A Madrid llegamos a la tardecita; sólo hicimos una caminata hasta la famosa Puerta del Sol y alrededor del Palacio del Oriente, que se veía desde nuestro hotel. Nada más, porque preferíamos conocer ciudades pequeñas. Madrugamos para ver las fachadas de la cercana Toledo. Recorriendo sinuosas calles sin veredas, visitamos una edificación que había sido una sinagoga -no sé si estaba abandonada por haberse mudado o por falta de feligreses- y el Museo del pintor Domenikos Theotokopoulos, más conocido como El Greco, A la hora de almorzar descubrimos una bonita taberna en el patio interior de una vivienda. Deambular luego por los ambientes, pasillos y calles internas del monumental Alcázar nos ayudó a imaginar su sangrienta historia.
Chapoteando por la nieve en las callecitas de Ávila, junto con burritos de repartidores de leche, Paula lloraba, se le estaban congelando los pies. En una confitería le saqué los zapatos y le froté los pies. Una taza de chocolate bien caliente y unos buñuelos hicieron el resto para sobreponernos, los demás también, a la penuria. El Muro que con sus seis metros de altura por tres de ancho rodea la ciudad, estaba clausurado para visitas, por la cantidad de hielo acumulado. Nos hicimos llevar por un taxi a un cerro cercano para gozar de una encantadora vista medieval.
Interrumpimos el regreso a Madrid para visitar el grandioso Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, ahora un museo donde se conservan manuscritos, cuadros, piezas de orfebrería y una colección de tapices de los más variados diseños. Espléndidos gobelinos cubrían paredes de veinte metros de largo, o más, por doce de ancho, o más, y cuatro de alto, o más. Para saber las dimensiones exactas, tendría que volver un día con m’hijo el agrimensor.
Al llegar al hotel reservado en Sevilla, el ‘Doña María’, nos miramos con las cejas levantadas. Vaya, nuestro agente de viajes había exagerado su preocupación por nuestro confort. El muy doméstico nombre sugería una posada, antes que un regio hotel de cuatro estrellas, ubicado frente a la Catedral de la Giralda. ¡Con razón que era el preferido de monarcas y gobernantes visitantes! Acorde con ese ambiente, Beatriz se sentía como una duquesa, sobre todo cuando se preparaba para inmersiones en el baño, casi tan grande como la amplísima habitación.
Vagamos por las angostas y serpenteantes calles de Sevilla, entre casas con los característicos balcones llenos de flores, y un coche-mateo nos paseó por las orillas del hermoso “Padre de los Ríos”, el Río Guadalquivir. En la Iglesia de la Macarena, la estatua de la Virgen me pareció humana cuando vi una lágrima muy transparente deslizarse por su mejilla. Mis compañeros de viaje, a cual más católico, no la vieron.
Salíamos al alba y volvíamos tarde, con más ganas de dormir que otra cosa. Por eso mirábamos sólo de reojo el bar del hotel, a través de una magnífica reja de hierro forjado. Pero la última noche, Beatriz y yo cedimos a la tentación. Después de arropar a los chicos, vencimos el cansancio y bajamos a tomar una copa en un muy agradable ambiente.
En Sevilla alquilamos un auto que podíamos entregar en el aeropuerto de Málaga, antes de volar a Roma. Por el camino a Granada nos detuvimos para sacar una foto del tiempo, también detenido. Para lavar su ropa, varias mujeres, seguramente para ahorrar corriente eléctrica, aprovechaban la corriente del agua - que, aún en ese día soleado, estaba bien fría. Era una escena ideal para filmar un cortometraje ambientalista o un anuncio comercial promocionando nuevos modelos de tablas de lavar.
En Granada no habíamos reservado hotel, y después de conocer las cuatro estrellas españolas del “Doña María”, nos parecía suficiente encontrar uno de tres. Buscando estacionamiento cerca de una dirección que nos habían dado en la Oficina de Turismo, un muchacho en la vereda nos hizo una seña y retiró un triciclo de reparto que ocupaba el lugar frente a “su” hotel. Éste tenía sólo dos estrellas, pero no perdíamos nada con conocerlo. Las habitaciones eran limpias, y tomamos dos en suite, a un precio aún más bajo que el anunciado en el Registro Municipal.
