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miércoles, 12 de febrero de 2020

COSAS MÍAS (9)

Hablando de interpretaciones, escuché a María Callas en una entrevista radial.

“Sí” – asintió lo que había observado su interlocutor – “tengo buena voz. Pero para cantar, eso sólo no es suficiente. Más que producir sonidos agradables al oído, tenemos que transmitir un mensaje, y eso es lo que siempre trato de lograr”.

      La respuesta me retrotrajo al año 1958. María Meneghini Callas cantaba en París en un festival benéfico que se transmitió por Eurovisión. Su aparición en la pantalla fue un desafortunado primer plano de perfil. Pero la orquesta ya estaba tejiendo un sublime fondo musical, y La Callas volcó en un trozo de ópera la plenitud de su talento vocal y teatral. No tenía una voz parti­cularmente bella, pero sí muy expresiva, y un registro amplísimo. La transmisión me pareció una buena prueba del poder de la televisión, de cómo una cámara es capaz de mostrar a perso­nas que estén en cualquier parte del mundo, detalles que en el lugar del hecho sólo unos pocos espectadores pueden percibir. Antes del final del aria, hubo otro primer plano, ahora acertado, que convirtió la fealdad inicial en el rostro hermoso y radiante de una mujer que hizo vibrar el teatro y los miles de televisores co­nectados con él. No sé si fue una transformación por arte de ma­gia, o por la magia del arte.

Un bemol sostenido para ciegos
Cuando yo trabajaba en Philips, en Buenos Aires, almorzaba lo más rápidamente posible para escuchar discos de música clási­ca que pasaban en una pequeña sala de audio. El tercer día se sentó a mi lado Andrés Cabral, el jefe de Asuntos Culturales. Contento por mi interés en las consonancias, me sorprendió con una invitación de cantar en el coro de la empresa.
El único impulso de ejecutar música lo había tenido cuando era chico: tocar la ar­mónica. Pero duró poco tiempo. Mi afición es pasiva; se limita a escuchar y, a lo sumo, silbar y tararear. En el Instituto Valonés seguí algunas clases de guitarra, pero aún después de varios meses miraba las partituras sin entusiasmo y, por lo tanto, con mucha dificultad. Así que no me veía en un conjunto coral. Después de escucharme pacientemen­te, Andrés me explicó que para cantar en un coro, sólo había que amar la música, concurrir a los ensayos, y no desafinar de­masiado. En ese orden de importancia, agregó con la afable son­risa bajo los profusos bigotes que lo caracterizaban. Yo no sabía si me lo decía en broma o en serio, pero acepté hacer la prueba.
Excepto Andrés, su hermano Luis y yo, el grupo mixto de casi sesenta cantantes eran obreros. El "Coro Philips" se había formado ha­cía apenas dos años, y ya tenía un muy buen nombre. Poco antes de que yo empezara a cantar en él, la revista “Lyra” había publi­cado una crítica, de la que me enteré recientemente, cuarenta años más tarde. Cito aquí un párrafo que me hizo sentir como si yo hubiera integrado el grupo desde sus comienzos:

..... Un coro en manos de Celia Torrá es como un maravi­lloso instrumento en manos de un virtuoso insigne. Lo mismo que éste obtiene de aquél sublimes sonidos, Celia Torrá ha lo­grado extraer de su entusiasta conjunto de cantantes los múlti­ples detalles de matiz, los recónditos secretos de la música po­lifónica y, en forma especialísima, esa serena sensación de lu­minosidad que brinda la alegría de cantar en coro.....

