con­ve­nien­te en que entrára­mos. La talla de ma­dera era muy bonita, casi tan admirablemente es­cul­pi­da como la del podio que ha­bía­mos visto en una iglesia, más grande, en Me­che­len, el ar­zo­bis­pa­do me­tro­po­li­ta­no de Bél­gica.    

Menos suerte tuvimos en un moli­no, a la vez museo de antigüedades, en Wolvega. El ad­mi­nis­tra­dor había fa­lleci­do reciente­mente, y todavía no se había designado al suce­sor. Podríamos ha­ber pedido en la municipa­lidad que alguien nos acompa­ñara, pero re­solvimos seguir viaje. A los pocos metros nos detuvi­mos en el edificio de la comuna, pero por otro mo­tivo. En esos momentos salía de allí una pareja de recién casados, y en la vere­da los es­peraban dos fi­las de co­le­gas formando un arco de honor con pa­las, cucharas, marti­llos y otras herra­mien­tas de la construc­ción. ¡Qué bien que hace este fol­klore a los que vi­vi­mos ence­rra­dos en las gran­des ciu­dades!

            Calurosos y llenos de polvo, busca­mos en la ciudad de Steen­wijk un mon­te con un mirador. No lo ubica­mos, ni si­quiera con la ayuda de cuatro habitan­tes. El último, un car­te­ro, supuso que nos habrían in­formado mal, y nos sugirió otro si­tio simi­lar. Pero su indi­cación del cami­no era con­fusa, y salpicada con tantos 'más o me­nos', 'a ver, espérese', que preferi­mos dar por terminada la jornada, en Giet­hoorn. Había re­fresca­do, y eso le vino muy bien a Bea­triz, que se cansa­ba pron­to. Se estaban ha­cien­do notar los cinco meses de su primer em­ba­razo.

            Venecia se hizo famosa por su parecido con Giet­hoorn, donde las bateas se movilizan igual que las gón­dolas, y donde alrededor de las viviendas también hay más agua que tierra. Los pocos vehícu­los que circulaban por las callejue­las, podían pasarse a duras penas. Naturalmente queríamos hacer una ex­cursión por los cana­les. Para el turismo en masa, los mo­to­res fuera de borda son sin duda prácti­cos, pero ¡qué poco ro­mánti­cos son! Sólo algunos leche­ros y almace­neros seguían trasla­dándose de la manera tradi­cio­nal.

            A pesar de que las raí­ces de los árbo­les logran man­te­ner el sue­lo fir­me, muchos debían ser ta­la­dos, por­que el permanente desfile de em­bar­ca­ciones producía olas que car­comían los bordes. Un lugar bonito para visitar, pero poco atracti­vo para vivir. Los te­chos de paja alber­gaban ejér­citos de arañas, y en todas partes nos cruzamos con enor­mes ra­tas. Curiosa­mente, verlas en el agua no me causaba la mis­ma repugnan­cia que si caminaran. Nadaban con cierta elegan­cia, y con más rapidez que muchos peces.

            Una lásti­ma que nos acompañara un guía calla­do; nos quitaba las ganas de pre­gun­tar­le nada. Si no era un su­plente casual, se co­metie­ron allí dos equivoca­ciones: él, al ele­gir ese ofi­cio, y la agencia de via­jes, al em­plear­lo. Pero quizás era su propio pa­trón. Me hizo acor­dar de un señor que le confia­ba a un ami­go:

            - Ayer me sometí al examen de aptitud, junto con otros can­didatos. ¡Menos mal que soy el due­ño de la empresa!

            Desde que uno entra en Kampen, se respira el ambiente que ha queda­do flotando desde la épo­ca que era una po­derosa urbe han­seática. Fue fun­dada en el siglo XII; el rápi­do creci­mien­to­ de la economía holan­desa que­bró el monopo­lio de las con­fe­dera­ciones mer­can­ti­les entre va­rias ciudades alema­nas en el Bál­tico, y en el siglo XIV Kam­pen se con­vir­tió en el cen­tro co­mer­cial del nor­oeste de Eu­ropa, has­ta que fue su­plantada por Amster­dam en el XVI.

Pasando por una igle­sia tan desmoronada que un cartel ad­vertía so­bre el ries­go de en­trar, encontramos un pa­ra­dig­ma de la ar­qui­tec­tura de ese pe­ríodo. Un edificio con dos torres, uno de las decenas de pór­ti­cos que forma­ban el muro de de­fensa del pueblo. En el Mu­seo Mu­ni­ci­pal que fun­cio­naba allí, había un muy bonito plano de la ciudad, gra­bado sobre un enor­me dis­co de co­bre, y mu­chas otras cosas in­te­resan­tes para ver.

            Las visi­tas a museos parecen abu­rridas, ¿se­rá por­que la palabra museo suena a pol­vo e inmo­vi­li­za­ción? ¡Qué aso­cia­ción equivo­ca­da!, por­que mu­seos sue­len mostrar objetos, situa­ciones y as­pec­tos ines­pera­dos, como en ese ca­so, del pa­sado de una ciu­dad que ha jugado un papel en la his­toria de un país.

            Una hora así, en con­tacto con otra épo­ca, des­pierta en mí más inte­rés por la histo­ria que el que han logra­do susci­tar los profe­so­res que he tenido - con ex­cepción del último; lo tuve recién en cuarto y quinto año del colegio. En clases magistrales demostraba su en­vi­dia­ble don para sepa­rar el grano de la pa­ja: no le impor­taban fechas de dinastías y nacimiento de em­pera­do­res, sino en qué época, y cómo éstos empleaban su po­der, Del mismo modo, se preo­cupaba por ba­ta­llas para ense­ñarnos cau­sas y con­se­cuen­cias de conflictos, no como me­ros hechos.

             Nuevamente, no seguimos bordeando el IJs­sel­meer, pero esta vez nos arre­pen­timos del cam­bio, porque fueron treinta kilómetros de zona ur­ba­na. Cuando al fin encontramos un lugar ideal para un picnic, nos rodeó una patrulla de lobatos. Nos sometieron a un extenso interrogatorio, de dónde ve­nía­mos, qué ha­cía­mos allí, y adónde nos diri­gía­mos. Gra­cias a unos cho­cola­tines y galletitas que la Pro­videncia nos había hecho guardar, pudimos con­vencerlos de que no éramos ni enemigos ni espías. Al rato, un sil­bato los lla­mó al cam­pa­mento. Se mere­cían un premio por el éxi­to del ope­ra­tivo.

             A la mañana siguiente, Beatriz no se sen­tía bien, pero no quiso quedarse en cama. Era el Día de la Ascensión del Señor, para ella un motivo más para ir a mi­sa. Aun­que fuera un rato, dijo. No sólo se que­dó du­rante toda la misa, sino que se repuso totalmen­te. Fue como si estuviéramos en Lour­des, Francia y no en Brum­men, Holanda. Lo fes­te­ja­mos con papas fritas y limonada. En la continuación del viaje notamos gratos cambios en el paisaje. Después de las lla­nu­ras, con pocos árbo­les en Fri­sia y algunos más en la vecina Over­ijs­sel, nos en­cantaron las co­linas y bos­ques del Par­que Na­cio­nal "De Hoge Veluwe". Un ambiente apro­piado para cons­truir un es­plén­di­do museo moderno. El Kröller-Mü­ller alber­ga la co­lec­ción priva­da de ar­te más va­lio­sa de Ho­lan­da. Fue do­na­da a la nación con la con­dición de que se man­tuvie­se inal­te­rada des­pués de la muer­te de su propieta­ria.

