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viernes, 2 de junio de 2023

LA OTRA CACERÍA

  

 

 

                                                             LA  OTRA  CACERÍA

                                              (cuentos cortos)

 

 

Agradezco a todos los que me desalentaron 

en esta tarea de escribir cuentos.

 

Sin su per­sis­tente opo­si­ción,

yo no ha­bría hecho

el es­fuerzo de con­tra­decir­los.



 

 

 

 

 

 

 

 

                                                     CUALQUIER  SEMEJANZA 

CON  LA  FICCIÓN  

ES  REALIDAD











EL PEBETE DE ANDRÉS

 

        Entran, y se quedan sentados con el arran­que del tren. Enfrente, un señor; a mi lado, su hijito, que llo­ri­quea el conocido canti­to:

      ‑ Quiero en la ventanilla ...

      El padre lo tranquili­za.

      ‑ Hoy no, Andrés.

      El chico deja de comer su sándwich de jamón cocido y me mira de reojo. Yo no daría un cen­tavo por lo que es­tará pensando de mí en este momento, por­que soy yo el que le bloquea el ac­ceso al si­tio deseado. Le está bro­tando una lá­grima (¿o ya estaba lloran­do al entrar, por otro moti­vo? ‑ no sé). Simulo no oírlo y sigo leyen­do, pero me quedo pensando. Yo tam­bién prefiero viajar del lado de la ventanilla, aunque por otras razones, quizás no tan impor­tantes como las de él. ¿Por qué privarlo de ese gusto?

      Se lo ofrezco con una broma:

      ‑ Si me das el jamón, te dejo mi lugar.

      Andrés me mira descon­fiado, menea la cabe­za, y baja la mano con el sándwich, por las dudas. Le digo al pa­dre:

      ‑ Cambiemos de lugar, ¿quiere? A mí me da lo mis­mo.

      Pero el hombre no lo acepta; opina que el chico tiene que aprender que no siempre va a en­contrar un asiento junto a una ventanilla. Me parece que tiene ra­zón, y vuelvo a mi lec­tu­ra, con­tento de haber quedado bien.

      Andrés no sale de su asom­bro. ¿Qué es esto? Aquí hay un caballero que me ofrece el asien­to, y mi papá le dice que no. ¡Qué tonto que es mi papá!

      ‑ Quiero estar ahí ‑ señala el pequeño es­pa­cio entre mi pierna derecha y el costado del va­gón. El padre no quiere que insista, y el chico refunfuña:

      ‑ Mamá siempre me deja.

      Pero papá no es mamá, se muestra firme y tra­ta de dis­traer­lo.

‑ ¿Por qué no te sacas la campera?  ‑ No quiero.

      -‑ No quiero.  

Sentate derecho.            ‑ No quiero.   

‑ No quiero.         

‑ Dormite, Andrés.          

‑ No tengo sueño. Papá, decile vos.

      La rebeldía va en disminución. El padre ha evitado una ra­bieta que seguramente nos ha­bría traído llanto por un buen rato. Andrés se que­da calladito, pero no tarda mucho en ata­car de nue­vo:

      ‑ ¿Papá, cuándo se va a bajar el señor?

      Finjo buscar algo en un bolsillo, para que no me vea son­reír. La pregunta es astuta y merece un premio. Pero nuevamente, no quiero desautori­zar al padre, quien sopla exagerada­mente:

      ‑ Ufffff ... dentro de muuuuchas estacio­nes.

      Claro que Andrés quiere saber dentro de cuán­tas, y cuando se convence de que, efecti­va­mente, son un mon­tón, vuelve a morder su casi olvidada merienda. El jamón so­bresale del otro lado. Mas­ti­cando, ametralla pregun­tas:

      - ¿Por qué se mueve tanto el tren ... qué son vías ... cómo hace para cruzar un puente ... no se rompe el puen­te? ‑ con la curiosidad típica de sus tres años (si es que los tie­ne), que pone a prueba a todos los padres del mun­do. El de Andrés, con su tierna paciencia, ha ren­dido el examen summa cum laude, con las mejores no­tas.

      Al rato, el niño se queda dormido. Cuando me doy cuenta de una manito que se suelta, veo ja­món y mayone­sa en mi pantalón. Lle­gan a su destino; el padre se despide. Andrés no, pero ya en el pasillo, da media vuelta y me tiende un pastoso resto del pebe­te, firmemente apretado en su puñito.

