En bicicleta, a dedo
También estaban de vacaciones
en Holanda mis tíos Han y Bert –el hermano mayor de papá- y sus hijos Ron,
Roel, Max, Ina y André. Nos conocíamos sólo por haber sido vecinos en Jakarta
durante medio año, y de algún fin de semana largo. Este reencuentro fue el
principio de una relación duradera, especialmente con Roel y Max, que tenían
mi edad y que también se quedarían a estudiar en Holanda. Ellos ya habían hecho
algunos paseos, y me estaban esperando para conocer Limburgo.
Una de las
atracciones de esta provincia sureña son las cavernas. Cuerdas tendidas en
varios puntos señalaban el circuito, bloqueando el acceso a caminos por los que
uno podría no volver. Sería por eso que el turismo recomendaba una visita a
esos laberintos como imperdible. A la tarde cambiamos de panorama, haciendo
cumbre en el punto más elevado de Holanda. 330 Metros serán pocos en
comparación con los 4.807 del techo de Europa, el Mont Blanc, pero son
una altura considerable en un país que por casi la mitad no se eleva por encima
del nivel del mar. Banderas alemanas y belgas dan jerarquía internacional a
este sitio, donde se unen las fronteras de los tres países.
En esos primeros años de posguerra, el
transporte público era deficiente, y había pocos autos particulares. Pero eso no
impedía el turismo, y una de las alternativas era viajar a dedo. En las salidas de ciudades y pueblos se formaban largas filas, sobre todo en épocas de
vacaciones. Los conductores, casi todos empresarios y viajantes de comercio,
eran conscientes de su privilegio y sentían la obligación moral de llevar a
acompañantes. Si viajaban solos, incluso les convenía, ya que una charla
acortaba el trayecto y combatía el sueño. Los pasajeros solían devolver la
gentileza con un café, un refresco o cigarrillos cuando paraban en una estación
de servicio. Todavía escaseaban alimentos y tabaco, que sólo se conseguían con
cupones de racionamiento. Hay que recordar también que viajar de ese modo era
posible gracias a la poca delincuencia en esos tiempos.
Nos largamos en bicicletas prestadas y
alquiladas. Siguiendo el consejo de ciclistas experimentados, nos turnábamos
para ocupar la posición delantera y marcar el paso lo más constantemente
posible. Así, los demás podían charlar y mirar alrededor, más distendidos. -
Descubrimos que los ciclistas también podíamos hacer dedo. No con Fititos y
2CV, sino con Bedford y Mercedes Benz, a un nivel mucho más elevado.
Allí en lo alto, acomodados entre cajones y bolsas con mercadería, nos
encontrábamos con otros mochileros, con o sin bicicleta pero todos con las
mismas ganas de llegar a Bélgica y Luxemburgo sin tener que pedalear o caminar largos tramos
planos y no tan variados como las colinas y los bosques.
Pernoctábamos en los albergues de la
juventud que, diseminados por Europa, comenzaban a tener fama. Eran
hosterías sencillas y económicas, porque el servicio solían prestarlo el dueño
y su familia, y los huéspedes colaboraban con alguna tarea doméstica. Lavar
platos, barrer habitaciones, el patio o el jardín, lustrar el bronce de puertas
y objetos chicos, hacer alguna compra para la cocina o emparchar una goma
pinchada, deseando que la bicicleta fuera de la rubia hija del dueño, y no de
él o de su mujer.
Vivir "solo"
Comencé el nuevo año escolar en Utrecht, una joya arquitectónica en el centro geográfico del país y con una rica historia. En
el tercer piso de una casa vieja alquilé una habitación con una hermosa vista a
una avenida que corría al lado de un canal. Pero allí sólo dormía y tomaba el
desayuno; el resto del día fuera del colegio lo pasaba con mis primos en la
casa de su abuelo materno, a la vuelta.
