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miércoles, 13 de enero de 2021

COSAS MÍAS (24)

             El Hotel de Turismo en Embalse Río Tercero ofrecía una estadía con pensión completa a un precio equivalente a nuestros gastos domésticos normales. Además, contraria­mente a lo que ocurría en la mayoría de los demás lugares de veraneo, los comerciantes no aumentaban sus precios, que desde ya eran módicos. Eso nos permitía alquilar todos los días bicicletas o burros, o refrescarnos en una pileta de natación, incluidos alfajores y bebidas gaseosas.

Después de cenar salíamos a caminar, ocasionalmente a jugar al bowling. El premio por un “strike” era un cucurucho, de lo contrario un palito de helado de agua. Un día, el conductor de un carro con caballo nos mostró un bello panorama desde la punta de un cerro. El ambiente ideal para redondear la excursión con un picnic. Otras veces chapoteábamos en las aguas poco profundas de la cercana laguna. En una película quedó grabada nuestra práctica de un deporte muy parecido al waterpolo. Una escena en tierra nos recuerda otra exclusividad del 2CV: los asientos livianos que se sacaban fácilmente, una gran utilidad cuando parábamos en suelos poco aptos para sentarse.

            La experiencia del viaje nocturno nos gustó, y la repetimos el año siguiente a otra zona de Córdoba, el Valle del Punilla. Es la más turística de la provincia. La gran atracción de un parque de diversiones era un laberinto que te proporciona la incomodísima sensación de encierro, que sería miedo si no supieras que es un juego. Desde una balaustrada, habiendo recuperado la libertad, con o sin ayuda, podías entretenerte viendo el afán con que caminantes buscaban la salida entre los pasillos de ligustrina. Pero nuestra mayor diversión era nadar en ríos, o quizás eran sólo arroyos con mucho caudal, frenado por grandes piedras.

            ¡Cuidado con no tener ganas de trabajar!

            Aunque la motorización nos facilitaba el tránsito por calles de tierra, ya estábamos hartos del barro. Encontramos una bonita casa de dos pisos en Hurlingham, dos estaciones antes, sobre la misma línea de tren. Gran parte de la mudanza la hicimos con el flamante 2CV, aprovechando su techo descapotable y el espacio que quedaba disponible al sacar los asientos traseros. Eso nos ahorró gastos, eso sí, pero el esfuerzo contribuyó a causar un colapso de mi sistema energético.

Solicitudes de crédito que excedían el límite de nuestro gerente regional debían ser autorizadas por la casa central. Nuestra gerencia solía reunirse a última hora, y había que codificar los mensajes, un trabajo delicado que llevaba su tiempo, antes de enviarlos por telex, lo que era una de mis tareas específicas. Por lo tanto, a menudo era uno de los últimos en salir del edificio. Pero la diferencia de hora con Amsterdam, en promedio cuatro horas más, jugaba en favor de nuestros clientes, al poder tener las respuestas a sus pedidos ya a la mañana del día siguiente.

Esos regresos tardíos significaban más tiempo de viaje, porque la frecuencia de trenes y colectivos iba disminuyendo; por otra parte, yo no me daba el tiempo para almorzar bien. Como consecuencia, un simple resfrío me encontró con pocas defensas. Me dolía el pecho, pero no consulté a un médico enseguida, porque los síntomas eran idénticos a los que había tenido hacía unos años, y que había sido una simple contracción muscular.

           Esta vez, el dolor no disminuía y al gran cansancio se le agregaba una sensación extraña: ¡me faltaban ganas de trabajar! Ya sé que ese estado de ánimo es normal, pero deja de serlo cuando se prolonga. Una tarde, volviendo a casa con una fatiga excesiva, decidí hacerme ver, pero esa madrugada ya no encontraba posición en que no me doliera. A su diagnóstico, pleuritis, líquido en los pulmones, el médico de turno en la Policlínica Bancaria agregó con muy poco tacto que había un 95 por ciento de probabilidad de que derivara en tuberculosis. Naturalmente, Beatriz se asustó, pero el Dr. Faruolo, nuestro médico de cabecera la tranquilizó: “Señora, ¿porqué se preocupa; qué le parece si apostamos al 5 por ciento favorable?”. No tengo duda de que Serafina, mi incansable ángel de la guarda, haya influido en que efectivamente me quedara en ese estrecho margen.

