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jueves, 29 de junio de 2023

LA OTRA CACERÍA (7)

                             LA VENGANZA

       En lenta subida, el camino serpentea por la ladera sur del Tangkuban Prahu y pasa por Lembang, un pueblito agradable, toda­vía no des­cubierto por el turis­mo. Hay sólo unos pocos comer­cios, mu­chos bungalows ro­deados de par­ques, y un hotel que, si yo tuviera que ca­lificarlo, le otorgaría una estrella más que el máximo ha­bi­tual, por su estupenda ubica­ción, que debe haber sido esco­gida por monjes benedictinos.

      Hacia la derecha, la vista se pierde en una paleta de colo­res, el oro de arrozales, el rojo y amarillo de flo­res silvestres, veinte tona­li­da­des de ver­de en los bos­ques de quinos y plan­ta­ciones de té, y el azul de la hermosa laguna, que desde aquí se ve sólo parcialmen­te. Aquel mean­dro marrón que más abajo atra­viesa la ciu­dad de Bandung, es el Río Chi­ka­pún­dung. En el fon­do, cumbres de mon­ta­ñas forman una cadena casi circular. En estos sete­cientos metros de altura sobre el ni­vel del mar, muchos habi­tantes de las húme­das y calu­ro­sas cos­tas de la isla de Java pasan sus fi­nes de sema­na y vaca­cio­nes en un clima bueno. De día hace calor, pero no­ches fres­cas ase­gu­ran un sueño reparador.

       Guardo muy gratos recuerdos de mi infancia y ju­ven­tud, que he pasado aquí. Me gustaría reco­rrer sitios conocidos, y haré eso en otro viaje, porque ahora he ve­nido a visitar el Kawah Ratu, el Crá­ter de la Rei­na. Es el más grande de los nueve que posee el Tangkuban Prahu, y también es el más inte­resan­te por­que hace poco -en el año 1971- tuvo una erup­ción de ba­rro. Ha quedado un acre olor a azufre, pero el volcán ya no pro­duce tantas fuma­rolas como cuando era activo.

      En tiempos remotos, este sitio era una pe­que­ña isla, domi­nada por una montaña rodeada de densas selvas y muy angos­tas playas con fuertes declives. Estaba habi­tada sólo por ani­ma­les, por­que muchas y muy grandes dife­ren­cias de nivel en el fondo del mar ocasionaban for­mi­da­bles re­moli­nos que impedían el acceso a todo tipo de embar­cación.

       Desde mi lugar de observación no puedo ver­la, pero sé que está allí cerca: Villa Isola, la señorial mansión don­de yo, siendo chico, una vez había sentido la an­gus­tiosa presencia de un ca­dáver ausente. Les he relata­do lo ocu­rrido allí, y ahora quiero cumplir con la pro­mesa hecha en esa oportu­nidad, de contarles la historia del este monte.

      Cuenta la leyenda que la joven Sri Palingma­nis soñó que estaba en el Jardín de Edén, que era aquella isla. A la maña­na si­guiente, le su­plicó a su prometido que le lle­vase allí. Ef­fen­di Tidatakut era un pesca­dor ex­perto y no cono­cía el miedo, pero nunca se le ha­bía ocu­rri­do inten­tar semejante hazaña, porque esa isla era conside­rada un tabú.

      Pero Sri sentía un irreprimible deseo de ver el Pa­raíso Perdi­do, y ante la vacilación de su amante anun­ció que entonces ella iría sola. Era inútil enfrentar esos peligros, pero Effendi acce­dió, porque sabía que ella se­ría capaz de llevar a cabo ese delirante propósito, y que no iba a regresar.

       Partieron en secreto, puesto que si alguien se en­te­raba de la expedición, seguramente se la impe­diría. Luego de una azarosa trave­sía de dos días, y de ha­berse salvado más de una vez de un naufragio, empezaron a sentir la fatal atracción de los traicioneros re­mo­li­nos y de las amena­za­do­ras e invisibles ro­cas. Muertos de can­sancio y de miedo, ya no podían abando­nar la lucha aho­ra, ha­biendo lle­gado tan cerca de la meta. Hicieron varios intentos va­lientes pero vanos, y cuando finalmen­te hasta Sri, muy a su pesar, tuvo que ad­mitir que era imposible reali­zar su sueño, el Gran Baqueano les tendió una mano: los vien­tos amainaron, las co­rrientes cam­bia­ron, y se les abrió un pasaje.

       Extenuados y felices, saltaron de la pira­gua y ca­ye­ron abra­za­dos sobre las tibias are­nas. Pero un ins­tan­te después, se in­corpora­ron. Un temblor les advirtió que iba a suceder algo, y que no iba a ser nada bueno, aun­que en el cielo despejado no se percibían señales de tormenta.

      Era el comienzo de un movimiento que sacu­día las en­trañas de la tierra. Expresando su pro­fun­do desagrado por la humillación de haber sido vencida por unos gusa­nos humanos, la isla hizo entrar su volcán en una erup­ción suicida. Un hongo de fuego y ceniza eclipsó el sol, una onda expansiva empujó muros de agua hasta los puntos más lejanos de la región, y la lava abrasadora cubrió en pocas horas los bosques y las playas. La cumbre se des­moronó y quedó coronada con el barco de Effendi, con la qui­lla hacia arri­ba.

      Siglos después, el nivel de las aguas bajó y la pe­queña isla se unió a otras cercanas, for­mando el te­rri­torio de lo que ahora es Ja­va. Los primeros hombres que vinieron a radi­carse en las tierras fertilizadas por la ac­ción de la lava, bautizaron a la achatada mon­taña con el nom­bre Tangkuban Prahu, Bote Vol­cado.

