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jueves, 14 de enero de 2021

COSAS MÍAS (25)

A Madrid llegamos a la tardecita; sólo hicimos una caminata hasta la famosa Puerta del Sol y alrededor del Pala­cio del Orien­te, que se veía desde nues­tro hotel. Nada más, porque preferíamos conocer ciudades pequeñas. Madrugamos para ver las fachadas de la cercana Toledo. Recorriendo sinuosas calles sin veredas, visitamos una edificación que había sido una si­nagoga -no sé si estaba abandonada por haberse mudado o por falta de feligreses- y el Mu­seo del pintor Domenikos Theotokopoulos, más conocido como El Greco, A la hora de almorzar descubrimos una bonita taberna en el patio interior de una vivienda. Deambular luego por los am­bien­tes, pa­sillos y ca­lles in­ter­nas del monumental Alcázar nos ayudó a ima­gi­nar su san­grien­ta his­to­ria.

Chapotean­do por la nieve en las callecitas de Ávila, junto con bu­rritos de repartidores de le­che, Pau­la lloraba, se le estaban congelando los pies. En una con­fi­te­ría le sa­qué los zapa­tos y le fro­té los pies. Una taza de cho­colate bien ca­liente y unos buñuelos hicieron el resto para so­brepo­nernos, los demás también, a la penu­ria. El Muro que con sus seis metros de altu­ra por tres de ancho ro­dea la ciudad, estaba clausurado para visitas, por la cantidad de hielo acumulado. Nos hicimos llevar por un taxi a un cerro cercano para gozar de una encantadora vista me­dieval.

Interrumpimos el regreso a Madrid para visi­tar el gran­dioso Monas­terio de San Lo­renzo de El Es­co­rial, ahora un museo donde se con­ser­van manus­critos, cuadros, piezas de orfebre­ría y una co­lec­ción de ta­pi­ces de los más variados diseños. Esplén­didos gobelinos cu­brían pa­redes de veinte metros de largo, o más, por doce de an­cho, o más, y cuatro de al­to, o más. Para saber las dimensiones exactas, tendría que volver un día con m’hijo el agrimensor.

Al llegar al hotel reservado en Sevilla, el ‘Doña María’, nos miramos con las cejas le­vantadas. Vaya, nuestro agente de via­jes había exagerado su preocupación por nuestro confort. El muy doméstico nombre sugería una posada, antes que un regio hotel de cuatro estrellas, ubicado frente a la Ca­te­dral de la Gi­ral­da. ¡Con razón que era el preferido de monarcas y gobernan­tes visitantes! Acorde con ese ambiente, Bea­triz se sentía como una duquesa, sobre todo cuando se preparaba para inmersiones en el ba­ño, casi tan grande como la amplísima habitación.

Vagamos por las angostas y serpenteantes calles de Se­vi­lla, entre casas con los característicos balcones llenos de flo­res, y un coche-mateo nos paseó por las orillas del hermoso “Padre de los Ríos”, el Río Guadalquivir. En la Iglesia de la Macarena, la estatua de la Virgen me pareció humana cuando vi una lá­grima muy transparente deslizarse por su meji­lla. Mis compañeros de viaje, a cual más católico, no la vieron.

Sa­lía­mos al alba y vol­vía­mos tarde, con más ganas de dor­mir que otra cosa. Por eso mirábamos sólo de reojo el bar del hotel, a través de una mag­ní­fica reja de hie­rro for­jado. Pero la úl­ti­ma no­che, Beatriz y yo cedi­mos a la tenta­ción. Des­pués de arro­par a los chi­cos, vencimos el cansancio y bajamos a tomar una copa en un muy agrada­ble am­bien­te.

En Sevilla alquilamos un auto que podíamos entregar en el aeropuerto de Málaga, antes de volar a Roma. Por el camino a Granada nos detuvimos para sacar una foto del tiempo, también detenido. Para lavar su ropa, varias mujeres, seguramente para ahorrar corriente eléctrica, aprovechaban la corriente del agua - que, aún en ese día soleado, estaba bien fría. Era una escena ideal para filmar un cortometraje ambientalista o un anuncio comercial promocionando nuevos modelos de tablas de lavar.

En Granada no habíamos reservado hotel, y después de conocer las cuatro estrellas españolas del “Doña María”, nos parecía suficiente encontrar uno de tres. Buscando estacionamiento cerca de una dirección que nos habían dado en la Oficina de Turismo, un muchacho en la vereda nos hizo una seña y retiró un triciclo de reparto que ocupaba el lugar frente a “su” hotel. Éste tenía sólo dos estrellas, pero no perdíamos nada con conocerlo. Las habitaciones eran limpias, y tomamos dos en suite, a un precio aún más bajo que el anunciado en el Registro Municipal.