            A los pocos días, caminando hacia la sala de Rayos X, iba a abrir la puerta tijera del ascensor, pero la enfermera que me acompañaba tuvo un buen reflejo: me agarró del brazo y me explicó que no podía hacer el menor esfuerzo. La advertencia me hizo ver cuán grave era la lesión. Pero una vez detenida la infección, la recuperación fue una cuestión de reposo y buena alimentación. Dentro de todo, los diez pacientes confinados a un pabellón aislado –por las dudas- llevábamos una vida relativamente agradable.

       No podíamos practicar ping-pong y gimnasia rítmica, pero hacer esfuerzos mentales, sí. El régimen de la terapia era un lujo para los amantes de la lectura y de entretenimientos como el truco, canasta, Scrabble, dominó, damas, ajedrez. Un torneo detrás de otro. También aprendí a pirograbar, un trabajo manual. Volqué mi fantasía en salvajes arabescos sobre un papelero de madera que hasta el día de hoy sigue fielmente a mis pies, recibiendo toneladas de desperdicios literarios y epistolares.

             Billetes de papel y monedas redondas

            No obstante mi ausencia durante los cien días que duró mi convalecencia, el Banco no sólo siguió funcionando con normalidad, sino que cerró ese ejercicio financiero con superávit. Mi reemplazante me devolvió el puesto en el Control Regional, pero al poco tiempo se disolvió esa oficina y aterricé a mi primer ámbito, la administración de créditos. En su despacho gerencial, nuestro supervisor trabajaba detrás de un escritorio del tamaño de una mesa de billar, no sé para qué, porque siempre estaba despejado. Él no dejaba nada pendiente; si no podía resolver un problema en el momento, lo derivaba a la persona o al sector correspondiente.

            Todas las mañanas, a primera hora, entraba en la oficina para controlar el libro negro, donde se registraban los descubiertos, sobregiros, adelantos y otras travesuras en las cuentas corrientes. A los clientes que no habían cumplido con lo pactado, los llamaba por teléfono él mismo, sin hacerse anunciar por una secretaria. Estoy convencido de que esa ejemplar intervención de un subgerente en vez de un jefe de la oficina, contribuyó a que el Banco tuviera un número mínimo de deudores morosos. Lo comprobé durante un período, no mucho tiempo más tarde, cuando el Banco estuvo en una situación contraria.

En su confortable casa, este señor había interconectado equipos de audio de alta fidelidad en varios ambientes. La iluminación subacuática de la piscina era otro indicio del lujo con que se rodeaba, que sin embargo me parecía estar en relación con sus ingresos. Además, era conocida la excelente situación económica de su familia política, dueña de dos prestigiosas empresas, muy buenos clientes del Banco. Durante una casual charla sobre patrimonios y algo más, él me confió la perspectiva, no muy lejana, de heredar por lo menos un cuarto de millón de dólares – una suma que en los años 60 representaba mucho más que hoy, sesenta años después. Me explicó que necesitaba ganar mucho dinero, porque le encantaba gastarlo.

            La creciente fascinación por la riqueza material le fue fatal cuando un día la auditoría interna descubrió pactos ilícitos que él había hecho con clientes igualmente inescrupulosos. La naturaleza de esos negocios le permitió salir por la puerta grande, cobrando los sueldos y gratificaciones que le correspondían. Irónicamente, esto ocurrió cuando le estaba esperando un nombramiento importante. Fue para mí la personificación de los dichos  los billetes se hacen de papel para que vuelen, y las monedas son redondas para que rueden.

            Poco antes de mi enfermedad, yo había sido facultado para firmar documentación y transacciones del Banco. Co-firmar en realidad. Sin límite de importe, pero siempre junto con un colega o gerente. Incluso los gerentes debían firmar conjuntamente con otra persona autorizada. Para ese nombramiento, llamado apoderado, había que tener –en esa época- por lo menos cinco años de antigüedad, pero todavía no habían transcurrido cuatro cuando me sorprendió este, el segundo ascenso en menos tiempo de lo que se podría esperar. Lo vi como una respuesta a la pregunta que me había hecho al comienzo de un capítulo anterior. Ahora, sabía dónde estaba el futuro. Por lo menos, lo vislumbraba.

