Agradezco a todos los que me desalentaron
en esta tarea de escribir cuentos.
Sin su persistente oposición,
yo no habría hecho
el esfuerzo de contradecirlos.
CUALQUIER SEMEJANZA
CON LA FICCIÓN
ES REALIDAD
EL
PEBETE DE ANDRÉS
Entran, y se
quedan sentados con el arranque del tren. Enfrente, un señor; a mi lado, su
hijito, que lloriquea el conocido cantito:
‑ Quiero en la ventanilla ...
El padre lo tranquiliza.
‑ Hoy no, Andrés.
El chico deja de comer su sándwich de
jamón cocido y me mira de reojo. Yo no daría un centavo por lo que estará
pensando de mí en este momento, porque soy yo el que le bloquea el acceso al
sitio deseado. Le está brotando una lágrima (¿o ya estaba llorando al
entrar, por otro motivo? ‑ no sé). Simulo no oírlo y sigo leyendo, pero me
quedo pensando. Yo también prefiero viajar del lado de la ventanilla, aunque
por otras razones, quizás no tan importantes como las de él. ¿Por qué privarlo
de ese gusto?
Se lo ofrezco con una broma:
‑ Si me das el jamón, te dejo mi lugar.
Andrés me mira desconfiado, menea la cabeza,
y baja la mano con el sándwich, por las dudas. Le digo al padre:
‑ Cambiemos de lugar, ¿quiere? A mí me da
lo mismo.
Pero el hombre no lo acepta; opina que el
chico tiene que aprender que no siempre va a encontrar un asiento junto a una
ventanilla. Me parece que tiene razón, y vuelvo a mi lectura, contento de haber
quedado bien.
Andrés no sale de su asombro. ¿Qué es
esto? Aquí hay un caballero que me ofrece el asiento, y mi papá le dice que
no. ¡Qué tonto que es mi papá!
‑ Quiero estar ahí ‑ señala el pequeño espacio
entre mi pierna derecha y el costado del vagón. El padre no quiere que
insista, y el chico refunfuña:
‑ Mamá siempre me deja.
Pero papá no es mamá, se muestra firme y
trata de distraerlo.
‑
¿Por qué no te sacas la campera? ‑ No
quiero.
-‑ No quiero.
‑
Sentate derecho. ‑
No quiero.
‑ No
quiero.
‑
Dormite, Andrés.
‑
No tengo sueño. Papá, decile vos.
La rebeldía va en disminución. El padre ha
evitado una rabieta que seguramente nos habría traído llanto por un buen
rato. Andrés se queda calladito, pero no tarda mucho en atacar de nuevo:
‑ ¿Papá, cuándo se va a bajar el señor?
Finjo buscar algo en un bolsillo, para que
no me vea sonreír. La pregunta es astuta y merece un premio. Pero nuevamente,
no quiero desautorizar al padre, quien sopla exageradamente:
‑ Ufffff ... dentro de muuuuchas estaciones.
Claro que Andrés quiere saber dentro de
cuántas, y cuando se convence de que, efectivamente, son un montón, vuelve
a morder su casi olvidada merienda. El jamón sobresale del otro lado. Masticando,
ametralla preguntas:
- ¿Por qué se mueve tanto el tren ... qué
son vías ... cómo hace para cruzar un puente ... no se rompe el puente? ‑ con
la curiosidad típica de sus tres años (si es que los tiene), que pone a prueba
a todos los padres del mundo. El de Andrés, con su tierna paciencia, ha rendido
el examen summa cum laude, con las mejores notas.
Al rato, el niño se queda dormido. Cuando
me doy cuenta de una manito que se suelta, veo jamón y mayonesa en mi
pantalón. Llegan a su destino; el padre se despide. Andrés no, pero ya en el
pasillo, da media vuelta y me tiende un pastoso resto del pebete, firmemente
apretado en su puñito.
* * *
VILLA
ISOLA
Con tiempo bueno podíamos verla desde el jardín de mi casa en
Bandung. Espléndidamente ubicada sobre la ladera sur del Monte Tangkuban
Prahu, estaba allí, la mansión con sus paredes semicirculares, sus balcones
con rejas de hierro forjado en los cuatro pisos, sus grandes ventanas
románicas, y el jardín sobre el barranco empinado. Parecía un castillo de
otras épocas. Nosotros nos lo imaginábamos como el lugar de reunión de
jinetes que cabalgaban sobre briosos corceles, al encuentro de amazonas. O
como un sitio desde donde, al toque de la corneta, se iniciaban cacerías de
jabalí montés o de pájaros de alto vuelo. O quizá se desafiaba la prohibición
de atractivos juegos del azar o excitantes riñas de gallo.
De lo que no se dudaba, era de la vida actual
en Villa Isola: de día no había mucho movimiento, pero de noche
pernoctaban allí fuerzas de nuestra Resistencia. Estábamos en guerra, y un
grupo de soldados realizaba una eficaz guerrilla desde el monte. Nuestros enemigos,
de baja estatura y ojos sesgados, no se acercaban al lugar; se decía que las
patrullas que lo habían intentado, no habían regresado a sus bases.
Algunas semanas después de haberse terminado
la guerra, nuestra agrupación de boy-scouts obtuvo un permiso especial para
hacer una excursión a Villa Isola. Después de los juegos y la práctica de
las diversas habilidades, nos tiramos en el césped del parque, a disfrutar
del silencio de las alturas y de los colores que ofrecían los arrozales y
bosques y plantaciones de té en los últimos rayos del sol. Saludamos a grupos
de agricultores que volvían de su trabajo. En la residencial ciudad de Bandung,
rodeada por una cadena casi circular de montañas, comenzaban a encender las
luces. Me di vuelta para contemplar la curiosa cumbre del Tangkuban Prahu.
Parece un enorme bote volcado, y esto es precisamente el significado de ese
nombre en malayo, el idioma del lugar. Su origen es una leyenda hermosa, que
les contaré en otra ocasión.
A la hora del fogón, cantamos, charlamos
y, como era de esperar, hubo comentarios sobre este legendario lugar, que por
fin pudimos conocer. Nuestro scout senior, que había sido un integrante del
grupo de luchadores, aportó un episodio. Una madrugada, se les había muerto
un camarada, pero desgraciadamente no les quedaba tiempo para enterrarlo,
porque en los trópicos el sol se asoma y gana altura en menos de media hora.
Tenían que refugiarse en el monte, de manera que tuvieron que dejar el
cadáver en el sótano de Villa Isola.
Esa misma
tarde se confirmaron los rumores sobre la finalización de la guerra, y todos
bajaron a la ciudad, eufóricos y olvidándose de su infortunado compañero de
armas. El grupo que a la mañana siguiente volvió para darle sepultura, no
encontró el cadáver, ni un portarretrato, el único efecto personal que le
había quedado. Después se enteraron de que lugareños lo habían enterrado
para evitar la rápida descomposición en estas zonas.
El fuego se fue apagando y nadie le echaba
más leña, ya era hora de ir a dormir. Me quedé pensando en la tristeza de la
familia del combatiente, que nunca sabrá dónde descansan sus restos. Cuando
al rato veía que mi vecino tampoco podía conciliar el sueño, le propuse dar
una vuelta por los pisos que todavía no habíamos visto. Atraídos por no sé
qué fuerza, buscamos primero un subsuelo; de repente nos encontramos frente
al acceso. Nos detuvimos y nos miramos. Fue necesario para darnos coraje,
porque creo que en ese momento ninguno de los dos se habría animado a bajar
solo. Lentamente seguimos las vueltas en caracol de la escalera hacia el sótano,
negro y húmedo. Me acuerdo del escalofrío que nos recorrió al ver a la luz de
mi linterna, una bota tirada en un rincón. Y un portarretrato, creo que era
de cuero.
* * *
BOTÁNICOS REALES
Había
una vez un Emperador que poseía una variedad extraordinaria de plantas
exóticas, un ejemplar de cada especie. Existía un registro que contenía
particularidades significativas como la procedencia, las épocas de germinación
y de floración, enfermedades, y varios otros factores que puedan influir en
el crecimiento y decaimiento de cada espécimen. Estos detalles eran minuciosamente
anotados en papiros, y encuadernados cada catorce plenilunios, para integrar
el Nomenclador Botánico Imperial, que constaba ya de tres volúmenes y que
estaba a cargo del Primer Herborizador Imperial.
La
manzana que representaba la mejor ubicación en los Jardines Reales, era la M‑61.
Allí había un arbusto que se destacaba, no por su aspecto, ni por su aroma o
por los colores de sus flores u hojas, sino porque irradiaba un aire
indefinible y atrayente que se percibía ya desde lejos. Todo el mundo la
elogiaba y se refería a ella como a esa planta de la M-61.
No
se le conocía nombre porque, curiosamente, carecía de un cartel con información
sobre sus características. Por lo tanto, tampoco figuraba en el Nomenclador Botánico
Imperial, una omisión que los historiadores hasta el día de hoy no han
podido explicar.
Cierto
día, el Emperador aceptó la invitación del Sultán de un país lejano, para conocer
su Parque Botánico. Se sorprendió gratamente ante la magnífica colección,
que nada tenía que envidiarla a la suya. En uno de los paseos, se detuvo
ante un arbusto que estaba rodeado por un aura tan cautivante que volvió
varias veces para contemplarla.
El
Sultán no entendía el motivo de semejante arrebato. A él le parecía una
planta común, no más bella que otras. En verdad, desde hacía algún tiempo
estaba deseando reemplazarla por otra, una variedad que estaban cultivando
para él, de modo que ante la fascinación de su distinguido huésped aprovechó
la oportunidad para obsequiársela.
La
comitiva del Emperador estaba aún más intrigada que el Sultán. Ese arbusto
¿no era idéntico al que tenía en su propio Parque, la que todos conocían como
esa planta? Pero el Emperador, muy agradecido, ignoraba cualquier
semejanza.
En
casa, los demás cortesanos reaccionaron de igual modo que los viajeros, pero no
tuvieron tiempo para discutirlo, puesto que la incógnita se resolvería de
inmediato: el Emperador se mostró ansioso para enriquecer su Alameda con el
hallazgo. Hubo expectativas, y gran sorpresa cuando se supo que el lugar
designado para plantar el regalo era precisamente el predio privilegiado, el
M‑61.
Entre
crecientes murmullos, los numerosos acompañantes comprobaron que el espacio
donde antes se hallaba esa planta estaba vacío; parecía estar
destinado a un vegetal con características muy especiales.
Cientos
de detalles del nuevo ejemplar figuran ahora en el Cuarto Tomo del
Nomenclador Botánico Imperial que ha sido publicado recientemente, al
finalizar el plenilunio que marcó la muerte del Sultán de aquel país lejano.
* * *
6 comentarios:
Andrecito... pobrecito. Se quedó sin acceso a la ansiada, deseada (por todos nosotros en nuestra niñez) ventanilla...
Era la M-61 del Emperador una proyección astral de la del Sultán? Reservándole el lugar para cuando aconteciera el obsequio al Emperador y físicamente ocupará el sitio M-61?
Interesante incógnita.
Tu pregunta es similar a algunas que me habré, o podría haber, hecho yo mismo al escribir. Andrés era una persona real; en cambio la historia del Sultán tiene un final abierto.
./
Estimado Koppie:
Me ha gustado mucho su relato del tren.
Sobre todo, la astucia de la pregunta del niño y la sonrisa que buscaba esconderse para no desautorizar al padre.
Me hizo acordar a ciertos descendientes.
Cordialmente,
José Quijano
Estimado José: Me alegra mucho que El Pebete haya sido de su agrado.
Le comento que había sido una simple anécdota, pero se me ocurrió describirlo porque Andrés y su papá educador me habían caído simpáticos. Se lo hizo leer a otras personas, entre ellas a Alicia, la buena amiga de Beatriz, que es una escritora que ha ganado premios municipales y nacionales. Alicia me dijo: "... si querés que éste sea un CUENTO, para ser publicado, estaría bien, pero te falta un buen final. Si es posible, uno sorprendente ..." - "Es que no pasó más de lo que relaté aquí". - ..."Ése es tu problema. Si realmente no sucedió nada, pues inventalo...".
Me gustó la novedad de ese "invento", que me ayudó a fabricar no sólo finales, sino también comienzos y desarrollos, y cuentos completos.
En cuanto a la autoridad paterna: cuando oigo el reto de una madre, me da pena oír la reacción del padre (o al revés, claro está) ...Pobrecito"..., en vez de aceptar el castigo, y esperar a que el niño no esté con ellos, para pedir clemencia en casos futuros...
Gracias por tomarse el tiempo de comentar!
.&
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