Cuando estábamos listos para pasear por Vigo, se habían formado nubarrones. Pero no íbamos a perdernos esa salida por unas pocas gotas, y por suerte tuvimos que guarecernos sólo un par de veces. Por las anchas calles del moderno centro había mucho tránsito. Preferimos recorrer los más tranquilos barrios viejos sobre las barrancas, con sus curvadas y empinadas callejuelas y pintorescas vistas de uno de los mayores puertos pesqueros de Europa. Sólo un adivino podría habernos anticipado que pocos años más tarde, Roel quedaría tan vinculado con la industria frigorífica, que dedicaría el resto de su carrera a asuntos de pesca... en Vigo.
En un mercado compramos tarjetas postales y dulcísimas mandarinas. Ah, y coñac español, que nos habían comentado que era barato. Llovía y hacía frío, así que abrimos la botella en el acto. Con eso evitaríamos, además, cualquier pregunta de los aduaneros, que pueden molestar tanto con sus sospechas. El resto lo guardamos para brindar por el excitante Año Nuevo que nos esperaba.
Diciembre 30 ¡Qué regalo para la vista fue la llegada a Lisboa! Donde el Atlántico abraza a Europa, como había leído en un folleto. Sobre la orilla sureña de la desembocadura del Tajo, los restos de una fortaleza evocaban la época en que protegían el puerto contra alguna nave que se avecinaba pacíficamente, pero que en el momento menos esperado enarbolaba una bandera negra. Con una calavera y dos tibias cruzadas, la señal inequívoca de que estaba tripulada por despiadados corsarios, armados hasta los dientes y dispuestos a no retirarse sin un botín.
Allí estábamos entonces en el país de de los intrépidos conquistadores marítimos, descubridores de los mundos que debía de haber más allá del horizonte. Fernando de Magallanes,fue el primero en viajar alrededor del mundo. En realidad, el recorrido lo completó Sebastián Elcano, porque Magallanes, el genio que concibió y perseveró en la concreción de ese formidable proyecto, murió durante esa expedición.El 20 de noviembre de 1520 Magallanes atravesó el estrecho que luego tomó su nombre.
En un mercado compramos tarjetas postales y dulcísimas mandarinas. Ah, y coñac español, que nos habían comentado que era barato. Llovía y hacía frío, así que abrimos la botella en el acto. Con eso evitaríamos, además, cualquier pregunta de los aduaneros, que pueden molestar tanto con sus sospechas. El resto lo guardamos para brindar por el excitante Año Nuevo que nos esperaba.
Diciembre 30 ¡Qué regalo para la vista fue la llegada a Lisboa! Donde el Atlántico abraza a Europa, como había leído en un folleto. Sobre la orilla sureña de la desembocadura del Tajo, los restos de una fortaleza evocaban la época en que protegían el puerto contra alguna nave que se avecinaba pacíficamente, pero que en el momento menos esperado enarbolaba una bandera negra. Con una calavera y dos tibias cruzadas, la señal inequívoca de que estaba tripulada por despiadados corsarios, armados hasta los dientes y dispuestos a no retirarse sin un botín.
Allí estábamos entonces en el país de de los intrépidos conquistadores marítimos, descubridores de los mundos que debía de haber más allá del horizonte. Fernando de Magallanes,fue el primero en viajar alrededor del mundo. En realidad, el recorrido lo completó Sebastián Elcano, porque Magallanes, el genio que concibió y perseveró en la concreción de ese formidable proyecto, murió durante esa expedición.El 20 de noviembre de 1520 Magallanes atravesó el estrecho que luego tomó su nombre.
Sus cálculos de la circunferencia de la Tierra fueron más exactos que los de Cristóbal Colón, quien la había calculado en un cuarto menos. Aparentemente, ninguno de los dos eminentes navegantes conocía el cómputo de Eratóstenes, el astrónomo, matemático y fundador de la geodesia, con una precisión admirable si consideramos que esa cuenta la había hecho ¡mil ochocientos años antes!
En Lisboa tampoco dejamos de conocer el centro comercial, dominado por la ancha Avenida da Liberdade, pero otra vez la mayor atracción fueron las calles angostas, sinuosas, y algunas con tanto declive que tenían escalones. Hay algo misterioso en callejones que no permiten ver qué hay veinte metros más allá. En la terraza de un pequeño café tomamos una cerveza para despedirnos de Europa y del año.
