La primera meta en el extranjero era París. Para los chicos, una novedad, para Beatriz y para mí un grato reencuentro con Mona Lisa, Luis XIV y Napoleón Bonaparte, con quienes ya habíamos compartido un té y una cena en nuestro viaje de bodas. Nos alojamos en el departamento de mi tío Dop, el geólogo. Dop vivía en La Haya, pero estaba trabajando para Shell en una tarea especial que lo mantendría allí por bastante tiempo. No se mudaron para no cambiar a los chicos de colegio. Desde la Haya eran sólo cuatro horas de tren, de manera que para Dop no era un inconveniente viajar los viernes por la tarde y volver los domingos. De tanto en tanto, Tootje, su mujer, dejaba la heladera llena de víveres, les recordaba a sus tres hijos que no abrieran la puerta a extraños, y se iba a pasar el fin de semana en París. Lunas de miel en miniatura.
En esa misma época, un matrimonio amigo de nosotros resolvió la misma situación de igual modo. Una diferencia era que él prestaba (y regalaba) mucha atención a otras mujeres, y eso en París, ¡oh là là, nada menos! Para ella y nosotros, los parientes y amigos, era motivo para temer lo peor. Sin embargo, el esposo demostró una fidelidad insólita; incluso según ellos mismos contaron luego, su relación nunca había sido mejor que en ese período. Si sus colegas lo veían en la oficina silbando y de inmejorable humor, no necesitaban mirar el almanaque para saber que era viernes.
Terminada la misión encomendada, la familia volvió a la rutina en Holanda. Y hete aquí que él no sólo se enredó con su nueva secretaria, sino que además tuvo un hijo con ella, y formaron un hogar. ¡Al diablo veinticuatro años de matrimonio! Un desenlace lamentable, que un amigo en común recalcó con el cálculo que a la edad de poder jubilarse, él todavía tendría un hijo en pleno estudio universitario.
Volviendo a nuestro paseo, desde Bruselas tomamos la autopista a París. Es mucho más rápido pero también más caro y menos romántico que la ruta vieja, con muchas curvas y atravesando pueblos con tránsito a tracción de sangre por angostas calles adoquinadas. De regreso, preferimos desviarnos por el bellísimo camino ondulado a Rouen, para allí girar hacia el norte, bordeando el mar.
La parte vieja de Boulogne-sur-Mer invita a recorrerla a pie. El Municipio, los Tribunales y otros edificios del siglo dieciocho están rodeados por una muralla de cinco siglos antes. José de San Martín, el Libertador de Perú, Chile y la Argentina, vivió en esta ciudad sus últimos años. En la fotografía que saqué de la estatua que lo inmortaliza, enfoqué demasiado los rostros de mis familiares. ¡Mil disculpas, mi general, por haberlo decapitado!
Puentes que parecen
brujas
Nos despedimos de Francia en Dunquerque, famosa por la invasión aliada que aceleró el fin de la segunda guerra mundial, y menos conocida por su lugar en la historia del sistema métrico. En 1792, dos matemáticos se pusieron a medir la longitud del meridiano entre Dunquerque y Mont-Jouy, cerca de Barcelona. Tardaron siete años en entregar el trabajo, pero valió la pena: el resultado sirvió para la determinación universal del metro, a saber la diezmillonésima parte del cuadrante de ese meridiano.
Ya en Bélgica, dejamos la costanera en busca de Brujas. Este nombre es una traducción fonética de Brugge, que en flamenco significa puentes. Así que no tiene nada que ver con hechiceras, aunque la magia medieval que envuelve sus puentes, museos, casas y sinuosos canales y calles, sugiere brujería. - Como contraste, Amberes con sus avenidas, casas patricias y un enorme puerto marítimo y fluvial, es una ciudad comercial, mundana, abierta, sin secretos. Vagamos por el mercado de pulgas, una divertida exhibición de exóticos pájaros y otras curiosidades.
En Transcontinenta, mi padre dirigía las ventas de un amplio surtido de artículos de fotografía. Sus principales proveedores eran fábricas en Alemania, con las que tenía que coordinar periódicamente estrategias de comercialización. A papá le encantaba viajar, y siempre prefería ir él allí, antes de recibir visitas. Nos propuso un paseo por una región de Rheinland-Pfalz que conocía bien. Para poder viajar todos juntos, cambió por una semana su auto por el modelo rural de un vendedor de la firma.
