CONFIANZA
El
inconfundible taconeo de Carmela anuncia su bajada por la ancha escalera que
lleva al depósito de la droguería. Si bien ella no es la única visitante no
autorizada a la zona de acceso restringida, es la más asidua. Todo el mundo
sabe que no va allí por razones de trabajo, pero la empresa es chica y la
gente es comprensiva. Hernán, un hombre cordial y alegre, y la tímida y
atractiva Carmela son queridos por todos.
Durante
una auditoría interna se comprueba la falta de seis cajitas de Vytadotal, una
droga muy valiosa. Es el primer robo ocurrido en los veinticuatro años de
existencia de la firma. La noticia causa conmoción, sobre todo porque
queda en evidencia la responsabilidad por la irregularidad, que recae en
Hernán Rispo, el encargado y único empleado de ese sector. La gerencia se
ve obligada a separarlo de su cargo. No lo despiden, pero le asignan tareas
superfluas. Para mantenerlo ocupado, le encargan la confección de estadísticas
y planillas que nadie necesita.
Hernán
está desconcertado e indignado. Sólo muy lentamente se va dando cuenta de que
está irremediablemente involucrado en el asunto. Muy a su pesar, debe admitir
su parte de la culpa, porque él mismo no ha hecho respetar la prohibición
del ingreso en su área de trabajo. No le queda otra alternativa que aceptar
la situación, y esperar que encuentren al ladrón. Pero no surge ningún
indicio, y cada día que pasa sin novedades, crecen su angustia y su
impotencia. Piensa en sus trece años de muy buen desempeño, en el ascenso, que
ayer parecía estar tan cerca y que hoy queda tan lejos. Carmela lo consuela,
sin mucho éxito. Los dos saben que la norma de la restricción existe ...
Paseando
por una galería comercial, Carmela llega a la boutique de una amiga cuando un
hombre casi la lleva por delante. Es Lucas Pachese, quien también trabaja en
la droguería. No levanta la vista ni pide disculpas, y al verlo tan apurado
y distraído, Carmela no lo llama.
La
amiga le cuenta que se ha ganado un premio en la lotería, y que acaba de
vender el billete. Cuando Carmela levanta las cejas, le explica que hay
gente que compra números premiados, ofreciendo al tenedor un precio superior
al valor neto del premio. De esa manera obtiene un comprobante de pago, emitido
por la Lotería Nacional, que justifica ante el fisco la posesión de dinero
habido en forma ilícita.
Para
Carmela es una novedad que no comprende. Si es cierto que se benefician tanto
el comprador como el vendedor, y que no se perjudican ni el Director de Impuestos,
ni el de la Lotería, parece ser una operación aceptable y transparente. Sin
embargo, no está convencida de que sea trigo limpio. ¿Cómo es eso: el tenedor
del billete gana, pero nadie pierde? ¿Es posible eso? ¿Y si es posible, no
es curioso?
Afuera,
Carmela se acuerda del atropello, cerca de la puerta del negocio de su amiga.
Esa imagen sigue dando vueltas en su cabeza durante toda la tarde. De pronto,
asocia la nerviosidad de Lucas con el carácter dudoso de la maniobra, y
siente un cosquilleo al pensar que Lucas Pachese puede haber sido el comprador
del billete de su amiga. En seguida rechaza esa deducción: Pachese es el
jefe del control interno, es el que ha hecho el informe sobre el robo. Es un
profesional respetado, el hombre de confianza del gerente. Él podría haber
efectuado aquella transacción por cuenta de un amigo o un pariente.
Pero
la ocurrencia no la deja en paz y la lleva a la conclusión que una manera, quizás
la única, de disipar su duda es investigar las andanzas de ese señor. El
monto en cuestión es lo suficientemente alto como para que un contador,
aunque tenga una buena posición económica, adopte ciertas costumbres y
cambie otras, incluso su estilo de vida.
Ahora,
¿cómo encarar una investigación? No quiere confiar su sospecha, ni consultar,
a nadie, y no quiere acusar sin fundamento. En noches de insomnio concibe
un plan, que le parece bueno, pero no la deja muy tranquila. Al contrario,
aumenta su inquietud: establecer una relación con Lucas Pachese para poder
observar de cerca su vida privada. Lucas conoce su relación con Rispo, pero
en las circunstancias le parecerá razonable que ella prefiere no
continuarla.
Es
una idea audaz, porque Lucas podría llegar a corresponderle más de lo que
ella se propone, de modo que debe tener cuidado. Mucho cuidado. Como en las
historias de espionaje y contraespionaje (en realidad, se trata de un
espionaje). Decide correr el riesgo porque la posibilidad, por remota que
sea, de demostrar la inocencia de Hernán, lo vale.
A
Carmela le repugna la tarea que se ha impuesto: seducir a una persona sin
tener intenciones sinceras. No puede acusar sin fundamento, pero tiene razones
para suponer que ese hombre es un ladrón. El tiempo que sigue pone a dura
prueba su paciencia y fuerza de voluntad. A veces se desespera. ¿Si su estrategia
no lleva al resultado deseado, cómo le explica a Hernán lo que ha hecho? ¿Y
cómo se sentiría al haberle creado falsas ilusiones a Lucas?
Hernán
ve lo que está sucediendo, y se le cae el alma a los pies. Se resiste a la
perspectiva de renunciar a Carmela, pero piensa que quizás ella tenga razón.
Pasan
tres meses. Carmela está al borde de una crisis nerviosa; el terrible esfuerzo
de fingir una actitud amorosa crea una tensión que no podrá soportar por
mucho tiempo más. Pero sus atentas observaciones, más algunos datos aportados
involuntariamente por su falso amante, le permiten comunicar en forma muy
confidencial su sospecha al gerente. Como es natural, éste tampoco puede
creerlo. Pero acepta el testimonio y pone en marcha un seguimiento profesional.
La
investigación confirma lo que parecía tan poco probable. El contador confiesa
que, estando por unos momentos solo durante el recuento de la mercadería, no
ha resistido la tentación.
Todo
el mundo respira profundamente, y se organiza una fiesta para celebrar la rehabilitación
de Hernán Rispo. Pero él no participa de los festejos. Está muy afectado por
la injusticia y por el trabajo inútil que está haciendo, pero más que nada
por la incomprensible actuación de Carmela.
La
explicación que ella le da, llega tarde, no le devuelve el ánimo. Hernán está
descreído y tiene los nervios destrozados. A pesar de que tiene sólo treinta
y dos años, no podrá trabajar más: de aquí en adelante habrá de vivir de una
jubilación por invalidez permanente.
* * *
ARRITMIA
06.50
a 06.52 horas: Despertador, maldiciones, desperezarme, remolonear dos
minutos más, ducharme, afeitarme.
07.20:
Rápida ojeada al matutino de mayor circulación. Tintineo de tazas y
cucharitas como preludio del desayuno que está preparando mi (amorosa) esposa.
Estudio del estado y pronóstico meteorológicos, para elegir la ropa más adecuada
(Abrigate, que hace frío - Sí, querida).-
07.30:
Apurada búsqueda de lectura para el viaje; beso a mi (amorosa) esposa.
07.40:
Subir, mejor dicho ser subido, al primer tren con destino a La Vorágine.
08.50:
Llegada, con los zapatos pisoteados y la ropa arrugada, a la esquina de la oficina.
Si hay tiempo, un café al paso; si se ha hecho tarde, un café al paso.
09.00:
A trabajar. Otra vez. Con los mismos compañeros, oír todos los días las
mismas quejas, los mismos piropos, las mismas bromas, resumir las mismas
facturas y volcar las mismas cifras en las mismas planillas. En el ambiente
de siempre, con las perspectivas de siempre, durante cinco días por semana,
once meses por año.
Un
rápido cálculo me mostró que ya llevaba unos cinco mil días de trabajo en este
bendito empleo. ¡Cinco mil! Y pensar que para jubilarme me faltaban nueve
años. Que son, a ver, más de dos mil días todavía. ¡Qué horror! Había que
hacer algo para acortar ese tiempo. Necesitaba un cambio para romper esta
monotonía insoportable.
Un
buen día decidí hacer un cambio. Cumplí con el ritual diario hasta llegar a la
estación. Esta vez no crucé las vías, sino que tomé el tren en la dirección
opuesta. Tantas veces lo había visto pasar, vacío a esta hora. Viajar sentado,
¡qué lujo! Quedé contento de haberlo hecho. ¡Arriba, afuera! Era como canjear
la asfixiante esclavitud de La Vorágine por la libertad, desconocida
pero con toda seguridad espléndida, del campo.
En
la estación terminal me bajé y empecé a caminar por las calles, limpias y anchas.
Desde un banco de la plaza disfruté del ambiente. Comenzaba la actividad; sin
embargo, el pueblito parecía estar medio dormido todavía. Soñoliento, pero no
aburrido, como por ejemplo el trabajo en la oficina. Enseguida rechacé
la comparación, no quería pensar en eso. Hoy, no.