       Cuando yo esté de nuevo aquí, gozando de mis pro­yec­tadas vacaciones, haré levantar un cenota­fio a aque­llos infortunados amantes, cuyos nom­bres en idioma malayo sig­nifi­can­ La Más Dulce, y El Sin Mie­do. Ellos desa­fiaron la naturaleza, pero su aven­tura no fue un acto de soberbia, sino un man­dato de amor.

 * * *

Epílogo: Esta no es la verdadera leyenda del Tangkuban Prahu; esa la pueden leer en youtube. Yo prefiero lo que cuenta mi historiador personal. .-)

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LA OTRA CACERÍA (6)

                 CONTAR CON EL CONTADOR

       Mi profesión es cobrador. No me ocupo de co­brar deu­das comu­nes, sino de obligaciones que son considera­das incobrables por otros. He teni­do mucho éxito con un mé­todo que inventé yo mis­mo y que, por lo tanto, es sen­cillo: Al indivi­duo moroso le pinto el cua­dro de una cár­cel, le des­cribo la humillante convivencia con crimi­na­les verdade­ros, y le relato depri­men­tes expe­rien­cias de personas acusadas de delitos muy leves, que a menudo deben pasar meses en prisión preventiva esperando el pri­mer inte­rro­ga­torio.

       Me va bien, estoy ganando mucho dinero, y eso es im­por­tante para mí, porque me fascina gas­tar­lo. Los bi­lle­tes están he­chos de papel para que vuelen, y las mo­ne­das son redon­das para ha­cer­las rodar. He tenido que em­plear a una persona, por­que cuando uno trabaja todo el día en la calle, obviamente no tiene tiempo para contro­lar el creciente movimiento de sus operacio­nes. El es un conta­dor joven y activo, que conoce muy bien todas esas com­plicadas disposiciones finan­cie­ras, previsionales e im­posi­ti­vas. Es una gran ayuda, es eficiente y capaz. Realmen­te, muy ca­paz.

       Todavía estoy intrigado por lo ocurrido, hace unos diez días. Yo había emitido un che­que, que fue rechazado por el Banco, por falta de fondos suficientes. Y antes de que yo me enterara y pudiera averiguar el moti­vo, habían rebotado dos cheques más por importes aún ma­yo­res. Me extra­ña que los depósi­tos, hechos con suficiente antici­pación, no hayan alcan­za­do para cubrirlos.

      ¡Qué vergüenza! Y lo que más me molestó fue la visi­ta de un cobrador que pre­sentó de­man­das y me amenazó con la de­ses­perante lentitud de los tribunales, el té­trico ám­bito de una peni­tencia­ría, la compa­ñía de delin­cuentes profe­sionales. Pero ¿qué quieren que haga? Por el momen­to no puedo responder a ninguna exigen­cia, por­que me he quedado sin recursos dispo­ni­bles. Y ahora que necesito al Banco, no me los propor­ciona tam­po­co.

       Francamente, no entiendo qué puede haber pa­sado. Ten­go la mala suerte de que el conta­dor esté de vacacio­nes. Se iba por dos sema­nas, y ya pasaron tres. Cuando vuel­va, deberá expli­carme todo muy bien, espe­ro que ten­ga los datos a mano para comprobar que se trata de un error. Que venga pronto, por favor, porque con el calor que hace y sin venti­la­dor, este am­biente está inso­porta­ble. Y con esta mala luz, yo no puedo leer. Pero lo peor es esto de es­cribir con un lápiz sin punta, so­bre envol­to­rios de chocola­tines y cigarri­llos, y a es­pal­das de los reos con quie­nes comparto esta mal­dita cel­da.

 * * *

 


LA OTRA CACERÍA (5)

 JUEVES

 

 HAGA BUENA LETRA CON

  NUESTRO LÁPIZ MÁGICO

    EN COLORES, CON MÚSICA,

      RELOJ DESPERTADOR Y HORÓSCOPO.

        VISITE NUESTRA DEMOSTRACIÓN,

           ESTE JUEVES A LAS 18 HORAS.

       Así rezaba la invitación que recibí hace unos días de Yn Ho Senn Cía Ltda, la antigua firma importadora de una muy amplia gama de productos manufacturados. Los dueños son co­rea­nos; los conocí hace algún tiempo en una re­unión donde habían anticipado otra novedad. Sue­lo ti­rar esta clase de pro­paganda al cesto de papeles sin leerla, pero este folle­to me atraía, no sé si fue por el texto o por­que me in­teresaba el pro­ducto. ¿O habrá sido por la foto de la radiante Miss ­Corea que lo anuncia­ba?

      La cuestión es que deci­dí ir a verla (la presentación). Pero sólo por cu­riosi­dad, no para comprar ese lá­piz. Pare­cía un arte­facto origi­nal, pero por mágico que fuera, habría que ver si servía para algo. No me gusta ser un coneji­llo de Indias.

       El show comenzó puntualmente. Primer punto a fa­vor. A la elegante figura que subió al escena­rio, era la mucha­cha del folleto, la reconocí en se­gui­da. No es común que algo que se anun­cia coin­cida con lo que noso­tros lla­mamos la realidad. Segundo punto a favor.

      La acompañaba un representante de la firma, que ha­blaba muy bien, pero ¿para qué, ¿quién prestaba aten­ción a explicaciones de lo que estaba mos­trando la modelo? ¡Qué ojos, qué manos, qué men­tón, qué sonrisa, qué gra­cia para mo­verse!

