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miércoles, 25 de marzo de 2020

COSAS MÍAS (18)


      Un leve tem­blor de la nave dela­tó el arran­que de la má­quina. Los ca­bles de remolque caye­ron al agua con un chapoteo; los remol­ca­do­res dis­mi­nu­ye­ron su mar­cha, y con un brus­co viraje se apar­taron para regresar ¿a sus ama­rras, o en busca de otro cliente? Con pita­das cor­tas y agudas res­pon­dieron al saludo del bar­co, que tro­na­ba por el puer­to.
                        ! Cuántos significados tiene esa sire­na!
                        Su principal fun­ción es anun­ciar la presen­cia del barco, en cualquier momento pero espe­cial­mente cuando hay poca visibi­li­dad.
                        También es simple­mente un levantar la mano. En encuen­tros en la sole­dad de la alta mar, es una ex­presión de solidari­dad con otras islas flotan­tes.
                        En el puerto, in­vi­ta a los remol­cado­res a en­trar en ac­ción. En cuanto la nave esté en con­di­cio­nes de movilizar­se por sus pro­pios me­dios, les da las gracias y se des­pide con un saludo largo y solemne, que transmite múl­ti­ples mensajes.
                        A los acom­pa­ñan­tes de los viaje­ros, les tran­qui­liza:
                        - Sus seres queridos están en buenas ma­nos, lle­garán a su desti­no sanos y sal­vos.
                        A los pasajeros, les asegura:
                        - Tendremos un buen viaje; tén­gannos con­fian­za.
                        Y a los tripulantes, les recuerda:
                        - Queda atrás la protección del puer­to. Te­ne­mos que traba­jar para seguir nuestro derro­tero contra viento y ma­rea, y llevar a buen fin la re­novada aventu­ra de cada travesía por mar.

Enero 17       Arribamos a Montevideo a la madrugada, pero había muchos buques cargando y des­cargando, y pudimos en­trar recién por la tarde. Nos ubica­mos entre dos barcos holandeses. el "Alphard" y el "Alnati"  Los miré con un poco de des­precio, porque eran de Nievelt Goudriaan, uno de los prin­ci­pa­les competi­do­res de mi nuevo emplea­dor.
      El agua en el puerto no estaba trans­parente, pero lo sufi­cien­temente limpia como para ver cantidades de peces, algu­nos bas­tante gran­des. Me entretuve un buen rato observando los movi­mientos de unas medu­sas cuya cabeza tenía for­ma de para­caí­das. Se desplazaban pacíficamente en todas las di­rec­ciones, pero al tocar algún obje­to se con­traían bruscamente y expe­lían un lí­qui­do veneno­so. Eran esos anima­litos gelati­nosos que en la Argentina se conocen como aguavivas, y que en cualquier playa del mundo pue­den arrui­nar­le al vera­neante un día entero.
      Cerca de las angos­tas y sucias ca­lles de la zona portua­ria se abría el limpio y ale­gre cen­tro de la ciudad. Con menos de un millón de ha­bi­tantes, Mon­tevideo no era una ciu­dad grande, pero sí muy linda. El trán­sito por la avenida 18 de Julio era inten­so y orde­nado. Acostumbrados a una metrópolis in­dis­cipli­na­da como la de Buenos Aires, no creíamos lo que veíamos: pea­to­nes es­pe­ran­do la luz verde para cru­zar, ¡aún cuan­do no se di­visaba un vehícu­lo a diez cuadras de dis­tan­cia! Sin comentario.
      El transporte pú­bli­co era bueno. Había pocos tranvías, que ade­más debían ser renovados urgen­temente pero, al igual que en Buenos Ai­res, muchos co­lecti­vos, ágiles auto­bu­ses peque­ños y me­dianos, que cu­brían toda la ciudad. Pasando por arbo­la­dos ba­rrios resi­den­cia­les so­bre coli­nas, lle­ga­mos en media hora a las popu­lares pla­yas de Ca­rras­co.
      Probablemente, mu­chos de los esti­ba­dores veían un barco por prime­ra vez en su vi­da; había es­ca­sez de mano de obra. El trabajo se in­te­rrumpía varias veces para comple­tar trá­mites administrativos. Para colmo, las ope­ra­cio­nes de carga se sus­pen­die­ron un día ente­ro por llu­via. Que­da­ban to­davía dos camio­nes es­pe­ran­do, pero nues­tro capitán deci­dió par­tir. Po­cas horas des­pués nos divertimos al pasar por la Isla Lobos. Se acer­caron decenas de anima­les, y con lar­ga­vistas podía­mos ver mu­chí­simos más, que osten­ta­ti­vamente una buena vida so­bre las ro­cas. Bueno, noso­tros tampoco la está­ba­mos pa­san­do mal.

      El "Florida"(9.000 toneladas)  era propiedad de una armadora alemana y su tripulación era alemana. Al igual que cientos de otros buques de carga de muchas nacionalidades, estaba registrado en Panamá por ra­zones de conveniencia impositi­va. Aquel viaje lo estaba ha­cien­do bajo charter con el K.H.L. Los char­ter son con­tratos de arrenda­miento, que generalmente estipulan que el propietario del barco se hace responsable de la navegación, y que la mercadería se cargue bajo el mando de un super­car­go, una persona designada por la naviera. En este ca­so, era un pri­mer ofi­cial, en su última actuación con ese grado – aunque en ese momento él no lo sabía. Por un telegrama que recibió el día anterior a nuestra llegada, se enteró de que su próximo viaje lo haría como capitán de un bu­que nuevo.(Willem Boom  -  el "Westland")
      Nuestro hogar flotante por unos veinte días tenía capaci­dad para doce pasaje­ros; en esa oportu­nidad lle­vaba a sólo cuatro; los otros tres eran un veterinario argentino con su esposa y una sobrina.Enrique Vautier, Director del Lazareto del Puerto de Bs As, Lidia Vautier y Marta Hoevel  La mesa la com­par­tía­mos con el capitán, el primer ofi­cial, el super­cargo y el jefe de má­qui­nas; este últi­mo acom­pañado por su se­ñora.Kap­pler, Schiltz, Boom, Nadolny. Enero 28
      Costaba creer que por el pequeño puerto de Ilhéus pasaban dos ter­cios de la ex­portación bra­si­leña de cacao. Y aproxi­madamente la mitad de ese volumen era transpor­tada por mi ­compa­ñía. El "Florida" iba a completar su carga con ese pro­ducto. Sus nueve mil tonela­das de por­te re­sul­ta­ron demasia­das para el puer­to, de mane­ra que que­damos anclados en la rada.
      La carga comenzó en el acto. Era un día soleado, pero to­dos los esti­bado­res lleva­ban pa­ra­guas. Al rato vimos que la precau­ción no era tan exagera­da como parecía. Como soldados obede­cien­do un comando, todos aban­do­naron de repente su traba­jo y corrieron a bus­car sus para­guas y a refu­giarse. El agua­cero los sor­pren­dió des­de una nube que debía de ha­berse forma­do un par de se­gun­dos antes. Empecé a pres­tar aten­ción al fe­nóme­no, y conté duran­te nues­tra es­tadía unos vein­te chaparrones - uno cada media hora.
      Ya nos habíamos conformado con tener que que­darnos a bordo. Pero un maqui­nista su­girió que se pro­bara el motor de uno de los bo­tes salvavi­das, y el capitán nos invitó a dar un paseo por tierra firme. Se­gún el South Ame­ri­can Handbook, Il­héus tenía 23.000 ha­bi­tan­tes, y cuando el prác­ti­co hablaba de 50.000, me pare­ció una jac­tancia de su parte. Pero después de haber caminado por el cen­tro co­mer­cial y un ba­rrio popu­loso, pensé que él tenía razón; los da­tos turís­ti­cos estarían desac­tua­li­zados.
      Por veredas desni­veladas caminaba gente mal vestida y poco pulcra, pero las calles estaban limpias: nos cruzamos dos veces con barrenderos. La construcción despareja, los ne­go­cios sin puer­tas ni vidrie­ras, que ven­dían desde moto­ne­tas y juguetes hasta muebles y trajes con cha­leco, el clima y la vegetación me recordaron a Indonesia. Sobre todo cuando al pasar por una capilla en una loma bajamos por un sinuoso sen­dero entre pal­meras y ba­na­ne­ros.
      El regreso a bordo fue un evento agita­do. Desde el bar­co, el olea­je parecía in­signi­ficante. Pero en la di­minu­ta lan­cha, pegado al enorme casco, me im­presionó la di­ferencia de altura entre las crestas y los hue­cos de las olas, y eso que no ha­bía vien­to.
      Con bas­tante preocupación miraba cómo nos movíamos en todas las di­reccio­nes, lo que difi­cul­ta­ba la ma­niobra de enganchar los cables de la nave en los dos ex­tremos del bote al mis­mo tiem­po. Dos o tres veces erraban un enganche, y a pesar de que aflojaban rápida­men­te el otro cable, la lan­cha caía es­tre­pi­to­sa­men­te sobre el agua. Afor­tu­na­da­men­te, no necesi­tamos los chale­cos sal­va­vi­das. Sanos y salvos, tomamos una copa para brin­dar por la peri­cia de los marine­ros.
      La carga se había completado, pero el remolcador se hacía esperar. Después de media hora, el capitán no quiso esperarlo más. Con la mis­ma im­pa­cien­cia que había mostrado en Mon­tevi­deo, hizo levar el ancla. El barco tenía que girar por sus pro­pios me­dios 180 grados. Aunque no había mue­lles ni bu­ques cer­ca, la maniobra fue menos fácil de lo que parecía, pe­ro sa­lió per­fec­ta. Justo cuan­do ini­ciába­mos la mar­cha, se acercaba el re­mol­cador a toda ve­lo­ci­dad. El prác­tico hizo un ges­to pi­dien­do dis­culpas. El ca­pi­tán lo sa­lu­dó con los brazos en alto y un alegre to­que ex­tra de la sire­na.
      Esa noche le comunicaron al capi­tán que al término de ese viaje debía ha­cerse cargo de otro bar­co de la empresa.(el ex-"Kedoe", ahora "Havanna")  Él no co­nocía ese bu­que ni su próximo des­ti­no, sólo sabía que debería partir al día siguiente de nuestro arribo a Amsterdam. Nos aseguró que iba a tener tiempo para hacer turismo en Holanda, porque el "Flo­ri­da" iba a jus­ti­fi­ca­ra su apodo, Galgo de los Océa­nos. Así fue que lle­gamos dos días an­tes de la fecha pre­vis­ta.
      Yo también recibí un radiogra­ma, "Úl­ti­mos sa­lu­dos desde Suda­mé­rica. Suerte", firmado por parientes y amigos. Leí el emocionante mensaje en un momento oportunísimo: justo cuan­do estábamos pasando la isla Fer­nan­do de No­ron­ha, el último metro de tie­rra su­damericana.
      Al cruzar el ecua­dor, Nep­tuno no emer­gió para saludarnos. ¿Tendría otros compromi­sos, se le ha­bría hecho tarde la noche anterior, o sería por su edad? Con todo, era todavía capaz de agi­tar las aguas, porque el barco em­pezó a ca­becear y balancear.