            La pi­nacoteca in­cluye obras de Picasso y de otros maes­tros, pero el núcleo lo forman casi trescientos pinturas y dibujos de van Gogh. Diez hec­táreas de verde alrededor del edificio están dedica­das a ex­hibir es­cul­turas contemporá­neas. Yo no sé apre­ciar estatuas, pero esas tallas, en el mar­co formado en aquellos jar­di­nes, me parecieron de una be­lleza extraordinaria.

            El último día pernoctamos en el bucólico pue­blo de Lun­teren. El ho­tel "Berg en Dal" era una posada desco­nocida hasta ha­cía exac­ta­men­te un año, cuando noso­tros pa­samos por allí, en nuestro via­je de bodas. En una cami­nata matuti­na por el bos­que dimos otra vez con una con­fite­ría, ro­mán­ti­camente ocul­ta en el bos­que y famo­sa por sus deli­cio­sos pan­que­ques. Pero era muy tem­prano para probar alguna de las muchas va­rieda­des. Lo postergamos para la próxima vez. Cuán­do será, no lo sé.

            En la ruta despe­jada avanzamos rápidamen­te, lo que nos dio tiempo para ver en Spa­ken­burg los trajes tí­pi­cos que todavía se usan a diario, so­bre todo las mu­je­res. Nos su­girie­ron venir un lunes por la maña­na, cuando todo el mun­do cuelga la ropa en calle. Efectivamente - en otra ocasión comprobamos que era un es­pec­táculo co­lo­ri­do, mu­cho más atractivo que el de pasa­calles, que se veían en todas partes.

            Era hora para un almuerzo campestre, café con le­che, pan casero lac­tal y de centeno, manteca, mermela­das, fiam­bres, que­sos, pasta de maní. Al­gu­nos produc­tos venían en los mis­mos en­va­ses que ador­naban nues­tra propia me­sa, pero la mayoría te­nía el saludable as­pecto de ser los auténticos pro­ductos de granja que esperábamos.

            En un rincón había un tocadiscos que fun­cio­naba con monedas. Beatriz puso algunas cancio­nes holandesas de mo­da, in­ter­pre­ta­das por Johnny Jordaan, un can­tan­te popular y además, su favo­rito. Esa mú­si­ca ciudadana des­de un arte­fac­to moderno en una ta­ber­na aldea­na, fue el alegre final de un paseo del que guar­da­mos los mejores re­cuerdos.

            Saskia no sabía cómo ex­pre­sar su alegría, si gemir o ladrar o lamer, o dar la pata, o saltar, o co­rrer en zig-zag a cual­quier parte, de modo que hizo todo eso al mismo tiempo.


viernes, 3 de abril de 2020

COSAS MÍAS (19)

      Llegamos a Holanda con frío y una tormenta de nieve. Por lo tanto, me sorprendió ver en el mue­lle a mi tío Flip. Él y su esposa Koos serían mis anfi­triones hasta que yo en­con­trara un de­parta­mento en Ams­ter­dam, más cer­ca de mi lu­gar de trabajo. Vivían en Heemstede, a sólo veinte kilómetros; yo cono­cía el cami­no, de ma­nera que él po­dría ha­ber­me es­pe­rado en el con­fort de su ca­sa, en vez de viajar con tanta in­comodi­dad. Pero con la ceremo­nio­sa y a la vez cá­li­da caba­lle­ro­si­dad que le ca­rac­teri­zaba, a Flip ni se le ocurriría dejar de ir a bus­carme. Era un hombre de la Mari­na, y no iba a faltar a su pro­mesa por una sim­ple ne­va­da.

            Un juego de cartas en serio
       Once mil kilómetros es una distancia poco recomendable para mantener un noviazgo pero, qué le íbamos a hacer, las cartas se dieron así. Tuvimos que recurrir entonces a otras cartas, por vía aérea; faltaban más de cuarenta años para la difusión del correo electrónico y el chateo. Durante quince meses, ese intercambio nos ha colocado, qué duda cabe, entre los mejores clientes particulares de los servicios postales de los dos países. Cuando Beatriz aceptó mi invitación de arrojarse conmigo a la piscina matrimonial, me senté a escribir a la persona que yo esperaba que fuera mi futuro suegro. Pocas veces he tenido que redactar una carta tan difícil.
       Don Ángel recibió mi pedido con sentimientos encontrados. Lamentaba que la deficiencia cardíaca que padecía desde hacía mucho tiempo, le impidiera viajar a Holanda, de manera que la niña de sus ojos entraría en la iglesia del brazo de un extraño. Además, ella iba a vivir lejos de sus padres, parientes y amigos en un país extranjero por quién sabía cuánto tiempo. Mi temor por una respuesta negativa crecía. Pero en la segunda página prevaleció la felicidad que estaba en juego, y al final de su carta me concedió la mano de su hija. – Y no sólo la mano, claro está.
       Mis suegros no pudieron presenciar el casamiento religioso, pero al menos el civil, sí. El funcionario del Registro, un amigo de la familia, dio un toque personal a la ceremonia, habitualmente rutinaria. Yo falté al acto con aviso, y Roel me representó dignamente, excepto quizás al salir del edificio, donde estrechó la mano que el portero le extendía. Durante el almuerzo, más tranquilo y entre las risas de los demás, se dio cuenta de que el buen hombre seguramente hubiera preferido recibir una propina.
            Un mes y medio más tarde, mi flamante esposa (a medias) comenzó su aventura neerlandesa. Fui a su encuentro en Hamburgo, la primera escala del barco en Europa. En el tren a Amsterdam nos acomodamos, contentos de encontrar un compartimiento vacío - hasta un minuto antes de la partida. Con un gesto muy cortés, un señor de prolija barbita pidió permiso para sentarse con nosotros. Desilusionada por esa limitación de nuestra charla, Beatriz me dijo algo sobre un buey perdido en el andén. Antes de que yo le contestara, el señor nos hizo saber que nos había entendido. Era un inglés que, como práctico del Mar del Norte, había aprendido castellano guiando barcos argentinos entre los bancos de arena. Fue un agradable compañero de viaje, y en encuentros posteriores en nuestra oficina siempre le noté la caballerosidad que había manifestado en el tren.
            Nuestro casamiento religioso, en mayo de 1956, coincidió con la estadía de mis padres en Holanda. Después de haber veraneado dos veces, papá quería conocer el invierno. - ¿Estás loco? – había sido la reacción de mi madre. - ¿Para qué? La sola idea me da frío. - Como solía ocurrir, su objeción fue gentilmente vetada. Así llegaron a Rotterdam en pleno mes de enero. Acertadísimo. El termómetro indicaba quince grados bajo cero, y una densa nevada envolvía la mitad de Europa y probablemente la otra mitad también. Desde el muelle, pataleando para no convertirnos en estalagmitas, oíamos las constantes sirenas de los remolcadores, pero no veíamos los contornos del transatlántico hasta que estaba por amarrar. – En las banquinas de la carretera había un metro de hielo, apilado por equipos viales que también echaban sal para que el tránsito pudiera avanzar, a paso de tortuga pero sin resbalones.

