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jueves, 13 de febrero de 2020

COSAS MÍAS (10)

VIDA Y OBRA UNIVERSITARIA

¿Licenciado, Economista, Artesano?
Después de este interludio musical, volvamos al año 1950. El colegio en el que Max y yo cursábamos quinto año, quedaba a cien metros del departamento de los tíos Dee y Zus en La Ha­ya. A menudo, Zus nos esperaba a la hora del recreo con un café o un refresco, una galletita y una breve charla, incluyendo infor­mes sobre la evolución y perspectivas de exámenes. El destino había adjudicado a estos tíos de buen corazón un bonito grupo de nueve hijos adoptivos, del que formaba parte Herbert, hijo de una hermana de papá, quien había elegido la marina mercan­te. Para ganarse el uniforme con los distintivos dorados, fue a capacitarse en Delfzijl, en el bastante lejano noreste de Holanda. También estaban, en cierto modo por su edad, Ron, el hijo mayor de los tíos Bert y Han, que cursaba segundo año de teología, y Chris -en la familia conocido como Dop-, el hermano menor de papá y Dee. Dop me llevaba sólo seis años, de modo que para nosotros era un primo más que un tío, y estaba en ter­cer año de geología. Los dos estudiaban, en Utrecht, estas dos disciplinas con nombres tan parecidos que, sin embargo, apuntan en direcciones opuestas.


En Delft, otra encantadora ciudad universitaria, cerca de La Haya, Roel había iniciado la carrera de ingeniería, y Max ya estaba señalan­do la puerta por la que quería pasar, la química. Yo en cambio todavía no sabía qué título me gustaría lucir en en la chapa de bronce de mi consultorio o estudio. Carecía de la vocación para ser médico o artesano, y no nací para ser artista. En abogacía o economía no había pensado; en ciencias exactas sí, pero me faltaba la capacidad de concentración y paciencia para resolver in­trincados problemas matemáticos y físicos. Mis mejores logros estaban en el área de las lenguas, pero tampoco me atraían exhaustivos análisis gramaticales y lingüísticos. En realidad, no me sentía inclinado hacia ninguna profesión en especial, ni si­quiera estaba seguro de que tenía que ser una académica. Evi­dentemente, eran excusas pobres dictadas por pereza, por­que todo oficio requiere estudios previos rutinarios. Con el apo­yo de un cónclave familiar resolví el dilema, aceptando la suge­rencia de estudiar ciencias agrarias, campo en el que se había especializado el tío Dee.

      Para inscribirme en la Facultad de Agronomía, tomé el tren a Wageningen, a unos cien kilómetros al este de La Haya. Una simpática ciudad a orillas del Rin, con edificios universita­rios rodeados de campiña, quintas, huertas y bosques alrededor de un cerro. En la pri­mera pensión que encontré, una casa vieja, bien conservada y limpia, alquilé una habitación confortable, equipada con todo lo que necesita un estudiante serio: una cama, unos sillones, una mesa ratona y encima de la chimenea una repisa para trofeos deportivos. Ah, y frente a la ventana, que daba a la calle, un escritorio y una silla invitaban a entregarse al estudio.
 Los dueños eran un matrimonio sin hijos. La señora, baja, gordita, tímida pero risueña, ordenaba mi cuarto y me traía la cena, dos tareas que hacía muy bien. Tenía un marido alto, flaco, habilidoso y comunicativo. Me daba una mano cuando había que arreglar algo en la bicicleta, y me mantenía al tanto de la tabla de posiciones de la primera división y de otras noticias importantes.
Inesperadamente, cuando ya estaba por vencer el plazo para la inscripción universitaria, Roel llegó a la conclusión que la in­geniería mecánica no era para él, y decidió cambiarla por la agronómica. Mi residencia tenía lugar para un solo inquilino, pero la ciudad estaba preparada para acomodar a muchos estu­diantes, y Roel también tardó poco en encontrar alojamiento, a cua­tro cuadras del mío. Otra vez tenía un muy buen compañero de estudios a mi lado, sólo que la fórmula no funcionó como antes con Max. Corríamos como todos de un aula a otra, pero no de­dicamos todo el tiempo disponible a los libros. No por falta de voluntad, sino porque también había que asumir otras obligaciones, específica­mente estudiantiles. 
Con todo, en el segundo exa­men de mineralogía me fue bien. Roel tampoco aprobó todos.

