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domingo, 25 de junio de 2023

LA OTRA CACERÍA (3)

 CONFIANZA

 

 

      El inconfundible taconeo de Carmela anun­cia su baja­da por la ancha esca­lera que lleva al depósito de la dro­guería. Si bien ella no es la úni­ca vi­sitante no au­tori­zada a la zona de ac­ce­so restringida, es la más asi­dua. Todo el mun­do sabe que no­ va allí por ra­zo­nes de tra­bajo, pero la empresa es chica y la gen­te es compren­siva. Hernán, un hombre cor­dial y alegre, y la tímida y atractiva Car­me­la son queridos por todos.

            Durante una auditoría interna se comprue­ba la falta de seis cajitas de Vytado­tal, una dro­ga muy valiosa. Es el primer robo ocu­rrido en los vein­ticuatro años de exis­ten­cia de la firma. La noticia causa con­mo­ción, so­bre todo por­que queda en eviden­cia la res­ponsa­bi­lidad por la irregu­laridad, que re­cae en Her­nán Ris­po, el en­cargado y único empleado de ese sec­tor. La gerencia se ve obligada a se­pararlo de su car­go. No lo des­piden, pero le asignan ta­reas superfluas. Para mante­nerlo ocu­pa­do, le encar­gan la confec­ción de estadís­ti­cas y pla­ni­llas que nadie necesi­ta.

      Hernán está desconcertado e indignado. Sólo muy len­tamente se va dando cuenta de que está irremediable­mente involucrado en el asun­to. Muy a su pesar, debe admitir su parte de la culpa, porque él mismo no ha he­cho res­pe­tar la prohibi­ción del ingreso en su área de tra­ba­jo. No le queda otra alter­nativa que acep­tar la situación, y esperar que encuentren al la­drón. Pero no sur­ge ningún indicio, y cada día que pasa sin nove­dades, crecen su angustia y su impotencia. Pien­sa en sus trece años de muy buen desempeño, en el ascenso, que ayer pa­re­cía es­tar tan cerca y que hoy queda tan le­jos. Carmela lo con­suela, sin mucho éxito. Los dos saben que la norma de la restric­ción exis­te ...

 

      Paseando por una galería comercial, Car­mela llega a la boutique de una amiga cuando un hom­bre casi la lle­va por delante. Es Lucas Pachese, quien también trabaja en la drogue­ría. No le­van­ta la vista ni pide dis­culpas, y al verlo tan apurado y distraído, Carmela no lo llama.

      La amiga le cuenta que se ha ganado un pre­mio en la lotería, y que acaba de vender el bi­lle­te. Cuando Carme­la levanta las ce­jas, le ex­plica que hay gente que com­pra nú­meros pre­mia­dos, ofre­ciendo al tenedor un pre­cio supe­rior al valor neto del premio. De esa manera obtiene un comprobante de pago, emitido por la Lotería Nacional, que justi­fica ante el fisco la pose­sión de dinero habido en forma ilícita.

      Para Carmela es una novedad que no com­prende. Si es cierto que se benefician tanto el com­pra­dor como el ven­dedor, y que no se per­judi­can ni el Director de Im­pues­tos, ni el de la Lote­ría, parece ser una operación acep­table y transparen­te. Sin em­bargo, no está conven­cida de que sea trigo limpio. ¿Cómo es eso: el te­nedor del bi­lle­te gana, pero nadie pier­de? ¿Es posible eso? ¿Y si es po­sible, no es cu­rioso?

 

      Afuera, Carmela se acuerda del atropello, cer­ca de la puerta del negocio de su amiga. Esa imagen sigue dan­do vueltas en su cabeza du­ran­te toda la tarde. De pron­to, asocia la ner­vio­si­dad de Lucas con el carácter dudo­so de la ma­nio­bra, y siente un cosqui­lleo al pen­sar que Lu­cas Pa­chese puede ha­ber sido el com­pra­dor del bi­lle­te de su amiga. En se­guida recha­za esa de­duc­ción: Pachese es el jefe del control inter­no, es el que ha hecho el infor­me so­bre el robo. Es un profe­sio­nal respeta­do, el hom­bre de con­fianza del geren­te. Él po­dría ha­ber efec­tua­do aque­lla tran­sac­ción por cuen­ta de un amigo o un parien­te.

      Pero la ocurrencia no la deja en paz y la lleva a la conclusión que una mane­ra, qui­zás la única, de disipar su duda es in­ves­ti­gar las an­danzas de ese señor. El monto en cues­tión es lo suficientemente alto como para que un con­tador, aunque tenga una bue­na posi­ción eco­nómi­ca, adop­te ciertas costumbres y cambie otras, incluso su estilo de vida.

