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martes, 3 de marzo de 2020

COSAS MÍAS (15)


      Yo es­ta­ba acos­tum­bra­do a la vida de un estu­diante en Ho­lan­da, va­riada y llena de alter­nati­vas interesantes. Tanto no pretendía de mi nuevo empleo, pero tampoco esperaba que fuera tan di­fe­ren­te. Realmente, no me im­por­taba le­van­tar­me a las tres de la ma­ña­na - ni si­quiera en el in­vier­no. Pero no me atraía la perspectiva de tener que seguir haciéndolo día tras día, año tras año, con tiempo bueno y con tiempo ma­lo, sólo porque las vacas no se fijan en do­mingos y fe­riados. El primer sábado invité a mis dos compa­ñeros a tomar una cerveza en el pueblo. Su ex­plicación de por qué ellos dos no podían fal­tar al mismo tiempo, me abrió los ojos a las características del ambiente tambero.
      Fue una va­lio­sa experiencia el ha­ber cono­ci­do ese trabajo, pero sólo pue­den hacerlo los que nacie­ron para él. Por eso, des­pués de unos nueve me­ses de aprendizaje, le pedí a mi em­plea­dor una actividad con un hora­rio más benigno. Me ima­gi­naba que el tra­ba­jo agrario no se­ría menos duro pero sí menos continuo e inexo­ra­ble - excep­to en cier­tas épocas del año, como las de siem­bra y de cosecha.
      Mi patrón tenía, junto con un hermano, una em­presa agrícola y también compraba y vendía la­na. Me gustó su inesperada pro­pues­ta de ins­truirme en ese último oficio. Lo acompañaba al campo y aprendí a conocer tipos de fibras, a sa­car mues­tras y a estimar el valor de lana apilada. Si se concretaba la transacción, unos días más tarde me subía al camión que iba a cargar la merca­de­ría.
      A veces, esos viajes eran tan largos que nos quedábamos a dormir en las hospitalarias estan­cias. Esas eran siempre noches agrada­bles. Luego de una refrescante ducha, nos reu­níamos alre­de­dor del fuego. Mientras tentadoras tiras de car­ne iban asándose, echábamos con un vaso de vino tinto una base para la ce­na y para los cuen­tos que seguramente la seguirían, y que en to­das par­tes del mundo hacen tan atracti­va la so­breme­sa en buena compa­ñía.
      Para saber cómo es el gusto de la carne al asador, uno tiene que haber participado alguna vez de un asado, y preferiblemente en el campo ar­gen­tino. Creo que es el am­bien­te ideal, si no el único, para apre­ciar ese lujo crio­llo.
      En esos tres meses, viajando y trabajando en los galpo­nes en la se­lec­ción y prepa­ración de la lana para la ex­por­ta­ción, aprendí a hablar espa­ñol en serio. Con­tra­ria­mente al tambo, la gente no ha­bla­ba otro idioma. Tam­bién me enteré del ca­rác­ter es­pecu­la­tivo del comer­cio en mate­rias pri­mas, como la lana: os­ci­lacio­nes de pre­cios en los mer­cados mundia­les pueden ocasio­nar grandes ga­nan­cias y pérdi­das en pocos minu­tos. Es impo­sible evi­tar riesgos.
      Ganar mucho dinero rápidamente me parece atractivo. Pero si eso implica la posibilidad de perderlo en menos tiempo aún, prefie­ro buscar ingresos más limitados, pero segu­ros. Después de haber aprendido algunos secretos de la vida rural, me despedí del campo para encontrar yo también un empleo acorde con mi constitución, y desde en­tonces he seguido trabajando siempre en relación de de­penden­cia. Philips seguía buscando talentosos jóvenes, y un buen día pasé la prueba.
            Roel ascendió cuatro pisos para ayudar a mejorar la calidad de las válvulas emisoras, y me confiaron a mí su tarea anterior, un trabajo administrativo poco exigente. Por suerte, conseguí pronto el traslado a un sector más interesante, el de las importaciones. Pero allí tampoco progresé con la celeridad que esperaba. Posiblemente estaría en mejores condiciones si trabajara aquí no como empleado local, sino contratado por la Casa Matriz.
            Una posibilidad era la de emplearme en otra firma holandesa que tuviera una sucursal en la Argentina. Si en ese momento me hubiera dado cuenta de que iba a poder viajar gratuitamente a todo el mundo por el resto de mi vida, probablemente habría aceptado el  menor sueldo de un empleo que me ofrecieron en K.L.M. En vez de levantar vuelo, me hice a la mar, con otra empresa, también de tres siglas y transportadora, pero marítima. El K.H.L., Koninklijke Hol­land­­­sche Lloyd, conocida en Latinoamérica como el Lloyd Real Holandés, era la sucesora de una armadora que poco antes de la segunda guerra mundial había estado a punto de naufragar. Otra naviera aportó el capital necesario para evitar la deshonrosa bancarrota de la firma, ya que el nombre designaba la distinguida vinculación con la Casa Real Holandesa.