En la Universidad no sólo se estudia
Las Studenten Corps, las asociaciones estudiantiles más tradicio­nales de Holanda, estaban establecidas en las seis ciudades universi­tarias que tenía el país en los años cincuenta - al comienzo del siglo siguiente eran doce. Se destacaban por su espíritu de cama­radería; se puede hablar de una cofradía, con ritos de iniciación y comportamiento al modo masónico. Vínculos forjados en ese ambiente suelen mantenerse durante el resto de la vida, y de sus filas provinieron muchos dirigentes en todos los ámbitos.
Cuando en los años treinta Dee cursaba la carrera, era so­cio de la Corps de Wageningen; a su vez Dop y Ron pertene­cían a la agrupación hermana en Utrecht. Max -que fue a estu­diar química en esa ciudad-, Roel y yo seguimos sus recomenda­ciones, y consecuentemente también nos interesamos en activi­dades sociales.
 Mi primera intervención fue teatral. A un nivel muy bajo, pero sólo en sentido topológico, no cualitativo. Es que había aceptado alegremente la designación como apuntador, pensando que sería una tarea fácil. Antes de la primera pausa en el primer ensayo me di cuenta de cuán equivocado estaba. Los mejores actores pueden distraerse y olvidarse por momentos del libreto; el  apuntador no puede darse ese lu­jo. El puesto me gustó, porque me sentía útil al ir conociendo los pun­tos flojos de cada intér­prete. En otras ocasiones me animé a dar la cara al público. Primero, en un papel que mi parte­naire y yo teníamos que aprender muy bien por­que no había lugar para un apuntador. El escenario era auténtico: una real iglesia bombardeada y aún no restaurada. En consonancia con el argumento de la pequeña obra, en la que yo era un aviador. Co­roné mi breve actuación dramática con un thriller, en el que hice de médico.
 Esta última profesión la ejercí también en un campamento para cuarenta colegiales, en una isla con extensas playas en la sureña provincia de Zelanda. Acompañé a un grupo de estudian­tes de varias universidades, con vocación de conductores educa­tivos. Éramos ocho varones, y dos agraciadas señoritas que nos preparaban la comida. En la reunión de presentación se distribu­yeron los otros cargos, y a mí me asignaron el de Director General de Salud.
Eran muchachos de ocho a diez años, todos robustos y sa­nos, pero una mañana  un niño requirió mi asistencia. Había amanecido con dolor de cabeza y de estómago. Desenfundé el estetoscopio, me calcé los guantes y esterilicé el termómetro. Zás. Treinta y siete, tres. Conservando absoluta calma, le pres­cribí una aspirina y reposo absoluto, y mientras los demás se dispersaban para la actividad del día, monté guardia a su lado. Después de debatirse contra los microbios durante por lo menos una hora, el enfermo abrió los ojos y se incorporó: "¿Vamos?".
Yo sabía que el programa era la reconquista de un tesoro pero, preocupado por el estado de mi paciente, no se me había ocurrido preguntar dónde operaba la banda de ladrones. Reco­rrimos médanos y un bosque, en vano. Luego escuchamos con envidia detalles de la agitada persecución que nos habíamos perdi­do.

Remar contra la corriente
Roel y yo desplegamos actividad en Argo, el club de remo con una particularidad: el único lugar disponible para los entre­namientos era el Rin. Remando río abajo, la corriente favorece al casco pero frena los remos, y a la inversa. Eso nos impedía me­dir la velocidad que podríamos alcanzar en las aguas quietas o con corrientes despreciables donde habitualmente se corrían las regatas. Era un hándicap insoluble, pero no insuperable, puesto que varios equipos de Argo habían triunfado, algunos más de una vez.
 Por mi pierna disminuida, no podía remar en regatas, pero seguí la sugerencia de alguien que notó mi simpatía por ese deporte, y participé como timonel. Pesaba más de lo convenien­te, pero no era el único caso. En esa pequeña Universidad no se podía ser exigente, así que varios éramos bienvenidos de todas maneras. El puesto resultó más interesante de lo que me parecía al principio. Hay equipos sin timonel, pero donde se re­quiere uno, éste tiene más tareas que solamente mantener el rumbo.
En permanente corresponden­cia con el remero que tiene enfrente, el timonel debe transmitir al equipo los cambios de rit­mo de la mejor manera posible. Disminuir y aumentar la veloci­dad demasiado lenta o bruscamente puede significar la diferencia entre ganar y perder una carrera. Ése era para mí el cometido más atrayente, percibir los momentos fuertes y los menos animados de los remeros, y evaluar nuestra posición en relación con los demás botes. Los remeros no la pueden apre­ciar, porque ellos avanzan hacia atrás, por eso son los únicos deportistas que com­piten en velocidad, que se ponen contentos al ver la espalda de sus adversarios. Otro requisito para el timo­nel es, como muestra la fo­to, un par de buenas cuerdas vocales.
Nuestro Cuatro (remeros, uno de los cua­les era Roel) con Timonel (que era yo), debutó en la Varsity, la regata interuniver­sitaria que tradicionalmente inauguraba la temporada. No llegamos a la línea final, pero sí a los titulares deportivos de los diarios. Nuestro arranque fue ejemplar, pero no nos mantuvi­mos entre los más ve­lo­ces. En gran parte porque los cinco éra­mos dema­sia­do pesa­dos para el único bote dis­po­nible. Ya lo sa­bíamos, pero naturalmente no íbamos a renunciar al estreno por ese detalle.
So­pla­ba un fuerte vien­to cru­zado de popa, y el bote co­men­zó a hacer un poco de agua. Las prime­ras naves estaban llegan­do a la meta, de modo que el árbi­tro ya no po­día quedarse atrás. Nos gritó una disculpa y aceleró su lancha. La pri­mera ola que nos alcanzó, ahogó nuestras mal­di­cio­nes y la últi­ma es­peranza. Seguir avanzando de­bajo del agua resultó francamente imposi­ble! Qué humi­lla­ción, tener que abando­nar, y a ochenta metros de la llegada! 
Sanos y salvos a bordo de la lancha de la Pre­fectura que nos recogió, tuvimos otra preocupación: ¡en el re­cuento de cabezas faltó una! Con gran alivio, la encontramos en el vestuario. Junto con el cuerpo. Su dueño, en vez de mantener­se a flote sin esfuerzo apoyándose el bote, había salido desesperada­mente en busca de tierra firme. Pataleando como un perrito por­que, como nos enteramos en ese momento, ¡no sabía nadar! En esa ocasión no corría peligro, porque estábamos cerca de la ori­lla y había mucho público, divertido con nuestra desventura. An­tes de ir a las tribunas, nos secamos la ropa y las lágri­mas.


2 comentarios:

Unknown dijo...

No me acordaba de tu debut como timonel! Muy grato releerlo,

Alejandro Bär dijo...

Abuelo hay fotos de los diarios de ese hundimiento??? Jajaja muy buenas historias