La proa marca el rumbo a seguir. Incansablemente, con una sonrisa condescendiente a las olas pequeñas y juguetonas, y con los dientes apretados cuando arrecia el viento. Me encanta pararme ahí y dejarme salpicar por las burbujas saladas, mecerme en el cabeceo y seguir el sube y baja del horizonte.
Pero mi sitio preferido es la popa. Por encima del ruido de las máquinas trato de contar las estrellas, de medir la pujanza de la marejada y las profundidades del océano, de dejarme fascinar por lo que se ve - que es mucho - y por todo lo que no se ve, que es muchísimo más.
Entre los pasajeros, de diversas nacionalidades, había un grupo de jóvenes ingenieros que volvían a Buenos Aires de un paseo por Europa, celebrando su reciente egreso de la Facultad. Ni bien se enteraron de que íbamos a vivir en la Argentina, nos invitaron a unirnos a ellos. Algunos hablaban inglés, pero nosotros preferimos aprovechar la ocasión para practicar nuestro español. Mi diccionario de bolsillo volaba de una mano a otra. A pesar de la limitación lógica de no encontrar en él modismos o la conjugación de verbos –sin mencionar los irregulares-, era una valiosa ayuda. A veces no alcanzaba, y lográbamos entendernos laboriosamente, sólo con gestos o un dibujo; esas restricciones eran una traba y al mismo tiempo un divertido tema de conversación. Pasaba lo mismo que vemos con traducciones hechas por programas de computación, cuyos autores no toman en cuenta expresiones idiomáticas y otras acepciones de palabras.
Para la elección de Miss Yapeyú y dos Princesas se presentaron doce bellas mozas. ¿Y quién ganó el concurso, para sorpresa y orgullo nuestro? ¡Ina! Además del honor y los agasajos correspondientes, el título vino acompañado de un premio de cien pesos, casi diez dólares. Festejamos la coronación con ginebra Bols, de una botella que habíamos ganado en una rifa esa mañana. Después de la cena, nuestros amigos argentinos animaron un baile de disfraces usando máscaras cómicas; algunos se colocaban otro antifaz en la parta de atrás de la cabeza. Con mucho calor, el baile siguió a cara descubierta hasta tarde.
Aún más divertida fue la ceremonia del Cruce del Ecuador, al día siguiente. A las tres de la tarde emergió Neptuno desde el fondo del mar en un carro arrastrado por hipocampos de doradas crines, y escoltado por una docena de dignatarios. Quiso entregar personalmente lsalvoconductos a los mortales que en alta mar necesitaran su protección. Luego del brindis de bienvenida se dispuso a bendecir a los viajeros que cruzaban la línea por primera vez. Las mangueras de incendio de la cubierta ya estaban preparadas para el bautismo. Pero no se acercó nadie.
Entonces entramos en acción los guardaespaldas del Dios del Mar. En traje de baño, con una lanza en la mano, plumas en las sienes y pintados como indios que van a la guerra, nos dispersamos entre el público para promover la presentación de novatos, preferiblemente de sexo femenino. Afortunadamente, no tuvimos necesidad de recurrir a la fuerza, y el ritual se cumplió con la dignidad requerida. Neptuno regresó a su palacio, satisfecho por los nuevos socios de su club, pero no nos invitó a devolverle la visita.
A pesar de la refrigeración, la temperatura en la sala de máquinas era de 34° C. Al lado de los dos ejes de transmisión que se perdían en el casco, tomé conciencia de que nos encontrábamos a igual profundidad que las hélices. Miré con respeto la enorme cantidad de cables, palancas, válvulas, llaves, caños, tableros. La sincronización de todos esos componentes producía el admirable funcionamiento de un conjunto mecánico de once mil caballos de fuerza, las veinticuatro horas del día, durante tres semanas casi ininterrumpidamente.
Navegar en alta mar siempre me abre un abanico de sensaciones.
Soledad, al saberme rodeado solamente de agua y aire.