 

* * *


VILLA ISOLA

 

      Con tiempo bueno podíamos verla desde el jardín de mi casa en Bandung. Espléndidamente ubi­cada sobre la la­dera sur del Monte Tangku­ban Prahu, estaba allí, la man­sión con sus pa­re­des semi­circulares, sus balcones con rejas de hierro forjado en los cua­tro pisos, sus grandes venta­nas románicas, y el jardín sobre el barranco empi­nado. Parecía un castillo de otras épocas. Noso­tros nos lo imaginá­bamos como el lugar de reunión de jinetes que ca­bal­gaban sobre briosos corceles, al encuentro de ama­zo­nas. O como un sitio desde donde, al to­que de la cor­neta, se inicia­ban cace­rías de jabalí montés o de pája­ros de alto vuelo. O quizá se desafiaba la prohibi­ción de atracti­vos juegos del azar o excitan­tes riñas de gallo.

      De lo que no se dudaba, era de la vida ac­tual en Vi­lla Iso­la: de día no había mucho mo­vi­mien­to, pero de noche pernoctaban allí fuerzas de nuestra Resistencia. Estábamos en gue­rra, y un grupo de soldados realizaba una eficaz gue­rrilla desde el mon­te. Nuestros ene­mi­gos, de baja esta­tura y ojos sesgados, no se acer­caban al lugar; se decía que las patru­llas que lo ha­bían inten­tado, no habían regresado a sus bases.

 

      Algunas semanas después de haberse termina­do la gue­rra, nuestra agrupación de boy-scouts ob­tuvo un per­miso especial para hacer una ex­cur­sión a Villa Isola. Después de los juegos y la prác­tica de las diversas ha­bilidades, nos tira­mos en el césped del parque, a dis­frutar del si­lencio de las alturas y de los colores que ofre­cían los arrozales y bosques y planta­ciones de té en los úl­timos rayos del sol. Saludamos a grupos de agri­culto­res que volvían de su traba­jo. En la residencial ciudad de Ban­dung, rodeada por una cadena casi circular de monta­ñas, comen­zaban a encender las luces. Me di vuelta para con­templar la cu­riosa cumbre del Tangkuban Prahu. Parece un enorme bote volcado, y esto es precisamente el signi­fi­cado de ese nombre en malayo, el idioma del lugar. Su origen es una leyenda her­mo­sa, que les con­taré en otra oca­sión.

 

      A la hora del fogón, cantamos, charlamos y, como era de espe­rar, hubo comentarios sobre este legendario lu­gar, que por fin pudimos conocer. Nuestro scout se­nior, que había sido un inte­gran­te del grupo de luchadores, apor­tó un episo­dio. Una madruga­da, se les había muer­to un cama­rada, pero des­gra­ciadamente no les quedaba tiem­po para ente­rrarlo, porque en los trópicos el sol se asoma y gana altura en me­nos de media hora. Tenían que refu­giarse en el monte, de ma­nera que tuvieron que dejar el cadáver en el sótano de Villa Iso­la.

Esa misma tarde se confirma­ron los rumores sobre la finalización de la guerra, y todos ba­ja­ron a la ciu­dad, eufóricos y olvidándose de su infortu­nado compañero de armas. El grupo que a la mañana siguiente volvió para darle se­pul­tura, no encon­tró el cadáver, ni­ un por­tarretra­to, el único efecto personal que le había queda­do. Después se en­teraron de que luga­re­ños lo habían ente­rrado para evi­tar la rá­pida descompo­si­ción en estas zonas.

 

      El fuego se fue apagando y nadie le echaba más leña, ya era hora de ir a dormir. Me que­dé pensando en la tris­teza de la fami­lia del comba­tiente, que nunca sabrá dón­de descan­san sus res­tos. Cuan­do al rato veía que mi vecino tampo­co podía conci­liar el sueño, le propu­se dar una vuelta por los pisos que toda­vía no ha­bíamos visto. Atraídos por no sé qué fuerza, buscamos primero un subsue­lo; de repente nos en­con­tra­mos frente al acceso. Nos detuvimos y nos mira­mos. Fue necesario para dar­nos coraje, porque creo que en ese mo­mento ninguno de los dos se habría animado a bajar solo. Len­tamente seguimos las vueltas en cara­col de la escalera hacia el sóta­no, negro y húmedo. Me acuerdo del escalo­frío que nos re­corrió al ver a la luz de mi linter­na, una bota tirada en un rincón. Y un por­tarre­trato, creo que era de cuero.

 

* * *




BOTÁNICOS REALES

 

 

      Había una vez un Emperador que poseía una varie­dad extra­ordinaria de plantas exóticas, un ejemplar de cada espe­cie. Existía un regis­tro que conte­nía particularida­des significa­tivas como la procedencia, las épocas de ger­minación y de flora­ción, enfer­medades, y va­rios otros fac­tores que puedan influir en el creci­miento y decai­miento de cada espécimen. Estos de­talles eran minu­ciosa­mente anotados en papiros, y en­cuader­nados cada catorce plenilu­nios, para inte­grar el No­menclador Botá­nico Impe­rial, que constaba ya de tres volúmenes y que esta­ba a cargo del Primer Herbo­riza­dor Impe­rial.