            Un casamiento a medias
         Casi dos mil años después de Cristo, la Iglesia Católica todavía se oponía a la unión de sus feligreses con los de otros credos. Mi conformidad verbal con que Beatriz y nuestros eventuales hijos ejercieran su religión libremente, no fue suficiente; tuve que darla por escrito. Firmé esa declaración, aunque no veía qué iba a hacer el señor obispo con ese documento si yo no cumpliera la promesa. De hecho, yo estaba de acuerdo con que a los chicos se les enseñara una religión. Varios trámites culminaron en un nihil obstat que, sin embargo, tuvo menos importancia que yo creía, porque no fue refrendado por el Papa.
            No obstante ese salvoconducto, el párroco de una iglesia cerca de nuestra futura casa en Amsterdam conside­raba inconveniente celebrar un matrimonio mixto ante mucho público. Estábamos en la liberal Holanda, y podría­mos haber ido a otra iglesia, pero Beatriz no quiso insistir, y acep­ta­mos el ofrecimiento de una capilla de las Carmelitas, que quedaba a la vuelta de la iglesia. Tenemos gratos recuerdos de una ceremonia sencilla, enriquecida por el simpático gesto del capellán que nos casó: se tomó el trabajo de preparar parte de su sermón en español, con mezcla de italiano.
            Según la filmación del suceso, ha sido un casamiento a medias. Habíamos confiado la cámara a mi tío Paúl, un experimentado productor, director y camarógrafo de películas familiares. En una entusiasmada acrobacia, enfocando a Dios y María Santísima, se olvidó de dar vuelta el rollo. Era lo que había que hacer con películas de 8 mm – cosa que pocos años después, con el sistema Super-8, ya no era necesario. La fiesta, incluyendo el baile y el corte de la torta, quedó bien grabada.
            Al término de nuestras dos lunas de miel (cuatro días en Lunteren, una pequeña aldea en Holanda, seguidos por una semana en París, una aldea grande en Francia), vimos la ópera de Gershwin “Porgy and Bess”, junto con mis padres, que volvían a Indonesia. Nadie sospechaba que ese regreso sería su último, ni que, peor aún, apenas un año más tarde se convertirían en personas no gratas ¡en su propio país!
Nos instalamos en el departamento de dos amplias habitaciones que ellos habían alquilado para sus vacaciones. El dormitorio tenía un lavatorio, pero el baño y la cocina los compartíamos con los demás habitantes del piso: el dueño de casa, que era viudo, y una familia con dos hijos. No tuvimos ningún inconveniente por esa situación, común en aquel entonces debido a la escasez de viviendas. Al año y medio, una financiación muy conveniente nos permitió comprar un departamento en Slotermeer, un suburbio nuevo. Varios de los nueve pisos superiores del edificio estaban sin terminar todavía, pero nosotros ya pudimos estrenar nuestra residencia en el tercero, para el que no era obligatorio el funcionamiento de los ascensores.

            Un mar devenido lago
          Durante un viaje, la mitad de las cosas que uno tiende a llevar "por las du­das", resulta su­per­flua. Por eso preparamos para ese paseo de una semana lo in­dis­pensable: poca ropa, ele­mentos para picnic, lectu­ra, mapas de rutas, planos de ciu­da­des, y un bolso con mone­das de oro para lu­jos y otros vi­cios. Toda­vía no se había inven­ta­do el dinero plásti­co.
            La noche anterior, al tomar posesión del Volks­wagen alquilado, pensaba en el re­frán " El mayor placer está en el regocijo". La realización de un plan puede causar sa­tis­fac­ción, pero los preparativos siempre son más agrada­bles. Ese dicho me dio con­sue­lo en una si­tua­ción fastidiosa, que se produciría años des­pués, en la Argentina.

           Caminando de noche por una calle mal ilu­mi­na­da, me asal­taron. Contrariamente a mi cos­tum­bre, llevaba bastante dinero encima, pero tuve la suerte de que fueran rateros apurados. Me quita­ron sólo un reloj pulsera y unos portafolios. Lamenté la pér­dida del cronómetro, que mar­chaba con una pre­ci­sión astro­nómi­ca (por algo, la marca es preferida por cientí­fi­cos, de­por­tis­tas, ar­tis­tas y po­líti­cos).
            El maletín no me importó. Al con­tra­rio, cuando había salido del tran­ce, in­clu­so me pare­ció di­ver­ti­do, porque ¿qué conte­nía? Apun­tes para un viaje de vaca­cio­nes que íbamos a hacer la se­mana siguiente. Examinar tra­yec­tos, marcar caminos y desvíos al­ter­na­tivos y estimar tiem­pos de via­je me gusta, así que sentí nuevamente la ale­gría de volver a buscar y ordenar esos datos.

            Previo paso por el cuidador de nuestra ca­cho­rra Saskia, cru­zamos en una balsa reciente­mente puesta en servicio el IJ, el canal que divide Amsterdam en dos. En la otra orilla, el barrio norte, con sus fábri­cas y asti­lle­ros y se­tenta mil ha­bitan­tes pero sin hos­pi­tal, era u­no de los ma­yo­res problemas para la municipalidad.
            Comenzando esas vacaciones un día lunes por la mañana, ob­serva­mos con un gozo no intencio­nal la ale­gría con la que miles de traba­ja­do­res se di­rigían a sus ta­reas espe­cí­fi­cas. El sol, al a­brirse paso entre nu­bes, con­tri­buyó aún más a nuestra buena pre­dis­posi­ción.
            En Edam había pocos turistas en las calles peatonales. En su lugar de origen, los famo­sos que­sos cos­ta­ban lo mismo que en la despensa a la vuel­ta de casa; por su­puesto nos llevamos uno, muy ri­co. También hi­ci­mos una caminata por la vecina Hoorn, que obtuvo sus derechos de ciudad en el siglo catorce. Una esclusa que a su vez era la entrada al puerto, era más ancha de lo que a mí me parecía; la due­ña del café don­de toma­mos un re­fres­co, nos contó que por allí pasaban bu­ques de ocho me­tros de man­ga. Pero el puer­to tenía poco es­pa­cio para manio­­brar, y úl­ti­mamen­te sólo en­tra­ban pe­queñas bar­cas pesque­ras. Cada vez me­nos, por­que la pol­derización del lago estaba a­van­zan­do a pasos agiganta­dos, amenazando de muerte a la pesca.
            Hoorn fue la cuna de dos figuras rele­vantes, que además eran coetáneos. Una fue Jan Pieterszoon Coen, el fun­da­dor de las Indias Orien­tales Ho­lan­de­sas, actual­men­te In­do­ne­sia, y de su capital Batavia, ahora Jakarta. Fue también el cuarto go­ber­na­dor genera­l de ese im­pe­rio holandés en el Lejano Este. El otro ciu­dada­no, el nave­gante Wi­llem Schou­ten, cir­cunnavegó Sud Améri­ca y dio al Cabo de Hor­nos ese nom­bre en honor a su ciu­dad na­tal.
            Al escribir estos relatos, leí en el diario ar­gentino "La Nación" un artículo sobre este tema. En el Museo Británico se con­serva una car­ta náu­tica co­no­cida como Mercator-Hon­dius, de la que sur­ge que Sir Fran­cis Drake ya había pasado por allí en 1578. Lo bau­tizó Cabo Isa­bel, pero la reina quiso ocultar el hecho, para que los españoles no se enteraran de la existencia de otra ruta hacia el Pacífico. Espa­ña controla­ba el Estrecho de Maga­lla­nes, el úni­co acceso cono­cido has­ta ese mo­mento.