De
regreso a la hora de siempre, respondí como pude a las preguntas de mi
(amorosa) esposa sobre las novedades del día en la oficina, La Vorágine
y los viajes. Traté de no sonreír cuando decía para mis adentros: si supieras
vieja, que en mi vida he pasado un día más placentero. Ni siquiera de vacaciones
contigo ...
La
escapada me gustó, tenía ganas de repetirla. Una, tres, cuatro y varias
veces más disfruté de la tranquilidad del pueblito, donde los pocos
automóviles que circulaban no tocaban bocina porque nadie tenía apuro, donde
todos los vecinos se conocían, donde sólo se vendían diarios del día anterior.
Donde, en cinco palabras, el tiempo parecía haberse detenido.
Una
mañana, me asusté al ver en el almanaque que hoy cobrábamos. ¿Cobrar? ¿Me
pagarían? Me extrañó no haber recibido un telegrama intimándome a
presentarme en el trabajo. Me pareció prudente volver ahora. Quién sabe qué
sanción me esperaba. Una amonestación, un sumario quizás. Pero no me
importaba. Al contrario, pensé que era una buena oportunidad para hablar con
los dirigentes de la empresa sobre la explotación a la que sometían al personal,
los largos e inflexibles horarios por sueldos de hambre y sin ningún otro
incentivo.
Sí
señor, eso les diría. Me sentía animado y con una fuerza capaz de enfrentar a
invasiones simultáneas de Vikingos y Mongoles. Y ahora que había dado el
primer paso, debía persistir en esta rebeldía contra la alienante rutina de mi
empleo.
Sin
embargo, fue con algo de temor que entré en la oficina. Simulé la mayor
naturalidad posible, pero para mi asombro, todo el mundo me saludó como
siempre, como si no hubiera faltado durante vaya uno a saber cuánto, tiempo.
¿Fue una semana, fueron cinco?
No
hubo ningún comentario, nadie se acercó para saber qué me había pasado.
Alguien me preguntó si estaba nervioso, en un día tan especial. Yo no
entendía nada, y no me animé a preguntar nada.
Entendía
menos todavía cuando, apenas me había sentado, el gerente quería verme.
Empecé a tomar conciencia de lo que había hecho, y a arrepentirme de mi
locura. Seguramente me comunicarían que quedaba despedido. Ya no me acordaba
de las cosas que iba a decir en defensa de los derechos de los trabajadores, y
de otras nobles causas.
Contrariamente
a mi costumbre, subí los cuatro pisos por el ascensor, porque mis rodillas no
me habrían elevado más allá del primer escalón. En el despacho del gerente
estaban también el director de mi departamento y el jefe de personal.
Todos
me saludaron con una cordialidad inesperada, y me hablaron en un tono poco habitual,
solemne, pero afectuoso. Traté de descifrar lo que decían, porque no lo podía
creer. Hablaban, no de un despido, sino de una despedida, de la tan ansiada
como merecida jubilación, algo así decían. ¿Jubilarme, yo? Pero cómo, si
todavía me faltaban nueve ...
De
golpe, comprendí. Comprendí que, efectivamente, ya habían pasado nueve años.
En La Vorágine. En la arritmia de ese pueblito, no.
* * *
AGUA MALDITA
Cuenta
la leyenda que el monarca Abdul-El-Agreb adoraba el agua. Su fastuoso palacio,
construido en varios niveles, estaba rodeado de estanques y fuentes. El
cristalino líquido se precipitaba por los ahuecados pasamanos de las
escaleras, corría por acequias atravesando los patios, fluía por
alcantarillas que bordeaban las galerías, saltaba en chorros que se entrecruzaban
por encima de canteros siempre llenos de flores, y ondulaba en los sótanos,
donde grandes baños formaban un aspecto importante de la civilización
árabe.
Esa
maravilla de artesanía hidráulica era admirada por su concepción y su
arquitectura, pero era también censurada por su ubicación insólita: al borde
del Gran Desierto de Raschid Salem Nafudh. Era como un desafío a la naturaleza,
casi una blasfemia.
Una
vez, un beduino había advertido que, si continuaba el derroche de ese
elemento tan vital para la zona, una catástrofe sería inevitable. El Rey Abdul-El-Agreb
consideró esa amenaza un insulto a su investidura, y condenó al infortunado
gitano al cadalso.
El
día siguiente se levantaron fuertes vientos en aquella zona del desierto.
Secos como la misma arena que traían, azotaron las poblaciones cercanas,
pulieron las cortezas de las palmeras y taparon los pozos de agua. Si bien las
tormentas eran habituales en esa época del año, la gente estaba aterrada. El
segundo día comenzó a escasear el agua, y se pidió al Califa que la proveyera.
