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martes, 11 de febrero de 2020

COSAS MÍAS (7)

En bicicleta, a dedo
También estaban de vacaciones en Holanda mis tíos Han y Bert –el hermano mayor de papá- y sus hijos Ron, Roel, Max, Ina y André. Nos conocíamos sólo por haber sido vecinos en Jakarta durante medio año, y de algún fin de semana largo. Este reencuentro fue el principio de una relación duradera, especial­mente con Roel y Max, que tenían mi edad y que también se quedarían a estudiar en Holanda. Ellos ya habían hecho algunos paseos, y me estaban esperando para conocer Limburgo.
Una de las atracciones de esta provincia sureña son las ca­vernas. Cuerdas tendidas en varios puntos señalaban el circuito, bloqueando el acceso a caminos por los que uno podría no vol­ver. Sería por eso que el turismo recomendaba una visita a esos laberintos como imperdible. A la tarde cambiamos de panorama, haciendo cumbre en el punto más elevado de Holanda. 330 Me­tros serán pocos en comparación con los 4.807 del techo de Eu­ropa, el Mont Blanc, pero son una altura considerable en un país que por casi la mitad no se eleva por encima del nivel del mar. Banderas alemanas y belgas dan jerarquía internacional a este sitio, donde se unen las fronteras de los tres países.


 En esos primeros años de posguerra, el transporte público era deficiente, y había pocos autos particulares. Pero eso no im­pedía el turismo, y una de las alternativas era viajar a dedo. En las salidas de ciudades y pueblos se formaban largas filas, sobre todo en épocas de vacaciones. Los conductores, casi todos em­presarios y viajantes de comercio, eran conscientes de su privile­gio y sentían la obligación moral de llevar a acompa­ñantes. Si viajaban solos, incluso les convenía, ya que una charla acortaba el trayecto y combatía el sueño. Los pasajeros solían devolver la gentileza con un café, un refresco o cigarrillos cuando paraban en una estación de servicio. Todavía escaseaban alimentos y ta­baco, que sólo se conseguían con cupones de racionamiento. Hay que recordar también que viajar de ese modo era posible gracias a la poca delincuencia en esos tiempos.
 Nos largamos en bicicletas prestadas y alquiladas. Siguien­do el consejo de ciclistas experimentados, nos turnábamos para ocupar la posición delantera y marcar el paso lo más constante­mente posible. Así, los demás podían charlar y mirar alrededor, más distendidos. - Descubrimos que los ciclistas también podía­mos hacer dedo. No con Fititos y 2CV, sino con Bedford y Mer­cedes Benz, a un nivel mucho más elevado. Allí en lo alto, aco­modados entre cajones y bolsas con mercadería, nos encontrába­mos con otros mochileros, con o sin bicicleta pero todos con las mismas ganas de llegar a Bélgica y Luxemburgo sin tener que pedalear o caminar largos tramos planos y no tan variados como las colinas y los bosques.
 Pernoctábamos en los albergues de la juventud que, dise­minados por Europa, comenzaban a tener fama. Eran hosterías sencillas y económicas, porque el servicio solían prestarlo el dueño y su familia, y los huéspedes colaboraban con alguna ta­rea doméstica. Lavar platos, barrer habitaciones, el patio o el jardín, lustrar el bronce de puertas y objetos chicos, hacer alguna compra para la cocina o emparchar una goma pinchada, desean­do que la bicicleta fuera de la rubia hija del dueño, y no de él o de su mujer.