Esta ciudad ofrece la ma­ravi­lla de la Al­hambra, nombre que proviene del vocablo árabe Al-Qal'a al-Hamrá, fortaleza roja. Techos, ar­cos, paredes y pisos cu­biertos de azule­jos con arabes­cos po­li­cro­máticos, la geo­metría carac­te­rística de la ar­qui­tec­tu­ra mo­risca, forman un com­ple­jo de pa­lacios islámicos, construi­do sobre un ba­rran­co. Un apo­sento particularmente bo­nito es el Mi­rador de Lin­da­ra­ja, corrup­ción oc­ci­dental de I-ain-dar-aixa, Ojos de la Sul­tana. Allí las empe­ratri­ces, sen­tadas so­bre co­ji­nes en el sue­lo, descansaban y obser­vaban el pano­ra­ma. A sus pies, los jar­di­nes del Ge­nera­li­fe, que viene de ala­ri­fe, ar­qui­tec­to. Y en el fon­do, la blan­cura de las Sie­rras Ne­va­das, fuente ina­ca­bable del agua que en los palacios se ve y se oye por todas partes. Corre por pa­sa­ma­nos ahue­ca­dos de es­ca­le­ras­­, salta en cho­rros entre­cru­zados que reflejan los colo­res de omni­pre­sen­tes flores, y fluye por ace­quias, es­tanques y fuen­tes, esparci­dos en la in­fini­dad de salo­nes, co­rredo­res, ga­lerías, pasillos y pa­tios, hasta llegar a los baños, un aspecto importante de la avanzada civilización árabe.

 Castañas calientes en una famosa fuente

Comparadas con las anchas costas atlánticas, las playas de Málaga nos desilusionaron un poco. Cenamos en el restaurante del aeropuerto, disfrutando de una bonita vista del tráfico en la pista, al pie de un cerro. Por el poco tiempo disponible, Cádiz y Córdoba quedaron para otra visita; ya era hora de ver dos ciudades italianas, diferentes pero con toda seguridad igualmente atractivas.

Bajo insistentes llu­vias y llo­viz­nas respiramos algo de la historia de Roma. Para ima­ginar­se cómo de­bían de haberse sentido los prime­ros cristia­nos per­segui­dos, no hay nada mejor que subirse al palco imperial del Coliseo y des­cen­der a las Catacum­bas. En decenas de kilóme­tros de an­gos­tos y húmedos pasillos subterráneos se es­cri­bieron angus­tiantes testimonios. De algunos de esos refu­gios religiosos no se cono­cen toda­vía to­dos los secre­tos.

Sobre una de las plazas más fotografiadas del mundo se erige la Basí­lica de San Pe­dro, en el centro de la curiosidad teo- y geopolítica que se llama el Va­ti­ca­no. En la en­trada nos esperaba La Pietà, que por suerte toda­vía no estaba protegida por la caja de vidrio que se le colocó después del atentado que su­frió. Paula se quedó m­i­rándola sin hablar, embelesada. No mostró el menor interés ni en la Cú­pu­la, ni en las columnas y el bal­daqui­no del Al­tar de San Pedro, ni en la Ca­pilla Sixti­na. Insistía en volver a María con Jesús en sus brazos. Al rato, la encontramos de nuevo frente a la escultura, se le caía una lá­gri­ma. A todos nos pareció una obra extraordinaria, pero era llamativa la impresión que dejó en Paula, que todavía no tenía ocho años.

Creo que el hotelito al que fuimos a parar en Roma ni siquiera tenía una estrella. Demasiado sencillo quizás, porque a pesar de ser fin de año, no tenían preparado ningún festejo. Cuando nos dimos cuenta de que el personal tampoco pareció haber entendido nuestro pedido de una botella de champagne y garra­piñadas, ya era tarde para salir a comprar algo. Brindamos por el 1971 con una bebida conocida internacionalmente, que no es alcohólica, pero con la que “todo va mejor”.

Desde una plaza cercana, un ómnibus nos llevaba a zonas más céntricas. Al volver mojados y cansados de las frías caminatas del primer día, fue doblemente grato descubrir en las recovas alrededor de la plaza una hilera de puestos de castañas asadas. Contentos por no tener necesidad de sacarlas del fuego, las saboreamos reconfortándonos con el calorcito de los hornillos de carbón.

