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sábado, 16 de enero de 2021

COSAS MÍAS (26)

     La primera meta en el extranjero era Pa­rís. Para los chicos, una novedad, para Bea­triz y para mí un gra­to reencuentro con Mona Lisa, Luis XIV y Napoleón Bonaparte, con quienes ya habíamos compartido un té y una cena en nues­tro viaje de bodas. Nos alo­ja­mos en el de­par­ta­mento de mi tío Dop, el geólo­go. Dop vivía en La Haya, pero estaba trabajando para Shell en una ta­rea espe­cial que lo mantendría allí por bas­tante tiempo. No se mudaron para no cambiar a los chicos de colegio. Desde la Haya eran sólo cuatro horas de tren, de ma­nera que para Dop no era un inconveniente viajar los vier­nes por la tarde y vol­ver los do­min­gos. De tanto en tanto, Tootje, su mu­jer, de­jaba la he­lade­ra llena de víve­res, les re­cor­daba a sus tres hi­jos que no abrie­ran la puer­ta a ex­tra­ños, y se iba a pasar el fin de semana en París. Lunas de miel en minia­tura.

En esa misma época, un matrimonio amigo de nosotros resolvió la mis­ma si­tua­ción de igual modo. Una diferencia era que él pres­ta­ba (y regalaba) mucha atención a otras muje­res, y eso en París, ¡oh là là, nada me­nos! Para ella y nosotros, los parientes y amigos, era motivo para temer lo peor. Sin em­bar­go, el espo­so demos­tró una fide­li­dad insó­li­ta; incluso según ellos mismos conta­ron luego, su re­la­ción nunca había sido me­jor que en ese período. Si sus cole­gas lo veían en la oficina sil­bando y de in­me­jo­ra­ble hu­mor, no necesita­ban mirar el almanaque para saber que era viernes.

Ter­mina­da la misión enco­men­da­da, la familia vol­vió a la ruti­na en Ho­lan­da. Y hete aquí que él no sólo se en­redó con su nue­va se­cre­ta­ria, sino que ade­más tuvo un hijo con ella, y formaron un hogar. ¡Al dia­blo veinticua­tro años de ma­tri­mo­nio! Un de­senla­ce lamentable, que un amigo en común recalcó con el cálcu­lo que a la edad de poder jubilarse, él todavía tendría un hijo en pleno estudio universitario.

Volviendo a nuestro paseo, desde Bruselas tomamos la au­to­pis­ta a Pa­rís. Es mucho más rápido pero también más caro y menos románti­co que la ruta vie­ja, con muchas curvas y atravesando pue­blos con trán­si­to a trac­ción de san­gre por ­angos­tas ca­lles ado­qui­na­das. De regreso, preferimos desviarnos por el be­llísimo ca­mino ondulado a­ Rouen, para allí girar hacia el norte, bordeando el mar.

La parte vieja de Bou­log­ne-sur-Mer invita a recorrerla a pie. El Municipio, los Tribunales y otros edificios del siglo dieciocho están rodeados por una muralla de cinco siglos antes. José de San Martín, el Libertador de Perú, Chile y la Argentina, vivió en esta ciudad sus últimos años. En la fo­tografía que saqué de la estatua que lo inmortaliza,­ enfoqué dema­siado los ros­tros de mis fa­mi­lia­res. ¡Mil dis­cul­pas, mi gene­ral, por haberlo deca­pitado! 

   Puentes que parecen brujas

Nos despedimos de Francia en Dunquerque, famosa por la invasión aliada que aceleró el fin de la segunda gue­rra mundial, y menos conocida por su lugar en la historia del sistema métrico. En 1792, dos matemáticos se pusieron a medir la longitud del meridiano entre Dunquerque y Mont-Jouy, cerca de Barcelona. Tardaron siete años en entregar el trabajo, pero valió la pena: el resultado sirvió para la determinación universal del metro, a saber la diez­millo­nésima parte del cuadrante de ese meridiano.

Ya en Bélgica, dejamos la costanera en busca de Bru­jas. Este nombre es una traduc­ción foné­tica de Brug­ge, que en fla­menco significa puen­tes. Así que no tie­ne nada que ver con hechi­ce­ras, aunque la magia medie­val que envuelve sus puentes, museos, casas y sinuosos canales y ca­lles, sugiere bru­je­ría. - Como con­traste, Amberes con sus ave­nidas, casas pa­tricias y un enorme puerto marítimo y fluvial, es una ciu­dad co­mer­cial, mun­da­na, abier­ta, sin se­cre­tos. Va­gamos por el mer­cado de pul­gas, una divertida exhibición de exóticos pájaros y otras curio­sida­des.

En Transcontinenta, mi padre dirigía las ventas de un amplio surtido de artícu­los de foto­grafía. Sus principa­les pro­vee­­­­do­res eran fábricas en Alemania, con las que tenía que coordinar periódicamente estrategias de comer­cializa­ción. A papá le encantaba via­jar, y siempre prefería ir él allí, antes de recibir visitas. Nos pro­puso un paseo por una región de Rheinland-Pfalz que conocía bien. Para poder via­jar todos jun­tos, cambió por una se­mana su auto por el modelo rural de un ven­de­dor de la fir­ma.

Luxemburgo, una apaci­ble ciu­dad resi­den­cial, merecía más que las escasas dos ho­ras que duró nuestra camina­ta y un pic­nic so­bre el ba­rran­co de un parque. Pero nuestra meta era Alemania. Cruzando la cercana fron­te­ra, entramos en Trier. Esta muy antigua ciu­dad, donde nació Karl Marx, tuvo su bri­llo duran­te un breve período en el siglo tercero, cuando fue la sede de uno de los cua­tro Ad­mi­nis­tra­do­res del Imperio Roma­no. En una plazoleta bajo la Porta Nigra, un pórtico que data de an­tes de Cris­to, nieve amon­tona­da nos invitó a bajar del auto y li­brar una ba­ta­lla de bolas que nos dejó he­lados.

      Entre los ce­rros bos­co­sos a lo largo del camino a Koblenz ve­nía­mos ba­jan­do en cur­va tras con­tra­cur­va, y ya se veía un puente sobre el Mosela. De re­pente, sin pedir per­mi­so, irrumpió en nuestro campo visual un casti­llo. Mag­ní­fica­men­te em­pla­zado sobre un pe­ñas­co unos cien metros más abajo, dominaba la edi­fi­ca­ción de Co­chem, una de las in­con­ta­bles ciu­dades en­canta­do­ras que co­lec­cio­na el pue­blo ale­mán. Las fo­tos que tomamos, no salieron claras por ne­bli­nas y llo­viz­nas, pero la imagen nos quedó gra­bada en la retina. Apoyados en la baranda protectora de un descanso, tallado en la roca para gozar de ese panorama único, reco­bra­mos el alien­to.

      Un embotella­mien­to demoró nuestro paso por Koblenz, donde el Mosela se entrega al Rin. Inesperada­mente, el fastidio se con­virtió en una diver­sión cuando vimos pasar un grupo de personas con ves­tidos típi­cos de la zona. Salimos de la fila para seguir a pie a los que iban a un casamien­to, alegremente colorido. – Bordeando los recodos del Rin, llega­mos hasta la Lo­relei, la pequeña isla desde donde si­renas -no las mecáni­cas, sino esas cria­tu­ras mitad mujer, mi­tad pez- seducían con su canto a timone­les, para que los bar­cos enca­lla­ran en la roca. Pobres nave­gantes (pero las intenciones de las ninfas eran buenas, ¿o no?). Los bar­cos que pasaron mientras nosotros tomábamos un refresco en una con­fitería en la orilla, parecían estar bajo el mando de padres de familias bien constituidas. Conscien­tes del peligro, se tapaban los oí­dos y man­tenían la vista fija en su rumbo, eludiendo resueltamente la diminuta pero peligrosa isla.

      An­tes de abandonar Ale­ma­nia, visita­mos Co­lo­nia, ciudad floreciente y ya recuperada de los doscientos sesenta y dos bombar­deos que soportó en la segunda guerra mun­dial. La Cate­dral no es tan grande como la Basílica de San Pedro, pero es la mayor construc­ción gótica de Euro­pa. Sin embargo, lo que me impresionó no fue su tamaño, sino el ambiente. Es el que reina en muchas iglesias, pero en la de Colonia percibí algo más, desde que traspasé la puer­ta­ de entrada. Lo atribuyo en gran parte a los seis­cientos años de vi­treaux que filtran la luz y la impregnan de una re­li­giosi­dad que trasciende la cristiana.­­­ 

            ¡A no apartarse de los senderos conocidos!

La gerencia había aceptado mi propuesta de aprovechar la estadía para adquirir conocimientos de computación en Holanda, ya que el Banco se ahorraba el costo de mi pasaje. El seminario de análisis de sistemas en el que me inscribieron, se dictó en un hotel Holiday Inn. Duró dos semanas, con dedicación casi exclusiva. Después del almuerzo y una buena pausa, las clases seguían. Y luego luego de la cena, antes de retirarnos a nuestros confortables dormitorios, preparábamos el trabajo para el día siguiente. Cada equipo de seis alumnos representaba a una empresa y disponía de un apartamento provisto de mesas, útiles y un pizarrón para desarrollar el proyecto encomendado.

En un ejercicio de role playing, la simulación de una situación, me designaron el papel de un jefe administrativo que debía oponerse a comprar una novedosa máquina registradora que le ofrecían. La resistencia al cambio es un fenómeno conocido, porque es natural, pero no en mí, que soy amante de innovaciones. ¡Y justamente a mí me tocó tener que rechazarlas! Usé el argumento que ya hacía cuarenta años yo trabajaba de esta manera con bastante éxito, que no veía cómo alguien de afuera, sin mi experiencia pudiera mejorar esos resultados, y otras objeciones estereotipadas por el estilo. No fueron lo suficientemente conservadoras, y no pude refutar las criticas del docente y de la “junta directiva”, formada por los demás alumnos.

    Un colega mío en el Banco habría cumplido ese papel en la realidad, sin preparar nada. Se había opuesto a la automatización durante mucho tiempo. Desde el primer momento obstruía el relevamiento de datos de un modo tan sistemático -¡valga la ironía!-, que los analistas decidieron suprimir las estadísticas para esa oficina. Lo que la computadora proveía en unos segundos, representaba dos días de trabajo de un empleado con una calculadora y una máquina de escribir (eléctricas, eso sí, porque ni ese jefe había podido frenar el avance anterior). No conforme con su oposición, ese señor había llegado al inimaginable extremo de controlar manualmente los resultados automatiza­dos. Su recelo iba disminuyendo, pero siguió manifestándo­se hasta que se jubiló quince años más tarde, después de celebrar sus bodas de oro con el Banco.

 Los chicos crecían en altura y circunferencia, y como Zulema, la tía de Beatriz, vivía con nosotros, el 2CV nos estaba quedando chico. Después de haber retomado el ritmo colegial y laboral, decidimos venderlo, sin saber todavía por qué auto reemplazarlo. Con la muy grata experiencia obte­nida en Europa con el Renault 12, nos encantaría sustituirlo por uno igual, pero ese modelo era desconocido aquí. Hasta el día que Robert llegó a casa eufórico: había visto un transportador cargado con R12. Tomar la decisión de pasar de una marca francesa a otra fue fácil, pero el cambio no se concretó como nos habíamos imaginado.

     ¿Dónde está Mami?

       Una tarde de julio de ese año, el tren que me traía del centro, llegó con mucha demora. No veía el auto en la estación y mi suposición que Beatriz habría preferido volver y esperar mi llamada, resultó cierta. Pero ella no había llegado a casa. Un colectivo que andaba a gran velocidad, sin luces y quizás también con los frenos en mal estado, se había incrustado en nuestro pequeño Citroën. En el Hospital de San Miguel encontré a Beatriz y Carla con fracturas de pierna y de brazo, llorando de dolor y sobre todo de nervios, de impotencia y de indignación. Pero por lo menos estaban conscientes, y luego de los primeros auxilios, las llevaron al Policlínico Bancario, en la ciudad de Buenos Aires.

            La que había perdido el conocimiento fue Paula. Sentada adelante, había recibido el impacto más fuerte. Un brazo y una pierna quebrados no eran nada al lado de una grave conmoción cerebral. El médico de la guardia la derivó directamente al Hospital de Niños, también en la Capital Federal. Allí nos informaron que no había cama disponible, pero ante nuestra insistencia en que su estado no permitiría otro traslado, la ubicaron en una sala.

            Después de cinco días de terrible incertidumbre, Paula abrió los ojos cuando yo estaba a su lado. Me sobresalté y en el mismo momento me deprimí, porque ya estaban nuevamente cerrados. No sé cuánto tiempo después -¿segundos, minutos, horas?- los párpados se movieron otra vez; era una tortura ver cómo volvieron a replegarse enseguida. Lenta, muy, muy lentamente, el movimiento se repetía con intervalos cada vez menos largos. Finalmente, sus ojos quedaron abiertos de par en par. Cerré los míos con un respiro que no creo que alguna vez haya sido tan profundo.

        Sin mirarme, Paula no desviaba la vista de un punto fijo en el alto cielorraso. No contestaba mis preguntas, ni siquiera daba señales de que me oía. Mi agradecimiento por su regreso del infinito se mezclaba con angustia y desasosiego. ¿Se habría quedado sorda, muda, ciega, paralítica, las cuatro cosas juntas? Inmóvil, seguía mirando el techo. De repente, sin pestañear y sin girar la cabeza, preguntó, como si se despertara de una reparadora siesta: - “¿Dónde está Mami?”. Sin mover la cabeza, sabía que Beatriz no estaba. Su voz clara descargó la tensión e hizo correr mis lágrimas rete­nidas. ¡Bravo chiquita, volviste, y entera! Tratando de desatar el nudo en mi garganta, le conté lo que había pasado, y dónde y cómo estaban sus compañeras de desventura.

            Los dos médicos que la controlaban, me felicitaron y agregaron: - “Ahora se lo podemos decir: hasta hace un par de horas, no dábamos ni cinco centavos por la vida de su hija. Estuvo no con uno, sino con los dos pies en la tumba”. El comentario fue estremecedor y me hizo sentir doblemente feliz. El haber estado al lado de Paula cuando volvió a nacer no había sido casualidad, porque yo no había podido presenciar su primer nacimiento. El ginecólogo sabía que en Holanda eso era normal, y lamentaba que en la Argentina los padres todavía fuéramos considerados un estorbo en la sala de partos.

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