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miércoles, 12 de febrero de 2020

COSAS MÍAS (8)


RE – FA – SI

Recital para un Rey
Quiero a muchas, pero a ella, como a ninguna. Hace más de cincuenta años fue un amor a primer oído, y hoy sigue siendo mi favorita. En cualquier momento del día o de la noche responde a mis requerimientos, me envuelve en sus abrazos, me regala emo­ciones y me confía sus secretos (creo, y espero, no conocerlos todos aún).
Si para Mozart La Flauta Mágica fue la última de sus vein­titantas óperas, para mí fue la primera, y la que me ayudó a des­cubrir las posibilidades de la voz humana: imponerse sin gritar a un tutti de una orquesta e inmediatamente pasar a un diminuen­do que llega hasta los últimos rincones del teatro. Cada vez que Papageno, el cazador de pájaros, me lleva a esos dos reinos, el de la Reina de la Noche y el del Sumo Sacerdote Sarastro, me asombra que una simple placa fonográfica pueda seguir señalán­dome permanentemente nuevas resonancias y síncopas en melo­días que creía conocer bien.
Hay gente que ha mamado la música junto con la leche; yo me acerqué a ella –a la música- más tarde. Estaba en cuarto año, y por el colegio asistimos a un ciclo de “conciertos para la juven­tud”. En el primero, un oboísta nos hizo escuchar un tema y un acompañamiento que, escuchados aisladamente, parecían soni­dos poco coherentes. Repetidos junto con otro instrumento que tocaba una melodía, se produjo una secuencia sonora y armóni­ca. Y de repente: dos pequeños golpes en el pupitre, todos los músicos atentos a la batuta, y ¡vía libre! Acordes, bemoles y sos­tenidos se desprendieron de las partituras, brincaron sobre el podio, levantaron vuelo e invadieron mis ávidos oídos. Descubrí notas que se unían en una melodía, y otras que las acompañaban. ¡Qué fascinante sucesión de revelaciones!

El ciclo despertó la atracción por la música clásica que dor­mía en mí. Confieso que esto último hay que tomarlo literalmen­te. Una noche de concierto, yo no estaba cansado y la música no era aburrida, todo lo contrario. Pero simplemente sucedió: un sopor me hizo cabecear; ni cambiando mi posición en la butaca pude evitar que se me cayeran los párpados. El calor sofocante en la sala era sólo una atenuante, de ningún modo una excusa. Los timbales en la Tercera Sinfonía de Beethoven me trajeron de vuelta a la sala. Desde entonces, no puedo escuchar esta obra sin sentir aquel bochorno, por breve que haya sido. Pero el compo­sitor, a quien yo todavía no conocía bien, ha aceptado mis dis­culpas, y el accidente no se ha repetido.
A un compositor lo conocí personalmente. También pupilo del Instituto Valonés, era algo mayor que nosotros y un ver­dadero artista. Dibujaba, pintaba y tenía un envidiable talento musical. No sabía leer una partitura pero, guiado por un oído absoluto y una memoria privile­gia­da, tocaba lo que había escuchado en el piano y el órgano. Incluso componía y escribía poesías, una de las cuales estaba dedicada al órgano de iglesia. En un elogio parecido al de Mozart (¿o fue Berlioz quien lo ha­bía llamado el rey de los instrumentos?), él lo admiraba como un instrumento para reyes.
Un nublado sábado por la tarde lo acompañé a la ciudad de Gouda, donde él iba a tocar en el órgano de la iglesia, que data del siglo diecisiete. Abriendo y cerrando registros, llenó el so­lemne espacio con  bellísimos mensajes de Bach, Händel y pro­pios. La iglesia estaba vacía; me acordaba del poema de mi ami­go y me sentía realmente como un rey.