                        Nacen en todas partes o en ningu­na, se des­plazan casi im­perceptiblemen­te en todas las di­recciones. Si tropie­zan con una ro­ca, termi­na el lento movimiento me­ce­dor que les da ese as­pec­to pací­fico y tranqui­li­za­dor. El choque frontal pone en peligro su existencia, pero en el rom­pien­te que forman, conservan su enorme fuerza.
                        El encuentro con un objeto flotante gran­de, como un barco, es un proceso más largo. Las unidades de la van­guardia co­mienzan a elevar la proa. Son empujadas hacia un costado y caen en los hue­cos que les siguen. La pre­sión se reduce por sólo un instante; eso le da al barco un respiro para retomar su posición. Pero en ese mismo lapso, fuerzas auxi­liares proveen energía, y en el movimiento descendente el cas­co reci­be gol­pes cada vez más duros y desestabi­li­zado­res, que lo sa­cu­den en toda su ex­ten­sión. Cuan­do la proa e­mer­ge, acu­sará una nueva se­rie de impac­tos estre­pi­tosos. Nubes de es­puma danzan en la luz del sol, y se es­par­cen sobra la zona de com­bate en cien matices de azul y verde. La on­du­la­ción se repite una y mil ve­ces, en un ma­re­jada in­termina­ble y de una irre­gulari­dad fasci­nante.
Febrero 2
      Hablando durante la cena sobre el tiem­po, el primer oficial comentó que en hura­ca­nes, la ve­locidad del vien­to puede su­perar los cien kiló­me­tros por hora. En esas cir­cunstan­cias, la su­per­ficie del agua es prác­tica­men­te plana. No llegan a for­mar­se olas, por­que las irrefrenables ráfa­gas simplemen­te alisan las crestas. ¡Qué suerte - pensé - que en nues­tra ruta esa veloci­dad no suele pasar de cua­renta kiló­me­tros por hora!
      El primer oficial era un agra­da­ble compa­ñero de mesa. En una de las conversaciones sobre co­mi­das que casi in­defec­tible­mente se producen en cuanto dos o más personas se reúnan para comer, nos reco­rdó un sabio con­sejo anónimo. Él mis­mo lo seguía, y le atribuía a eso su estatura ro­busta y su salud radiante:

A las   8 horas: Desayunar como un rey;

A las 13 horas: Almorzar como un burgués;

A las 18 horas: Cenar como un mendigo.


      Un día lo acompa­ñé al super­cargo a ve­ri­fi­car la venti­la­ción y otras condiciones que po­drían afectar el buen esta­do de nues­tra pre­ciosa car­ga de cacao y gi­ra­sol. Para mi fu­tu­ro trabajo era interesante conocer ese as­pec­to del trans­por­te ma­rí­ti­mo. En algu­nos si­tios había quedado menos de un metro de luz entre las bolsas y las vigas de la cubierta. Linterna en mano, gatea­mos por las bodegas, haciendo gim­na­sia de una manera ins­truc­tiva y diver­ti­da.
       Mis compañeros de viaje se entretenían casi ex­clusi­vamente jugando a la canasta, y me invi­ta­ban a menudo para poder jugar de a cuatro. Yo com­pren­día su aburrimien­to, y no me disgusta­ba ese jue­go, pero me quitaba tiempo para leer, y la lectura que traía alcanzaba para tres via­jes. Cuando el veteri­nario se dio cuen­ta de esa pre­fe­ren­cia, me rega­ló "La vida en la An­tár­ti­da", el atra­yen­te rela­to de un amigo suyo, un mé­dico na­val, que participó en una ex­pe­di­ción al Polo Sur.
      El veterinario era el director del Lazareto del puerto de Buenos Aires. Hacía ese viaje por invi­tación de es­ta­bleci­mientos ganaderos, para cono­cer las condi­cio­nes sani­ta­rias de ganado en algunos paí­ses euro­peos. Luego, alquilarían un auto para pasear por su cuenta. Como nin­guno de los tres habla­ba otro idioma, pensé que, ex­cep­to en Espa­ña, probable­mente dejarían de conocer cosas interesantes, por perderse in­forma­ción.
      Meditando sobre las ven­ta­jas de sa­ber idio­mas, sintonicé por casualidad en la onda cortaP C J  un pro­gra­ma en malayo. Gra­cias a la bue­na dicción de la lo­cu­tora, pude en­ten­derla bas­tan­te bien, pero después de no haberlo ha­bla­do en ocho años, mi comprensión inmediata ha­bía dismi­nuido. Me propuse re­fres­car mis cono­ci­mien­tos, algún día.
      La última noche de un viaje marítimo se le­s ofrece a los pasajeros una cena de despedi­da, la tradicional cap­tain's din­ner. En muchos casos, ésta coincide con la llegada al Ca­nal de la Man­cha, el más tran­si­tado de los pa­sa­jes náuticos, que exige la vi­gi­lia de la tri­pu­la­ción día y noche. Por cortesía, los coman­dantes presi­den la cena, y queda el pri­mer ofi­cial al man­do del buque. Pero nues­tro capi­tán quiso cum­plir con las dos obli­ga­cio­nes, y nos invitó la noche an­te­rior.
      Pro­nun­ció su breve dis­curso en alemán, pero luego sacó de su bol­sillo un pa­pel con un resu­men en castellano, una gen­tile­za ha­cia los via­je­ros argenti­nos. El veterinario im­provisó una res­puesta y me pidió que la tradu­jera. Cuan­do era mi turno de decir algo, les re­cordé a los pre­sen­tes que ya me ha­bían oído hablar, de modo que sería mucho mejor diri­gir nues­tra aten­ción a esos sabro­sos platos.

1 comentario:

Thierry van Hees dijo...

Sabias , muy sabias palabras las tuyas en la cena última del viaje!

Exisito relato de viajero!