Los fines de semana iba en tren para ver a mi familia en La Haya. Una regocijada hora de
ida los viernes, y un nostálgico regreso los domingos. Si no recibíamos visitas,
salíamos a pasear. Nuestro equipaje incluía un baúl lleno de regalos y atenciones
que amigos, colegas y vecinos enviaban a sus parientes en la madre patria – en
ese momento, Holanda todavía lo era. Papá quería conocer, o volver a ver, a
todos los destinatarios. Si vivían lejos, mejor, eso le daba un buen pretexto para recorrer el país. A menudo nos invitaban a comer; en casa de
compatriotas nos servían invariablemente comida indonesa o china.
Con respecto a esta
última cocina, Kie Toan Seng –el amigo de papá que luego me regaló la máquina
de fotos- nos había invitado a una cena de despedida. Con la delicadeza que
caracteriza a los orientales, la señora nos pidió disculpas por
ofrecernos un ágape tan humilde. Éste consistía en un desfile de bandejas y
una infinidad de platos, cazuelas y compoteras, escoltados por fuentes y otros
recipientes. La frágil y transparente porcelana, pintada con dibujos en los
que dominaban dragones, hacía aún más apetitosas las obras de arte culinarias.
Papá conocía bien la
etiqueta de estas ceremonias. Había que comer poco, muy poco, de cada plato. Me
advirtió que nos iban a traer más manjares de lo que yo pudiera imaginarme. No
era comida liviana, y si me servía como en casa, no llegaría al primer postre.
Con la sabiduría de mis quince años no le hice caso, me parecía una ofensa despreciar semejante despliegue gastronómico. Así me fue. Para mi desolación,
las delicias de la cuarta presentación bailaban delante de mis ojos – o
probablemente eran mis ojos los que bailaban. Y todavía faltaban otros tantos
platos. Por supuesto, me perdí los postres también.
Por esa frustración
no me acuerdo si al final del banquete nos ofrecieron arroz. Mi padre
seguramente lo sabría, pero no se lo pude preguntar, porque ya había fallecido
cuando me enteré de un curioso aspecto de ese protocolo, al leer la biografía
de un chino. Servirse de esta última fuente sería una descortesía, porque el
anfitrión se ofendería al constatar que entonces la comida no habría sido suficiente.
Terminadas
sus vacaciones, mis padres volvieron a Indonesia. Me hicieron prometer que les
escribiría todas las semanas, aunque fueran tres líneas, una señal de vida, sin
necesidad de informar sobre el próximo boletín o gastos que no estaban en el
presupuesto. Durante unos cuántos años he cumplido con esa promesa, a pesar de
que ellos me escribían mucho menos. El cambio de estado civil, la paternidad y
un empleo cada vez más exigente hicieron bajar la frecuencia, pero una carta cada
tres semanas durante más de cincuenta años me parece un muy buen promedio. La
costumbre me ha ayudado a fortalecer el hábito de escribir, y a mantener una
fluida correspondencia, no sólo con ellos.
Mi tío Bert también había vuelto a su trabajo de inspector de escuelas en Indonesia. Ina y los varones
mayores se quedaban a vivir en Holanda; mi tía Han y André, el menor, iban a viajar unos
meses después. Pero poco antes de embarcarse, mi tía contrajo pulmonía y
murió. Su padre era ya anciano. Postrado en una silla de ruedas al cuidado de
un ama de llaves, la situación lo superó, y se agravó cuando casi al mismo
tiempo Ina y Max también se enfermaron gravemente. Sólo una rápida internación
les salvó la vida. Quienes tomaron cartas en la emergencia,
fueron Dee, otro hermano de papá, y Zus, su mujer, que no tenían hijos. Encontraron
cerca de su departamento en La Haya un lugar que parecía apropiado para mis
primos. Y para mí también, puesto que yo iba a vivir con ellos en la casa de
amigos de sus padres - un propósito que no pudo concretarse, coincidentemente también debido a un inesperado fallecimiento en esa familia.
El Instituto Valonés, regenteado por la protestante
Iglesia Valona, ofrecía una solución a padres y tutores que por una razón u
otra no podían vivir con sus hijos o pupilos. Lo dirigía un matrimonio mayor,
secundado por tres docentes que vigilaban y apoyaban a unos veinte pupilos en
sus tareas escolares y actividades extraprogramáticas. A Roel le
correspondía una habitación para estudiar, la compartía con otro alumno de
quinto año. Los demás hacíamos los deberes en la sala de estar, pero el año
siguiente Max y yo también disfrutamos el privilegio de esa privacidad, que
incluso nos permitía el discreto uso de una radio. Mi serio e inteligente
compañero era un excelente estudiante. ¡Ojalá hubiera seguido su ejemplo!
