Debuté en la oficina de administración de créditos, cuyo segundo jefe era Lex. Por ese punto neurálgico circulaban en todo momento decenas de expedientes por las gerencias y otras oficinas. Resultaba difícil encontrar una carpeta, pero contábamos con un encargado del archivo que estaba dotado de una memoria fenomenal. Si él no conocía el paradero de una carpeta, recordaba al menos dónde o en poder de quién la había visto por última vez. Ese don, que a muchos nos evitaba largas búsquedas, le había reportado el sobrenombre “El Sabio”. Todos lamentábamos que le gustara demasiado el alcohol, vicio que le fue fatal cuando todavía era joven.
Unos meses más tarde pasé a la Oficina de Títulos. Tuve la suerte de conocer la Bolsa de Comercio en una época de creciente actividad. Por la mañana acompañaba a mi jefe a “La Bolsa’’ para conocer el mecanismo de las operaciones bursátiles. Todavía no existían los teléfonos celulares, pero nos comunicábamos con nuestra oficina por medio de una línea directa. El aparato funcionaba con una manivela, pero establecía la comunicación inmediata y efectivamente. Pasábamos cada mañana pocas pero agitadas horas corriendo entre la cabina telefónica y la rueda, pasando órdenes de compra y venta, y tomando nota de las cotizaciones y las cantidades de acciones negociadas. – Una tarde de septiembre de 1963 se paralizaron las operaciones, y repentinamente el bullicio se convirtió en un gran murmullo. Todo el mundo en el mundo entero comentaba, consternado, el asesinato de John Kennedy.
Inesperadamente pronto me propusieron otro cambio de oficina. El Supervisor Regional del Banco me requirió para trabajar con él. Sorprendido, le contesté que me parecía muy interesante, pero que me gustaría aprender algo más del mundillo bursátil. Enseguida me arrepentí de habérselo dicho, pero por suerte me interpretó bien, y me propuso postergarlo tres meses. Ese interés, más su comprensión por mi pedido, me dieron la agradable seguridad de que los directivos del Banco me estaban teniendo en cuenta en sus planes de capacitación.
La oficina supervisaba las sucursales en la Región, formada por la Argentina, Ecuador, Paraguay y Uruguay. Como primera lección en el tema principal, la gestión crediticia, aprendí un sabio consejo del fundador del Banco, dirigido a los funcionarios autorizantes: << Otorgue un crédito como un buen padre de familia. Hágase la pregunta: “¿Le prestaría esta suma si el dinero fuera mío?”. Si su respuesta es afirmativa, apoye el pedido con tranquilidad. Si tiene la menor duda, absténgase, por lo menos en primera instancia. >>.
Los gerentes y jefes de oficinas entraban a trabajar en el Banco a las 9, el personal subalterno a las 12. Esto les permitía conseguir algún ingreso adicional. Mi sueldo inicial era mayor que el habitual; sin embargo, a la gerencia le pareció poco, porque al fin del primer año lo aumentaron ¡en nada menos que un 40 por ciento! Pero el tiempo avanzaba velozmente; los chicos crecían, y con ellos los gastos familiares, que desde ya eran considerables por los alquileres altos. Cuando me enteré de que la Cámara de Comercio Argentino-Holandesa necesitaba una persona por la mañana, pedí una entrevista para el día siguiente.
Como si mi jefe hubiera estado esperando esa inquietud, me preguntó si yo estaría dispuesto a trabajar todo el día si me nombraban jefe de oficina. Mi primerísima reacción –aún antes de la satisfacción por el inesperadamente pronto ascenso- fue el alivio de no tener que marcar más el reloj de entrada. Ese control es una buena, y lamentablemente necesaria, herramienta para controlar la asistencia de mucho personal, pero para personas responsables es un fastidio. Me distraje tanto que tuve que repetir mi respuesta, que había sido inaudible.
La buena noticia me proporcionó el mayor ingreso que buscaba, sin necesidad de correr de un edificio a otro. Mi jefe, sabiendo que por el mal funcionamiento de los trenes urbanos mi viaje duraba a menudo hasta dos horas, me dijo que sería suficiente que yo llegara antes de las diez. Le agradecí la consideración, pero ni pensaba utilizar ese margen, todo lo contrario. Era una especie de venganza por aquel reloj marcador. Ah, ¡y con qué alegría cancelé la cita con la Cámara!
Una mención aparte para el Parque Trujuy, un tranquilo barrio de casas de fin de semana entre los suburbios San Miguel y Moreno, a unos cuarenta kilómetros al noroeste de Buenos Aires. Allí pasamos un domingo en la quinta de los Régoli, cuya única hija, Alicia, sigue siendo la mejor amiga de Beatriz. Relacionamos la zona con las vacaciones que se acercaban. No teníamos auto, Paula tenía diez meses y todavía no se habían inventado los pañales descartables. Así surgió la idea de veranear en Trujuy, en vez de ir a un hotel o alquilar un departamento lejos de la playa o un rancho perdido en la montaña.
