Durante la primera semana, yo conmutaba entre los dos hospitales. Beatriz y Carla sólo podían sospechar por qué Paula no estaba con ellas en la clínica. Yo no podía negarles que había complicaciones, pero sí quería ocultarles el coma. El momento más difícil fue cuando Beatriz me preguntó si Paula estaba consciente. Serafina me inspiró a inventar que Paula estaba recuperándose lenta, pero muy lentamente, de un trauma que le bloqueaba el habla. ¡Qué alivio cuando pude contarles la verdad! ¿Quién dijo que no existen las mentiras piadosas? - ¡vamos!
En el auto viajaba también la hija de unos amigos holandeses, que estaba pasando unos días de vacaciones de invierno con nosotros. Por suerte, ella había salido ilesa, el golpe de un codo contra la ventanilla no tuvo consecuencias. El que se salvó del accidente por haberse quedado en casa, fue Robert. Tiempo después, me acompañó a retirar el auto cuando la comisaría lo liberó. La vista de los destrozos nos envió un escalofrío por la espalda, pero también nos ayudó a sobreponernos, al revivir el milagro. ¿Cómo pudo haber salido Paula de esa maraña de chapas retorcidas sólo golpeada y malherida?
Teníamos que deshacernos de esa pesadilla lo antes posible. A un aviso en el diario respondieron tres interesados. Les parecía que yo pedía demasiado, pero la mañana siguiente consegui ese precio en un taller. Por la noche, uno de esos comerciantes me llamó de nuevo. Al enterarse de que ya no podía hacer negocio, se mostró desilusionado. Incluso me comentó que, si yo le hubiera dicho que tenía una oferta firme, ¡él habría mejorado la suya! Fue llamativa la demanda en ese rubro. Cuando el auto estaba en perfectas condiciones, dos avisos no habían producio ni un llamado.
Una historia memorable fue la del seguro. Al hacer la denuncia del accidente, descubrí que la póliza, vencida, no había sido renovada. Ya había pasado una semana, era tarde para corregir el error, debido a un lamentable malentendido con nuestro agente de seguros, que era un colega mío. La buena relación de la compañía de seguros con el Banco salvó la situación: nos ofrecieron los servicios de su abogado. Éste, naturalmente un experto en la materia, consiguió un satisfactorio arreglo extrajudicial con la empresa de transportes.
A todo esto, faltaba poco para que me entregaran el Cero Kilómetro. Sí, a mí, porque Beatriz todavía guardaba cama por una complicada fractura de pierna. Por entre los rosales que bordeaban el camino de entrada a la casa, lo llevé al césped y describí un ocho para que ella pudiera verlo por lo menos desde el dormitorio. El trauma ocasionado por la poca protección que ofrecía la carrocería del 2CV le había quitado las ganas de manejar. Pero al apreciar el espacioso habitáculo y el espesor de las puertas del nuevo auto, fue recobrando la seguridad necesaria para sentarse al volante. Por un lado, eso me alegraba, por el otro lo lamentaba porque ya me había acostumbrado a usarlo para ir a la oficina. Fue fácil justificar esa comodidad con el pretexto de ablandar el motor. Esa tarea, considerada innecesaria hoy, era impostergable en esa época en la que, además, circular por el microcentro de la ciudad todavía no era un castigo.
San Carlos de Bariloche, en la región sureña de la Cordillera de los Andes, queda a 1.600 km, el doble de la distancia a Córdoba, un día y medio de viaje en auto. No tenía sentido viajar de noche, así que partimos a la madrugada. Lo más cerca posible del destino donde podíamos pernoctar fue la ciudad de General Roca. Allí había nacido el padre de Beatriz y, guiándonos por referencias de su hermana Zulema, hicimos una caminata alrededor de la plaza central para pasar por el lugar donde habría estado la casa familiar, ahora un edificio de departamentos.