Esta ciudad ofrece la maravilla de la Alhambra, nombre que proviene del vocablo árabe Al-Qal'a al-Hamrá, fortaleza roja. Techos, arcos, paredes y pisos cubiertos de azulejos con arabescos policromáticos, la geometría característica de la arquitectura morisca, forman un complejo de palacios islámicos, construido sobre un barranco. Un aposento particularmente bonito es el Mirador de Lindaraja, corrupción occidental de I-ain-dar-aixa, Ojos de la Sultana. Allí las emperatrices, sentadas sobre cojines en el suelo, descansaban y observaban el panorama. A sus pies, los jardines del Generalife, que viene de alarife, arquitecto. Y en el fondo, la blancura de las Sierras Nevadas, fuente inacabable del agua que en los palacios se ve y se oye por todas partes. Corre por pasamanos ahuecados de escaleras, salta en chorros entrecruzados que reflejan los colores de omnipresentes flores, y fluye por acequias, estanques y fuentes, esparcidos en la infinidad de salones, corredores, galerías, pasillos y patios, hasta llegar a los baños, un aspecto importante de la avanzada civilización árabe.
Comparadas con las anchas costas atlánticas, las playas de Málaga nos desilusionaron un poco. Cenamos en el restaurante del aeropuerto, disfrutando de una bonita vista del tráfico en la pista, al pie de un cerro. Por el poco tiempo disponible, Cádiz y Córdoba quedaron para otra visita; ya era hora de ver dos ciudades italianas, diferentes pero con toda seguridad igualmente atractivas.
Bajo insistentes lluvias y lloviznas respiramos algo de la historia de Roma. Para imaginarse cómo debían de haberse sentido los primeros cristianos perseguidos, no hay nada mejor que subirse al palco imperial del Coliseo y descender a las Catacumbas. En decenas de kilómetros de angostos y húmedos pasillos subterráneos se escribieron angustiantes testimonios. De algunos de esos refugios religiosos no se conocen todavía todos los secretos.
Sobre una de las plazas más fotografiadas del mundo se erige la Basílica de San Pedro, en el centro de la curiosidad teo- y geopolítica que se llama el Vaticano. En la entrada nos esperaba La Pietà, que por suerte todavía no estaba protegida por la caja de vidrio que se le colocó después del atentado que sufrió. Paula se quedó mirándola sin hablar, embelesada. No mostró el menor interés ni en la Cúpula, ni en las columnas y el baldaquino del Altar de San Pedro, ni en la Capilla Sixtina. Insistía en volver a María con Jesús en sus brazos. Al rato, la encontramos de nuevo frente a la escultura, se le caía una lágrima. A todos nos pareció una obra extraordinaria, pero era llamativa la impresión que dejó en Paula, que todavía no tenía ocho años.
Creo que el hotelito al que fuimos a parar en Roma ni siquiera tenía una estrella. Demasiado sencillo quizás, porque a pesar de ser fin de año, no tenían preparado ningún festejo. Cuando nos dimos cuenta de que el personal tampoco pareció haber entendido nuestro pedido de una botella de champagne y garrapiñadas, ya era tarde para salir a comprar algo. Brindamos por el 1971 con una bebida conocida internacionalmente, que no es alcohólica, pero con la que “todo va mejor”.
Desde una plaza cercana, un ómnibus nos llevaba a zonas más céntricas. Al volver mojados y cansados de las frías caminatas del primer día, fue doblemente grato descubrir en las recovas alrededor de la plaza una hilera de puestos de castañas asadas. Contentos por no tener necesidad de sacarlas del fuego, las saboreamos reconfortándonos con el calorcito de los hornillos de carbón.