A una cuadra de lo de nuestros amigos alquilamos una casa chica, bonita y acogedora. Desde la galería cubierta teníamos una bella vista sobre cuatro mil metros cuadrados de césped, con sólo un cedro en el medio y en los demás rincones, frondosos grupos de árboles. Uno de los más lindos era un alcanfor, en cuyas ramas bajas y casi horizontales de un metro de espesor, los chicos armaban asientos donde pasaban horas y horas. Nos sentíamos tan a gusto en ese ambiente, que decidimos quedarnos a vivir allí durante el resto de ese año. Al propietario le convenía que la quinta estuviera habitada permanentemente, y el dueño de nuestra vivienda en Olivos no tenía inconveniente en anular el contrato de alquiler. La proyectada estadía de dos meses se prolongó por tres años.
Casi todos los chalets en el barrio eran habitados solamente durante el verano, y durante el resto del año por algunos fines de semana. A pesar de haberse criado en el hormigón y el barullo de una ciudad grande, Beatriz no tuvo ningún inconveniente en desafiar el invierno en un lugar relativamente solitario, con poca edificación. Es que no había ningún motivo para preocuparnos. El jardín lindaba con un campo abierto, a cuyo otro lado había un barrio de casas humildes. Todos los días pasaba gente desde las cinco de la mañana para tomar el colectivo, y Beatriz opinaba, con buen criterio, que gente que madruga para ir a trabajar no tiene tiempo ni interés en robar. Ella disfrutaba enormemente del espacio y la quietud que transmitían el parque, la arboleda, alguna vaca y ovejas sueltas pastando. Lo malo de la ubicación eran los trescientos metros de calle de tierra que nos separaban del pavimento. Los días de lluvia, más algún día siguiente, el transporte escolar no pasaba por casa, por lo que Beatriz tenía que acompañar a los chicos a la ruta, chapoteando por el barro con Paula en brazos.
Encontramos los recursos necesarios para motorizarnos, y no tardamos en comprar un vehículo muy económico, un Citroën 2CV. Lo llamaban Patito Feo, pero su techo de lona – que se abría desde el parabrisas hasta la tapa del baúl- lo convertía en un envidiable convertible. Habrá sido una de las primeras de las 924 unidades que salieron de la primera línea de producción en 1949, porque tenía, por ejemplo, un limpiaparabrisas mecánico. Esto significaba que sólo funcionaba con el auto en marcha, de manera que, cuanto más despacio se iba, más lentamente se despejaba el vidrio. Con el auto detenido, uno podía esperar a que dejara de caer agua, o bien asomarse por la ventanilla para verificar la ausencia de obstáculos antes de arrancar raudamente.
Otra reliquia era el medidor de combustible, una varilla de cuero incorporada a la tapa del tanque y cuya parte sumergida indicaba aproximadamente la cantidad de líquido. La tarde antes de salir de vacaciones a Mar del Plata – ¡ahora sí podíamos veranear cómodamente a cuatrocientos kilómetros de casa!, - pasábamos por una estación de servicio de una marca ahora desaparecida. Divertí a los chicos con un juego de palabras sobre la popular consigna de otra petrolera, “Ponga un puma en su tanque”. Pero no aproveché esa ocasión de cargar combustible, porque no me gusta parar para cargar nafta y un rápido cómputo esa mañana me había asegurado una cantidad suficiente para recorrer la mayor parte del trayecto. Considerando el excepcionalmente bajo consumo del 2CV, la cifra me parecía razonable.
Despreocupados
y contentos por las perspectivas, habíamos hecho ya un buen tramo, cuando un
tironeo del motor me advirtió que algo andaba mal. Antes de sospechar en una
irregularidad seria, el auto se detuvo. No se necesitaba tener muchos
conocimientos técnicos para determinar la causa, la más evidente y menos
costosa. Tuve que convencerme de que había medido mal el nivel del líquido.
Robert me acompañó en la caminata de una hora hasta la estación de servicio más
cercana – donde no había tigres ni pumas. A la vuelta, una camioneta se apiadó de
nosotros.
Recuerdo aquel error tonto con
fastidio pero también con una sonrisa, cada vez que paso por ese lugar, que queda exactamente debajo del cartel que
señala la mitad de la Ruta 2, la carretera más transitada del país.
Entre Mar del Plata y Chapadmalal, el bajo alquiler de una casita compensaba la desventaja de su ubicación, a más de dos kilómetros de la playa, y su falta de corriente eléctrica. El bonito ejercicio matinal de trescientas bombeadas subía suficiente agua al tanque para el consumo del día. De noche hacíamos de faroleros. Encender las lámparas de kerosén era una tarea nada fácil pero, una vez lograda, nos iluminaban como verdaderos soles de noche. Para completar el romántico ambiente, el agua para la ducha se calentaba con alcohol de quemar en un recipiente. Producía una llama pequeña, pero cuando Paula la vio la primera vez, volvió sobre sus pasos: “Yo, ¡con fuego no me baño!”, lloraba. Tenía tres años, era difícil convencerla.
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