 

      Ahora, ¿cómo encarar una investigación? No quiere con­fiar su sospecha, ni consultar, a na­die, y no quiere acu­sar sin fundamento. En no­ches de in­som­nio concibe un plan, que le pa­rece bue­no, pero no la deja muy tranqui­la. Al contra­rio, aumenta su inquietud: es­table­cer una rela­ción con Lucas Pachese para po­der ob­servar de cerca su vida privada. Lucas co­noce su relación con Rispo, pero en las cir­cunstan­cias le parece­rá razonable que ella prefiere no continuarla.

      Es una idea audaz, porque Lucas podría lle­gar a co­rresponderle más de lo que ella se propo­ne, de modo que debe tener cuidado. Mu­cho cui­dado. Como en las his­torias de espio­naje y contra­es­pionaje (en realidad, se trata de un espiona­je). Decide correr el riesgo por­que la posibi­li­dad, por remota que sea, de demostrar la ino­cen­cia de Hernán, lo vale.

 

      A Carmela le repugna la tarea que se ha impuesto: se­ducir a una per­so­na sin tener intenciones since­ras. No puede acusar­ sin fundamento, pero tiene ra­zo­nes para suponer que ese hombre es un ladrón. El tiempo que sigue pone a dura prueba su pa­cien­cia y fuerza de voluntad. A veces se desespe­ra. ¿Si su estra­tegia no lle­va al resultado de­seado, cómo le explica a Hernán lo que ha hecho? ¿Y cómo se senti­ría al haber­le creado falsas ilu­siones a Lucas?

      Hernán ve lo que está sucedien­do, y se le cae el alma a los pies. Se re­siste a la perspecti­va de renun­ciar a Carme­la, pero piensa que quizás ella tenga razón.

 

      Pasan tres meses. Carmela está al bor­de de una crisis nerviosa; el te­rri­ble es­fuerzo de fin­gir una actitud amoro­sa crea una tensión que no podrá sopor­tar por mucho tiem­po más. Pero sus atentas observa­cio­nes, más al­gunos datos aporta­dos invo­luntaria­mente por su falso amante, le per­miten comuni­car en for­ma muy con­fidencial su sos­pecha al ge­ren­te. Como es natu­ral, éste tam­poco puede creer­lo. Pero acepta el testimo­nio y pone en mar­cha un segui­miento pro­fe­sio­nal.

      La investigación confirma lo que parecía tan poco probable. El contador confiesa que, es­tan­do por unos momentos solo durante el re­cuento de la mercadería, no ha resisti­do la tentación.

 

      Todo el mundo respira profundamente, y se or­ganiza una fiesta para celebrar la reha­bi­li­ta­ción de Hernán Rispo. Pero él no par­ti­cipa de los festejos. Está muy afectado por la in­justi­cia y por el trabajo inútil que está haciendo, pero más que nada por la incom­pren­si­ble actua­ción de Carme­la.

      La explicación que ella le da, llega tar­de, no le devuelve el ánimo. Hernán está des­creído y tie­ne los nervios destrozados. A pe­sar de que tiene sólo treinta y dos años, no podrá trabajar más: de aquí en ade­lante ha­brá de vivir de una jubilación por invalidez perma­nen­te.

 

* * *


ARRITMIA

 

 

      06.50 a 06.52 horas: Despertador, maldicio­nes, des­pe­re­zarme, remolonear dos minutos más, ducharme, afeitarme.

      07.20: Rápida ojeada al matutino de mayor circula­ción. Tin­tineo de tazas y cucharitas como preludio del desayuno que está preparando mi (amorosa) espo­sa. Estu­dio del estado y pro­nósti­co meteorológicos, para elegir la ropa más ade­cuada (Abrigate, que hace frío - Sí, que­ri­da).-

      07.30: Apurada búsqueda de lectura para el viaje; beso a mi (amorosa) esposa.

      07.40: Subir, mejor dicho ser subido, al pri­mer tren con destino a La Vorágine.

      08.50: Llegada, con los zapatos pisoteados y la ropa arruga­da, a la esquina de la ofi­ci­na. Si hay tiem­po, un café al paso; si se ha hecho tar­de, un café al paso.