            Por lo tanto, si bien Schouten fue el primero en publicar el hallazgo del cabo, parece que está proba­do que Drake lo había descubierto 38 años an­tes. ¿Reco­noce­rán todos los tratados, inclu­yendo a la En­cy­clo­pædia Brit­tanica, esta verdad histó­rica, descubierta casi cuatro­cien­tos años des­pués?

miércoles, 25 de marzo de 2020

COSAS MÍAS (18)


      Un leve tem­blor de la nave dela­tó el arran­que de la má­quina. Los ca­bles de remolque caye­ron al agua con un chapoteo; los remol­ca­do­res dis­mi­nu­ye­ron su mar­cha, y con un brus­co viraje se apar­taron para regresar ¿a sus ama­rras, o en busca de otro cliente? Con pita­das cor­tas y agudas res­pon­dieron al saludo del bar­co, que tro­na­ba por el puer­to.
                        ! Cuántos significados tiene esa sire­na!
                        Su principal fun­ción es anun­ciar la presen­cia del barco, en cualquier momento pero espe­cial­mente cuando hay poca visibi­li­dad.
                        También es simple­mente un levantar la mano. En encuen­tros en la sole­dad de la alta mar, es una ex­presión de solidari­dad con otras islas flotan­tes.
                        En el puerto, in­vi­ta a los remol­cado­res a en­trar en ac­ción. En cuanto la nave esté en con­di­cio­nes de movilizar­se por sus pro­pios me­dios, les da las gracias y se des­pide con un saludo largo y solemne, que transmite múl­ti­ples mensajes.
                        A los acom­pa­ñan­tes de los viaje­ros, les tran­qui­liza:
                        - Sus seres queridos están en buenas ma­nos, lle­garán a su desti­no sanos y sal­vos.
                        A los pasajeros, les asegura:
                        - Tendremos un buen viaje; tén­gannos con­fian­za.
                        Y a los tripulantes, les recuerda:
                        - Queda atrás la protección del puer­to. Te­ne­mos que traba­jar para seguir nuestro derro­tero contra viento y ma­rea, y llevar a buen fin la re­novada aventu­ra de cada travesía por mar.

Enero 17       Arribamos a Montevideo a la madrugada, pero había muchos buques cargando y des­cargando, y pudimos en­trar recién por la tarde. Nos ubica­mos entre dos barcos holandeses. el "Alphard" y el "Alnati"  Los miré con un poco de des­precio, porque eran de Nievelt Goudriaan, uno de los prin­ci­pa­les competi­do­res de mi nuevo emplea­dor.
      El agua en el puerto no estaba trans­parente, pero lo sufi­cien­temente limpia como para ver cantidades de peces, algu­nos bas­tante gran­des. Me entretuve un buen rato observando los movi­mientos de unas medu­sas cuya cabeza tenía for­ma de para­caí­das. Se desplazaban pacíficamente en todas las di­rec­ciones, pero al tocar algún obje­to se con­traían bruscamente y expe­lían un lí­qui­do veneno­so. Eran esos anima­litos gelati­nosos que en la Argentina se conocen como aguavivas, y que en cualquier playa del mundo pue­den arrui­nar­le al vera­neante un día entero.
      Cerca de las angos­tas y sucias ca­lles de la zona portua­ria se abría el limpio y ale­gre cen­tro de la ciudad. Con menos de un millón de ha­bi­tantes, Mon­tevideo no era una ciu­dad grande, pero sí muy linda. El trán­sito por la avenida 18 de Julio era inten­so y orde­nado. Acostumbrados a una metrópolis in­dis­cipli­na­da como la de Buenos Aires, no creíamos lo que veíamos: pea­to­nes es­pe­ran­do la luz verde para cru­zar, ¡aún cuan­do no se di­visaba un vehícu­lo a diez cuadras de dis­tan­cia! Sin comentario.
      El transporte pú­bli­co era bueno. Había pocos tranvías, que ade­más debían ser renovados urgen­temente pero, al igual que en Buenos Ai­res, muchos co­lecti­vos, ágiles auto­bu­ses peque­ños y me­dianos, que cu­brían toda la ciudad. Pasando por arbo­la­dos ba­rrios resi­den­cia­les so­bre coli­nas, lle­ga­mos en media hora a las popu­lares pla­yas de Ca­rras­co.
      Probablemente, mu­chos de los esti­ba­dores veían un barco por prime­ra vez en su vi­da; había es­ca­sez de mano de obra. El trabajo se in­te­rrumpía varias veces para comple­tar trá­mites administrativos. Para colmo, las ope­ra­cio­nes de carga se sus­pen­die­ron un día ente­ro por llu­via. Que­da­ban to­davía dos camio­nes es­pe­ran­do, pero nues­tro capitán deci­dió par­tir. Po­cas horas des­pués nos divertimos al pasar por la Isla Lobos. Se acer­caron decenas de anima­les, y con lar­ga­vistas podía­mos ver mu­chí­simos más, que osten­ta­ti­vamente una buena vida so­bre las ro­cas. Bueno, noso­tros tampoco la está­ba­mos pa­san­do mal.