.      Todavía impresionado por la belleza y la simpatía de la mucha­cha orien­tal, me paré en la vereda de enfrente, con la esperan­za de verla afuera. Hacía calor, había mucha humedad y baja pre­sión atmosférica, esa combina­ción cli­mática tan característica de esta ciu­dad a fi­nes de año. Era la época durante la cual la mitad de la población persi­gue a la otra, por­que quiere poner sus cosas en orden, en una eufo­ria contagiosa. Las calles y veredas se iban cubriendo de hojas de agendas, plani­llas y largas tiras de má­quinas calculado­ras, arrojadas desde las ven­tanas de ofici­nas. En la peato­nal y en vidrieras quedaban aún arma­dos ár­bo­les de Navidad, alegremente adornados, y con sus copos de nieve que, al igual que los trajes de los Santa Claus, pa­recen tan ab­sur­dos en am­bien­tes sub­tropi­cales.

       El campana­rio del edifi­cio del Con­ce­jo Delibe­ran­te cantó las sie­te. Abrí el estuche y contem­plé mi adqui­sición: un lá­piz rojo con rayos ver­des y un visor digital, una ca­jita musi­cal y pequeñas tar­jetas con frases al lado de los signos del Zodía­co. Contento, comprobé que no me habían engaña­do. En el reloj vi el tercer punto a fa­vor de Yn Ho Senn Cía, porque, efectivamente, señalaba las 19 ho­ras del día jue­ves 28 de di­ciem­bre. A Miss Corea no la vi sa­lir. 

 * * *


LA OTRA CACERÍA (4)

 MOMENTOS MUSICALES

       Yo quiero a muchas, pero como a ella, a nin­gu­na. Fue un amor a primer oído y hoy, casi sesenta años después, ella sigue siendo mi fa­vorita. En cualquier momento del día o de la noche responde a mis requerimientos, me en­vuelve en sus abra­zos, me confía sus secretos (creo, y espero, no conocerlos todos aún), me regala emociones.

      Si para Mozart La Flauta Mágica fue la últi­ma de sus más de veinte óperas, para mí fue la pri­mera que me reveló las po­si­bi­lidades de la voz humana, como cuando en un pasaje pianissimo pue­de llegar a todos los rinco­nes de un tea­tro, y en otro, im­po­nerse sin gri­tar a un tut­ti de la or­questa.

      Cada vez que me dejo trans­portar a esos dos rei­nos, el de la Reina de la Noche y el del Sumo Sacer­dote Sa­rastro, des­cubro sonidos que no ha­bía percibido antes en melo­días que creía cono­cer bien. Y me asom­bra que una simple pla­ca fo­no­grá­fica pueda seguir produ­cien­do duran­te tanto tiem­po tantas sensaciones iné­ditas.

 *   *   *

       Se televisaba un festival artístico a bene­ficio de una enti­dad de ayuda internacional, y uno de los muchos artis­tas que brindó su de­sin­teresada colabora­ción fue la so­prano María Me­neghini Callas, que en esa época es­taba en lo mejor de su carrera. Su aparición en la pan­talla fue un desafor­tunado primer plano de perfil, que originó entre los que mirábamos la trans­mi­sión, un comentario casi inevitable: ‑ ¡Qué nariz fea tiene!

      Felizmente, el director de cámaras corrigió la tor­pe­za en seguida, ofreciéndonos imáge­nes de la orques­ta, que ya estaba creando un su­blime fondo instrumental. La Callas hizo vibrar el tea­tro y los miles de televisores conec­tados con él. Su voz no era particular­mente bella, pero ella era muy expresiva y tenía un registro amplísi­mo. Mo­dulando y fraseando, volcó la ple­nitud de su talento vocal y teatral en cada nota y cada pau­sa.

      Desde los pri­meros compases notamos algo ex­traño, tan misterioso que no nos miramos has­ta el final de la apa­sionada inter­pre­ta­ción, y en­tonces ya no quedaba nin­guna duda: ha­bía­mos asistido a una transfi­gu­ra­ción in­con­ce­bible. El rostro de María Callas era ahora el de una mujer her­mosa y radiante, como por arte de magia.

      ¿O fue la magia del arte?

 * * *

       En una oportunidad presencié una clase ma­gis­tral que ofrecía un profesor de piano ale­mán, invitado al país por un Instituto Cul­tu­ral. Con mucho interés escu­chó las ejecuciones que ofre­cieron alumnos del Con­ser­va­torio, e hizo obser­vaciones y co­rrecciones.

      Lo me­jor de la mañana fue el episodio que protagoni­zó una alumna que presentó una sona­ta. El pro­fesor le pidió que repi­tiera un pa­saje determinado. En un espa­ñol co­rrecto aun­que con acento germáni­co, le pre­guntó:

      ‑ ¿Por qué lo toca usted allegro, si la par­ti­tura in­dica allegretto?

      La chica miró a sus compañeros buscando apo­yo, pero vio sólo hombros encogidos y cejas le­vantadas. Jun­tando coraje, contestó:

      ‑Lo hice, porque eh ... bueno, vea, los com­pases anteriores eran andante, y el final es brioso. Me pare­cía una transición más continua. No sé si usted ...

      El maestro se levantó y cruzó el escenario. En el otro ex­tremo, se quedó parado con los bra­zos en la es­palda.

      ‑Por favor, ¿puedo escucharlo otra vez?