Luxemburgo, una apacible ciudad residencial, merecía más que las escasas dos horas que duró nuestra caminata y un picnic sobre el barranco de un parque. Pero nuestra meta era Alemania. Cruzando la cercana frontera, entramos en Trier. Esta muy antigua ciudad, donde nació Karl Marx, tuvo su brillo durante un breve período en el siglo tercero, cuando fue la sede de uno de los cuatro Administradores del Imperio Romano. En una plazoleta bajo la Porta Nigra, un pórtico que data de antes de Cristo, nieve amontonada nos invitó a bajar del auto y librar una batalla de bolas que nos dejó helados.
Entre los cerros boscosos a lo largo del camino a Koblenz veníamos bajando en curva tras contracurva, y ya se veía un puente sobre el Mosela. De repente, sin pedir permiso, irrumpió en nuestro campo visual un castillo. Magníficamente emplazado sobre un peñasco unos cien metros más abajo, dominaba la edificación de Cochem, una de las incontables ciudades encantadoras que colecciona el pueblo alemán. Las fotos que tomamos, no salieron claras por neblinas y lloviznas, pero la imagen nos quedó grabada en la retina. Apoyados en la baranda protectora de un descanso, tallado en la roca para gozar de ese panorama único, recobramos el aliento.
Un embotellamiento demoró nuestro paso por Koblenz, donde el Mosela se entrega al Rin. Inesperadamente, el fastidio se convirtió en una diversión cuando vimos pasar un grupo de personas con vestidos típicos de la zona. Salimos de la fila para seguir a pie a los que iban a un casamiento, alegremente colorido. – Bordeando los recodos del Rin, llegamos hasta la Lorelei, la pequeña isla desde donde sirenas -no las mecánicas, sino esas criaturas mitad mujer, mitad pez- seducían con su canto a timoneles, para que los barcos encallaran en la roca. Pobres navegantes (pero las intenciones de las ninfas eran buenas, ¿o no?). Los barcos que pasaron mientras nosotros tomábamos un refresco en una confitería en la orilla, parecían estar bajo el mando de padres de familias bien constituidas. Conscientes del peligro, se tapaban los oídos y mantenían la vista fija en su rumbo, eludiendo resueltamente la diminuta pero peligrosa isla.
Antes de abandonar Alemania, visitamos Colonia, ciudad floreciente y ya recuperada de los doscientos sesenta y dos bombardeos que soportó en la segunda guerra mundial. La Catedral no es tan grande como la Basílica de San Pedro, pero es la mayor construcción gótica de Europa. Sin embargo, lo que me impresionó no fue su tamaño, sino el ambiente. Es el que reina en muchas iglesias, pero en la de Colonia percibí algo más, desde que traspasé la puerta de entrada. Lo atribuyo en gran parte a los seiscientos años de vitreaux que filtran la luz y la impregnan de una religiosidad que trasciende la cristiana.
¡A no apartarse de los senderos conocidos!
La gerencia había aceptado mi propuesta de aprovechar la estadía para adquirir conocimientos de computación en Holanda, ya que el Banco se ahorraba el costo de mi pasaje. El seminario de análisis de sistemas en el que me inscribieron, se dictó en un hotel Holiday Inn. Duró dos semanas, con dedicación casi exclusiva. Después del almuerzo y una buena pausa, las clases seguían. Y luego luego de la cena, antes de retirarnos a nuestros confortables dormitorios, preparábamos el trabajo para el día siguiente. Cada equipo de seis alumnos representaba a una empresa y disponía de un apartamento provisto de mesas, útiles y un pizarrón para desarrollar el proyecto encomendado.
En un ejercicio de role playing, la simulación de una situación, me designaron el papel de un jefe administrativo que debía oponerse a comprar una novedosa máquina registradora que le ofrecían. La resistencia al cambio es un fenómeno conocido, porque es natural, pero no en mí, que soy amante de innovaciones. ¡Y justamente a mí me tocó tener que rechazarlas! Usé el argumento que ya hacía cuarenta años yo trabajaba de esta manera con bastante éxito, que no veía cómo alguien de afuera, sin mi experiencia pudiera mejorar esos resultados, y otras objeciones estereotipadas por el estilo. No fueron lo suficientemente conservadoras, y no pude refutar las criticas del docente y de la “junta directiva”, formada por los demás alumnos.
