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jueves, 20 de febrero de 2020

COSAS MÍAS (13)


      Cuan­do estábamos listos para pasear por Vigo, se habían for­mado nuba­rro­nes. Pero no íbamos a perder­nos esa salida por unas pocas go­tas, y por suerte tuvimos que guarecer­nos sólo un par de veces. Por las anchas ca­lles del mo­derno centro había mucho trán­sito. Prefe­rimos recorrer los más tranqui­los ba­rrios viejos sobre las ba­rran­cas, con sus curva­das y em­pi­na­das ca­llejuelas y pinto­rescas vis­tas de uno de los ma­yores puer­tos pesque­ros de Euro­pa. Sólo un adi­vino po­dría ha­bernos an­tici­pa­do que pocos años más tarde, Roel quedaría tan vinculado con la in­dus­tria fri­gorífi­ca, que dedicaría el resto de su carrera a asuntos de pesca... en Vigo. 

En un mer­ca­do compramos tar­je­tas pos­ta­les y dul­cí­simas man­darinas. Ah, y co­ñac español, que nos ha­bían co­mentado que era barato. Llo­vía y hacía frío, así que abri­mos la bo­te­lla en el ac­to. Con eso evitaríamos, además, cualquier pre­gunta de los aduane­ros, que pueden molestar tan­to con sus sos­pe­chas. El resto lo guar­da­mos para brindar por el excitante Año Nuevo que nos espe­ra­ba.

Diciembre 30 ¡Qué regalo para la vista fue la llegada a Lisboa!  Donde el Atlántico abraza a Europa, como había leído en un folleto. So­bre la orilla sureña de la desemboca­dura del Tajo, los restos de una forta­leza evo­caban la época en que pro­te­gían el puerto con­tra alguna nave que se ave­ci­na­ba pa­cí­fica­men­te, pero que en el mo­men­to me­nos es­pe­rado enar­bo­laba una ban­dera ne­gra. Con una ca­la­ve­ra y dos tibias cruzadas, la se­ñal ine­quívo­ca de ­que estaba tri­pu­la­da por des­piada­dos corsa­rios, ar­ma­dos hasta los dien­tes y dis­pues­tos a no re­tirarse sin un bo­tín.

Allí estábamos entonces en el país de de los intrépidos conquistadores marítimos, descubridores de los mun­dos que debía de haber más allá del hori­zonte. Fer­nan­do de Ma­ga­lla­nes,fue el pri­mero en viajar alre­de­dor del mun­do. En rea­li­dad, el recorrido lo com­ple­tó Sebas­tián Elca­no, porque Maga­lla­nes, el ge­nio que con­cibió y perseveró en la concre­ción de ese formida­ble proyecto, mu­rió du­rante esa expedición.El 20 de noviembre de 1520 Magallanes atravesó el estrecho que luego tomó su nombre. 

Sus cálcu­los de la cir­cun­fe­ren­cia de la Tie­rra fue­ron más exactos que los de Cris­tóbal Co­lón, quien la había calcu­lado en un cuarto me­nos. A­pa­ren­te­mente, ninguno de los dos eminentes na­ve­gan­tes conocía el cómpu­to de Era­tós­te­nes, el astróno­mo, mate­máti­co y fundador de la geodesia, con una precisión admirable si con­side­ramos que esa cuenta la había hecho ¡mil ochocientos años antes! 

En Lisboa tampoco dejamos de conocer el cen­tro comer­cial, domi­nado por la ancha Avenida da Li­berdade, pero otra vez la mayor atrac­ción fue­ron las ca­lles angos­tas, si­nuosas, y al­gu­nas con tanto declive que tenían esca­lo­nes. Hay algo misterioso en callejones que no permi­ten ver qué hay veinte metros más allá. En la terraza de un pequeño café tomamos una cerve­za para des­pe­dir­nos de Eu­ropa y del año.