      Sin cambiar de postura, prestó mucha aten­ción a la melodía que nuevamente descendió ale­gre­men­te del piano. Yo la encon­tré aún más agradable que las interpretaciones anterio­res. Si fuera empresario, organizaría una serie de reci­tales para esa alumna. Ella, naturalmente nervio­sa, no levantó la vis­ta del teclado cuando termi­nó.

      Con una sonrisa, el profesor se dio vuelta y le quitó la ten­sión:

      ‑Señorita, yo prefiero la indicación del com­po­si­tor. Pero acepto la variante que usted pro­pone. Su argu­mento es válido.

* * *      

    Tengo un amigo que escribe poesías. Una de ellas está dedica­da al órgano; en un elogio pa­re­cido al de Mozart (¿o fue Berlioz el que lo había llamado el rey de los instrumentos?), él lo admira como un ins­tru­mento para reyes. No sabe leer una sola nota en el pentagrama, pero gracias a un oído absoluto y una memoria privi­le­giada interpreta, e incluso compo­ne, música para ór­ga­no.

       Un día, lo acompañé a la iglesia de un pue­blo, donde él iba a tocar el órgano, que data del siglo die­cisiete. Abriendo y ce­rrando los registros, llenó el solemne es­pacio con be­llí­simos mensajes musi­cales de Händel, Bach y de él mismo. Esa tarde de un sábado nu­blado, la igle­sia estaba vacía; yo me acordaba del poema de mi amigo, y me sentía realmente como un rey.

* * *


domingo, 25 de junio de 2023

LA OTRA CACERÍA (3)

 CONFIANZA

 

 

      El inconfundible taconeo de Carmela anun­cia su baja­da por la ancha esca­lera que lleva al depósito de la dro­guería. Si bien ella no es la úni­ca vi­sitante no au­tori­zada a la zona de ac­ce­so restringida, es la más asi­dua. Todo el mun­do sabe que no­ va allí por ra­zo­nes de tra­bajo, pero la empresa es chica y la gen­te es compren­siva. Hernán, un hombre cor­dial y alegre, y la tímida y atractiva Car­me­la son queridos por todos.

            Durante una auditoría interna se comprue­ba la falta de seis cajitas de Vytado­tal, una dro­ga muy valiosa. Es el primer robo ocu­rrido en los vein­ticuatro años de exis­ten­cia de la firma. La noticia causa con­mo­ción, so­bre todo por­que queda en eviden­cia la res­ponsa­bi­lidad por la irregu­laridad, que re­cae en Her­nán Ris­po, el en­cargado y único empleado de ese sec­tor. La gerencia se ve obligada a se­pararlo de su car­go. No lo des­piden, pero le asignan ta­reas superfluas. Para mante­nerlo ocu­pa­do, le encar­gan la confec­ción de estadís­ti­cas y pla­ni­llas que nadie necesi­ta.

      Hernán está desconcertado e indignado. Sólo muy len­tamente se va dando cuenta de que está irremediable­mente involucrado en el asun­to. Muy a su pesar, debe admitir su parte de la culpa, porque él mismo no ha he­cho res­pe­tar la prohibi­ción del ingreso en su área de tra­ba­jo. No le queda otra alter­nativa que acep­tar la situación, y esperar que encuentren al la­drón. Pero no sur­ge ningún indicio, y cada día que pasa sin nove­dades, crecen su angustia y su impotencia. Pien­sa en sus trece años de muy buen desempeño, en el ascenso, que ayer pa­re­cía es­tar tan cerca y que hoy queda tan le­jos. Carmela lo con­suela, sin mucho éxito. Los dos saben que la norma de la restric­ción exis­te ...

 

      Paseando por una galería comercial, Car­mela llega a la boutique de una amiga cuando un hom­bre casi la lle­va por delante. Es Lucas Pachese, quien también trabaja en la drogue­ría. No le­van­ta la vista ni pide dis­culpas, y al verlo tan apurado y distraído, Carmela no lo llama.

      La amiga le cuenta que se ha ganado un pre­mio en la lotería, y que acaba de vender el bi­lle­te. Cuando Carme­la levanta las ce­jas, le ex­plica que hay gente que com­pra nú­meros pre­mia­dos, ofre­ciendo al tenedor un pre­cio supe­rior al valor neto del premio. De esa manera obtiene un comprobante de pago, emitido por la Lotería Nacional, que justi­fica ante el fisco la pose­sión de dinero habido en forma ilícita.

      Para Carmela es una novedad que no com­prende. Si es cierto que se benefician tanto el com­pra­dor como el ven­dedor, y que no se per­judi­can ni el Director de Im­pues­tos, ni el de la Lote­ría, parece ser una operación acep­table y transparen­te. Sin em­bargo, no está conven­cida de que sea trigo limpio. ¿Cómo es eso: el te­nedor del bi­lle­te gana, pero nadie pier­de? ¿Es posible eso? ¿Y si es po­sible, no es cu­rioso?

 

      Afuera, Carmela se acuerda del atropello, cer­ca de la puerta del negocio de su amiga. Esa imagen sigue dan­do vueltas en su cabeza du­ran­te toda la tarde. De pron­to, asocia la ner­vio­si­dad de Lucas con el carácter dudo­so de la ma­nio­bra, y siente un cosqui­lleo al pen­sar que Lu­cas Pa­chese puede ha­ber sido el com­pra­dor del bi­lle­te de su amiga. En se­guida recha­za esa de­duc­ción: Pachese es el jefe del control inter­no, es el que ha hecho el infor­me so­bre el robo. Es un profe­sio­nal respeta­do, el hom­bre de con­fianza del geren­te. Él po­dría ha­ber efec­tua­do aque­lla tran­sac­ción por cuen­ta de un amigo o un parien­te.

      Pero la ocurrencia no la deja en paz y la lleva a la conclusión que una mane­ra, qui­zás la única, de disipar su duda es in­ves­ti­gar las an­danzas de ese señor. El monto en cues­tión es lo suficientemente alto como para que un con­tador, aunque tenga una bue­na posi­ción eco­nómi­ca, adop­te ciertas costumbres y cambie otras, incluso su estilo de vida.

 

      Ahora, ¿cómo encarar una investigación? No quiere con­fiar su sospecha, ni consultar, a na­die, y no quiere acu­sar sin fundamento. En no­ches de in­som­nio concibe un plan, que le pa­rece bue­no, pero no la deja muy tranqui­la. Al contra­rio, aumenta su inquietud: es­table­cer una rela­ción con Lucas Pachese para po­der ob­servar de cerca su vida privada. Lucas co­noce su relación con Rispo, pero en las cir­cunstan­cias le parece­rá razonable que ella prefiere no continuarla.

      Es una idea audaz, porque Lucas podría lle­gar a co­rresponderle más de lo que ella se propo­ne, de modo que debe tener cuidado. Mu­cho cui­dado. Como en las his­torias de espio­naje y contra­es­pionaje (en realidad, se trata de un espiona­je). Decide correr el riesgo por­que la posibi­li­dad, por remota que sea, de demostrar la ino­cen­cia de Hernán, lo vale.

 

      A Carmela le repugna la tarea que se ha impuesto: se­ducir a una per­so­na sin tener intenciones since­ras. No puede acusar­ sin fundamento, pero tiene ra­zo­nes para suponer que ese hombre es un ladrón. El tiempo que sigue pone a dura prueba su pa­cien­cia y fuerza de voluntad. A veces se desespe­ra. ¿Si su estra­tegia no lle­va al resultado de­seado, cómo le explica a Hernán lo que ha hecho? ¿Y cómo se senti­ría al haber­le creado falsas ilu­siones a Lucas?

      Hernán ve lo que está sucedien­do, y se le cae el alma a los pies. Se re­siste a la perspecti­va de renun­ciar a Carme­la, pero piensa que quizás ella tenga razón.

 

      Pasan tres meses. Carmela está al bor­de de una crisis nerviosa; el te­rri­ble es­fuerzo de fin­gir una actitud amoro­sa crea una tensión que no podrá sopor­tar por mucho tiem­po más. Pero sus atentas observa­cio­nes, más al­gunos datos aporta­dos invo­luntaria­mente por su falso amante, le per­miten comuni­car en for­ma muy con­fidencial su sos­pecha al ge­ren­te. Como es natu­ral, éste tam­poco puede creer­lo. Pero acepta el testimo­nio y pone en mar­cha un segui­miento pro­fe­sio­nal.

      La investigación confirma lo que parecía tan poco probable. El contador confiesa que, es­tan­do por unos momentos solo durante el re­cuento de la mercadería, no ha resisti­do la tentación.

 

      Todo el mundo respira profundamente, y se or­ganiza una fiesta para celebrar la reha­bi­li­ta­ción de Hernán Rispo. Pero él no par­ti­cipa de los festejos. Está muy afectado por la in­justi­cia y por el trabajo inútil que está haciendo, pero más que nada por la incom­pren­si­ble actua­ción de Carme­la.

      La explicación que ella le da, llega tar­de, no le devuelve el ánimo. Hernán está des­creído y tie­ne los nervios destrozados. A pe­sar de que tiene sólo treinta y dos años, no podrá trabajar más: de aquí en ade­lante ha­brá de vivir de una jubilación por invalidez perma­nen­te.

 

* * *


ARRITMIA

 

 

      06.50 a 06.52 horas: Despertador, maldicio­nes, des­pe­re­zarme, remolonear dos minutos más, ducharme, afeitarme.

      07.20: Rápida ojeada al matutino de mayor circula­ción. Tin­tineo de tazas y cucharitas como preludio del desayuno que está preparando mi (amorosa) espo­sa. Estu­dio del estado y pro­nósti­co meteorológicos, para elegir la ropa más ade­cuada (Abrigate, que hace frío - Sí, que­ri­da).-

      07.30: Apurada búsqueda de lectura para el viaje; beso a mi (amorosa) esposa.

      07.40: Subir, mejor dicho ser subido, al pri­mer tren con destino a La Vorágine.

      08.50: Llegada, con los zapatos pisoteados y la ropa arruga­da, a la esquina de la ofi­ci­na. Si hay tiem­po, un café al paso; si se ha hecho tar­de, un café al paso.

      09.00: A trabajar. Otra vez. Con los mismos compa­ñe­ros, oír todos los días las mismas que­jas, los mismos piropos, las mis­mas bromas, re­sumir las mismas facturas y volcar las mis­mas cifras en las mismas planillas. En el am­biente de siem­pre, con las perspec­tivas de siempre, durante cinco días por semana, once meses por año.

      Un rápido cálculo me mostró que ya llevaba unos cin­co mil días de trabajo en este ben­dito empleo. ¡Cinco mil! Y pensar que para jubilar­me me fal­taban nueve años. Que son, a ver, más de dos mil días todavía. ¡Qué ho­rror! Había que hacer algo para acor­tar ese tiem­po. Ne­ce­sitaba un cambio para romper esta mono­tonía inso­porta­ble.

 

      Un buen día decidí hacer un cambio. Cumplí con el ri­tual diario hasta llegar a la esta­ción. Esta vez no cru­cé las vías, sino que tomé el tren en la dirección opuesta. Tantas veces lo había visto pasar, vacío a esta hora. Viajar sentado, ¡qué lujo! Quedé contento de ha­berlo hecho. ¡Arriba, afue­ra! Era como can­jear la as­fi­xiante esclavitud de La Vorágine por la liber­tad, des­co­nocida pero con toda seguridad esplén­dida, del campo.

 

      En la estación terminal me bajé y empecé a caminar por las calles, limpias y an­chas. Desde un ban­co de la plaza disfruté del ambiente. Comenzaba la acti­vidad; sin em­bargo, el pueblito parecía estar medio dormido toda­vía. Soñoliento, pero no aburrido, co­mo por ejem­plo el trabajo en la ofici­na. Ense­gui­da re­cha­cé la comparación, no que­ría pensar en eso. Hoy, no.

 

      De regreso a la hora de siempre, respondí como pude a las preguntas de mi (amorosa) es­posa sobre las noveda­des del día en la ofici­na, La Vorágine y los viajes. Traté de no son­reír cuando decía para mis aden­tros: si supie­ras vieja, que en mi vida he pasado un día más placen­tero. Ni siquiera de vaca­ciones contigo ...

 

      La escapada me gustó, tenía ganas de repe­tir­la. Una, tres, cuatro y ­varias veces más disfruté de la tran­quili­dad del puebli­to, donde los pocos automóviles que cir­cula­ban no tocaban bocina porque na­die tenía apuro, don­de todos los veci­nos se conocían, donde sólo se vendían diarios del día ante­rior. Donde, en cin­co palabras, el tiempo pare­cía haberse deteni­do.

 

      Una mañana, me asusté al ver en el almana­que que hoy co­brá­bamos. ¿Cobrar? ¿Me pagarían? Me extrañó no haber recibi­do un telegrama in­timán­dome a presentarme en el trabajo. Me pa­re­ció pru­dente volver ahora. Quién sabe qué sanción me espe­ra­ba. Una amonestación, un su­mario quizás. Pero no me importaba. Al contrario, pensé que era una buena oportunidad para hablar con los dirigentes de la empresa sobre la explota­ción a la que sometían al perso­nal, ­los largos e inflexibles hora­rios por sueldos de hambre y sin nin­gún otro incen­tivo.

      Sí señor, eso les diría. Me sentía animado y con una fuer­za capaz de enfrentar a in­va­sio­nes simultá­neas de Vikin­gos y Mongoles. Y ahora que había dado el primer paso, debía persistir en esta rebeldía contra la alienante rutina de mi em­pleo.

      Sin embargo, fue con algo de temor que en­tré en la ofi­ci­na. Simulé la mayor naturalidad po­sible, pero para mi asombro, todo el mundo me saludó como siempre, como si no hubiera faltado du­rante vaya uno a saber cuánto, tiem­po. ¿Fue una sema­na, fueron cinco?

      No hubo ningún comentario, nadie se acercó para sa­ber qué me había pasado. Alguien me pre­guntó si estaba ner­vioso, en un día tan espe­cial. Yo no entendía nada, y no me animé a pre­gun­tar nada.

      Entendía menos todavía cuando, apenas me ha­bía sen­ta­do, el gerente quería verme. Empecé a tomar con­ciencia de lo que había hecho, y a arrepentirme de mi locura. Seguramente me co­mu­nica­rían que quedaba despedi­do. Ya no me acorda­ba de las cosas que iba a decir en de­fensa de los derechos de los trabajadores, y de otras nobles cau­sas.

 

      Contrariamente a mi costumbre, subí los cua­tro pisos por el ascensor, porque mis rodi­llas no me habrían ele­vado más allá del primer esca­lón. En el despacho del gerente estaban tam­bién el director de mi departamento y el jefe de per­sonal.

      Todos me saludaron con una cordialidad ines­pe­rada, y me hablaron en un tono poco ha­bi­tual, solemne, pero afectuoso. Traté de des­ci­frar lo que decían, porque no lo podía creer. Habla­ban, no de un despido, sino de una despedi­da, de la tan ansia­da como merecida jubila­ción, algo así decían. ¿Jubilarme, yo? Pero cómo, si todavía me faltaban nueve ...

      De golpe, comprendí. Comprendí que, efecti­vamente, ya ha­bían pasado nueve años. En La Vo­rá­gine. En la arritmia de ese pue­bli­to, no.

 

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AGUA MALDITA

 

 

      Cuenta la leyenda que el monarca Abdul-El-Agreb a­doraba el agua. Su fastuoso palacio, construido en va­rios niveles, estaba rodeado de estanques y fuen­tes. El cristalino líquido se precipitaba por los ahue­cados pa­samanos de las escaleras, corría por acequias atra­ve­san­do los patios, fluía por alcantarillas que bor­dea­ban las galerías, saltaba en chorros que se en­tre­cru­zaban por encima de canteros siempre llenos de flores, y ondu­laba en los sóta­nos, donde grandes baños forma­ban un as­pec­to impor­tante de la civiliza­ción árabe.

      Esa maravilla de artesa­nía hi­dráuli­ca era admirada por su concepción y su arquitectura, pero era también censu­rada por su ubicación in­sólita: al borde del Gran Desierto de Ras­chid Salem Na­fudh. Era como un desafío a la naturale­za, casi una blasfe­mia.