      09.00: A trabajar. Otra vez. Con los mismos compa­ñe­ros, oír todos los días las mismas que­jas, los mismos piropos, las mis­mas bromas, re­sumir las mismas facturas y volcar las mis­mas cifras en las mismas planillas. En el am­biente de siem­pre, con las perspec­tivas de siempre, durante cinco días por semana, once meses por año.

      Un rápido cálculo me mostró que ya llevaba unos cin­co mil días de trabajo en este ben­dito empleo. ¡Cinco mil! Y pensar que para jubilar­me me fal­taban nueve años. Que son, a ver, más de dos mil días todavía. ¡Qué ho­rror! Había que hacer algo para acor­tar ese tiem­po. Ne­ce­sitaba un cambio para romper esta mono­tonía inso­porta­ble.

 

      Un buen día decidí hacer un cambio. Cumplí con el ri­tual diario hasta llegar a la esta­ción. Esta vez no cru­cé las vías, sino que tomé el tren en la dirección opuesta. Tantas veces lo había visto pasar, vacío a esta hora. Viajar sentado, ¡qué lujo! Quedé contento de ha­berlo hecho. ¡Arriba, afue­ra! Era como can­jear la as­fi­xiante esclavitud de La Vorágine por la liber­tad, des­co­nocida pero con toda seguridad esplén­dida, del campo.

 

      En la estación terminal me bajé y empecé a caminar por las calles, limpias y an­chas. Desde un ban­co de la plaza disfruté del ambiente. Comenzaba la acti­vidad; sin em­bargo, el pueblito parecía estar medio dormido toda­vía. Soñoliento, pero no aburrido, co­mo por ejem­plo el trabajo en la ofici­na. Ense­gui­da re­cha­cé la comparación, no que­ría pensar en eso. Hoy, no.

 

      De regreso a la hora de siempre, respondí como pude a las preguntas de mi (amorosa) es­posa sobre las noveda­des del día en la ofici­na, La Vorágine y los viajes. Traté de no son­reír cuando decía para mis aden­tros: si supie­ras vieja, que en mi vida he pasado un día más placen­tero. Ni siquiera de vaca­ciones contigo ...

 

      La escapada me gustó, tenía ganas de repe­tir­la. Una, tres, cuatro y ­varias veces más disfruté de la tran­quili­dad del puebli­to, donde los pocos automóviles que cir­cula­ban no tocaban bocina porque na­die tenía apuro, don­de todos los veci­nos se conocían, donde sólo se vendían diarios del día ante­rior. Donde, en cin­co palabras, el tiempo pare­cía haberse deteni­do.

 

      Una mañana, me asusté al ver en el almana­que que hoy co­brá­bamos. ¿Cobrar? ¿Me pagarían? Me extrañó no haber recibi­do un telegrama in­timán­dome a presentarme en el trabajo. Me pa­re­ció pru­dente volver ahora. Quién sabe qué sanción me espe­ra­ba. Una amonestación, un su­mario quizás. Pero no me importaba. Al contrario, pensé que era una buena oportunidad para hablar con los dirigentes de la empresa sobre la explota­ción a la que sometían al perso­nal, ­los largos e inflexibles hora­rios por sueldos de hambre y sin nin­gún otro incen­tivo.

      Sí señor, eso les diría. Me sentía animado y con una fuer­za capaz de enfrentar a in­va­sio­nes simultá­neas de Vikin­gos y Mongoles. Y ahora que había dado el primer paso, debía persistir en esta rebeldía contra la alienante rutina de mi em­pleo.

      Sin embargo, fue con algo de temor que en­tré en la ofi­ci­na. Simulé la mayor naturalidad po­sible, pero para mi asombro, todo el mundo me saludó como siempre, como si no hubiera faltado du­rante vaya uno a saber cuánto, tiem­po. ¿Fue una sema­na, fueron cinco?

      No hubo ningún comentario, nadie se acercó para sa­ber qué me había pasado. Alguien me pre­guntó si estaba ner­vioso, en un día tan espe­cial. Yo no entendía nada, y no me animé a pre­gun­tar nada.

      Entendía menos todavía cuando, apenas me ha­bía sen­ta­do, el gerente quería verme. Empecé a tomar con­ciencia de lo que había hecho, y a arrepentirme de mi locura. Seguramente me co­mu­nica­rían que quedaba despedi­do. Ya no me acorda­ba de las cosas que iba a decir en de­fensa de los derechos de los trabajadores, y de otras nobles cau­sas.

 

      Contrariamente a mi costumbre, subí los cua­tro pisos por el ascensor, porque mis rodi­llas no me habrían ele­vado más allá del primer esca­lón. En el despacho del gerente estaban tam­bién el director de mi departamento y el jefe de per­sonal.

