Partos sin dolor pero con susto
No estaba equivocada: a las diez nació Robert Ángel Rudolph. Un par de semanas antes de lo esperado, pero pesando un poco más que el mínimo que determina el cuidado de una incubadora, y sano. Sin embargo, esa misma tarde tuvo una deficiencia respiratoria, y lo llevaron a un hospital. El médico lo atribuyó, sin certeza, a un infarto pulmonar. Nos tranquilizó, afirmando que no era grave – aunque consideró prudente seguir observándolo por casi un mes. Pobre bebé, pasando sus primeros días en una carpa de oxigeno. Pero se repuso, no le quedó ninguna secuela y pudo practicar el deporte que quisiera. Eligió el rugby, con un entusiasmo que a mí no me ha podido contagiar, pero por suerte a sus hijos, sí.
A todo esto, Carla dormía profundamente, como anticipo de lo que iba a hacer durante toda su etapa de bebé. Luego fuimos descubriendo que lo hacía deliberadamente, para acumular la formidable energía que sigue irradiando hasta el día de hoy, sesenta años y nueve hijos más tarde.
Tres años después, Paula Astrid, para no quedarse atrás, tampoco eligió aguas tranquilas para empezar a navegar. Como si fuera la primogénita, engañó a la parturienta con una falsa alarma. Una semana después, ocurrió que mi suegro se descompuso y no alcanzó a tomar el vaso de agua que le llevaron. Beatriz adoraba a su padre, y la emoción le afectó tanto que al día siguiente optó por no acompañarlo en su último viaje. Al mediodía, antes de volver a casa desde el cementerio, le pregunté por teléfono cómo estaba. No había tiempo que perder, me contestó, la criatura ya estaba moviéndose. El tío Arístides, el único familiar que tenía auto, nos llevó a la clínica, y a las tres de la tarde se cumplió el deseo de Robert. Él quería que fuera mujer; aparentemente, Carla ha sido una muy buena hermana.
A Paula le costaba dormir, lloraba mucho. Una noche Robert quedó tan fastidiado que se acercó a la cuna y, estirando los brazos, exclamó: - “Por favor bebé, callate, ¿para qué te habré encargado?”. El llanto no disminuyó. - Cuatro o cinco años más tarde, tuvo otro motivo para hacerse esa pregunta. Paula había estado en su dormitorio, cuidando de no cambiar nada de lugar. Cuando su hermano volvió del colegio, le preguntó dulcemente: - “Robert, ¿no tendrías un chocolatito para mí, o algo así?” – “Yo no tengo nada” – fue la respuesta -. “¿No? En algún cajón de tu placard, ¿tampoco?”. Robert fingió indignación, pero no podía acusarla de haber violado su propiedad, y se sentó a pensar otro escondite.
Por mis conocimientos del español y mi deseo de vivir en la Argentina, yo era uno de los pocos candidatos para trabajar allí. Esperaba que no pasara mucho tiempo, pero evidentemente necesitaba unos años de experiencia. Nuestro representante en Buenos Aires se encontraba muy cómodo y le faltaba mucho para jubilarse, de manera que el cargo quedaría vacante sólo si renunciara (poco probable), o si lo trasladaran (imprevisible). Sin embargo, un día ocurrió esto último: sorprendió a muchos cuando se instaló en Amsterdam como gerente.
Lo reemplazó una persona que trabajaba en una empresa vinculada. Con ese nombramiento se terminaron mis ilusiones, pero casi al mismo tiempo se me presentó una alternativa. Nuestra armadora representaba en Amsterdam a la F.A.N.U. (Flota Argentina de Navegación de Ultramar). En todo el mundo, los marineros se entienden en un inglés básico, por lo general muy bien, pero a veces insuficientemente. Así fue que un día pidieron mi asistencia, porque el capitán de un barco se habría negado a firmar un formulario al que ya había dado su conformidad en IJmuiden. Allí, en el extremo marítimo del Noordzeekanaal, que une Amsterdam con el Mar del Norte, sube la aduana. Pero él era nuevo en la ruta, y evidentemente le habían explicado mal, o él no había entendido, el destino específico de ese segundo ejemplar. Tal como suponíamos, se trataba de un malentendido. Naturalmente, una vez aclarado el motivo, desapareció la objeción.