      El "Florida"(9.000 toneladas)  era propiedad de una armadora alemana y su tripulación era alemana. Al igual que cientos de otros buques de carga de muchas nacionalidades, estaba registrado en Panamá por ra­zones de conveniencia impositi­va. Aquel viaje lo estaba ha­cien­do bajo charter con el K.H.L. Los char­ter son con­tratos de arrenda­miento, que generalmente estipulan que el propietario del barco se hace responsable de la navegación, y que la mercadería se cargue bajo el mando de un super­car­go, una persona designada por la naviera. En este ca­so, era un pri­mer ofi­cial, en su última actuación con ese grado – aunque en ese momento él no lo sabía. Por un telegrama que recibió el día anterior a nuestra llegada, se enteró de que su próximo viaje lo haría como capitán de un bu­que nuevo.(Willem Boom  -  el "Westland")
      Nuestro hogar flotante por unos veinte días tenía capaci­dad para doce pasaje­ros; en esa oportu­nidad lle­vaba a sólo cuatro; los otros tres eran un veterinario argentino con su esposa y una sobrina.Enrique Vautier, Director del Lazareto del Puerto de Bs As, Lidia Vautier y Marta Hoevel  La mesa la com­par­tía­mos con el capitán, el primer ofi­cial, el super­cargo y el jefe de má­qui­nas; este últi­mo acom­pañado por su se­ñora.Kap­pler, Schiltz, Boom, Nadolny. Enero 28
      Costaba creer que por el pequeño puerto de Ilhéus pasaban dos ter­cios de la ex­portación bra­si­leña de cacao. Y aproxi­madamente la mitad de ese volumen era transpor­tada por mi ­compa­ñía. El "Florida" iba a completar su carga con ese pro­ducto. Sus nueve mil tonela­das de por­te re­sul­ta­ron demasia­das para el puer­to, de mane­ra que que­damos anclados en la rada.
      La carga comenzó en el acto. Era un día soleado, pero to­dos los esti­bado­res lleva­ban pa­ra­guas. Al rato vimos que la precau­ción no era tan exagera­da como parecía. Como soldados obede­cien­do un comando, todos aban­do­naron de repente su traba­jo y corrieron a bus­car sus para­guas y a refu­giarse. El agua­cero los sor­pren­dió des­de una nube que debía de ha­berse forma­do un par de se­gun­dos antes. Empecé a pres­tar aten­ción al fe­nóme­no, y conté duran­te nues­tra es­tadía unos vein­te chaparrones - uno cada media hora.
      Ya nos habíamos conformado con tener que que­darnos a bordo. Pero un maqui­nista su­girió que se pro­bara el motor de uno de los bo­tes salvavi­das, y el capitán nos invitó a dar un paseo por tierra firme. Se­gún el South Ame­ri­can Handbook, Il­héus tenía 23.000 ha­bi­tan­tes, y cuando el prác­ti­co hablaba de 50.000, me pare­ció una jac­tancia de su parte. Pero después de haber caminado por el cen­tro co­mer­cial y un ba­rrio popu­loso, pensé que él tenía razón; los da­tos turís­ti­cos estarían desac­tua­li­zados.
      Por veredas desni­veladas caminaba gente mal vestida y poco pulcra, pero las calles estaban limpias: nos cruzamos dos veces con barrenderos. La construcción despareja, los ne­go­cios sin puer­tas ni vidrie­ras, que ven­dían desde moto­ne­tas y juguetes hasta muebles y trajes con cha­leco, el clima y la vegetación me recordaron a Indonesia. Sobre todo cuando al pasar por una capilla en una loma bajamos por un sinuoso sen­dero entre pal­meras y ba­na­ne­ros.
      El regreso a bordo fue un evento agita­do. Desde el bar­co, el olea­je parecía in­signi­ficante. Pero en la di­minu­ta lan­cha, pegado al enorme casco, me im­presionó la di­ferencia de altura entre las crestas y los hue­cos de las olas, y eso que no ha­bía vien­to.
      Con bas­tante preocupación miraba cómo nos movíamos en todas las di­reccio­nes, lo que difi­cul­ta­ba la ma­niobra de enganchar los cables de la nave en los dos ex­tremos del bote al mis­mo tiem­po. Dos o tres veces erraban un enganche, y a pesar de que aflojaban rápida­men­te el otro cable, la lan­cha caía es­tre­pi­to­sa­men­te sobre el agua. Afor­tu­na­da­men­te, no necesi­tamos los chale­cos sal­va­vi­das. Sanos y salvos, tomamos una copa para brin­dar por la peri­cia de los marine­ros.
      La carga se había completado, pero el remolcador se hacía esperar. Después de media hora, el capitán no quiso esperarlo más. Con la mis­ma im­pa­cien­cia que había mostrado en Mon­tevi­deo, hizo levar el ancla. El barco tenía que girar por sus pro­pios me­dios 180 grados. Aunque no había mue­lles ni bu­ques cer­ca, la maniobra fue menos fácil de lo que parecía, pe­ro sa­lió per­fec­ta. Justo cuan­do ini­ciába­mos la mar­cha, se acercaba el re­mol­cador a toda ve­lo­ci­dad. El prác­tico hizo un ges­to pi­dien­do dis­culpas. El ca­pi­tán lo sa­lu­dó con los brazos en alto y un alegre to­que ex­tra de la sire­na.
      Esa noche le comunicaron al capi­tán que al término de ese viaje debía ha­cerse cargo de otro bar­co de la empresa.(el ex-"Kedoe", ahora "Havanna")  Él no co­nocía ese bu­que ni su próximo des­ti­no, sólo sabía que debería partir al día siguiente de nuestro arribo a Amsterdam. Nos aseguró que iba a tener tiempo para hacer turismo en Holanda, porque el "Flo­ri­da" iba a jus­ti­fi­ca­ra su apodo, Galgo de los Océa­nos. Así fue que lle­gamos dos días an­tes de la fecha pre­vis­ta.
      Yo también recibí un radiogra­ma, "Úl­ti­mos sa­lu­dos desde Suda­mé­rica. Suerte", firmado por parientes y amigos. Leí el emocionante mensaje en un momento oportunísimo: justo cuan­do estábamos pasando la isla Fer­nan­do de No­ron­ha, el último metro de tie­rra su­damericana.
      Al cruzar el ecua­dor, Nep­tuno no emer­gió para saludarnos. ¿Tendría otros compromi­sos, se le ha­bría hecho tarde la noche anterior, o sería por su edad? Con todo, era todavía capaz de agi­tar las aguas, porque el barco em­pezó a ca­becear y balancear.

                        Nacen en todas partes o en ningu­na, se des­plazan casi im­perceptiblemen­te en todas las di­recciones. Si tropie­zan con una ro­ca, termi­na el lento movimiento me­ce­dor que les da ese as­pec­to pací­fico y tranqui­li­za­dor. El choque frontal pone en peligro su existencia, pero en el rom­pien­te que forman, conservan su enorme fuerza.
                        El encuentro con un objeto flotante gran­de, como un barco, es un proceso más largo. Las unidades de la van­guardia co­mienzan a elevar la proa. Son empujadas hacia un costado y caen en los hue­cos que les siguen. La pre­sión se reduce por sólo un instante; eso le da al barco un respiro para retomar su posición. Pero en ese mismo lapso, fuerzas auxi­liares proveen energía, y en el movimiento descendente el cas­co reci­be gol­pes cada vez más duros y desestabi­li­zado­res, que lo sa­cu­den en toda su ex­ten­sión. Cuan­do la proa e­mer­ge, acu­sará una nueva se­rie de impac­tos estre­pi­tosos. Nubes de es­puma danzan en la luz del sol, y se es­par­cen sobra la zona de com­bate en cien matices de azul y verde. La on­du­la­ción se repite una y mil ve­ces, en un ma­re­jada in­termina­ble y de una irre­gulari­dad fasci­nante.
Febrero 2
      Hablando durante la cena sobre el tiem­po, el primer oficial comentó que en hura­ca­nes, la ve­locidad del vien­to puede su­perar los cien kiló­me­tros por hora. En esas cir­cunstan­cias, la su­per­ficie del agua es prác­tica­men­te plana. No llegan a for­mar­se olas, por­que las irrefrenables ráfa­gas simplemen­te alisan las crestas. ¡Qué suerte - pensé - que en nues­tra ruta esa veloci­dad no suele pasar de cua­renta kiló­me­tros por hora!
      El primer oficial era un agra­da­ble compa­ñero de mesa. En una de las conversaciones sobre co­mi­das que casi in­defec­tible­mente se producen en cuanto dos o más personas se reúnan para comer, nos reco­rdó un sabio con­sejo anónimo. Él mis­mo lo seguía, y le atribuía a eso su estatura ro­busta y su salud radiante:

A las   8 horas: Desayunar como un rey;

A las 13 horas: Almorzar como un burgués;

A las 18 horas: Cenar como un mendigo.


      Un día lo acompa­ñé al super­cargo a ve­ri­fi­car la venti­la­ción y otras condiciones que po­drían afectar el buen esta­do de nues­tra pre­ciosa car­ga de cacao y gi­ra­sol. Para mi fu­tu­ro trabajo era interesante conocer ese as­pec­to del trans­por­te ma­rí­ti­mo. En algu­nos si­tios había quedado menos de un metro de luz entre las bolsas y las vigas de la cubierta. Linterna en mano, gatea­mos por las bodegas, haciendo gim­na­sia de una manera ins­truc­tiva y diver­ti­da.
       Mis compañeros de viaje se entretenían casi ex­clusi­vamente jugando a la canasta, y me invi­ta­ban a menudo para poder jugar de a cuatro. Yo com­pren­día su aburrimien­to, y no me disgusta­ba ese jue­go, pero me quitaba tiempo para leer, y la lectura que traía alcanzaba para tres via­jes. Cuando el veteri­nario se dio cuen­ta de esa pre­fe­ren­cia, me rega­ló "La vida en la An­tár­ti­da", el atra­yen­te rela­to de un amigo suyo, un mé­dico na­val, que participó en una ex­pe­di­ción al Polo Sur.
      El veterinario era el director del Lazareto del puerto de Buenos Aires. Hacía ese viaje por invi­tación de es­ta­bleci­mientos ganaderos, para cono­cer las condi­cio­nes sani­ta­rias de ganado en algunos paí­ses euro­peos. Luego, alquilarían un auto para pasear por su cuenta. Como nin­guno de los tres habla­ba otro idioma, pensé que, ex­cep­to en Espa­ña, probable­mente dejarían de conocer cosas interesantes, por perderse in­forma­ción.
      Meditando sobre las ven­ta­jas de sa­ber idio­mas, sintonicé por casualidad en la onda cortaP C J  un pro­gra­ma en malayo. Gra­cias a la bue­na dicción de la lo­cu­tora, pude en­ten­derla bas­tan­te bien, pero después de no haberlo ha­bla­do en ocho años, mi comprensión inmediata ha­bía dismi­nuido. Me propuse re­fres­car mis cono­ci­mien­tos, algún día.
      La última noche de un viaje marítimo se le­s ofrece a los pasajeros una cena de despedi­da, la tradicional cap­tain's din­ner. En muchos casos, ésta coincide con la llegada al Ca­nal de la Man­cha, el más tran­si­tado de los pa­sa­jes náuticos, que exige la vi­gi­lia de la tri­pu­la­ción día y noche. Por cortesía, los coman­dantes presi­den la cena, y queda el pri­mer ofi­cial al man­do del buque. Pero nues­tro capi­tán quiso cum­plir con las dos obli­ga­cio­nes, y nos invitó la noche an­te­rior.
      Pro­nun­ció su breve dis­curso en alemán, pero luego sacó de su bol­sillo un pa­pel con un resu­men en castellano, una gen­tile­za ha­cia los via­je­ros argenti­nos. El veterinario im­provisó una res­puesta y me pidió que la tradu­jera. Cuan­do era mi turno de decir algo, les re­cordé a los pre­sen­tes que ya me ha­bían oído hablar, de modo que sería mucho mejor diri­gir nues­tra aten­ción a esos sabro­sos platos.

martes, 17 de marzo de 2020

COSAS MÍAS (17)

      Esa mañana habíamos visitado otro mag­ní­fico cria­dero de ganado vacuno y equi­no, un cam­po de tres mil hectáreas con el modesto nom­bre de "La Caba­ñi­ta". Entre cuatro filas de añosos eu­calip­tos, la entrada principal lle­vaba a una lu­josa casa de estilo espa­ñol. Cruza­mos un espa­cioso vestí­bulo con paredes altas, el comedor y un gran pa­tio cubier­to, a cual más fres­co. En la sala, el pro­pieta­rio y su familia nos re­ci­bieron con una copa de bien­ve­nida. Pero pronto tuvimos que vol­ver al calor, por­que ha­bíamos ido para ver vacas y to­ros. De paso, también ad­miramos unos preciosos caba­llos de raza; no cabía duda de que el ojo de este amo engordaba ganado de alta cali­dad.

      Cerca del mediodía, en el tam­bo ya no había actividad. El establo estaba tan lim­pio como mi ambiente de trabajo en Tres Arro­yos. De las paredes del co­me­dor, al lado de los cuar­tos de los peo­nes, colgaban car­teles con bue­nos con­se­jos, ta­les como no fumar, y no tirar comi­da - lo que nun­ca está de­más decir, sobre todo en países donde abun­dan los ali­men­tos.

      Al término del anima­do al­muerzo, del cual par­ticipa­ron alegres ami­gos de la fami­lia, nadie tenía ganas de par­tir, y menos aún cuando los due­ños de casa sugirieron que nos que­dáramos a pa­sar la noche. Pero el señor Boers­ma tenía un com­promiso en Espe­ranza, y la invita­ción quedó en pie para otra oca­sión. Me acordaba de las lindas noches pasadas en las estancias donde comprába­mos lana, y anoté la dirección, por las dudas. Pero hasta ahora no he vuelto a esa propiedad.

      Recién una hora después de la anuncia­da para la con­fe­ren­cia, llegaron los primeros más interesa­dos en el tema: animales de raza. Jelle Boers­ma se mos­tró satisfecho con el desa­rrollo del coo­pe­ra­ti­vis­mo en la Ar­gen­ti­na, y contó expe­rien­cias ga­nade­ras en otros paí­ses suda­meri­ca­nos. Terminó la charla con un inte­resan­te y de­sin­te­resado con­sejo a los cria­do­res: "Bus­quen la es­pe­ciali­za­ción. Yo no vine ahora a pro­mo­ver el li­naje del Pedi­gree Fri­sio - aun­que, por su­pues­to, lo pre­fie­ro. Una vez que ustedes hayan ele­gido una raza, digamos la cana­dien­se, man­tengan esa línea y no per­mi­tan que inter­fie­ra en ella un toro holandés, por más con­ve­nien­te que parez­ca hacerlo".

