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miércoles, 26 de febrero de 2020

COSAS MÍAS (14)


            Mi Buenos Aires aún no querido
         El reencuentro con los tíos fue un emocionante preludio a nuestra vida en la Argentina. Pero antes tuvimos que soportar una larga espera en un poco hospitalario galpón mientras el sol de enero golpeaba fuerte sobre el techo. Un grupo de vistas aduaneros vigilaba el ingreso de mercaderías prohibidas y las sujetas a altos aranceles de importación, como whisky y cigarrillos. Utilizando nuestra franquicia de viajeros, traíamos Johnnie Walker, Chesterfield y Lucky Strike, las marcas de moda. Un inspector se agachó, hundió las manos en la ropa y tras una exhaustiva revisión de por lo menos cinco largos segundos, sacó con gran habilidad una caja y una botella que habíamos dejado bien a la vista, como voces con experiencia nos habían sugerido. Se incorporó, cerró la maleta y trazó con tiza una cruz en todas las demás. Había algo religioso en esa señal liberadora.
     Me costaba aceptar la explicación que de esa manera empleados públicos compensaban sus sueldos, notoriamente bajos. Mi pregunta por qué entonces no se pagaban salarios decentes, tenía la ingenuidad típica de un gringo, un extranjero recién lle­gado al país. Mucho más tarde me di cuenta de que ése había sido mi primer contacto directo con la corrupción. Lentamente fui comprendiendo los nefastos sistemas políticos que posibilitan la creación de empleos tan codiciados que se consiguen sólo con una recomendación y pagando una llave, un derecho de transferencia.

     Saliendo de la gris zona portuaria, sintonizamos nuestros relojes con el de la Torre de los Ingleses, un obsequio de Inglaterra en ocasión del Centenario de la Independencia. Por las vistosas Plazas de Retiro y de San Martín y las espléndidas avenidas Figueroa Alcorta y del Libertador atravesamos el Parque Tres de Febrero, más conocido como Palermo, que no tiene nada que envidiar al Bois de Boulogne, el lago incluido.
 Nadie puede dejar de asombrarse al ver por primera vez la ciudad que se llamaba Puerto de Nuestra Señora Santa María del Buen Aire cuando Pedro de Mendoza la fundó en 1536. Poca gente espera encontrar en esta parte del globo, a más de diez mil kilómetros de distancia, una urbanización que puede medirse con la de Madrid, París, Roma y Washington. No sólo arquitectónica, sino también cultural y comercialmente. La ciudad me gustó mucho, y esa impresión se confirmó varias veces.

   Esa misma noche, sin haber terminado de desempacar, fuimos a Ezeiza, el aeropuerto internacional, a unos sesenta kilómetros al sudeste. No para emprender otro viaje, sino para despedir al tío Dee, que se iba a Holanda, convocado por su Ministerio. Con el calor que hacía, aún a medianoche, era absurdo verlo con un sobretodo en el brazo, pero nos hizo tomar conciencia de la gran diferencia entre un viaje marítimo y uno aéreo. Claro, cuando salimos de Holanda ya era invierno, pero nosotros tuvimos veinte días para adaptarnos a los cambios de temperatura, y Dee estaría chapoteando nieve en menos de veinte horas.

   En el residencial suburbio de Martínez, veinte kilómetros al norte, aromos en flor formaban una preciosa bóveda amarilla que coronaba la calle Domingo Repetto, para nosotros la sucesora de la Emmastraat en La Haya.

      En su bonita y luminosa casa, los tíos podían alojar sólo a Ina y André. Los demás dormimos en la habitación de huéspedes de gentiles vecinos, diplomáticos británicos. Era un placer escuchar el inglés que hablaban, sobre todo su divertido y charlatán hijo Andrew, de seis años. Nos contaba las peripecias de Grietje, su tortuga, y nos informaba sobre cien detalles de su agitadísima vida. Entre otros asuntos, nos confió que no pensaba casarse, porque le gustaba mucho viajar, y no quería someter a su familia al ajetreo de los inevitables traslados.
En Martínez nos quedamos un mes para aclimatar, acostumbrarnos al nuevo idioma y conocer a holandeses en la zona. Uno de ellos, el presidente de Bols en la Argentina, nos invitó a levantar la copita de cada día en la fábrica, que estaba situada en Bella Vista – el suburbio que años después ocuparía un lugar tan importante en mi vida. Al sentarnos a almorzar en un restaurante cercano, Roel me dio un codazo, “El puesto es para Max”. Yo no creía que la posibilidad de un empleo se concretaría durante esa visita, y no me había dado cuenta de que Max venía en el auto con nuestro anfitrión. Una semana después, Max caminaba en un impecable guardapolvo blanco entre máquinas que llenaban botellas con licores, whisky y, por supuesto, la infaltable ginebra, y estaba aprendiendo a no confundir etiquetas con corchos.

Roel y yo probamos suerte con agricultores y ganaderos que Dee conocía en la colonia holandesa en Tres Arroyos. A Roel no le gustó la vida en el campo, de modo a los tres meses aprovechó muy contento la oportunidad de fabricar lámparas en la filial de Philips en Buenos Aires.
      Por una serie de circunstan­cias, yo fui a tra­ba­jar en un tambo en Tres Arroyos. Una serie de circunstancias... me parece una expre­sión va­cía, por­que ¿no es precisamente ese continuo coinci­dir de circunstan­cias lo que rige nuestra vida? ¿Por qué me em­pleé en el campo y no, por ejem­plo, en la hotelería, y por qué en la Argentina, a veinte mil kilómetros de donde nací?
      Tenía veinte años en todos los rin­co­nes de mi co­razón, y a pesar de haber cur­sado un año en la Uni­ver­sidad de Agronomía en Holan­da, aún no ha­bía des­cu­bierto mi voca­ción. El trabajo rural es una de las incontables posbilidades de ganarse la vida, y sucedió que mi primer empleo fue ése.
      En concordancia con la colo­nia holande­sa en esa zona, las va­cas eran de la raza ho­lando-argenti­na, blan­cas con man­chas ne­gras, o al revés. Desde mi arribo tuve una buena no­ción de su pro­ductividad, al parti­cipar de un asado para fes­tejar el hito de mil litros de leche diarios. Las cuarenta va­cas eran or­deña­das dos veces por día por dos peo­nes y el en­car­ga­do. Por un tiempo yo iba a dar­les una mano.
      Pero para ordeñar no te alcanza una mano, y ni siquiera las dos si te faltan la fuerza, la práctica y, sobre todo, la pre­dispo­sición ne­ce­sarias. Afor­tunada­mente pude aportar mi baldecito de leche gracias a la existencia de má­quinas ordeña­do­ras. Me pareció in­teresan­te enterarme de que, con todo, éstas no son aptas para todas las vacas. Había tres o cuatro a las que no me acercaba porque, si bien toleraban la má­quina, daban sólo una fracción de lo que rendían cuando se la pedían manos humanas. Uno de es­os persona­jes susceptibles lle­gaba al ex­tre­mo de exigir la atención casi ex­clusi­va de uno de los peones. En au­sencia de ese hom­bre, per­mi­tía que el otro o el capataz la orde­ñara, pero igualmente les entregaba me­nos le­che, por­que no la trataban como ella requería.
            Las vacas tenían nombres de chicas del pueblo. Al poco tiempo de mi llegada presencié el parto de una de ellas (de las vacas), y mis compañeros me con­firieron el ho­nor de bautizar la cría. Un pequeño dilema, porque las po­cas mozas que yo cono­cía (en ese mo­men­to) ya esta­ban re­pre­sen­ta­das en el plan­tel. Serafina me ayudó a improvisar uno, al señalarme el almanaque: 23 de abril, San Jor­ge. En ho­mena­je al pa­tro­no de los boy scouts, bau­ticé a la ternera Jor­ge­lina. Si los mu­chachos quedaron desi­lusio­nados por esa rup­tura con la tra­di­ción, lo disi­mula­ron ama­blemen­te.
            En cuanto a las chicas, sobre todo las holandesas, no tardé en conocerlas, al punto de atraerlas a mi alcoba. A todas, sin excepción. Fue al terminar mi corta carrera agrícola, cuando inauguré el año 1953 junto con las mil y una beldades de la comarca que se habían reunido alrededor de mi cama en el hospital, donde estaba recuperándome de una pulmonía contraída en la Nochebuena.
      El ordeñe matinal terminaba a eso de las seis. Después del desayuno podíamos dormir una ho­ra; el res­to de la ma­ñana lo pasábamos limpiando el esta­blo, el gal­pón y el terreno alrededor de la ca­sa, y re­pa­rando alam­bra­dos, tranqueras, herra­mien­tas e im­plemen­tos agrí­co­las li­via­nos. A las tres de la tarde, nuevamente reunión con las vacas.
      Después de mi última tarea del día, el la­va­do de los ta­rros de leche, me sentaba en el borde de la pileta para saborear un vaso de leche cruda que estaba circulando por la en­fria­dora, y en el lento y silencioso cre­púsculo.
      Con mucho gusto también aprendí a andar a caba­llo. No exactamente como lo enseñan en las es­cuelas de equitación, sino a pelo. La ausencia de es­tribos signifi­ca que tienes que agarrar la crin con la mano izquierda y montar el caba­llo con UN acerta­do salto. Si no al­can­zas a vencer la fuer­za de la gravedad, es cues­tión de no lasti­marte al caer, e inten­tarlo otra vez. Con un poco de prác­tica tam­bién ­cumplía la segun­da haza­ña, la de man­te­nerme en el cor­cel cuan­do em­pe­za­ba a tro­tar y galo­par.
      Un día presencié un episodio emocionante, pro­ta­goni­zado por una vaca a la que le ha­bían quitado su ternero, para que ella pro­dujera le­che para la so­ciedad. Era im­por­tante separarlos bien, sobre todo los pri­me­ros días. Pero por un descuido, una madre vio a su cría en una prade­ra lindante. Mugió indig­nada y cami­nó decidi­da­men­te ha­cia el alam­brado. Yo no creí que siquiera trataría de sal­tar­lo, pero cambié de opinión cuando ella tomó impulse y convirtió el tro­te­cito en un ga­lo­pe de aqué­llos.
      Al ir a buscar a las vacas a la hora de orde­ñarlas, ya me habían engañado las apariencias: a pesar de la impresión de torpeza que dan, son capa­ces de poner a prue­ba la velo­ci­dad de los caba­llos. In­cluso el pura sangre que yo mon­taba, tenía que esforzarse para lla­mar al orden a las vacas que dis­pa­ra­ban para otro la­do con una agi­lidad insospechada. Pe­ro que yo sepa, vacas no participan en con­cur­sos de sal­tos.
      Cuando vi las ubres hen­chi­das y los sie­te hi­los de alam­bre de púas, me asusté. El ca­pataz si­guió mi mirada y dijo que no iba a pa­sar na­da. Creí que con eso quería decir que la vaca iba a desistir de su propósito, pero era sólo para tranquilizarme. Él no tenía du­das so­bre el sal­to, pero sí sobre el resulta­do, que para alegría de todos fue favorable. Me que­dó bien graba­da la ima­gen de esa fu­riosa y a la vez elegante per­fec­ción con que el amor ma­ter­nal saltó esa valla de un me­tro y me­dio de al­tura.

      Una tarea que para mi satisfacción me asig­na­ron al poco tiempo, fue re­par­tir la leche en la ciudad. Enganchaba los dos caballos a la villa­longa, un carro de cuatro ruedas, y car­gaba los tarros. Ya había co­men­zado el invierno; no soy friolen­to, pero allí, en el campo abier­to, me sentía realmente como un expe­di­cio­nario en la An­tárti­da. En una car­ta, mi tía Zus me ayudó a so­por­tarlo: <<... A los que en casa se quejan, les digo, pero por fa­vor, de qué frío me hablan, piensen en nuestro cochero, allí arriba de su ca­rro, ¡ése sí que se conge­la de verdad! Animo mu­cha­cho, te cuen­to que Ina te está te­jiendo una bufan­da, larga y abrigadí­si­ma... >>.
      Nuestro cliente principal era una confitería,La Cipriana  a la que se atendía primero y, por supuesto, con un trato pre­feren­cial a la hora de menor produc­ción de leche. Después me encon­tra­ba en dos o tres sitios donde leche­ros me espe­ra­ban an­sio­samente. Las conversaciones quedaban limitadas a temas de inte­rés general, como el tiempo, el fútbol y no­ti­cias - loca­les o internaciona­les, pero siempre impor­tan­tes. Mi fal­ta de co­no­ci­miento del caste­lla­no me hacía perder la mayoría de los ine­vita­bles chis­tes y bro­mas, pero me acuerdo bien de la burla con que uno de ellos, un gallego, me re­cibía a menu­do: "Oye holan­dés, ¿cuánta leche le agregas­te hoy al a­gua?".

      Mientras yo les entregaba las cantidades que necesita­ban, los en­cuentros pasaban desapercibi­dos. Pero se vol­vían anima­dos cuando no me al­canzaba la leche para dar a cada uno lo que pe­día. ¿Quién debía reci­bir cuán­to? No sabía qué ar­gu­mento valía más, el del cliente más an­ti­guo, del que compraba más, o del que más se imponía. De cualquier modo, pro­testaban y me re­pro­cha­ban el no haber re­te­nido más a la le­che­ría, que en esos mo­men­tos odiaban más aún. Las discusio­nes eran agitadas, pero también rá­pidamente ol­vidadas; al día si­guiente volvía­mos a ser ami­gos. Siem­pre que yo llevara sufi­ciente le­che para to­dos...

1 comentario:

Alejandro Bär dijo...

Abuelo!!! No sabíamos de tu pasado en el tambo! Espectacular!!! Que bueno imaginar ese reparto en el carro! Saludos de Benja, Sofi y Ale.