      Una vez, un beduino había advertido que, si con­tinua­ba el de­rroche de ese elemento tan vi­tal para la zona, una catástrofe sería ine­vi­table. El Rey Ab­dul-El-Agreb con­sideró esa amenaza un insulto a su investi­dura, y condenó al infortunado gitano al cadalso.

 

      El día siguiente se levantaron fuertes vientos en aquella zona del de­sierto. Secos como la misma arena que traían, azo­ta­ron las pobla­cio­nes cercanas, pulieron las cortezas de las palmeras y taparon los pozos de agua. Si bien las tor­mentas eran habituales en esa épo­ca del año, la gen­te estaba aterrada. El se­gundo día comen­zó a es­ca­sear el agua, y se pidió al Califa que la pro­ve­yera.

      Pero esa ayuda habría significado la para­li­za­ción de las aguas corrientes de su casti­llo. En res­puesta, el Rey ordenó que los hombres cavaran inme­dia­tamente nuevos pozos, y mandó a la cárcel a los con­seje­ros que tuvie­ron la im­prudencia de recordarle la predic­ción del bedui­no.

 

      Contrariamente a lo que suponía el Gober­nante Su­pre­mo, el temporal no amainó. El ter­cer día, huracanes trans­portaban nubes de pol­vo cada vez más gi­gantescas en dirección a los jardines rea­les. El Rey Abdul-El-Agreb, ahora también preo­cupado, im­ploró la protección de Alá, pero el despla­zamiento del Gran De­sierto de Raschid Sa­lem Nafudh no se detu­vo. Antes de finalizar el cuarto día, las implaca­bles are­nas habían cu­bierto la magnífica obra.

 

      Cuatrocientos años después, el palacio fue re­cons­truido sobre la base de los mismos pla­nos, y pro­ba­ble­mente con el mismo esplendor, pero en otro país medi­te­rráneo, y lejos de desiertos - por las dudas. Y allí está toda­vía, como un in­mere­cido homenaje a la sober­bia de un soberano moro.

 

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MAL AGÜERO

 

 

      Cuando yo tenía ocho años, él debía tener ya más de ocho mil millones. A toda hora, e inclu­so cuando el sol pasa por el ce­nit, su enorme masa líquida es de un color verde oscu­ro, casi negro, que le da un aspecto tan ago­rero que hasta el día de hoy, yo lo aso­cio con alguna situa­ción de mal agüero. Lo que más me im­presio­nó fue su su­perficie: parece que nun­ca se ve en ella la más leve ondu­la­ción, ni si­quiera cuando caen las grandes llu­vias.

 

      En la orilla desde la cual lo vi por prime­ra vez, hay una pequeña playa de arena y can­to ro­dado, el único ac­ceso al Lago. Los otros costa­dos están cubiertos por densas malezas, arbustos con flores de vivos colo­res, y altí­si­mos árbo­les. Uno de los bordes es una pared de piedra, que tendrá en ningún punto menos de noventa me­tros de perpendiculari­dad.

      En medio de esa belleza tropical, a ocho­cien­tos me­tros de altu­ra sobre el mar, pasamos una semana de vaca­ciones en una hos­tería que está ubicada cerca de este Lago, donde reside Sumber Waras, la Emperatriz de las Aguas. Ella mantiene esta área herméti­ca para no dar a conocer su morada. Pero los lugareños lo sa­ben, y tam­bién saben que los curiosos que no han podido re­sis­tir la tentación de internarse en el Lago, no han vuelto.

 

      Se oye decir que en determinadas fechas sue­len re­unirse aquí los alcaldes de los ríos, los gobernadores de los lagos y los reyes de los océanos. Acompañados de nutridas comisio­nes de mi­nistros, asesores y cortesanos, se trasladan al Lago a través del laberinto sub­terráneo que une todas las aguas del planeta.

      En la casi total oscuridad de la Luna Nueva comienza a ondear el espejo negro. Cuando las co­mi­tivas han ter­minado los preparativos, van tomando su ubicación los dignatarios, y poco antes de la media­noche emerge la Emperatriz Sum­ber Waras desde la nunca son­deada pro­fun­didad, para pre­sidir la asamblea.

 

      Me despertaron ruidos, como si enormes ob­je­tos caye­ran al agua desde mucha altura. Lue­go, oí cómo se gol­peaban masas de líquido. Recordaba la impresión que me había causado el Lago, y sentí miedo. En el hotel no se encen­dió ninguna luz, ¿nadie habría oído nada?

      Al bullicio, que parecía interminable, se sumó ahora el es­trépito de grandes cataratas. Ha­cía poco, yo había leído algo sobre maremo­tos, que son mares que se despla­zan. Bañado en trans­piración, no me atreví a mo­verme. De pronto, se produjo un si­lencio, no menos omi­noso que el ruido. Tardé en volver a dor­mir­me.

 

      Cuando los pájaros saludaron los primeros rayos de luz, reinaba la serenidad matinal de siempre.

      - Lo habrás soñado - sonrió mi padre cuando en el desayuno le con­té lo que había oído. Tampoco dio cré­di­to a la existencia de Sumber Wa­ras, aunque la leyenda le pa­re­ció divertida. Por suerte, aceptó acompañarme en un pa­seo al Lago. Yo no ha­bría ido solo ni aun­que me rega­laran tres tre­nes eléc­tricos con un emplaza­mien­to ferro­via­rio, estaciones y cien metros de vías con cruces y señales.