Pero
esa ayuda habría significado la paralización de las aguas corrientes de su
castillo. En respuesta, el Rey ordenó que los hombres cavaran inmediatamente
nuevos pozos, y mandó a la cárcel a los consejeros que tuvieron la imprudencia
de recordarle la predicción del beduino.
Contrariamente
a lo que suponía el Gobernante Supremo, el temporal no amainó. El tercer
día, huracanes transportaban nubes de polvo cada vez más gigantescas en
dirección a los jardines reales. El Rey Abdul-El-Agreb, ahora también preocupado,
imploró la protección de Alá, pero el desplazamiento del Gran Desierto de
Raschid Salem Nafudh no se detuvo. Antes de finalizar el cuarto día, las
implacables arenas habían cubierto la magnífica obra.
Cuatrocientos
años después, el palacio fue reconstruido sobre la base de los mismos planos,
y probablemente con el mismo esplendor, pero en otro país mediterráneo, y
lejos de desiertos - por las dudas. Y allí está todavía, como un inmerecido
homenaje a la soberbia de un soberano moro.
* * *
MAL
AGÜERO
Cuando
yo tenía ocho años, él debía tener ya más de ocho mil millones. A toda hora, e
incluso cuando el sol pasa por el cenit, su enorme masa líquida es de un
color verde oscuro, casi negro, que le da un aspecto tan agorero que hasta el
día de hoy, yo lo asocio con alguna situación de mal agüero. Lo que más me impresionó
fue su superficie: parece que nunca se ve en ella la más leve ondulación,
ni siquiera cuando caen las grandes lluvias.
En
la orilla desde la cual lo vi por primera vez, hay una pequeña playa de arena
y canto rodado, el único acceso al Lago. Los otros costados están cubiertos
por densas malezas, arbustos con flores de vivos colores, y altísimos árboles.
Uno de los bordes es una pared de piedra, que tendrá en ningún punto menos de
noventa metros de perpendicularidad.
En
medio de esa belleza tropical, a ochocientos metros de altura sobre el mar,
pasamos una semana de vacaciones en una hostería que está ubicada cerca de
este Lago, donde reside Sumber Waras, la Emperatriz de las Aguas. Ella mantiene
esta área hermética para no dar a conocer su morada. Pero los lugareños lo saben,
y también saben que los curiosos que no han podido resistir la tentación de
internarse en el Lago, no han vuelto.
Se
oye decir que en determinadas fechas suelen reunirse aquí los alcaldes de los
ríos, los gobernadores de los lagos y los reyes de los océanos. Acompañados de
nutridas comisiones de ministros, asesores y cortesanos, se trasladan al Lago
a través del laberinto subterráneo que une todas las aguas del planeta.
En
la casi total oscuridad de la Luna Nueva comienza a ondear el espejo negro.
Cuando las comitivas han terminado los preparativos, van tomando su
ubicación los dignatarios, y poco antes de la medianoche emerge la Emperatriz
Sumber Waras desde la nunca sondeada profundidad, para presidir la
asamblea.
Me
despertaron ruidos, como si enormes objetos cayeran al agua desde mucha
altura. Luego, oí cómo se golpeaban masas de líquido. Recordaba la impresión
que me había causado el Lago, y sentí miedo. En el hotel no se encendió
ninguna luz, ¿nadie habría oído nada?
Al
bullicio, que parecía interminable, se sumó ahora el estrépito de grandes
cataratas. Hacía poco, yo había leído algo sobre maremotos, que son mares que
se desplazan. Bañado en transpiración, no me atreví a moverme. De pronto, se
produjo un silencio, no menos ominoso que el ruido. Tardé en volver a dormirme.
Cuando
los pájaros saludaron los primeros rayos de luz, reinaba la serenidad matinal de
siempre.
-
Lo habrás soñado - sonrió mi padre cuando en el desayuno le conté lo que había
oído. Tampoco dio crédito a la existencia de Sumber Waras, aunque la leyenda
le pareció divertida. Por suerte, aceptó acompañarme en un paseo al Lago. Yo
no habría ido solo ni aunque me regalaran tres trenes eléctricos con un
emplazamiento ferroviario, estaciones y cien metros de vías con cruces y
señales.
Llegamos
a la orilla por la pequeña playa. Me imaginaba la reunión de anoche y pensé
lo agitadas que habrían sido las discusiones por temas interacuáticos,
porque la inmensa roca que teníamos en frente chorreaba un torrente de
agua. Pero la superficie del Lago quedaba inmóvil y más fascinante que nunca:
fría y ominosamente oscura.
Papá
no me miró, y no se sonrió.
* * *
DESORDEN
Cosmos
significa: orden. La cosmografía nos enseña que, en efecto, todo lo que hay en
el Universo, tiene sus medidas y proporciones, sus derroteros, sus ciclos y
sus cadencias, dispuestos en una armonía admirable desde hace varios miles de
millones de años. Pero, así como los seres humanos gozamos de cierta libertad,
así los astros también tienen el privilegio de desviarse de vez en cuando.
Una
de esas variantes, que se nos presentan en la vida diaria, es el espectáculo
de las estrellas fugaces, esos cuerpos celestiales que no pueden retomar su
órbita. Otro ejemplo es la Tierra, que suele acelerar o disminuir la velocidad
de rotación sobre su propio eje o alrededor del Sol; es cuando nosotros decimos
que el tiempo vuela, o que no pasa nunca.
Recientemente,
científicos han comenzado a preocuparse por algunas irregularidades que, si
bien no son nuevas, ahora se han acentuado. Una de ellas es un leve, pero
perceptible, cambio en la constelación de Orión. También han llamado la atención
alteraciones en la intensidad del brillo de la Estrella Polar. Pero el descubrimiento
más desconcertante es el lento acercamiento de nuestra galaxia a la de
Andrómeda, en contradicción con la Teoría de la Expansión del Universo.
Los
astrónomos nos tranquilizan, explicando que en este espacio tan vasto es
impensable que se produzca alguna situación grave -aunque admiten que estamos
en vísperas de importantes modificaciones de nuestra atmósfera. El lector
interesado tiene la posibilidad de observar estos fenómenos de cerca, y de
verificar los fundamentos técnicos que ofrecen los expertos. Eso sí, no hay
tiempo que perder. Tiene que hacerlo hoy mismo, porque mañana pueden haber
reparado ya el proyector del Planetario de la Ciudad.
* * *
EN
PLENO VUELO
Fascinado,
Marcos no quitaba los ojos del instrumental de vuelo. Era mucho más intrincado
de lo que se había imaginado. ¿Cómo lograban controlar esos medidores,
relojes y pantallas? Debía haber más de cien. Notó con asombro que el piloto
parecía no prestar mucha atención al manejo del enorme avión, y que el copiloto
tuviese tiempo para explicarle algunas funciones del tablero.
Viajaban
pocos pasajeros en el corto trayecto de cabotaje, y el comandante los había
invitado a visitar la cabina. Desde esa ubicación privilegiada, la vista
panorámica es deslumbrante, especialmente si con tiempo bueno se sobrevuela
una cordillera de cumbres nevadas.
La
experiencia no pareció haberle impresionado demasiado a Marcos, porque
excepto durante el resto de las vacaciones, no habló más del avión. No empapeló
las paredes de su cuarto con fotografías, ni coleccionaba modelos de aviones;
tampoco leía revistas o libros, o mostraba un interés especial por películas
sobre el tema. El año siguiente terminó el colegio, y se preparó para
estudiar medicina, como había querido siempre.
Sin
embargo, aquella escena vivida durante su primer vuelo le había quedado
grabada en el subconsciente. Porque un día, durante una charla de sobremesa,
anunció un sorprendente cambio de su futuro: quería conducir aviones. No
eligió la aviación comercial porque, atraído por la disciplina militar,
quería ingresar en la Fuerza Aérea.
Sus
padres asistieron a la ceremonia de graduación con sentimientos encontrados.
Naturalmente, compartieron su satisfacción por haber alcanzado la meta
que se había propuesto, pero en el fondo no les había gustado esa elección.
¿Por qué la aviación -año tras año crecen la velocidad de los aviones y el número
de accidentes aéreos- y por qué no la civil? Afortunadamente, las regiones
del mundo donde suele haber conflictos armados, estaban demasiado lejos de
donde ellos vivían, como para temer situaciones peligrosas.
Pero
pocos meses después de esa celebración, el país se precipitó en una inesperada
e innecesaria guerra. El joven alférez fue llamado para cumplir una misión.
Tuvo el honor de ser el primero en correr hacia su avión para defender la patria,
y contribuyó a un éxito que fortaleció la posición estratégica de las Fuerzas
Armadas.
Esa
noche, al sentarse para cenar, uno de los pilotos que no había participado
del operativo, preguntó: - "¿Y Marquitos?"
Cabezas
gachas y miradas evasivas fueron la respuesta en el helado minuto de
silencio.
* * *