            


            EL ALMACÉN SIEMPRE ABIERTO

          Dos más dos son cuatro, también en computación

          Allí por el año 1969 vino de Holanda un analista de sistemas para automatizar la administración del Banco. Al verme interesado en saber de qué se trataba, me propuso trabajar con él. Así conocí a Dora Computa, con quien inicié de inmediato un romance que seguimos manteniendo hasta el día de hoy. Con ella aprendí, entre otras cosas, a programar – no me refiero a relaciones extramatrimoniales, sino a una actividad en la que se aplica la lógica con todo su rigor. Esto es literalmente así: la menor falla en un razonamiento lleva a un resultado no deseado.

            El proceso de automatización comienza con un minucioso relevamiento de las tareas que se realizan en una oficina. Esas actividades se codifican en un lenguaje de programación que las convierte en instrucciones debidamente ordenadas. (En algunos países, la computadora se llama, más acertadamente, ordenador). Luego de innumerables contro­les y verificaciones, se comprueba el programa. Esta fase es la más frustrante, porque en la práctica siempre surgirá una deficiencia. Pero también es la etapa más gratificante, por­que el obtener finalmente el resultado buscado produce una satisfacción enorme.

            Nuestro primer trabajo en equipo fue la admi­nistración de pagarés. Cuando creíamos haber codifi­cado correctamente todas las transacciones posibles, comenzaba el vuelco de los datos. Había que procesar en la computadora todas las operaciones hechas en un día determinado, y comparar los resultados con los registros mecánicos. Para poder poner la automatización en marcha un lunes, comenzamos a trabajar el viernes anterior, turnándonos durante el fin de semana para comer y dormir. Ocurrió lo temido: una cuenta administrativa no quedó con el saldo correcto. El error nos obligó a corregir y repetir el proceso, pasar otro fin de semana encerrados en el Banco. Al conocerse esa noticia, uno de nuestro grupo interpretó la desazón general con una oportuna exclamación desde el fondo de su corazón: ”¡Quiero ir con mi mamá!”.

            La segunda vez fue la vencida.

        Los ojos de la sultana

        Un favorable resultado comercial de Transcontinenta, la firma donde trabajaba mi padre, le reportó una bonificación. De las muchas ideas muy buenas que él ha tenido en su vida, una de las más espléndidas ha sido la de invitarnos a celebrar junto con ellos sus bodas de rubí. Cuarenta años no son nada, tampoco para un matrimonio como el de mis padres - que se disolvería recién veintisiete años más tarde, con el fallecimiento de papá.

       Aprovechamos la oportunidad para alargar la estadía al máximo. A mis vacaciones regulares, de un mes, le agregué los días que me había reservado el año anterior, y otros que tomaría a cuenta del siguiente. Además, la gerencia había aceptado mi propuesta de aprovechar mi vista privada para ampliar allí mis conocimientos de computación, y me había inscripto en un seminario de dos semanas. Por lo tanto, sería una hibernación de dos meses y medio que, contrariamente a la del oso, estaría llena de actividad.

     La fecha era el 5 de febrero de 1971, y también queríamos cantarle ‘Cumpleaños Feliz’ a mamá, el 8 de enero. No pasaríamos Año Nuevo con ellos, porque queríamos utilizar las bajas tarifas aéreas durante la semana anterior, y decir ¡Hola! a España y ¡Ciao! a Italia. No se podía decir mucho más en un desvío de diez días. Partimos el día después de Navidad con una tem­pe­ra­tura de trein­ta gra­dos que en Río de Janei­ro, la única escala, subió a cuarenta. Durante la espera en el aeropuerto, de sólo una hora pero sin aire acon­dicio­nado, Ro­bert estuvo a punto de descomponerse. A la ma­dru­gada si­guien­te fue do­ble­men­te grato pisar suelo ibérico con cinco gra­dos bajo ce­ro. Era sólo un débil anticipo de las veinticinco grados que tendríamos en días posteriores, que es mucho frío en cualquier parte del mundo, aún estando bien abriga­dos.

 

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