La comunidad se
basaba en principios religiosos rigurosos. Se rezaba en voz alta antes
y después de cada comida, y los domingos eran consagrados enteramente a Dios:
se iba a la iglesia por la mañana y por la tarde. A pie; ni en bicicleta ni con
el transporte público, porque se consideraba que esos empleados también
deberían respetar el domingo. Sin embargo, el director se veía obligado a
admitir excepciones para algunos chicos que salían el fin de semana.
Desde ciudades cercanas, no era un problema llegar a tiempo al colegio el
lunes. Pero los que estaban en lugares muy distantes, podían regresar el
domingo, puesto que de lo contrario
tendrían que tomar inexistentes trenes u ómnibus a las cuatro de la madrugada.
Por suerte, en esos años comenzaban a ser más flexibles; nosotros ya podíamos pasear en bicicleta y en tranvía los domingos. Obviamente, los servicios
religiosos seguían siendo obligatorios, pero una vez por semana era suficiente.
Además, podíamos elegir entre algunas iglesias. Al lado del Instituto había
una, pero la descarté desde la primera vez. El interminable sermón me
pareció muy severo y los salmos, monótonos. Prefería una iglesia cuyo pastor
era moderado y sabía elegir los himnos, a cuál más melodioso. Me encantaba
cantarlos, estimulado por el acompañamiento de un magnífico órgano y de la
feligresía.
Relacionada con el Instituto, estaba la Iglesia Valona; ésta me atraía por el culto en francés y el pastor que nos daba catequesis en ese bello idioma. Su apellido era Forget, pero con las iniciales G.Y.P.A.B., ¿de qué
otro modo podíamos llamarlo? Era un hombre chispeante, lleno de vitalidad, sabiduría
y humor. Sus explicaciones de relatos bíblicos no los hicieron creíbles, pero
me cautivaban; salpicadas con citas literarias y reflexiones filosóficas, eran
verdaderas lecciones de vida. Años después, me enteré de un nombramiento
merecido: la Reina Juliana lo había designado Predicador de la Casa Real. Claro
está que en la noticia no se refirieron a <el Pastor Gypab>, pero me
gusta pensar que los habitantes del palacio también lo llamasen así.
Amor a la valonesa
En el Instituto
Valonés conocía a Sylvia, que era pupila desde muy chica. Ella fue mi
primer amor, aunque no a primera vista. Por timidez, y porque yo no estaba
seguro de qué significaban muchas
sensaciones confusas. Con su intuición y mente clara, Sylvia me ayudó a
distinguir y ordenar esas señales, y a apreciar la buena música y otras
fascinaciones del arte. Mi vi enredado en una mezcla de voluptuosas emociones
musicales y afectivas, que me ha llevado al grato descubrimiento que el goce
estético y el erótico se llevan muy bien. Por eso asocio siempre el melodioso bel
canto italiano y la desbordante sonoridad sinfónica alemana con la belleza
femenina. ¡Y cuánto más agradable si la hermosura exterior se une con la
interior!
Cuando terminamos el
colegio, Sylvia fue a trabajar por un año en Inglaterra, y yo a estudiar en
Wageningen. Nos escribíamos con la frecuencia que era de esperar. Lo
inesperado fue un repentino vacío en la comunicación, de mi parte. No sé si
habrá sido por el torbellino de mi nueva vida estudiantil o por algún otro
cambio, en todo caso no fue por conocer a otra moza. Me quedo con buenas
remembranzas de una relación rica con una chica rica. Muy rica, en belleza
exterior e interior. Como despedida, me regaló un libro con esta dedicatoria:
La fuerza física vale algo; la fuerza de
voluntad vale mucho, pero la que vale más es la fuerza espiritual.
No hay comentarios:
Publicar un comentario