El episodio aceleró mi designación como enlace. Una de las tareas era recibir a los oficiales a la llegada del barco. Por razones económicas, conviene que los barcos estén en navegación cuando no pueden cargar o descargar mercadería, así se evitan el pago de derechos de muelle. Por lo tanto, suelen arribar un domingo o feriado a última hora. Eso era un inconveniente para mí, pero lo aceptaba porque la tarea me gustaba. En la práctica, los oficiales conocían el camino en tierra firme tan bien como en el mar, porque su movilidad, damas de compañía y demás servicios imprescindibles ya los tenían resueltos de antemano.
Por lo tanto, no me necesitaban realmente, pero apreciaban mi presencia. Cuando uno no habla el idioma del lugar, siempre es bueno contar con alguien con quien uno puede entenderse en su propia lengua. Generalmente, me quedaba sólo a tomar un café o un copetín. Pero a veces ocurría algo especial, y en una ocasión me sentí muy útil. En el viaje desde Hamburgo, a un joven oficial le habían avisado por telegrama que su novia estaba internada, de modo que quería hablar por teléfono con la mayor urgencia. Las comunicaciones internacionales se establecían todavía por operadora y solían demorar horas. Agilicé la conexión del teléfono y el pedido, así pudimos brindar, apenas media hora después, por la favorable evolución de la enferma.
Tiempo después, nosotros ya vivíamos en Buenos Aires, concretaron un convenio por dos años. Vinieron a casa para agradecerme la intervención en las conversaciones previas. Les quedaba poco tiempo, y Beatriz accedió de buena gana a su pedido de enseñarles un conocimiento básico y conversación en holandés. Aprovecharon la estadía allí para nuevamente viajar por todos lados; también visitaron a mis padres.
A su regreso nos visitaron, y no volvimos a vernos por un año o dos. Un día me crucé en la calle con uno de ellos. Me contó que seguían reuniéndose regularmente; casualmente la semana siguiente en una cena, a la que me invitó en el acto. Con gusto recordamos instantes y anécdotas de aquellos paseos juntos, y quedamos en seguir viéndonos. Pero por las mutuas actividades y complicaciones de la vida diaria no se concertó otro encuentro.
Beatriz disfrutó esas vacaciones a pleno, y aprovechó la estadía para buscar un empleo para mí. Evaluando los pro y contra, rechacé un puesto en un ministerio, porque dependería demasiado de la política partidaria. Tampoco quise entrar en una agencia de turismo, me faltó fe en mis aptitudes de vendedor. Preferiría un sueldo mediano pero seguro, a un ingreso posiblemente más alto pero variable.
Aunque mi buena esposa no ocultó su desilusión, no insistió y emprendió la vuelta. Ya habían pasado dos meses más de los tres que habíamos planeado. En el reencuentro, Robert me miraba como si yo fuera un nuevo familiar o vecino que venía a conocerlo. Beatriz me hizo tomar conciencia de que era natural que el chico me viera como un extraño. Tenía quince meses cuando se fue, y a esa edad medio año es muchísimo tiempo. Además, había sido un período tumultuoso en un ambiente confuso. Por ejemplo, ¿por qué nadie le contestaba en holandés, pero sí les causaba mucha gracia cuando él lo hablaba? Cien rostros nuevos habían desplazado el mío al fondo de su memoria. Me tranquilicé, y por suerte en pocos días más recuperé mi lugar en su vida.
Pero no a la buena de Dios. En esos meses, nos había visitado un ingeniero industrial argentino que hacía un viaje de negocios. Era un conocido de mi suegro, y Beatriz había trabajado un año en su oficina. Enterado de nuestros planes, me ofreció un empleo en una sociedad que estaba formando para vender e instalar equipos de aire acondicionado, producidos por su fábrica. El sueldo inicial no sería alto, pero mejoraría en relación con la marcha de la empresa. El ramo era nuevo y prometedor, de manera que nos preparamos para regresar a las pampas.
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