      Llegamos a la orilla por la pequeña playa. Me ima­gi­naba la reunión de anoche y pensé lo agitadas que habrían sido las discu­siones por te­mas in­ter­a­cuá­ticos, por­que la in­mensa roca que te­nía­mos en frente chorreaba un torren­te de agua. Pero la superficie del Lago quedaba inmó­vil y más fasci­nante que nunca: fría y omino­samente oscu­ra.

      Papá no me miró, y no se sonrió.

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DESORDEN

 

 

      Cosmos significa: orden. La cosmografía nos ense­ña que, en efecto, todo lo que hay en el Universo, tiene sus medidas y pro­porciones, sus derroteros, sus ciclos y sus cadencias, dis­pues­tos en una armonía admirable desde hace varios miles de millo­nes de años. Pero, así como los seres humanos gozamos de cierta li­ber­tad, así los astros también tienen el pri­vi­legio de des­viarse de vez en cuando.

 

      Una de esas variantes, que se nos presentan en la vida dia­ria, es el espectáculo de las es­trellas fugaces, esos cuer­pos celestiales que no pueden retomar su órbi­ta. Otro ejemplo es la Tierra, que suele acelerar o dis­minuir la velo­cidad de rota­ción sobre su propio eje o alrede­dor del Sol; es cuando nosotros deci­mos que el tiempo vuela, o que no pasa nunca.

 

      Recientemente, científicos han comenzado a preocu­par­se por algunas irregularidades que, si bien no son nue­vas, ahora se han acentuado. Una de ellas es un leve, pero perceptible, cambio en la constelación de Orión. También han llamado la aten­ción alteraciones en la in­tensidad del bri­llo de la Estrella Polar. Pero el descu­brimiento más desconcertante es el lento acerca­miento de nuestra galaxia a la de Andrómeda, en contra­dic­ción con la Teoría de la Expansión del Univer­so.

 

      Los astrónomos nos tranquilizan, explicando que en este espa­cio tan vasto es impensable que se produzca alguna situación grave -aunque admi­ten que esta­mos en vísperas de impor­tan­tes modi­ficaciones de nuestra atmós­fera. El lector inte­re­sado tiene la posibilidad de ob­servar estos fenómenos de cerca, y de verificar los fun­damen­tos técnicos que ofrecen los expertos. Eso sí, no hay tiempo que perder. Tiene que hacerlo hoy mis­mo, por­que mañana pue­den haber reparado ya el proyector del Planeta­rio de la Ciudad.

 

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EN PLENO VUELO

 

 

      Fascinado, Marcos no quitaba los ojos del ins­tru­men­tal de vuelo. Era mucho más intrin­ca­do de lo que se ha­bía imaginado. ¿Cómo logra­ban controlar esos medidores, relojes y pan­ta­llas? Debía haber más de cien. Notó con asom­bro que el piloto pare­cía no prestar mu­cha aten­ción al ma­nejo del enorme avión, y que el co­pi­loto tu­viese tiempo para explicarle algu­nas fun­cio­nes del ta­ble­ro.

      Viajaban pocos pasajeros en el corto trayecto de cabotaje, y el comandante los había invitado a visitar la ca­bina. Des­de esa ubica­ción privi­legiada, la vista panorámica es des­lum­brante, espe­cialmen­te si con tiempo bueno se sobre­vuela una cor­dillera de cumbres nevadas.

 

      La experiencia no pareció haberle im­pre­sio­nado dema­siado a Marcos, porque excepto du­rante el resto de las vacaciones, no habló más del avión. No em­papeló las paredes de su cuarto con fotografías, ni co­leccionaba mo­de­los de avio­nes; tampoco leía revistas o li­bros, o mos­traba un interés especial por pelí­culas so­bre el te­ma. El año siguiente terminó el co­le­gio, y se pre­paró para estudiar medici­na, como había que­rido siem­pre.

      Sin embargo, aquella escena vivida durante su pri­mer vuelo le había quedado grabada en el sub­cons­ciente. Por­que un día, durante una charla de sobreme­sa, anunció un sorprendente cambio de su futuro: quería con­ducir avio­nes. No eligió la aviación comer­cial por­que, atraí­do por la disci­plina militar, quería ingresar en la Fuerza Aé­rea.

 

      Sus padres asistieron a la ceremo­nia de gra­dua­ción con sentimientos encontrados. Natu­ral­men­te, com­par­tieron su satisfacción por haber al­canzado la meta que se había propues­to, pero en el fondo no les había gusta­do esa elec­ción. ¿Por qué la avia­ción -año tras año crecen la velocidad de los avio­nes y el nú­mero de ac­ciden­tes aé­reos- y por qué no la civil? Afortunada­mente, las re­gio­nes del mundo donde sue­le haber con­flictos arma­dos, estaban demasia­do lejos de donde ellos vi­vían, como para temer situa­ciones pe­li­gro­sas.

 

      Pero pocos meses después de esa celebra­ción, el país se precipitó en una inesperada e innece­saria gue­rra. El joven alférez fue lla­mado para cumplir una mi­sión. Tuvo el honor de ser el pri­mero en correr hacia su avión para defender la pa­tria, y contribuyó a un éxi­to que fortale­ció la posición estratégica de las Fuerzas Arma­das.

      Esa noche, al sentarse para cenar, uno de los pi­lo­tos que no había participado del ope­rati­vo, pre­gun­tó: - "¿Y Marquitos?"

 

      Cabezas gachas y miradas evasivas fueron la res­pues­ta en el helado minuto de silencio.

 

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