      Todos me saludaron con una cordialidad ines­pe­rada, y me hablaron en un tono poco ha­bi­tual, solemne, pero afectuoso. Traté de des­ci­frar lo que decían, porque no lo podía creer. Habla­ban, no de un despido, sino de una despedi­da, de la tan ansia­da como merecida jubila­ción, algo así decían. ¿Jubilarme, yo? Pero cómo, si todavía me faltaban nueve ...

      De golpe, comprendí. Comprendí que, efecti­vamente, ya ha­bían pasado nueve años. En La Vo­rá­gine. En la arritmia de ese pue­bli­to, no.

 

* * *


AGUA MALDITA

 

 

      Cuenta la leyenda que el monarca Abdul-El-Agreb a­doraba el agua. Su fastuoso palacio, construido en va­rios niveles, estaba rodeado de estanques y fuen­tes. El cristalino líquido se precipitaba por los ahue­cados pa­samanos de las escaleras, corría por acequias atra­ve­san­do los patios, fluía por alcantarillas que bor­dea­ban las galerías, saltaba en chorros que se en­tre­cru­zaban por encima de canteros siempre llenos de flores, y ondu­laba en los sóta­nos, donde grandes baños forma­ban un as­pec­to impor­tante de la civiliza­ción árabe.

      Esa maravilla de artesa­nía hi­dráuli­ca era admirada por su concepción y su arquitectura, pero era también censu­rada por su ubicación in­sólita: al borde del Gran Desierto de Ras­chid Salem Na­fudh. Era como un desafío a la naturale­za, casi una blasfe­mia.

      Una vez, un beduino había advertido que, si con­tinua­ba el de­rroche de ese elemento tan vi­tal para la zona, una catástrofe sería ine­vi­table. El Rey Ab­dul-El-Agreb con­sideró esa amenaza un insulto a su investi­dura, y condenó al infortunado gitano al cadalso.

 

      El día siguiente se levantaron fuertes vientos en aquella zona del de­sierto. Secos como la misma arena que traían, azo­ta­ron las pobla­cio­nes cercanas, pulieron las cortezas de las palmeras y taparon los pozos de agua. Si bien las tor­mentas eran habituales en esa épo­ca del año, la gen­te estaba aterrada. El se­gundo día comen­zó a es­ca­sear el agua, y se pidió al Califa que la pro­ve­yera.

      Pero esa ayuda habría significado la para­li­za­ción de las aguas corrientes de su casti­llo. En res­puesta, el Rey ordenó que los hombres cavaran inme­dia­tamente nuevos pozos, y mandó a la cárcel a los con­seje­ros que tuvie­ron la im­prudencia de recordarle la predic­ción del bedui­no.

 

      Contrariamente a lo que suponía el Gober­nante Su­pre­mo, el temporal no amainó. El ter­cer día, huracanes trans­portaban nubes de pol­vo cada vez más gi­gantescas en dirección a los jardines rea­les. El Rey Abdul-El-Agreb, ahora también preo­cupado, im­ploró la protección de Alá, pero el despla­zamiento del Gran De­sierto de Raschid Sa­lem Nafudh no se detu­vo. Antes de finalizar el cuarto día, las implaca­bles are­nas habían cu­bierto la magnífica obra.

 

      Cuatrocientos años después, el palacio fue re­cons­truido sobre la base de los mismos pla­nos, y pro­ba­ble­mente con el mismo esplendor, pero en otro país medi­te­rráneo, y lejos de desiertos - por las dudas. Y allí está toda­vía, como un in­mere­cido homenaje a la sober­bia de un soberano moro.

 

* * *

 


MAL AGÜERO

 

 

      Cuando yo tenía ocho años, él debía tener ya más de ocho mil millones. A toda hora, e inclu­so cuando el sol pasa por el ce­nit, su enorme masa líquida es de un color verde oscu­ro, casi negro, que le da un aspecto tan ago­rero que hasta el día de hoy, yo lo aso­cio con alguna situa­ción de mal agüero. Lo que más me im­presio­nó fue su su­perficie: parece que nun­ca se ve en ella la más leve ondu­la­ción, ni si­quiera cuando caen las grandes llu­vias.

 

      En la orilla desde la cual lo vi por prime­ra vez, hay una pequeña playa de arena y can­to ro­dado, el único ac­ceso al Lago. Los otros costa­dos están cubiertos por densas malezas, arbustos con flores de vivos colo­res, y altí­si­mos árbo­les. Uno de los bordes es una pared de piedra, que tendrá en ningún punto menos de noventa me­tros de perpendiculari­dad.