Llegar a Roma en avión fue fácil; abandonarla en tren no lo fue tan­to. No habíamos tenido en cuenta que era el úl­timo día de las vaca­ciones de invier­no; decenas de miles de turistas volvían del sur. Con las trece pie­zas de equi­paje que llevábamos, nos resultó casi imposible llegar hasta el andén del ferrocarril, por lo que resolvimos devolver los bo­le­tos y alqui­lar allí mismo un auto. En minutos se abrió ante nosotros la Au­tostrada del Sole. Aún con llu­via y nie­bla, fue un lujo recorrer los tres­cien­tos ki­ló­me­tros hasta Florencia - Firenze para los italianos.

. Aho­ra en la Argentina también circulamos por autopistas, sólo esperamos que se lo­gre mode­rar la co­rrupción en los contratos de obras, tanto públicas como privadas (¿en qué se diferencian?). Sólo entonces pagaremos peajes razonables, que se aplicarán efectivamente a mantener las rutas y ampliar la red.

Una novedad urbanística fue la cantidad de es­cultu­ras al aire libre en la ciudad. Nues­tras andan­zas seguían siendo can­sado­ras; parti­cu­lar­men­te para Paula eran un supli­cio. A su inevitable pre­gun­ta "¿Adónde vamos aho­ra?", nuestra res­puesta sin muchas varian­tes sus­citaba su igualmente inva­ria­da desilusión, "¿Otro casti­llo? (…/ pa­la­cio­ / igle­sia / mu­seo - tá­che­se lo que no co­rres­pon­da). Pero su bue­n humor­­­ vol­vía cuan­do le dábamos monedas para elegir co­lori­dos caramelos o chocolates de novedosas y exóticas marcas. Con su vista de lince y una sorprendente intuición detec­taba kioscos y máquinas expendedoras de go­losi­nas a cuadras de distancia.

    El tren a Milán también vino lleno. Por el pasillo avan­za­mos como ca­ballos en el aje­drez entre mochilas y bolsos, pero amables viajeros en un compar­ti­miento se corrieron un poco para que Beatriz y yo nos sentáramos. Los chi­cos se unieron a un grupo internacional de jó­ve­nes turistas, que con gui­tarras y can­to trans­mitían su ale­gría a todo el va­gón. – En cambio, en el avión a Ams­ter­dam éramos muy pocos pasajeros, y el co­man­dante nos regaló un espléndido pano­rama al invitarnos a la cabina sobre­vo­lando los Alpes.

    Caminar sobre el agua

Frente al departamento de mis pa­dres, los chicos se enhebillaron patines y practicaron el divertido de­porte de caminar sobre el agua. Holidays on Ice al aire libre, gratuitos y sobre hielo auténtico, directa­mente de fábrica. Hacía aún más frío que antes, pero eso no nos impi­dió seguir haciendo nuestro turis­mo cultural. Por ejemplo, en Alkmaar, cuaren­ta kilómetros al norte. No para visitar el conocido mercado de quesos, porque no era la época, sino la iglesia principal, que data de alrede­dor del año 1500. Tiene un pe­queño órga­no rena­centista, el más an­tiguo del país. Dise­ñado espe­cialmente para acom­pañar coros, todavía era apto para ser toca­do. Nos quedamos con las ganas de escu­char­lo, al igual que el ór­gano principal, que re­quiere toda la acústi­ca del templo para lucir sus mil cuatrocientos tubos y sesenta regis­tros.

En una nave lateral colgaba un espectacular mode­lo de un bar­co de guerra. Conservaba una vela ori­ginal, con la ins­crip­ción de la fecha, 1667. Ésa y otras piezas his­tóricas ha­cían de la iglesia un peque­ño museo. No nos había atendido nadie; entramos porque la puerta estaba abierta. El encargado apareció más tarde. No esperaba a nadie, y cuando yo quería pagar la entrada, bromeó que antes de cobrar, nos pagaría él a nosotros, por ha­ber tenido la gen­tileza de recorrer esos ambientes glaciales...

Un primo mío que vivía en África, había comprado un auto nuevo para usarlo durante sus vacaciones en Holanda, que acababan de terminar. Mi padre se lo compró, para que pudiéramos desplazar­nos a gus­to sin qui­tarle a él su mo­vi­li­dad. Era un Renault 12, que se estaba popularizando en Europa. Al acomodarnos por primera vez, encontramos en la guantera la grata sorpresa de un surtido de cho­cola­tines y go­lo­sinas. Esto sería la característica de los paseos siguientes también. Papá contaba conmigo para proveer la nafta para el auto, él se ocu­paba del combustible para los ocupantes. Siempre recordare­mos la alegría de pro­bar produc­tos en varios gustos y en nove­do­sos en­voltorios.


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