Al día siguiente restaban sólo 300 kilómetros, que parecían insignificantes porque las primeras montañas que ya se dibujaban, marcaban el inicio de las vacaciones. El famoso Camino de los Siete Lagos estaba cortado por reparaciones, pero el empleado de la estación de servicio que nos dio la noticia, quitó nuestra desilusión, indicándonos una muy buena alternativa, el Paso Córdoba. Se bordea un solo lago, pero en esta región el número no tiene mucha importancia, porque todos son a cuál hermoso. A éste, el Lago Melinquina, lo vimos primero delante de nosotros a unos ochenta metros más abajo. Ocultado por árboles durante un rato, reapareció cuando el camino corría al nivel del agua, y nuevamente por atrás, cuando habíamos vuelto a subir. Yo sólo podía verlo por el retrovisor, de modo que detuve el auto para apreciarlo mejor. Fue justo cuando cruzábamos un vado, una buena ocasión para sacarnos las zapatillas y refrescar los pies.
Listos para habitar la cabaña alquilada, la encontramos ocupada. El dueño nos pidió disculpas por un error que había ocurrido, e inmediatamente nos tranquilizó con un gesto inesperado: ¡nos cedía su casa! Él y su familia se habían instalado en una vivienda cercana, No podíamos creer que era el chalet de dos pisos que estaba a pocos metros y que ya habíamos estado admirando durante nuestra espera. Tenía cuatro dormitorios, tres más que la casa alpina que habíamos alquilado. Antes de salir a recorrer los alrededores, nos acomodamos con una refrescante bebida frente al ventanal del living, que daba al Lago Moreno. Viendo en otra orilla la Isla de la Camerata Bariloche, me parecía oír las cuerdas del conocido conjunto de cámara.
En un paseo matinal nos tiramos sobre el pasto debajo de unos árboles. En un momento de silencio en la conversación entre pájaros, intervine con un silbato. Alguien me respondió con el mismo tono. Lo repetí, y el ave –estoy seguro de que era la misma-, me contestó de igual modo, como si lo hubiera estando esperando. Ensayé variantes de tres notas, de cinco, de una sola larga, y para nuestra delicia respondió a todas con verdaderos ecos, afinados y sonoros. Lo más notable de esa divertida charla fue que estábamos en una zona de viviendas a pocos pasos del Circuito Chico, un popular recorrido turístico. Por suerte, los ruidos del tránsito no llegaban hasta allí.
Diez años después, tanto Robert como Carla ya se habían casado; sólo Paula volvió con nosotros a la región. Esta vez entramos sin equivocaciones en otra casa excepcional. Estaba ubicada del otro lado de la ciudad de Bariloche, precisamente donde el Lago Mascardi forma una L. La vista al espejo de agua, árboles y cumbres nevadas era tan bella que la mayor parte del día nos quedábamos leyendo, charlando, escribiendo. Adentro o afuera, en el jardín levemente inclinado, y siempre bien acompañados por el gorjeo de pájaros y el arrullo de un arroyo cercano pero oculto por plantas y flores.
En un mercadito a cien metros hacíamos las compras diarias, y un poco más allá una señora nos proveía de pan casero, cuyo color y sabor se combinaban de maravilla con los dulces de mora, grosella y otras frutas de la zona. Por una pequeña playa a nuestros pies no pasaba nadie. Era un lugar como los que agencias de turismo promueven como paradisíaco. Beatriz decía que, efectivamente, podría creer estar en el cielo si no fuera por los tábanos. Los manteníamos a distancia encendiendo fuego. Excepto una tarde que salimos a visitar unas bonitas cascadas, no sentimos la necesidad de conocer los alrededores.
En los catorce años desde que vinimos a la Argentina, nos mudamos seis veces, porque no lográbamos alquilar casas por períodos largos. Un día, mi suegra decidió vender el departamento de la calle Charcas. Con la parte de la herencia que le correspondía a Beatriz más una ayuda de mis padres pudimos finalmente comprar una vivienda. Queríamos vivir en Bella Vista, por los colegios y muchos amigos de los chicos. Ya lo habíamos intentado anteriormente, en vano porque en ese bendito pueblo se alquilaban casas solamente en el verano.