      En medio de esa belleza tropical, a ocho­cien­tos me­tros de altu­ra sobre el mar, pasamos una semana de vaca­ciones en una hos­tería que está ubicada cerca de este Lago, donde reside Sumber Waras, la Emperatriz de las Aguas. Ella mantiene esta área herméti­ca para no dar a conocer su morada. Pero los lugareños lo sa­ben, y tam­bién saben que los curiosos que no han podido re­sis­tir la tentación de internarse en el Lago, no han vuelto.

 

      Se oye decir que en determinadas fechas sue­len re­unirse aquí los alcaldes de los ríos, los gobernadores de los lagos y los reyes de los océanos. Acompañados de nutridas comisio­nes de mi­nistros, asesores y cortesanos, se trasladan al Lago a través del laberinto sub­terráneo que une todas las aguas del planeta.

      En la casi total oscuridad de la Luna Nueva comienza a ondear el espejo negro. Cuando las co­mi­tivas han ter­minado los preparativos, van tomando su ubicación los dignatarios, y poco antes de la media­noche emerge la Emperatriz Sum­ber Waras desde la nunca son­deada pro­fun­didad, para pre­sidir la asamblea.

 

      Me despertaron ruidos, como si enormes ob­je­tos caye­ran al agua desde mucha altura. Lue­go, oí cómo se gol­peaban masas de líquido. Recordaba la impresión que me había causado el Lago, y sentí miedo. En el hotel no se encen­dió ninguna luz, ¿nadie habría oído nada?

      Al bullicio, que parecía interminable, se sumó ahora el es­trépito de grandes cataratas. Ha­cía poco, yo había leído algo sobre maremo­tos, que son mares que se despla­zan. Bañado en trans­piración, no me atreví a mo­verme. De pronto, se produjo un si­lencio, no menos omi­noso que el ruido. Tardé en volver a dor­mir­me.

 

      Cuando los pájaros saludaron los primeros rayos de luz, reinaba la serenidad matinal de siempre.

      - Lo habrás soñado - sonrió mi padre cuando en el desayuno le con­té lo que había oído. Tampoco dio cré­di­to a la existencia de Sumber Wa­ras, aunque la leyenda le pa­re­ció divertida. Por suerte, aceptó acompañarme en un pa­seo al Lago. Yo no ha­bría ido solo ni aun­que me rega­laran tres tre­nes eléc­tricos con un emplaza­mien­to ferro­via­rio, estaciones y cien metros de vías con cruces y señales.

      Llegamos a la orilla por la pequeña playa. Me ima­gi­naba la reunión de anoche y pensé lo agitadas que habrían sido las discu­siones por te­mas in­ter­a­cuá­ticos, por­que la in­mensa roca que te­nía­mos en frente chorreaba un torren­te de agua. Pero la superficie del Lago quedaba inmó­vil y más fasci­nante que nunca: fría y omino­samente oscu­ra.

      Papá no me miró, y no se sonrió.

* * *

DESORDEN

 

 

      Cosmos significa: orden. La cosmografía nos ense­ña que, en efecto, todo lo que hay en el Universo, tiene sus medidas y pro­porciones, sus derroteros, sus ciclos y sus cadencias, dis­pues­tos en una armonía admirable desde hace varios miles de millo­nes de años. Pero, así como los seres humanos gozamos de cierta li­ber­tad, así los astros también tienen el pri­vi­legio de des­viarse de vez en cuando.

 

      Una de esas variantes, que se nos presentan en la vida dia­ria, es el espectáculo de las es­trellas fugaces, esos cuer­pos celestiales que no pueden retomar su órbi­ta. Otro ejemplo es la Tierra, que suele acelerar o dis­minuir la velo­cidad de rota­ción sobre su propio eje o alrede­dor del Sol; es cuando nosotros deci­mos que el tiempo vuela, o que no pasa nunca.

 

      Recientemente, científicos han comenzado a preocu­par­se por algunas irregularidades que, si bien no son nue­vas, ahora se han acentuado. Una de ellas es un leve, pero perceptible, cambio en la constelación de Orión. También han llamado la aten­ción alteraciones en la in­tensidad del bri­llo de la Estrella Polar. Pero el descu­brimiento más desconcertante es el lento acerca­miento de nuestra galaxia a la de Andrómeda, en contra­dic­ción con la Teoría de la Expansión del Univer­so.