      En Rafaela conocimos a Fran­cis­co (Pa­co) Pérez Torres, un periodista tan volu­minoso como en­tre­teni­do y activo. Mostraba orgulloso a todo el mundo el lema de su diario "Caste­lla­nos: Con la ver­dad, no temo ni ofen­do. Era también un fervoroso promotor del coo­pe­ra­ti­vismo, por lo tanto tenía una buena relación con los cria­do­res de la zona, que el año ante­rior le habían orga­nizado un via­je de orien­ta­ción por Europa. En esa oca­sión refor­zó la sim­pa­tía que ya tenía por Holan­da, y desde entonces siguió promoviendo la impor­ta­ción de toros ho­lande­ses para mejo­rar la cali­dad del ga­nado le­chero ar­gen­tino.

      Tres años más tarde, ese apoyo le valió otro viaje a Holanda, auspiciado por varias em­pre­sas, en­tre las que se contaba la naviera Lloyd Real Ho­landés en Amsterdam, donde yo tra­ba­jaba en ese entonces. Tuve el agrado de acompañar a Don Paco y su esposa en una gira de tres sema­nas visitando ca­ba­ñas, tam­bos, fá­bri­cas lácteas, asti­lle­ros e institu­cio­nes. Una de estas últimas fue la emi­sora inter­nacio­nal Radio Ne­der­land, donde nos recibió el simpá­tico di­rec­tor de las difu­siones en espa­ñol.Paco de Mulder Bonello  Se llama­ba Francisco, tam­bién apodado Paco; por ra­zones obvias lo iden­ti­fi­camos en seguida como Paco "Se­gun­do".

  La imprenta del diario "Castellanos" estaba obsoleta, como el noventa por cien­to del equi­pa­mien­to indus­trial en la Argen­ti­na. Esa misma tarde visitamos en Sunchales una fá­bri­ca de pro­duc­tos lác­teos, que perte­ne­cía al "privi­legiado" diez por ciento restan­te. La empresa Sancor fue el re­sul­ta­do de una gigan­tes­ca fusión de más de trescientas coope­ra­ti­vas, forma­das por trece mil tam­bos; ori­ginalmente de Santa Fe y Cór­do­ba, luego también de otras pro­vincias. La flota de ca­mio­nes recogían la leche en los tambos –había recorridos de 250 ki­ló­me­tros- para lle­varla a 130 fá­bri­cas, que satis­fa­cían el 40 por cien­to del con­sumo nacio­nal.
12.000 socios en 362 cooperativas en 7 provincias. - 142 fábricas producen 1,2 millones de litros anuales, el 25 % de la producción nacional.
La Nación, 25-06-96:
SanCor inauguró (en Don Torcuato) un centro de distribución automatizado, que atiende a 200 supermercados y 20.000 almacenes en Bs As y conurbano. Emplea a 220 personas (antes: 700). La empresa tiene 5.700 empleados, procesa 4,6 millones de litros de leche DIARIOS (300.000 vacas), y es la principal exportadora de productos lácteos por 67 millones de dólares p.a.
      Vimos más vacas recién llegadas de Holanda, en Humberto I (Hnos Rostagno).En Rafaela, di­rec­ti­vos de coo­pe­rativas escu­charon una expo­sición del se­ñor Boersma. Se hizo tar­de, y cuando creíamos que ya había ter­mi­na­do el día, re­sul­tó impo­sible re­chazar la in­vi­tación de Don Paco Primero, a to­mar "sólo una copita" en su casa. Como era de es­perar, no fue una sola copa, y nos que­damos una hora y media. En Es­pe­ranza, nues­tros anfi­triones nos es­ta­ban es­pe­ran­do a cenar. Fran­ca­men­te, to­dos te­níamos más ne­ce­sidad de una du­cha y sá­ba­nas frescas, pero no podía­mos ofen­der a la buena seño­ra.
      La co­mida estaba deli­cio­sa.

      Emilio Reutemann nos llevó a "Michelot", una estancia de nueve mil hectáreas, ubi­cada en el ex­tre­mo no­roeste de la pro­vin­ciaMichelot, 9000 has.
Pasando San Cristóbal / Ceres (?), límite con Santiago del Estero (?)  Daba gusto ver los ex­ten­so­s triga­les, que compartía con dos hermanos. En una reco­rri­da del campo charla­mos con un pas­tor de ove­jas que tenía la piel tan curtida que pare­cía un ancia­no. Hacía mucho calor y era evi­den­te que sus anima­les ne­ce­sita­ban agua. Al­guien de nosotros dijo que segura­mente la gen­te del campo es­taría más con­tenta de ver un api­ña­miento de nu­ba­rro­nes negros que un gru­po de tu­ris­tas rubios.

      - De ninguna manera - se apuró el ovejero en negar­lo -. Yo no quiero que llue­va, por lo me­nos, no aho­ra. Por eso - y se­ñaló la es­pec­ta­cu­lar vis­ta de cua­tro cose­cha­do­ras que levan­ta­ban pol­vo en una ca­rrera con las nu­bes. Esa con­tro­ver­sia en­tre agri­cul­to­res y ganade­ros se­guirá exis­tien­do en todo el mundo, has­ta que el hom­bre lo­gre el su­mi­nis­tro per­fecto de lluvia arti­fi­cial.
                       

      Esa noche no cayó agua. Por suerte para no­so­tros, porque eso nos habría difi­cul­tado el re­gre­so. Yendo hacia los au­tos, Don Emilio comentó que está­ba­mos caminan­do sobre depósi­tos subte­rrá­neos de combustible, e invi­tó a los con­duc­to­res a lle­nar sus tanques. A los diez minu­tos de mar­cha, su Ford empezó a chis­porro­tear y a dismi­nuir la velo­cidad. Preocupa­do, el cabañero levantó el capot, pero casi si­mul­táneamente lo bajó y nos señaló la tapa del tan­que de naf­ta. Hilaridad general: ¡él mis­mo se había olvi­da­do de cargar! Una trans­fu­sión salvó el incon­ve­niente. Incluso nos que­dó tiempo para tomar un re­fresco en su casa, en compa­ñía de su en­canta­dora señora y seis hi­jos.

      Seguimos a Rosario. Aunque Santa Fe es la ca­pital de la provin­cia homónima, Rosa­rio es más grande; es la se­gunda ciudad y el principal puer­to flu­vial del país. Por unos cambios en el pro­gra­ma, se improvi­só una vi­sita a una peque­ña fá­bri­ca de pro­duc­tos lác­teos en el cer­ca­no pue­blo de Roldán.Almuerzo en la finca de Francisco y  ???  Guérin, cerca de Roldán.  Allí había comenzado a traba­jar la cooperativa hacía un cuarto de siglo, y las pri­mitivas ins­ta­la­cio­nes ¡todavía funcio­na­ban!