        Vivir "solo"
 Comencé el nuevo año escolar en Utrecht, una joya arquitectónica en el centro geográfico del país y con una rica histo­ria. En el tercer piso de una casa vieja alquilé una habitación con una hermosa vista a una avenida que corría al lado de un canal. Pero allí sólo dormía y tomaba el desayuno; el resto del día fuera del colegio lo pasaba con mis primos en la casa de su abuelo materno, a la vuelta.
Los fines de semana iba en tren para ver a mi familia en La Haya. Una regocijada hora de ida los viernes, y un nostál­gico regreso los domingos. Si no recibíamos visitas, salíamos a pasear. Nuestro equipaje incluía un baúl lleno de regalos y aten­ciones que amigos, colegas y vecinos enviaban a sus parientes en la madre patria – en ese momento, Holanda todavía lo era. Papá quería conocer, o volver a ver, a todos los destinatarios. Si vi­vían lejos, mejor, eso le daba un buen pretexto para recorrer el país. A menudo nos invitaban a comer; en casa de compatriotas nos servían invariablemente comida indonesa o china.
Con respecto a esta última cocina, Kie Toan Seng –el amigo de papá que luego me regaló la máquina de fotos- nos había in­vitado a una cena de despedida. Con la delicadeza que caracteri­za a los orientales, la señora nos pidió discul­pas por ofrecernos un ága­pe tan humilde. Éste con­sistía en un desfile de ban­dejas y una infinidad de platos, cazuelas y compote­ras, escoltados por fuentes y otros recipientes. La frá­gil y transparente porcela­na, pintada con dibujos en los que dominaban drago­nes, hacía aún más apetitosas las obras de arte culinarias.
Papá conocía bien la etiqueta de estas ceremonias. Había que comer poco, muy poco, de cada plato. Me advirtió que nos iban a traer más manjares de lo que yo pudiera ima­gi­narme. No era comida liviana, y si me servía como en casa, no llegaría al primer postre. Con la sabiduría de mis quince años no le hice caso, me parecía una ofensa despreciar semejante des­­pliegue gastronómico. Así me fue. Para mi desolación, las delicias de la cuarta presen­tación bailaban delante de mis ojos – o probablemente eran mis ojos los que bailaban. Y todavía faltaban otros tantos platos. Por supuesto, me perdí los postres también.
Por esa frustración no me acuerdo si al final del banquete nos ofrecieron arroz. Mi padre seguramente lo sabría, pero no se lo pude preguntar, porque ya había fallecido cuando me enteré de un curioso aspecto de ese protocolo, al leer la biografía de un chino. Servirse de esta última fuente sería una descortesía, por­que el anfitrión se ofendería al constatar que entonces la comida no habría sido suficiente.

      Terminadas sus vacaciones, mis padres volvieron a Indone­sia. Me hicieron prometer que les escribiría todas las semanas, aunque fueran tres líneas, una señal de vida, sin necesidad de informar sobre el próximo boletín o gastos que no estaban en el presupuesto. Durante unos cuántos años he cumplido con esa promesa, a pesar de que ellos me escribían mucho menos. El cambio de estado civil, la paternidad y un empleo cada vez más exigente hicieron bajar la frecuencia, pero una carta cada tres semanas durante más de cincuenta años me parece un muy buen promedio. La costumbre me ha ayudado a fortalecer el hábito de escribir, y a mantener una fluida correspondencia, no sólo con ellos.


Mi tío Bert también había vuelto a su trabajo de inspector de es­cuelas en Indonesia. Ina y los varones mayores se quedaban a vivir en Holanda; mi tía Han y André, el menor, iban a viajar unos meses después. Pero poco antes de embarcarse, mi tía contrajo pulmo­nía y murió. Su padre era ya anciano. Postrado en una silla de ruedas al cuidado de un ama de llaves, la situación lo superó, y se agravó cuando casi al mismo tiempo Ina y Max también se en­fermaron gravemente. Sólo una rápida internación les salvó la vida. Quienes tomaron cartas en la emergencia, fueron Dee, otro hermano de papá, y Zus, su mujer, que no tenían hijos. En­contraron cerca de su departamento en La Haya un lugar que parecía apropiado para mis primos. Y para mí también, puesto que yo iba a vivir con ellos en la casa de amigos de sus padres - un propósito que no pudo concretarse, coincidentemente también debido a un inesperado fallecimiento en esa familia. 