      La manzana que repre­sentaba la mejor ubi­ca­ción en los Jardines Reales, era la M‑61. Allí había un ar­bus­to que se desta­caba, no por su aspecto, ni por su aroma o por los colo­res de sus flo­res u hojas, sino porque irradiaba un aire indefinible y atrayente que se percibía ya desde lejos. Todo el mundo la elogiaba y se refería a ella como a esa planta de la M-61.

      No se le conocía nombre porque, curiosamen­te, ca­re­cía de un cartel con infor­ma­ción sobre sus caracterís­ticas. Por lo tanto, tampoco figuraba en el Nomenclador Bo­tánico Im­pe­rial, una omisión que los his­toria­dores hasta el día de hoy no han podido expli­car.

 

      Cierto día, el Emperador aceptó la invita­ción del Sultán de un país lejano, para cono­cer su Parque Botáni­co. Se sorpren­dió grata­mente ante la magnífica colec­ción, que nada te­nía que envi­diarla a la suya. En uno de los paseos, se detu­vo ante un arbusto que estaba rodea­do por un aura tan cautivante que volvió varias veces para contemplarla.

      El Sultán no entendía el motivo de semejan­te arre­ba­to. A él le parecía una planta co­mún, no más bella que otras. En verdad, desde hacía al­gún tiempo estaba de­seando reempla­zarla por otra, una variedad que estaban cultivando para él, de modo que ante la fascina­ción de su dis­tinguido huésped aprove­chó la oportunidad para obsequiársela.

      La comitiva del Emperador estaba aún más in­tri­gada que el Sultán. Ese arbusto ¿no era idén­tico al que tenía en su propio Parque, la que todos co­nocían como esa planta? Pero el Em­pe­ra­dor, muy agradeci­do, igno­raba cual­quier seme­janza.

      En casa, los demás cortesanos reaccionaron de igual modo que los viajeros, pero no tuvieron tiempo para dis­cutir­lo, puesto que la incóg­nita se resolvería de inme­diato: el Emperador se mostró ansioso para enriquecer su Alame­da con el hallazgo. Hubo expec­tativas, y gran sorpresa cuando se supo que el lugar designado para plantar el regalo era pre­ci­samente el predio privilegia­do, el M‑61.

      Entre crecientes murmullos, los numerosos acompa­ñantes comprobaron que el espacio don­de antes se ha­llaba esa planta estaba vacío; pa­recía es­tar destinado a un vegetal con ca­racte­rísticas muy especiales.

      Cientos de detalles del nuevo ejemplar fi­gu­ran ahora en el Cuarto Tomo del Nomenclador Bo­tá­nico Impe­rial que ha sido publi­cado reciente­mente, al finalizar el pleni­lunio que mar­có la muer­te del Sultán de aquel país leja­no.

 

* * *

 

6 comentarios:

Thierry van Hees dijo...

Andrecito... pobrecito. Se quedó sin acceso a la ansiada, deseada (por todos nosotros en nuestra niñez) ventanilla...

Thierry van Hees dijo...

Era la M-61 del Emperador una proyección astral de la del Sultán? Reservándole el lugar para cuando aconteciera el obsequio al Emperador y físicamente ocupará el sitio M-61?

Interesante incógnita.


koppieop dijo...

Tu pregunta es similar a algunas que me habré, o podría haber, hecho yo mismo al escribir. Andrés era una persona real; en cambio la historia del Sultán tiene un final abierto.
./

José Quijano dijo...

Estimado Koppie:

Me ha gustado mucho su relato del tren.
Sobre todo, la astucia de la pregunta del niño y la sonrisa que buscaba esconderse para no desautorizar al padre.
Me hizo acordar a ciertos descendientes.

Cordialmente,
José Quijano

koppieop dijo...

Estimado José: Me alegra mucho que El Pebete haya sido de su agrado.
Le comento que había sido una simple anécdota, pero se me ocurrió describirlo porque Andrés y su papá educador me habían caído simpáticos. Se lo hizo leer a otras personas, entre ellas a Alicia, la buena amiga de Beatriz, que es una escritora que ha ganado premios municipales y nacionales. Alicia me dijo: "... si querés que éste sea un CUENTO, para ser publicado, estaría bien, pero te falta un buen final. Si es posible, uno sorprendente ..." - "Es que no pasó más de lo que relaté aquí". - ..."Ése es tu problema. Si realmente no sucedió nada, pues inventalo...".
Me gustó la novedad de ese "invento", que me ayudó a fabricar no sólo finales, sino también comienzos y desarrollos, y cuentos completos.

koppieop dijo...

En cuanto a la autoridad paterna: cuando oigo el reto de una madre, me da pena oír la reacción del padre (o al revés, claro está) ...Pobrecito"..., en vez de aceptar el castigo, y esperar a que el niño no esté con ellos, para pedir clemencia en casos futuros...

Gracias por tomarse el tiempo de comentar!
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