Llegar a Roma en avión fue fácil; abandonarla en tren no lo fue tanto. No habíamos tenido en cuenta que era el último día de las vacaciones de invierno; decenas de miles de turistas volvían del sur. Con las trece piezas de equipaje que llevábamos, nos resultó casi imposible llegar hasta el andén del ferrocarril, por lo que resolvimos devolver los boletos y alquilar allí mismo un auto. En minutos se abrió ante nosotros la Autostrada del Sole. Aún con lluvia y niebla, fue un lujo recorrer los trescientos kilómetros hasta Florencia - Firenze para los italianos.
. Ahora en la Argentina también circulamos por autopistas, sólo esperamos que se logre moderar la corrupción en los contratos de obras, tanto públicas como privadas (¿en qué se diferencian?). Sólo entonces pagaremos peajes razonables, que se aplicarán efectivamente a mantener las rutas y ampliar la red.
Una novedad urbanística fue la cantidad de esculturas al aire libre en la ciudad. Nuestras andanzas seguían siendo cansadoras; particularmente para Paula eran un suplicio. A su inevitable pregunta "¿Adónde vamos ahora?", nuestra respuesta sin muchas variantes suscitaba su igualmente invariada desilusión, "¿Otro castillo? (…/ palacio / iglesia / museo - táchese lo que no corresponda). Pero su buen humor volvía cuando le dábamos monedas para elegir coloridos caramelos o chocolates de novedosas y exóticas marcas. Con su vista de lince y una sorprendente intuición detectaba kioscos y máquinas expendedoras de golosinas a cuadras de distancia.
El tren a Milán también vino
lleno. Por el pasillo avanzamos como caballos en el ajedrez entre mochilas y
bolsos, pero amables viajeros en un compartimiento se corrieron un poco para
que Beatriz y yo nos sentáramos. Los chicos se unieron a un grupo
internacional de jóvenes turistas, que con guitarras y canto transmitían
su alegría a todo el vagón. – En cambio, en el avión a Amsterdam éramos muy
pocos pasajeros, y el comandante nos regaló un espléndido panorama al
invitarnos a la cabina sobrevolando los Alpes.
Frente al departamento de mis padres, los chicos se enhebillaron patines y practicaron el divertido deporte de caminar sobre el agua. Holidays on Ice al aire libre, gratuitos y sobre hielo auténtico, directamente de fábrica. Hacía aún más frío que antes, pero eso no nos impidió seguir haciendo nuestro turismo cultural. Por ejemplo, en Alkmaar, cuarenta kilómetros al norte. No para visitar el conocido mercado de quesos, porque no era la época, sino la iglesia principal, que data de alrededor del año 1500. Tiene un pequeño órgano renacentista, el más antiguo del país. Diseñado especialmente para acompañar coros, todavía era apto para ser tocado. Nos quedamos con las ganas de escucharlo, al igual que el órgano principal, que requiere toda la acústica del templo para lucir sus mil cuatrocientos tubos y sesenta registros.
En una nave lateral colgaba un espectacular modelo de un barco de guerra. Conservaba una vela original, con la inscripción de la fecha, 1667. Ésa y otras piezas históricas hacían de la iglesia un pequeño museo. No nos había atendido nadie; entramos porque la puerta estaba abierta. El encargado apareció más tarde. No esperaba a nadie, y cuando yo quería pagar la entrada, bromeó que antes de cobrar, nos pagaría él a nosotros, por haber tenido la gentileza de recorrer esos ambientes glaciales...
Un primo mío que vivía en África, había comprado un auto nuevo para usarlo durante sus vacaciones en Holanda, que acababan de terminar. Mi padre se lo compró, para que pudiéramos desplazarnos a gusto sin quitarle a él su movilidad. Era un Renault 12, que se estaba popularizando en Europa. Al acomodarnos por primera vez, encontramos en la guantera la grata sorpresa de un surtido de chocolatines y golosinas. Esto sería la característica de los paseos siguientes también. Papá contaba conmigo para proveer la nafta para el auto, él se ocupaba del combustible para los ocupantes. Siempre recordaremos la alegría de probar productos en varios gustos y en novedosos envoltorios.
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