MOMENTOS MUSICALES
Yo quiero a muchas, pero como a ella, a ninguna. Fue un amor a primer oído y hoy, casi sesenta años después, ella sigue siendo mi favorita. En cualquier momento del día o de la noche responde a mis requerimientos, me envuelve en sus abrazos, me confía sus secretos (creo, y espero, no conocerlos todos aún), me regala emociones.
Si
para Mozart La Flauta Mágica fue la última de sus más de veinte óperas,
para mí fue la primera que me reveló las posibilidades de la voz humana,
como cuando en un pasaje pianissimo puede llegar a todos los rincones de un
teatro, y en otro, imponerse sin gritar a un tutti de la orquesta.
Cada vez que me dejo transportar a esos
dos reinos, el de la Reina de la Noche y el del Sumo Sacerdote Sarastro,
descubro sonidos que no había percibido antes en melodías que creía conocer
bien. Y me asombra que una simple placa fonográfica pueda seguir produciendo
durante tanto tiempo tantas sensaciones inéditas.
* * *
Se televisaba un festival artístico a beneficio de una entidad de ayuda internacional, y uno de los muchos artistas que brindó su desinteresada colaboración fue la soprano María Meneghini Callas, que en esa época estaba en lo mejor de su carrera. Su aparición en la pantalla fue un desafortunado primer plano de perfil, que originó entre los que mirábamos la transmisión, un comentario casi inevitable: ‑ ¡Qué nariz fea tiene!
Felizmente,
el director de cámaras corrigió la torpeza en seguida, ofreciéndonos imágenes
de la orquesta, que ya estaba creando un sublime fondo instrumental. La
Callas hizo vibrar el teatro y los miles de televisores conectados con
él. Su voz no era particularmente bella, pero ella era muy expresiva y tenía
un registro amplísimo. Modulando y fraseando, volcó la plenitud
de su talento vocal y teatral en cada nota y cada pausa.
Desde
los primeros compases notamos algo extraño, tan misterioso que no nos miramos
hasta el final de la apasionada interpretación, y entonces ya no quedaba
ninguna duda: habíamos asistido a una transfiguración inconcebible. El
rostro de María Callas era ahora el de una mujer hermosa y radiante, como por
arte de magia.
¿O
fue la magia del arte?
* * *
En una oportunidad presencié una clase magistral que ofrecía un profesor de piano alemán, invitado al país por un Instituto Cultural. Con mucho interés escuchó las ejecuciones que ofrecieron alumnos del Conservatorio, e hizo observaciones y correcciones.
Lo
mejor de la mañana fue el episodio que protagonizó una alumna que presentó
una sonata. El profesor le pidió que repitiera un pasaje determinado. En un
español correcto aunque con acento germánico, le preguntó:
‑
¿Por qué lo toca usted allegro, si la partitura indica allegretto?
La
chica miró a sus compañeros buscando apoyo, pero vio sólo hombros encogidos y
cejas levantadas. Juntando coraje, contestó:
‑Lo
hice, porque eh ... bueno, vea, los compases anteriores eran andante, y
el final es brioso. Me parecía una transición más continua. No sé si
usted ...
El
maestro se levantó y cruzó el escenario. En el otro extremo, se quedó parado
con los brazos en la espalda.
‑Por
favor, ¿puedo escucharlo otra vez?
Sin
cambiar de postura, prestó mucha atención a la melodía que nuevamente
descendió alegremente del piano. Yo la encontré aún más agradable que las interpretaciones anteriores. Si fuera empresario, organizaría una serie de recitales
para esa alumna. Ella, naturalmente nerviosa, no levantó la vista del teclado
cuando terminó.
Con
una sonrisa, el profesor se dio vuelta y le quitó la tensión:
‑Señorita, yo prefiero la indicación del compositor. Pero acepto la variante que usted propone. Su argumento es válido.
* * *
Tengo un amigo que escribe poesías. Una de ellas está dedicada al órgano; en un elogio parecido al de Mozart (¿o fue Berlioz el que lo había llamado el rey de los instrumentos?), él lo admira como un instrumento para reyes. No sabe leer una sola nota en el pentagrama, pero gracias a un oído absoluto y una memoria privilegiada interpreta, e incluso compone, música para órgano.
Un día, lo acompañé a la iglesia de un pueblo, donde él iba a tocar el órgano, que data del siglo diecisiete. Abriendo y cerrando los registros, llenó el solemne espacio con bellísimos mensajes musicales de Händel, Bach y de él mismo. Esa tarde de un sábado nublado, la iglesia estaba vacía; yo me acordaba del poema de mi amigo, y me sentía realmente como un rey.
* * *
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