La baja estatura física de Celia Torrá era inversamente pro­porcional a la musical. Como joven violinista había ganado el Premio de Bruselas en 1911, pero luego se dedicó a la composi­ción y la dirección de coros. Al poco tiempo de darme la bienve­nida, me permitió cantar en un concierto en el señorial edificio del Consejo de Mujeres, frente a la Plaza Libertad de Buenos Aires. En el piso de mármol de la entrada, una hermosa inscrip­ción anunciaba: Bonus entra; melior exit. En buen romance: Por bueno que te sientas al entrar, cuando salgas estarás mejor. Efectivamente, eso fue lo que experimentamos después de haber cantado para gente que presta más atención que nadie a los soni­dos: integrantes del Instituto de Ciegos.
En otra función entonamos canciones en la penitenciaría de la Avenida Las Heras. Años después, el edificio fue demolido; por suerte no fue reemplazado. Cada vez que paso por el par­que que ha quedado en ese sitio, vuelvo a oír el ruido con que se abrían y cerraban las muchas y bien custodiadas rejas. Y recuer­do cómo nuestra incomodidad desapareció cuando nos encon­tramos ante un expectante auditorio de delincuentes. Los deja­mos muy contentos, y espero que con las mejores intenciones.
Nuestra actuación más espectacular –a pesar de que no hu­bo espectadores- fue rn los estudios de “LR1-LRX-LRX1 Radio El Mundo y su Red Azul y Blanco de Emisoras Ar­gentinas”. Con todo el respeto por la pianista que habitualmente nos acompañaba, ¡qué orgullo nos invadió al vernos rodeados por los treinta instrumentistas de la orquesta de la emisora! La dirigía el maestro Carlos Suffern, otra reconocida autoridad mu­sical. Esa noche, el programa “Para quienes aman la Música” culminó con el “Coro a bocca chiusa”, Coro a boca cerrada, de la ópera Ma­dama Butterfly, que es tarareado por el coro. Nosotros lo hici­mos como si estuviéramos en La Scala de Milán en la presencia de Don Giacomo Puccini.

Muchos años después, la viuda de Luis Cabral me contó una anécdota que ilustraba el temperamento de la señora Celia Torrá. Una noche, Luis había llevado a un ensayo a su hijita – que aho­ra es una médica en el norte argentino. A la pregunta de la ma­dre si le había gustado el canto, la niña contestó que sí, y agregó que el tío Andrés podía seguir en el coro si quería, pero Luis, no. Ella sentía la exigencia de la directora como un inconvenien­te demasiado grande para su papá.
Efectivamente, Celia era muy temperamental. Se enojaba con facilidad, y más de una vez había amenazado con no dirigir­nos más si no mejorábamos. Una noche que realmente las cosas no nos salían bien, tiró su partitura al piso y anunció que se iba, para siempre. Por suerte, logramos calmarla pero, evidentemen­te, el ensayo terminó. En el siguiente pusimos todo nuestro em­peño, y recibimos una recompensa. Con una sensibilidad enter­necedora, Celia nos dio las gracias, llorando de emoción.
Andrés tenía razón al decir que cantar en un coro no es tan difícil. Pero eso no quitaba que debíamos esforzarnos para res­ponder a las expectativas de nuestra conductora. La mayor de éstas era “cantar con el alma, transmitir algo más que soni­dos”, lo que yo iba a escuchar decir más tarde a María Callas tarde. Otra de las varias indicaciones que la señora Torrá nos regalaba para cantar mejor, me quedó grabada una en particular. “¡Cavernosa, esa voz! , imploraba teatralmente. Nos resultaba difícil complacerla. Muy difícil. Pero no imposible. Excepto en aquel ensayo general de una canción lindísima. Al llegar a un pasaje con unas pocas notas muy altas que sólo Luis alcanzaba sin fisuras, Celia frunció el ceño. Nos pidió una repetición, y en un momento crítico la interrumpió con evidente fastidio. “Usted, usted, y usted”, estiró tres veces un dedo acusador y alzó su partitura, “desde aquí... hasta aquí ... ¡NO CANTAN! ¿Me entendieron?”.

Luis y yo estuvimos muy orgullosos de haberla entendido, porque así los dos contribuimos a una ejecución impecable. Él, con su voz formidable, y yo, por ser uno de los tres tenores.

♫   ♭   ♪

Termino esta corta entrega con una foto tomada en 1953 en el Club Oriental, Buenos Aires, en la que pueden reconocerme si siguen el enlace y busquen las palabras "Coro de la Fábrica Philips". 
El concierto fue dedicado a obras de Celia Torrá.

https://revista.cultura.cfi.org.ar/homenajes/celia-torra-mi-mayor-aspiracion-es-no-haberme-ido-de-este-mundo-sin-haber-cumplido-mi-destino/

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