La proa marca el rumbo a se­guir. In­can­sa­ble­mente, con una son­risa condes­cen­dien­te a las olas pe­que­ñas y jugue­to­nas, y con los dientes apretados cuan­do arre­cia el vien­to. Me encanta parar­me ahí y dejar­me salpi­car por las bur­bujas sala­das, me­cerme en el cabeceo y se­guir el sube y baja del hori­zonte.

Pero mi sitio preferido es la popa. Por encima del rui­do de las máqui­nas trato de con­tar las estrellas, de medir la pu­janza de la marejada y las profun­di­da­des del océa­no, de de­jar­me fas­ci­nar por lo que se ve - que es mucho - y por todo lo que no se ve, que es muchísimo más.


Entre los pasajeros, de diversas nacionalida­des, había un grupo de jóvenes ingenieros que vol­vían a Bue­nos Aires de un paseo por Europa, celebrando su reciente egreso de la Facultad. Ni bien se enteraron de que íbamos a vivir en la Ar­gen­ti­na, nos invitaron a unirnos a ellos. Al­gu­nos habla­ban inglés, pero nosotros preferimos aprovechar la oca­sión para prac­ticar nuestro español. Mi dic­cio­na­rio de bol­sillo volaba de una mano a otra. A pesar de la li­mi­ta­ción ló­gi­ca de no en­con­trar en él mo­dis­mos o la conjugación de ver­bos –sin mencionar los irre­gula­res-, era una valiosa ayuda. A veces no alcanzaba, y lo­grá­ba­mos en­ten­der­nos laboriosamente, sólo con gestos o un dibujo; esas restricciones eran una traba y al mismo tiempo un di­vertido tema de con­ver­sa­ción. Pasa­ba lo mis­mo que vemos con tra­duc­ciones hechas por programas de computación, cuyos autores no toman en cuenta ex­pre­sio­nes i­dio­má­ti­cas y otras acepciones de pa­la­bras.

Para la elección de Miss Yapeyú y dos Prin­ce­sas se presenta­ron doce bellas mozas. ¿Y quién ganó el concurso, para sor­pre­sa y or­gu­llo nuestro? ¡Ina! Además del honor y los agasa­jos correspon­dientes, el títu­lo vino acom­pa­ña­do de un pre­mio de cien pe­sos, casi diez dólares. Festejamos la coronación con ginebra Bols, de una bo­te­lla que habíamos ganado en una rifa esa mañana. Des­pués de la cena, nuestros ami­gos argen­ti­nos animaron un baile de dis­fra­ces usando máscaras cómicas; algunos se colocaban otro antifaz en la parta de atrás de la cabeza. Con mu­cho ca­lor, el baile siguió a cara descubierta hasta tarde.

Aún más divertida fue la ceremo­nia del Cru­ce del Ecua­dor, al día siguiente. A las tres de la tarde emer­gió Nep­tuno desde el fondo del mar en un carro arras­trado por hipocampos de doradas cri­nes, y es­coltado por una docena de dignatarios. Quiso entregar per­so­nal­men­te lsal­vo­con­duc­tos a los mor­ta­les que en alta mar nece­si­taran su pro­tección. Luego del brin­dis de bien­venida se dis­pu­so a bendecir a los viajeros que cru­za­ban la línea por pri­me­ra vez. Las man­gue­ras de in­cen­dio de la cu­bierta ya estaban prepa­ra­das para el bautismo. Pero no se acercó nadie.

Entonces en­tramos en ac­ción los guardaespal­das del Dios del Mar. En traje de baño, con una lan­za en la mano, plu­mas en las sienes y pinta­dos como in­dios que van a la gue­rra, nos dis­per­samos en­tre el pú­bli­co para pro­mo­ver la presen­tación de no­va­tos, pre­feriblemen­te de se­xo feme­ni­no. Afortunadamente, no tuvimos ne­cesi­dad de recu­rrir a la fuerza, y el ritual se cumplió con la digni­dad requerida. Nep­tu­no re­gresó a su palacio, satisfecho por los nuevos socios de su club, pero no nos invitó a de­vol­verle la vi­si­ta.

A pesar de la refrigeración, la temperatu­ra en la sala de má­quinas era de 34° C. Al lado de los dos ejes de trans­mi­sión que se per­dían en el cas­co, tomé con­ciencia de que nos en­con­trá­ba­mos a igual profundidad que las héli­ces. Miré con respe­to la enorme cantidad de cables, pa­lan­cas, vál­vu­las, llaves, caños, tableros. La sin­croni­za­ción de todos esos compo­nentes pro­du­cía el admi­rable funcionamiento de un con­junto me­cá­nico de once mil caballos de fuer­za, las vein­ti­cua­tro horas del día, durante tres sema­nas casi ininte­rrumpidamente.


Navegar en alta mar siempre me abre un aba­nico de sensa­cio­nes.

Soledad, al saberme rodeado solamente de agua y aire.

Agrado, al darme cuenta de que no estoy tan so­lo, cuando veo el ele­gante pero po­deroso sal­to de las toninas, los brincos de los peces volado­res, la ina­gotable capaci­dad de vue­lo de las ga­vio­tas.

Curiosidad, por saber de dónde viene y adónde diablos va el vien­to, con sus remo­linos cuando aplasta las crestas de las olas, y con su efecto sedante cuando sólo sopla como una brisa.

Temor, por un temporal que al timonel le pue­da hacer perder el con­trol sobre el barco.

Sosiego, al confiar en los tripulan­tes, en la solidez del cas­co, en la poten­cia de las máqui­nas y en el ímpetu de las héli­ces.


Desde lejos nos saludaba un faro con potentes se­ña­les en su código orientador, blanca-blanca-roja. Durante el breve lapso agradable que dura el amanecer en estas latitudes, disfrutamos de la vista sobre Río de Janeiro, en esa época todavía la capital del Brasil, el quinto país del mun­do, tanto por su ex­ten­sión de ocho millo­nes y me­dio de kilóme­tros cuadrados, como por sus cien mi­llones de habitantes. Alre­dedor de la Bahía de Guanabara se formaban guir­naldas de luces, y cuando asomó el sol, ras­ca­cielos se recortaban contra el peñasco del Corcovado. Sobre la cima, una gi­gantes­ca estatua re­pre­sen­taba a Cristo con los bra­zos ex­ten­didos. De un aeroparque cerca del puerto despegaban y aterrizaban aviones, pasándonos a poca altura. Me imaginaba lo terrible de un acuatizaje forzoso, aunque las consecuencias de un mal aterrizaje no serían menos desastrosas. 

Tal vez más emocionados que Cristóbal Colón, pi­samos por primera vez tierra sudamericana. Por pol­vo­rien­tas y muy transitadas calles corrían chirriantes tran­vías atestados. Eran vehículos alegres y sin puertas -innecesarias en este clima-, iguales a los que conocíamos en Indone­sia, que permitían el ascenso y des­cen­so por ambos lados. Habíamos organizado nuestro propio city tour, y así nos fue. Subestimando el tiempo necesario para llegar hasta la Copacabana, sólo pudimos ver la famosa playa desde lejos.
En Santos, un desvencijado tranvía nos llevó por error a cual­quier par­te, pero por suerte no tar­da­mos en dar con ­otro, aún más ruidoso, que nos acercó a un bal­nea­rio, no tan famoso pero igualmente efectivo para aliviar el calor. Volviendo al barco a la tardecita, reco­rrimos a pie un ba­rrio con ca­lles lim­pias entre palmeras y jardines de bonitos cha­lets. En estos paseos, Miss Yapeyú no nos había acompañado. Un joven oficia­l la había raptado para hacer turismo en serio, en Río y en São Paulo.

Acercándonos a Montevideo, la última escala, pasamos por la Isla de Lobos antes de entrar en el Río de la Plata, un majestuoso estuario que allí tiene más de 200 kilómetros de ancho. La superficie de 36.000 km, más que la de Holanda, se explica por las masas de agua que le aportan el Uruguay y el Paraná que, más que ríos, son sistemas fluviales. No en vano el nombre en guaraní del Río Paraná, con sus 4.500 kilómetros de lar­go, significa "Madre del Mar".

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