      Antes del almuerzo de despedida,Almuerzo en "At Zaspirak Bat" (Todos Uni­dos), el club de la comunidad vasca en Rosa­rio, la cooperativa, por intermedio de su vicepresidente Joaquín Martínez, ofreció a su distinguido huésped una me­da­lla conmemorati­va de su visita.   se invitó a una confe­rencia de prensa. Preguntas de periodis­tas y edito­res de dia­rios, evidentes conoce­dores del tema, gene­raron un ani­mado debate. Varias publicaciones, tam­bién en las otras zonas que vi­sitamos, su­bra­yaron la gran importancia del ga­nado pedi­gree - ése fue el principal objetivo de la gi­ra.

            A bailar con la prima
     En la academia donde Ina estudiaba secretariado, se hizo amiga de Chela, que tenía nuestra edad. Un día, Chela invitó a Roel a escoltarla a una fiesta, sin encontrar eco. Pero ella insistió y Roel no quería inventar un tercer pretex­to, así que me dijo que había aceptado una invitación, extensiva a mí para compartir sus penas. – Chela va a llevar a una prima – me informó -. Dios sabrá cómo baila, así que confía en Él...
            Yo tampoco tenía ganas de ir, pero por solidaridad hice de tripas corazón. Los pies de plomo con los que me arrastraba hasta el lugar del encuentro, se convirtieron en zapatitos de cristal cuando me vi frente a la prima. Lo que me alegró inmediatamente, fue la seguridad de que por lo menos los primeros tres bailes me corresponderían por derecho propio. Roel seguramente reclamaría algunos, pero que fuera él y nadie más. Aunque tuve que ceder a Beatriz a otros dos intrusos, la mayor parte de la noche quedé anotado en su carnet de baile.
            Esto sí que fue amor a primera vista. Emocionante, eso sí, pero irrumpió en mi escenario en el momento menos oportuno. Cuando le conté que ya estaba con un pie en Holanda, que me era imposible cancelar la cita naviera que tenía allí tres meses más tarde, Beatriz propuso terminar nuestra relación para evitar problemas. Pero yo insistí en que siguiéramos viéndonos un tiempo más, porque mi propósito era volver lo antes posible. Quería vivir en la Argentina; me sentía cómodo en este clima sin los prolongados fríos, nieblas, nubes, lluvias, vientos y nevadas, a veces todo eso al mismo tiempo, en otras latitudes.
Contrariamente a todo razonamiento lógico, sólo de acuerdo con la razón del corazón, Beatriz aceptó hacer el intento. Nos quedaban tres meses, menos uno por unas vacaciones en Río de Janeiro, que estaban planeadas con anterioridad. Por suerte, mi partida se postergó diez días. En el océano que se necesita (y que siempre resultará insufi­ciente) para “conocer” a otra persona, fueron una gota que recogimos, agradecidos.

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TANTO EN LA PROSPERIDAD
COMO EN LA ADVERSIDAD

            Echar las cartas
      Mi primer viaje por mar lo hice en 1947, de Ja­karta a Ams­ter­dam. El segundo fue en 1951, de Ams­ter­dam a Bue­nos Ai­res. Otro ciclo de cuatro años más tarde, me en­con­tra­ba con las vali­jas hechas en el carguero “Florida”, amarrado en la Dár­sena B del puer­to de Bue­nos Ai­res, nue­va­mente camino a Ams­ter­dam, para abrir el cuar­to capítu­lo en mi vi­da. Apoya­do en la ba­ran­dilla, sentí surgir en la garganta ese nudo que se forma en despedidas por tiempo indeter­minado.

            Partir, c'est mourir un peu.
            Sí, partir causa tristeza. Por el ale­ja­miento del ambiente conocido y querido, ­por la in­cer­ti­dum­bre ante todo gran cam­bio, y por­que la se­pa­ra­ción puede ser defi­ni­tiva, en cuyo caso ya no se po­drá decir lo que que­dó sin pro­nun­ciar.
   
         Pero partir puede también causar sa­tis­fac­ción, por el hecho de haber encontrado otro ca­mi­no, y por la convicción de que la deci­sión to­ma­da fue la mejor.
"Regreso sin Ida" sobre [ satisfacción ]
- ...por haber dado ese primer paso hacia una formación de un individuo... - ...un individualismo que, quizás paradójicamente, no es lo mismo que egoísmo...
      Miré a los que queda­ban atrás. ¡Qué lin­do que hayan veni­do a des­pedirme! Mis tíos Zus y Dee, Roel, Max y, last but certainly not least, Bea­triz.

      Sí, Beatriz... Es posible, como afirman al­gu­nos, que el destino tiene trazado un camino para cada uno de noso­tros. Pero todos esos sen­deros se entre­cruzan permanentemente y de un modo tan sorpresivo que me pregunto si realmente está todo tan minuciosamente previsto. Porque entonces ¿para qué existen las alter­nati­vas que se nos pre­sentan continuamente? ¿Qué es eso que llama­mos casua­li­dad? Nos conocimos en una fiesta a la que los dos habíamos ido en circunstan­cias idén­ticas: sin ganas de ir, sólo para acompañar a res­pec­tivos ami­gos. Si uno de nosotros hu­bie­ra elu­dido ese com­pro­miso, se ha­bría produ­cido cual­quier otra casua­lidad. Yo podría, por ejem­plo, haber come­tido la misma des­cor­te­sía de bai­lar toda la no­che con una so­la chi­ca, ig­no­rando a las demás, in­clu­yen­do a la anfi­triona.
      Pero habría sido entonces con otra señorita, y tal vez yo no ha­bría insistido en conti­nuar una re­lación que era particularmente desa­con­se­jable. Por­que ya esta­ba con un pie en la plan­chada y con la ca­be­za en otro con­tinente, en un empleo al que me había com­prometi­do. Tenía la intención de volver a la Argentina, eso sí, pero no sabía cuándo se­ría. A pesar de ello, se­gui­mos vién­donos, sa­biendo que a los tres meses nos en­fren­taríamos con una sepa­ra­ción física. ¿De quién de­pendería que fuera de­fini­tiva o sólo tem­pora­ria, del Destino o del Azar?
            Absorto en mis reflexiones, no reparé en que se habían cortado los lazos con el mue­lle, has­ta que oí la ensorde­cedora sirena del bar­co. Sentí un im­pulso de pe­dirle al capi­tán que me dejara ba­jar, y me di cuenta de que ha­bíamos pasado el point of no return. Lo acen­tuaba una melodía de moda, que venía del sa­lón. "Vaya con Dios, my dar­ling", me­lan­có­li­ca y sen­timental. Pero qué apropiada para este mo­men­to, pensé mientras recorría con la mirada los contornos de las usinas eléctri­cas, el Hos­pi­tal Fe­rro­via­rio, los edificios de departa­men­tos Cava­nagh y Alas, los Mi­niste­rios Mi­litares y el de Obras Pú­blicas, la Aduana y, más a la iz­quierda, la re­fi­ne­ría de Shell-Dia­dema y la Cer­ve­cería Quil­mes.