 

      Los astrónomos nos tranquilizan, explicando que en este espa­cio tan vasto es impensable que se produzca alguna situación grave -aunque admi­ten que esta­mos en vísperas de impor­tan­tes modi­ficaciones de nuestra atmós­fera. El lector inte­re­sado tiene la posibilidad de ob­servar estos fenómenos de cerca, y de verificar los fun­damen­tos técnicos que ofrecen los expertos. Eso sí, no hay tiempo que perder. Tiene que hacerlo hoy mis­mo, por­que mañana pue­den haber reparado ya el proyector del Planeta­rio de la Ciudad.

 

* * *

 


EN PLENO VUELO

 

 

      Fascinado, Marcos no quitaba los ojos del ins­tru­men­tal de vuelo. Era mucho más intrin­ca­do de lo que se ha­bía imaginado. ¿Cómo logra­ban controlar esos medidores, relojes y pan­ta­llas? Debía haber más de cien. Notó con asom­bro que el piloto pare­cía no prestar mu­cha aten­ción al ma­nejo del enorme avión, y que el co­pi­loto tu­viese tiempo para explicarle algu­nas fun­cio­nes del ta­ble­ro.

      Viajaban pocos pasajeros en el corto trayecto de cabotaje, y el comandante los había invitado a visitar la ca­bina. Des­de esa ubica­ción privi­legiada, la vista panorámica es des­lum­brante, espe­cialmen­te si con tiempo bueno se sobre­vuela una cor­dillera de cumbres nevadas.

 

      La experiencia no pareció haberle im­pre­sio­nado dema­siado a Marcos, porque excepto du­rante el resto de las vacaciones, no habló más del avión. No em­papeló las paredes de su cuarto con fotografías, ni co­leccionaba mo­de­los de avio­nes; tampoco leía revistas o li­bros, o mos­traba un interés especial por pelí­culas so­bre el te­ma. El año siguiente terminó el co­le­gio, y se pre­paró para estudiar medici­na, como había que­rido siem­pre.

      Sin embargo, aquella escena vivida durante su pri­mer vuelo le había quedado grabada en el sub­cons­ciente. Por­que un día, durante una charla de sobreme­sa, anunció un sorprendente cambio de su futuro: quería con­ducir avio­nes. No eligió la aviación comer­cial por­que, atraí­do por la disci­plina militar, quería ingresar en la Fuerza Aé­rea.

 

      Sus padres asistieron a la ceremo­nia de gra­dua­ción con sentimientos encontrados. Natu­ral­men­te, com­par­tieron su satisfacción por haber al­canzado la meta que se había propues­to, pero en el fondo no les había gusta­do esa elec­ción. ¿Por qué la avia­ción -año tras año crecen la velocidad de los avio­nes y el nú­mero de ac­ciden­tes aé­reos- y por qué no la civil? Afortunada­mente, las re­gio­nes del mundo donde sue­le haber con­flictos arma­dos, estaban demasia­do lejos de donde ellos vi­vían, como para temer situa­ciones pe­li­gro­sas.

 

      Pero pocos meses después de esa celebra­ción, el país se precipitó en una inesperada e innece­saria gue­rra. El joven alférez fue lla­mado para cumplir una mi­sión. Tuvo el honor de ser el pri­mero en correr hacia su avión para defender la pa­tria, y contribuyó a un éxi­to que fortale­ció la posición estratégica de las Fuerzas Arma­das.

      Esa noche, al sentarse para cenar, uno de los pi­lo­tos que no había participado del ope­rati­vo, pre­gun­tó: - "¿Y Marquitos?"

 

      Cabezas gachas y miradas evasivas fueron la res­pues­ta en el helado minuto de silencio.

 

* * *

 


3 comentarios:

Anónimo dijo...

Confianza: suspenso intrigante, rápidamente y bien resuelto.

koppieop dijo...

Estimado Anónimo: Gracias por tu comentario, más grato todavía si te identificas; es bueno saber quién está del otro lado de la fibra.
A menos que prefieras seguir operando desde ese rincón oscuro!

A todo esto, veo que no se puede comentar cada cuento por separado. ¿Esta observación se refiere al relato "Confianza"?
.-

Thierry van Hees dijo...

La confianza jamás hay que ponerla en juego. Es un bien sumamente preciado. Lazo fuerte y frágil a la vez. El perderla es casi irremediable.
Buen cuento.

El ritmo que tiene Arritmia es de marcado ritmo que nos va guiando.
Bien!