Agrado, al darme cuenta de que no estoy tan solo, cuando veo el elegante pero poderoso salto de las toninas, los brincos de los peces voladores, la inagotable capacidad de vuelo de las gaviotas.
Curiosidad, por saber de dónde viene y adónde diablos va el viento, con sus remolinos cuando aplasta las crestas de las olas, y con su efecto sedante cuando sólo sopla como una brisa.
Temor, por un temporal que al timonel le pueda hacer perder el control sobre el barco.
Sosiego, al confiar en los tripulantes, en la solidez del casco, en la potencia de las máquinas y en el ímpetu de las hélices.
Desde lejos nos saludaba un faro con potentes señales en su código orientador, blanca-blanca-roja. Durante el breve lapso agradable que dura el amanecer en estas latitudes, disfrutamos de la vista sobre Río de Janeiro, en esa época todavía la capital del Brasil, el quinto país del mundo, tanto por su extensión de ocho millones y medio de kilómetros cuadrados, como por sus cien millones de habitantes. Alrededor de la Bahía de Guanabara se formaban guirnaldas de luces, y cuando asomó el sol, rascacielos se recortaban contra el peñasco del Corcovado. Sobre la cima, una gigantesca estatua representaba a Cristo con los brazos extendidos. De un aeroparque cerca del puerto despegaban y aterrizaban aviones, pasándonos a poca altura. Me imaginaba lo terrible de un acuatizaje forzoso, aunque las consecuencias de un mal aterrizaje no serían menos desastrosas.
La proa marca el rumbo a seguir. Incansablemente, con una sonrisa condescendiente a las olas pequeñas y juguetonas, y con los dientes apretados cuando arrecia el viento. Me encanta pararme ahí y dejarme salpicar por las burbujas saladas, mecerme en el cabeceo y seguir el sube y baja del horizonte.
Pero mi sitio preferido es la popa. Por encima del ruido de las máquinas trato de contar las estrellas, de medir la pujanza de la marejada y las profundidades del océano, de dejarme fascinar por lo que se ve - que es mucho - y por todo lo que no se ve, que es muchísimo más.
Entre los pasajeros, de diversas nacionalidades, había un grupo de jóvenes ingenieros que volvían a Buenos Aires de un paseo por Europa, celebrando su reciente egreso de la Facultad. Ni bien se enteraron de que íbamos a vivir en la Argentina, nos invitaron a unirnos a ellos. Algunos hablaban inglés, pero nosotros preferimos aprovechar la ocasión para practicar nuestro español. Mi diccionario de bolsillo volaba de una mano a otra. A pesar de la limitación lógica de no encontrar en él modismos o la conjugación de verbos –sin mencionar los irregulares-, era una valiosa ayuda. A veces no alcanzaba, y lográbamos entendernos laboriosamente, sólo con gestos o un dibujo; esas restricciones eran una traba y al mismo tiempo un divertido tema de conversación. Pasaba lo mismo que vemos con traducciones hechas por programas de computación, cuyos autores no toman en cuenta expresiones idiomáticas y otras acepciones de palabras.
Para la elección de Miss Yapeyú y dos Princesas se presentaron doce bellas mozas. ¿Y quién ganó el concurso, para sorpresa y orgullo nuestro? ¡Ina! Además del honor y los agasajos correspondientes, el título vino acompañado de un premio de cien pesos, casi diez dólares. Festejamos la coronación con ginebra Bols, de una botella que habíamos ganado en una rifa esa mañana. Después de la cena, nuestros amigos argentinos animaron un baile de disfraces usando máscaras cómicas; algunos se colocaban otro antifaz en la parta de atrás de la cabeza. Con mucho calor, el baile siguió a cara descubierta hasta tarde.
Aún más divertida fue la ceremonia del Cruce del Ecuador, al día siguiente. A las tres de la tarde emergió Neptuno desde el fondo del mar en un carro arrastrado por hipocampos de doradas crines, y escoltado por una docena de dignatarios. Quiso entregar personalmente lsalvoconductos a los mortales que en alta mar necesitaran su protección. Luego del brindis de bienvenida se dispuso a bendecir a los viajeros que cruzaban la línea por primera vez. Las mangueras de incendio de la cubierta ya estaban preparadas para el bautismo. Pero no se acercó nadie.