Un colega mío en el Banco habría cumplido ese papel en la realidad, sin preparar nada. Se había opuesto a la automatización durante mucho tiempo. Desde el primer momento obstruía el relevamiento de datos de un modo tan sistemático -¡valga la ironía!-, que los analistas decidieron suprimir las estadísticas para esa oficina. Lo que la computadora proveía en unos segundos, representaba dos días de trabajo de un empleado con una calculadora y una máquina de escribir (eléctricas, eso sí, porque ni ese jefe había podido frenar el avance anterior). No conforme con su oposición, ese señor había llegado al inimaginable extremo de controlar manualmente los resultados automatizados. Su recelo iba disminuyendo, pero siguió manifestándose hasta que se jubiló quince años más tarde, después de celebrar sus bodas de oro con el Banco.
¿Dónde está Mami?
Una tarde de julio de ese año, el tren que me traía del centro, llegó con mucha demora. No veía el auto en la estación y mi suposición que Beatriz habría preferido volver y esperar mi llamada, resultó cierta. Pero ella no había llegado a casa. Un colectivo que andaba a gran velocidad, sin luces y quizás también con los frenos en mal estado, se había incrustado en nuestro pequeño Citroën. En el Hospital de San Miguel encontré a Beatriz y Carla con fracturas de pierna y de brazo, llorando de dolor y sobre todo de nervios, de impotencia y de indignación. Pero por lo menos estaban conscientes, y luego de los primeros auxilios, las llevaron al Policlínico Bancario, en la ciudad de Buenos Aires.
La que había perdido el conocimiento fue Paula. Sentada adelante, había recibido el impacto más fuerte. Un brazo y una pierna quebrados no eran nada al lado de una grave conmoción cerebral. El médico de la guardia la derivó directamente al Hospital de Niños, también en la Capital Federal. Allí nos informaron que no había cama disponible, pero ante nuestra insistencia en que su estado no permitiría otro traslado, la ubicaron en una sala.
Después de cinco días de terrible incertidumbre, Paula abrió los ojos cuando yo estaba a su lado. Me sobresalté y en el mismo momento me deprimí, porque ya estaban nuevamente cerrados. No sé cuánto tiempo después -¿segundos, minutos, horas?- los párpados se movieron otra vez; era una tortura ver cómo volvieron a replegarse enseguida. Lenta, muy, muy lentamente, el movimiento se repetía con intervalos cada vez menos largos. Finalmente, sus ojos quedaron abiertos de par en par. Cerré los míos con un respiro que no creo que alguna vez haya sido tan profundo.
Sin mirarme, Paula no desviaba la vista de un punto fijo en el alto cielorraso. No contestaba mis preguntas, ni siquiera daba señales de que me oía. Mi agradecimiento por su regreso del infinito se mezclaba con angustia y desasosiego. ¿Se habría quedado sorda, muda, ciega, paralítica, las cuatro cosas juntas? Inmóvil, seguía mirando el techo. De repente, sin pestañear y sin girar la cabeza, preguntó, como si se despertara de una reparadora siesta: - “¿Dónde está Mami?”. Sin mover la cabeza, sabía que Beatriz no estaba. Su voz clara descargó la tensión e hizo correr mis lágrimas retenidas. ¡Bravo chiquita, volviste, y entera! Tratando de desatar el nudo en mi garganta, le conté lo que había pasado, y dónde y cómo estaban sus compañeras de desventura.
Los dos médicos que la controlaban, me felicitaron y agregaron: - “Ahora se lo podemos decir: hasta hace un par de horas, no dábamos ni cinco centavos por la vida de su hija. Estuvo no con uno, sino con los dos pies en la tumba”. El comentario fue estremecedor y me hizo sentir doblemente feliz. El haber estado al lado de Paula cuando volvió a nacer no había sido casualidad, porque yo no había podido presenciar su primer nacimiento. El ginecólogo sabía que en Holanda eso era normal, y lamentaba que en la Argentina los padres todavía fuéramos considerados un estorbo en la sala de partos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario