El Lloyd no se mostró dispuesto a retenerme, pero tuvo la gentileza de obsequiarnos los pasajes de regreso. Nos tocó en suerte el “Zaanland”, uno de nuestros (hasta un tiempo después de aquel viaje, yo todavía hablaba de 'nuestros') barcos más veloces, provisto de unos pocos comodísimos camarotes. Normas internacionales establecen doce pasajeros como el número máximo que exime a buques de carga de la obligación de tener un médico a bordo. Los demás viajeros eran un matrimonio mayor y otro de nuestra edad, con una hijita de la edad de Robert, y dos señoras que viajaban solas.
Las dos damas iban a reencontrarse con sus respectivos caballeros. La joven, alemana, comenzaba su vida de casada; a la otra señora, holandesa, le esperaba su esposo para celebrar sus bodas de plata. Más adelante contaré sobre ese festejo singular. El matrimonio con chicos eran tamberos de Santa Fe, él viajaba como cuidador de unos toros de pedigree comprados en Holanda por su patrón. Su hijita tenía la misma edad que Robert, y sus diferentes temperamentos causaban frecuentes peleas. En una escena que quedó filmada, se trompean por un balde de agua que acababan de compartir, tirándose agua. Un minuto más tarde ya masticaban el chocolatín de las paces. Hablando de chocolate, Robert festejó a bordo su tercer cumpleaños con una gigantesca torta, regalo de nuestros anfitriones.
La pasajera más joven era Carla, a la tierna edad de seis meses. Había que estar atento a su ritmo alimenticio porque siendo bebé, se conformaba con muy poco y era capaz de dormirse plácidamente durante la comida. Una mañana estábamos en el salón, absortos en una partida de Scrabble cuando Beatriz, casi volteando el tablero, se levantó de un salto. – “¡Carla! ¡Las once y media, me olvidé por completo!” – Corrió al camarote, donde Carla ya estaba almorzando, en brazos de nuestro camarero. – “Fui a avisarle, señora” – dijo el muchacho, casi disculpándose -. “Pero la vi tan concentrada que no quise interrumpirla. Así que le preparé yo mismo una mamadera”.
En el comedor compartíamos la mesa con el capitán. Yo ya no vivía en Buenos Aires cuando van Spanning comenzó a frecuentar la casa de Zus y Dee, pero por razones de trabajo lo conocía como un comandante simpático. Algunas veces me había traído algunas encomiendas familiares, y su misión más delicada había sido la de entregar a Beatriz mi anillo de compromiso.
El jefe de máquinas, un extrovertido marinero de pura cepa, comentaba sin tapujos que en los treinta años que llevaba de navegar a la Argentina, no había aprendido español, porque le parecía un idioma horrible. En su jovial manera de ser y de reírse antes que nadie de sus propias bromas, se parecía mucho a mi tío Paul, que tenía el mismo cargo en la navegación interisleña en Indonesia. Paul nos debe todavía una parte de la filmación de nuestro casamiento.
Con la que nos reuníamos mucho fue con Johanna, la holandesa. Sus suaves modales y buen gusto para vestir le daban un porte distinguido. Ella iba a la provincia de Misiones en el norte argentino, donde su marido, un ingeniero, estaba construyendo una fábrica de té para una empresa holandesa. Ella había vivido en Indonesia, así que conmigo no faltaban temas de conversación de mutuo interés. También compartíamos con ella, entre otras cosas, el gusto por el arte de formar palabras cruzadas. Lo practicábamos a menudo jugando al Scrabble. En esas afinidades, Johanna encontró un cable a tierra, y una tarde nos contó su historia.
Su hijo menor, cumpliendo el servicio militar, había sido enviado al calabozo. Con el espanto de todo el mundo, fue encontrado por la mañana, colgado de una soga. La silla a la que se había subido, estaba tumbada en el piso. Todo indicaba que el muchacho había querido hacer una broma, que le salió trágicamente mal.
Luego de haber enterrado a su hijo, el padre tuvo que volver a Misiones para terminar su trabajo. Propuso entonces que ella hiciera este viaje por barco a modo de distracción. Estaría con él al lado del gobernador de la provincia en la inauguración de la fábrica. No habría ánimo para festejar su aniversario de bodas, pero al menos pasarían ese día juntos.
Quedamos en encontrarnos con Johanna antes de que volviera a Holanda, oportunidad en que conoceríamos a su esposo. Eso sería un mes más tarde, de modo que nos sorprendió recibir al tercer día de nuestra llegada un llamada de ella por teléfono desde Buenos Aires para invitarnos a cenar. El motivo de su precipitado regreso no era inusual en sí mismo, pero en las circunstancias nos dejó estupefactos. Terminada la ceremonia de inauguración, su marido le había comunicado, sin preaviso ni preámbulo, que había entablado una relación con una empleada –o una obrera, no lo recordaba, ni tenía importancia-, que en cuanto a la edad podría ser su hija, y que tenía la firme intención de continuarla.
Johanna asumió el inconcebible cinismo de su ahora ex-consorte de un modo envidiable. En un primer acto de rebeldía, se cortó la cabellera que llevaba larga y recogida, porque a él le gustaba. Esa liberación cambió su aspecto, acentuando su elegancia. También postergó su regreso a Holanda. Ya que estaba, decidió aprovechar la estadía para conocer algo más de la Argentina. Acompañamos a Johanna otra noche, a un espectáculo folklórico, pero luego perdimos el contacto con ella.
En la Argentina, como en tantos otros países, era común alquilar casas. La situación cambió radicalmente desde el año 1943. De un plumazo se dispuso una disminución del veinte por ciento de los alquileres, que al mismo tiempo quedaban congelados, sin fecha límite. Había propietarios que lograban negociar con inquilinos la entrega de sus bienes, lo que les permitía disponer de ellos, pero eran transacciones relativamente costosas, razón por la cual no todos podían hacerlas. Muchos inquilinos abusaron de la situación. Prolongaban de hecho los contratos; en muchos casos, éstos ni siquiera existían formalmente. No estábamos muy lejos de la época en la que la palabra tenía valor, y yo creo que allí comenzó a perder terreno aceleradamente.
Un sinnúmero de ocupantes desaprensivos subalquilaba espacios, por supuesto a beneficio propio. Así podían darse ciertos lujos, mientras a menudo el alquiler primitivo no alcanzaba siquiera a cubrir los impuestos inmobiliarios. Éstos a su vez no dejaban de subir, porque pertenecían a otro brazo del poder. Por aquello de ’’que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha’’, la desprotección puso a los propietarios de inmuebles en jaque por tiempo indeterminado.
La gran fiesta para una pequeña parte de la población tuvo lógicas consecuencias desfavorables para los demás. La principal de ellas era que la construcción de casas se desalentó; el panorama se agravó con un proceso de inflación. Derogar esa nefasta “Ley de Alquileres” significaría un costo político, que el gobierno pagó recién cuatro años después, y sólo parcialmente, con una nueva disposición, la Ley de Propiedad Horizontal. Pero sólo se atenuaron, no se eliminaron el déficit habitacional y el mercado negro de los alquileres.
Nosotros no estábamos en condiciones de comprar una vivienda. Por suerte, los padres de Beatriz, su hermano Jorge y su tía Zulema, que vivía con ellos, nos hicieron un lugar. El departamento en la calle Charcas, en el céntrico Barrio Norte de Buenos Aires, no era muy grande, de modo que quedamos doblemente agradecidos por la hospitalidad brindada. Jorge, que tenía 19 años, nos cedió su lugar, yendo a dormir en la cercana casa de unos tíos, pero comía con nosotros y conservaba su pequeño cuarto para estudiar. El cambio incluso le parecía divertido.
La nueva firma, Adriático S.A., vendía, colocaba y reparaba aparatos de aire acondicionado, individuales e instalaciones para edificios. Mis primeras actividades eran comprar muebles y artículos de escritorio para la pequeña oficina que me asignaron, y seguir un curso acelerado en aire acondicionado. Éste consistía en saber hacer un cálculo térmico: determinar el frío que se necesita para acondicionar un espacio, teniendo en cuenta todo lo que influye en el intercambio de calor, como la construcción, la ubicación, la exposición al sol, la superficie de vidrio.
Armado con estos conocimientos básicos, salí a hacer presupuestos para posibles clientes. También colaboraba en la instalación de equipos centrales en restaurantes y otros salones grandes. Mi función no era técnica, sino logística: con la camioneta del gerente –una Estanciera- transportaba a menudo a obreros, herramientas y material de construcción. Así llegué a conocer varios barrios en diferentes partes de esta enorme ciudad donde teníamos obras. Era una combinación ideal de trabajo de oficina y en la calle. Duró sólo dos años, pero volví a encontrarla treinta y cinco años después. En su momento, contaré sobre ese período.
Después de un regular primer año, la venta de Adriático parecía repuntar cuando se recibió una orden para un edificio de departamentos. Un paciente seguimiento resultó en un pedido de trece equipos grandes, que aseguraba a la fábrica trabajo por varias semanas. Al día siguiente, el entusiasmado vendedor trajo el contrato, pero para mi sorpresa, salió de la oficina del gerente mudo y con la cara hasta el piso. La orden era muy apreciada, le había dicho nuestro jefe, pero agregó algo que no podíamos creer. La empresa no disponía del capital de trabajo suficiente para encarar la fabricación de los elementos, y para compensar ese costo financiero, se había decidido disminuir el porcentaje de la comisión de venta! Naturalmente, el vendedor rechazó el inesperado e injusto cambio de las reglas, y presentó su renuncia.
Uno de los socios de Adriático era una firma cuyo dueño era un comerciante muy astuto. Tenía mucho carisma y era conocido porque también era el presidente de uno de los clubes de fútbol más populares del país. Gozaba de una dudosa reputación por haber participado en millonarios negocios de importaciones cuestionadas. Eso, sin embargo, no le impidió (¿o quizás al contrario, le favoreció?) formar una compañía financiera en asociación con un Banco internacional de primera línea, que incluso abrió una sucursal en el muy concurrido local de ventas del empresario. Este manejaba la publicidad con tanta habilidad, que en la City bancaria se había difundido la impresión que él habría comprado ese Banco.
Con prácticas de ventas como la mencionada, y a pesar de disponer de los capitales vinculados, Adriático no levantó vuelo, y se acercaba su liquidación. Poco antes de ese desenlace conseguí otro empleo. Los tres meses de sueldo que me debían, me los pagaron con Bonos 9 de Julio, obligaciones estatales que el público recibía con mucho recelo pero que, gracias a una “cláusula oro” que contenían, mantuvieron su valor. Por suerte no tuvimos urgencia en venderlos y finalmente obtuvimos por ellos un precio aceptable.
Mis nociones del funcionamiento de un banco eran muy vagas; se limitaban a imponentes edificios con inviolables cajas de seguridad donde se guardaba el exceso de dinero que tienen algunas gentes, que se prestaba a otras menos afortunadas. Aún no conocía la descripción de un banquero que “es una persona que te presta un paraguas cuando brilla el sol, y te pide que se lo devuelvas cuando llueve”. La propuesta me tomó de sorpresa. Nunca se me había ocurrido la posibilidad de pertenecer a tan venerable institución, pero ¿por qué no considerarla? Lex me oyó pensar, y sin perder tiempo, me presentó a un subgerente. El lunes siguiente me hice un doble nudo en la corbata, me lustré los zapatos y di mis primeros pasos como banquero. Durante unas sesenta mil horas he estado tratando de serlo, y no he muerto en el intento.
1 comentario:
Primer lectura de tus escritos. Hoy, Martes 23 de Mayo de 2023.
Muy interesante. Que lindo viaje!
Sigo deleitándome con tu relato.
Bien!
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