La primera que nos mostraron nos gustó, pero la descartamos porque estaba ubicada sobre una calle de tierra, y teníamos frescas en la memoria las luchas contra el barro en Trujuy. La segunda opción era un chalet con techo de tejas coloniales, paredes de ladrillos pintados de blanco. Yo todavía estaba afuera, en la galería cubierta, cuando desde el umbral Beatriz me hizo un gesto de decidida aprobación. –“Ya está. Ésta”. - Esa primerísima impresión se afirmó después de haber visto lo demás. Favorecidos además por una parcial financiación hipotecaria que nos cedió el dueño, volvimos a sentir la enorme felicidad de ser propietarios.
Algo que le había gustado especialmente a Beatriz, eran dos paraísos y un aromo en el jardín trasero. Pocos años después tuvimos que eliminar el aromo y uno de los paraísos. El otro tenía el tronco tan ahuecado que parecía estar enfermo, por lo que plantamos un fresno a su lado para reemplazarlo. Pero hoy, treinta y seis primaveras más tarde, me asombra la sombra que todavía nos da. La savia sigue subiendo con una fuerza insospechada hasta la punta de las ramas más altas.
Yo tenía otro motivo particular para apreciar la casa. Pensando en el sueño de Beatriz de construir una vivienda, una vez había bosquejado una distribución de ambientes, que resultó ser casi idéntica a la que estábamos viendo ahora. Hasta en la casualidad del comedor a la izquierda y el living, con chimenea, a la derecha. Cuatro dormitorios, el matrimonial con un baño en suite, un detalle que a mí no se me había ocurrido. El comedor era especialmente acogedor por un bow window y una segunda chimenea, con piso elevado. Siguiendo el ejemplo del dueño anterior, instalamos allí nuestro equipo de audio. Ese lugar había sido el garage; lamentablemente nunca hemos encontrado el momento para reemplazarlo. Esa construcción, por otra parte, sería difícil de realizar con miras a la estética de la casa y la luz natural que entra en uno de los dormitorios.
A la espera de la entrega de las llaves, Beatriz propuso ir a ver el aspecto de la calle en la penumbra. Doscientos metros antes de llegar, se cortó la corriente en el barrio. Casualmente era una noche de luna nueva, y no esperamos a que volviera la iluminación. - A los pocos días de tomar posesión, empezamos a pintar algunas puertas y paredes. A media mañana, tocaron el timbre. Vino a presentarse una amiga de los dueños anteriores; en la acertada suposición que nos gustaría tomar café, nos dejó un termo y tazas.
Ese ejemplar acto de buena vecindad inició una amistad con Graciela y Willy Baucis y sus cinco hijos, de las cuales una es mujer. – Otros vecinos, Nancy y Roberto Cuqui Mackinlay, con igual número y composición de hijos, también tuvieron una muy buena predisposición. Luego de asegurarse de que nuestros hijos sabían nadar, nos dieron carta blanca para entrar sin aviso previo y a usar la pileta de natación aunque no estuvieran ellos. ¡Qué época despreocupada, cuando dejábamos los portones abiertos, o al menos sin llave!
Premios de lujo
Papá había prometido a sus nietos argentinos un viaje a Holanda al terminar el colegio secundario. El otro requisito era tener un conocimiento básico de inglés, francés o alemán, porque la estadía sería una combinación de vacaciones y estudio, eventualmente en otro país. Cuando Robert estaba por alcanzar el status de bachiller, no estaba listo para recibir el premio, porque había desoído nuestra insistencia en prestar atención a las clases de inglés en el colegio. En fin, podía reparar esa falta si se ponía a estudiar, ya. Lo hizo, pero nos sorprendió con la propuesta de aprender un cuarto idioma, no mencionado, holandés. Consciente de que eso limitaba su radio de acción, lo prefirió porque quería entenderse con los abuelos y los demás familiares y amigos en Holanda en su idioma. Se encerró con un libro de gramática que Beatriz había usado para perfeccionar sus conocimientos. Otro, de bolsillo, tenía un título pretencioso “¿Quiere usted hablar holandés en diez días?”, pero resultó ser bastante práctico, sobre todo después de que yo reemplazara algunas frases por otras más útiles.
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