            Notas sociales
            Antes de relatar sobre este sustancial cambio de trabajo, quiero volver a mi vida en Buenos Aires. Junto con otros tres muchachos holandeses y un argentino, me instalé en una pensión en Olivos, un suburbio cerca de Martínez. El viaje a la oficina consistía en un breve trote a la estación, un cuarto de hora en tren y una caminata de cinco minutos. No soy un modelo de puntualidad, pero trato de serlo, y el premio quincenal que cobrábamos por ese concepto, era un buen estímulo. A Roel también le atraía esa bonificación, pero la recibía pocas veces. Él vivía dos cuadras más lejos, pero perdía el tren frecuentemente. Confiaba demasiado en la elasticidad del último minuto. - “Ya salgo...-”. De regreso, sí solíamos viajar juntos.
            Tomarle a mal esa costumbre equivaldría a renunciar a su amistad y, como muchos otros, yo tampoco quería perderla. Una tarde nos encontrábamos para ir al cine. Por algún inconveniente me demoré como un cuarto de hora. Dado que eso le ocurría a Roel a menudo, no me preocupaba; incluso contaba con llegar antes que él. Pero ¿quién me estaba esperando impacientemente, señalando con fastidio su reloj? Fue una aplicación de esas leyes todavía no formuladas y difundidas por el señor (¿señora, señorita?) Murphy.
            En su función de integrantes de la Embajada, los tíos Zus y Dee participaban activamente de la vida social. Fiestas con diplomáticos, delegaciones y misiones de Holanda, empresarios. Ejecutivos que llegaban o se iban, eran agasajados por su antecesor o sucesor, por un colega, un amigo, su superior y, si su rango lo justificaba, por el embajador de su país. Para nuestros tíos, que ya no eran tan jóvenes, seguir ese tren significaba un considerable y continuo esfuerzo, no podían sustraerse de esa verdadera noria, semana tras semana. Ocasionalmente, ellos eran anfitriones, y algunas veces nos invitaban también. La pasábamos bien, pero con el tiempo me di cuenta de que esas relaciones se basaban poco en la amistad y mayormente en intereses comerciales o laborales. Razones inevitables, supongo.
            A las reuniones de los jóvenes venían amigos, amigos de amigos, vecinos, compañeros de trabajo. Casi todos los chicos holandeses que conocíamos, habían sido alumnos de colegios ingleses o norteamericanos, y si en su casa se conservaba el idioma, la conversación solía ser trilingüe. - OK., ¿entonces, nos vemos mañana after lunch? Llamame che, dan gaan we zeilen (salimos a navegar). A algunas personas no les resulta fácil pasar de un idioma a otro sin mezclarlos, otros hablan así por pereza, y unos pocos también por snobismo.
            Nos presentaron a una barra de criollos en Florida, otro suburbio cercano. Simpatizamos con ellos, no solamente porque los varones eran simpáticos, sino también porque las chicas eran monas y buenas bailarinas, algún cheek-to-cheek incluido. En la primera reunión nos parecía habernos equivocado; del cambiadiscos caía una placa tras otra, pero era música ambiental; los anfitriones ofrecían bebidas y nos entreteníamos charlando, pero nadie salía a bailar. Nos mirábamos de reojo: a eso no habíamos venido, ¿no es cierto?, las noches del fin de semana estaban destinadas a algo más movido. ¡A pisar la pista entonces! Pero temíamos cometer una descortesía al ser los primeros.
            Llegó el momento en que nuestro danzarín más impaciente se animó a invitar a la dueña de casa. Comprobamos que no se violó ningún protocolo, e incluso les gustó la iniciativa. Así, siempre se nos hacía tarde. Por suerte, las casas donde nos reuníamos, estaban cerca de alguna parada del 60, un colectivo famoso por su servicio durante las 24 horas del día. Por la madrugada pasaban con una frecuencia menor, pero siempre lográbamos dormir unas horas antes de asegurarnos los primeros turnos en las canchas de tenis, en el Club de la Municipalidad de Buenos Aires.


1 comentario:

Alejandro Bär dijo...

Que bien ese bailarín! Ahora entiendo de dónde vienen los genes!!!! Benja, Sofi y Ale