Entonces entramos en acción los guardaespaldas del Dios del Mar. En traje de baño, con una lanza en la mano, plumas en las sienes y pintados como indios que van a la guerra, nos dispersamos entre el público para promover la presentación de novatos, preferiblemente de sexo femenino. Afortunadamente, no tuvimos necesidad de recurrir a la fuerza, y el ritual se cumplió con la dignidad requerida. Neptuno regresó a su palacio, satisfecho por los nuevos socios de su club, pero no nos invitó a devolverle la visita.
A pesar de la refrigeración, la temperatura en la sala de máquinas era de 34° C. Al lado de los dos ejes de transmisión que se perdían en el casco, tomé conciencia de que nos encontrábamos a igual profundidad que las hélices. Miré con respeto la enorme cantidad de cables, palancas, válvulas, llaves, caños, tableros. La sincronización de todos esos componentes producía el admirable funcionamiento de un conjunto mecánico de once mil caballos de fuerza, las veinticuatro horas del día, durante tres semanas casi ininterrumpidamente.
Navegar en alta mar siempre me abre un abanico de sensaciones.
Soledad, al saberme rodeado solamente de agua y aire.
Agrado, al darme cuenta de que no estoy tan solo, cuando veo el elegante pero poderoso salto de las toninas, los brincos de los peces voladores, la inagotable capacidad de vuelo de las gaviotas.
Curiosidad, por saber de dónde viene y adónde diablos va el viento, con sus remolinos cuando aplasta las crestas de las olas, y con su efecto sedante cuando sólo sopla como una brisa.
Temor, por un temporal que al timonel le pueda hacer perder el control sobre el barco.
Sosiego, al confiar en los tripulantes, en la solidez del casco, en la potencia de las máquinas y en el ímpetu de las hélices.
Desde lejos nos saludaba un faro con potentes señales en su código orientador, blanca-blanca-roja. Durante el breve lapso agradable que dura el amanecer en estas latitudes, disfrutamos de la vista sobre Río de Janeiro, en esa época todavía la capital del Brasil, el quinto país del mundo, tanto por su extensión de ocho millones y medio de kilómetros cuadrados, como por sus cien millones de habitantes. Alrededor de la Bahía de Guanabara se formaban guirnaldas de luces, y cuando asomó el sol, rascacielos se recortaban contra el peñasco del Corcovado. Sobre la cima, una gigantesca estatua representaba a Cristo con los brazos extendidos. De un aeroparque cerca del puerto despegaban y aterrizaban aviones, pasándonos a poca altura. Me imaginaba lo terrible de un acuatizaje forzoso, aunque las consecuencias de un mal aterrizaje no serían menos desastrosas.
Tal vez más emocionados que Cristóbal Colón, pisamos por primera vez tierra sudamericana. Por polvorientas y muy transitadas calles corrían chirriantes tranvías atestados. Eran vehículos alegres y sin puertas -innecesarias en este clima-, iguales a los que conocíamos en Indonesia, que permitían el ascenso y descenso por ambos lados. Habíamos organizado nuestro propio city tour, y así nos fue. Subestimando el tiempo necesario para llegar hasta la Copacabana, sólo pudimos ver la famosa playa desde lejos.
En Santos, un desvencijado tranvía nos llevó por error a cualquier parte, pero por suerte no tardamos en dar con otro, aún más ruidoso, que nos acercó a un balneario, no tan famoso pero igualmente efectivo para aliviar el calor. Volviendo al barco a la tardecita, recorrimos a pie un barrio con calles limpias entre palmeras y jardines de bonitos chalets. En estos paseos, Miss Yapeyú no nos había acompañado. Un joven oficial la había raptado para hacer turismo en serio, en Río y en São Paulo.
Acercándonos
a Montevideo, la última escala, pasamos por la Isla de Lobos antes de entrar en
el Río de la Plata, un majestuoso estuario que allí tiene más de 200 kilómetros
de ancho. La superficie de 36.000 km, más que la de Holanda, se explica por las
masas de agua que le aportan el Uruguay y el Paraná que, más que ríos, son
sistemas fluviales. No en vano el nombre en guaraní del Río Paraná, con sus
4.500 kilómetros de largo, significa "Madre del Mar".
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