El Instituto Valonés, regenteado por la protestante Iglesia Valo­na, ofrecía una solución a padres y tutores que por una razón u otra no podían vivir con sus hijos o pupilos. Lo dirigía un matri­monio mayor, secundado por tres docentes que vigilaban y apo­yaban a unos veinte pupilos en sus tareas escolares y actividades extraprogramáticas. A Roel le correspondía una habitación para estudiar, la compartía con otro alumno de quinto año. Los demás hacíamos los deberes en la sala de estar, pero el año siguiente Max y yo también disfrutamos el privilegio de esa privacidad, que incluso nos permitía el discreto uso de una radio. Mi serio e inteligente compañero era un excelente estudiante. ¡Ojalá hubiera segui­do su ejemplo!
La comunidad se basaba en principios religiosos rigurosos. Se rezaba en voz alta antes y después de cada comida, y los domingos eran consagrados enteramente a Dios: se iba a la iglesia por la mañana y por la tarde. A pie; ni en bicicleta ni con el transporte público, porque se consideraba que esos empleados también deberían respetar el domingo. Sin embargo, el director se veía obligado a admitir excepciones para algunos chicos que salían el fin de semana. Desde ciudades cercanas, no era un problema llegar a tiempo al colegio el lunes. Pero los que estaban en lugares muy distantes, podían regresar el domingo, puesto que de lo contrario tendrían que tomar inexistentes trenes u ómnibus a las cuatro de la madrugada.
Por suerte, en esos años comenzaban a ser más flexibles; nosotros ya podíamos pasear en bicicleta y en tranvía los domingos. Obviamente, los servicios religiosos se­guían siendo obligatorios, pero una vez por semana era suficien­te. Además, podíamos elegir entre algunas iglesias. Al lado del Instituto había una, pero la descarté desde la primera vez. El interminable sermón me pareció muy severo y los salmos, mo­nótonos. Prefería una iglesia cuyo pastor era moderado y sabía elegir los himnos, a cuál más melodioso. Me encantaba cantar­los, estimulado por el acompañamiento de un magnífico órgano y de la feligresía.
Relacionada con el Instituto, estaba la Iglesia Valona; ésta me atraía por el culto en francés y el pastor que nos daba catequesis en ese bello idioma. Su apellido era For­get, pero con las iniciales G.Y.P.A.B., ¿de qué otro modo podía­mos llamarlo? Era un hombre chispeante, lleno de vitalidad, sa­biduría y humor. Sus explicaciones de relatos bíblicos no los hi­cieron creíbles, pero me cautivaban; salpicadas con citas litera­rias y reflexiones filosóficas, eran verdaderas lecciones de vida. Años después, me enteré de un nombramiento merecido: la Rei­na Juliana lo había designado Predicador de la Casa Real. Claro está que en la noticia no se refirieron a <el Pastor Gypab>, pero me gusta pensar que los habitantes del palacio también lo llamasen así. 

Amor a la valonesa
En el Instituto Valonés conocía a Sylvia, que era pupila des­de muy chica. Ella fue mi primer amor, aunque no a primera vista. Por timidez, y porque yo no estaba seguro de qué significaban muchas sensaciones confusas. Con su intuición y mente clara, Sylvia me ayudó a distinguir y ordenar esas señales, y a apreciar la buena música y otras fascinaciones del arte. Mi vi enredado en una mezcla de voluptuosas emociones musicales y afectivas, que me ha llevado al grato descubrimiento que el goce estético y el erótico se llevan muy bien. Por eso asocio siempre el melodioso bel canto italiano y la desbordante sonoridad sinfóni­ca alemana con la belleza femenina. ¡Y cuánto más agradable si la hermosura exterior se une con la interior! 
Cuando terminamos el colegio, Sylvia fue a trabajar por un año en Inglaterra, y yo a estudiar en Wageningen. Nos escribía­mos con la frecuencia que era de esperar. Lo inesperado fue un repentino vacío en la comunicación, de mi parte. No sé si habrá sido por el torbellino de mi nueva vida estudiantil o por algún otro cambio, en todo caso no fue por conocer a otra moza. Me quedo con buenas remembranzas de una relación rica con una chica rica. Muy rica, en belleza exterior e interior. Como despe­dida, me regaló un libro con esta dedicatoria:

 La fuerza física vale algo; la fuerza de voluntad vale mu­cho, pero la que vale más es la fuerza espiritual.

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