 De una platea virtual a otra verdadera
 En coincidencia con esos hallazgos, el tío Bert aceleró mi acercamiento a la música. Me regaló una radio portátil, pequeña pero capaz de captar la profusión de festivales que se transmitían en directo, también desde Alemania, Bélgica, Luxemburgo e Inglaterra. Ante el lujo de opciones pero sin programación, yo recorría noche tras noche el dial de un extremo a otro, en bús­quedas que después del invento del control remoto del televisor se llamarían zapping. Así me perdía a veces el comienzo de una composición. Una vez lo lamenté especialmente cuando sintonicé un concierto para piano y orquesta de Beethoven, el cuarto. No lo conocía íntegro, pero sabía que los primeros compases, contrariamente a lo habitual en esa época, están a cargo del solista.
 Poco tiempo después, tuve en mis manos una entrada para escuchar esa obra en la sala de conciertos de Scheveningen, pero no la pude usar. Se la habían regalado a la directora del Instituto Valonés, pero ella acababa de enviudar, así que no estaba con ánimo de salir. Decidió que Roel la representara. Roel no tenía interés en ir y, sabiendo las ganas que yo sí tenía, propuso que fuera yo. Pero la señora insistió en él, por ser el pupilo mayor. Un capri­cho tonto, que ocasionó dos caras largas.
 Por suerte, el concierto se transmitía por radio, y así pude participar a distancia de ese indescriptible clima que se crea cuando los músicos afinan sus instrumentos. Con los aplausos, me imaginaba la llegada del conductor y del solista, y experimenté algo inde­finido. Luego aprendí a apreciarlo como la comunicación entre los músicos, y desde entonces siempre me emociona ver a un solista dar o besar la mano del primer y del segundo violín. Ya se han visto antes de salir al escenario, de modo que no es un saludo formal, sino una renovada expresión de confian­za mutua en la navegación por esas endiabladas partituras. El haber ejecutado bien una obra diez veces, no garantiza éxito la undécima.

Theo Bruins, un joven pianista holandés que estaba consoli­dando su fama, dibujó con las notas iniciales veintisiete puntos suspensivos y un signo de interrogación. La orquesta repitió la pregunta y, desplegando sus alas, la convirtió en una respuesta que descargó la tensión y me devolvió el aliento. El milagro de la radio redujo las cincuenta cuadras que me separaban del tea­tro a cincuenta centímetros, y creó la ilusión de estar en la pla­tea.
 Varios años después estaba sentado en una platea real del Teatro Colón de Buenos Aires, cuando me conmovió un entendimiento entre dos músicos. Leopold Hager dirigía la Or­questa Filarmónica de la Ciudad en esa cautivante concatenación de sonidos que es el quinto concierto para piano de Beethoven. Una melodía ondulaba entre las maderas y el piano, y la solista la entregó a la orquesta de un modo tan exquisito, que Hager se dio media vuelta. Su leve inclinación de cabeza y la sonrisa que la señora Cristina Regis le devolvió, encerraban una musicalidad que envolvía la sala.
 Músicos, críticos y otros amantes de la música elogian la acústica del Teatro Colón, e incluso muchos consideran que es la mejor sala del mundo. Aunque no hay duda de que es excelen­te, son expresiones de la percepción humana. Pero en junio de 2000, el arquitecto Leo Baranak publicó un trabajo sobre varios teatros para ópera, en el que cruzó imparciales parámetros técni­cos con las opiniones de 22 directores de orquesta. De los mejo­res auditorios menciono, en orden ascendente, el Covent Garden de Londres, el Metropolitan de New York, la Staats­oper de Vienna, la Scala de Milán y, en el primer lugar, ¡el Colón de Buenos Aires!
La distinción tiene, sin embargo, una desventaja, como ha­bía observado Luciano Pavarotti, antes de la publicación de ese estudio: “El Teatro Colón tiene un defecto grandísimo: su acústica es perfecta. Imaginen ustedes lo que eso significa para un cantante. Si hace algo mal, se nota enseguida”.

Una vez, yo había escrito un cuento, basado en el curioso romance que vivieron una cantante de ópera y un director de orquesta, a principios del siglo veinte. La historia verdadera me la había relatado la protagonista, tía de una parienta lejana nues­tra. Yo estaba bastante contento con el principio y el desarrollo del cuento, pero no lograba redondearlo, y durante varios años el borrador quedó juntando polvo en una carpeta. Hasta la tarde en que quedé cautivado por el timbre de voz de una soprano y su particular interpretación de dos arias de una ópera, Così fan tutte de Mozart. Las escuché una y otra vez, me gustaron cada vez más, y me inspiraron a encontrar un final adecuado para mi cuento.
Poco después conocí a la dueña de esa voz, Dame Kiri Te Kanawa. Vino a cantar en el Teatro Colón y, pensando que le iba a gustar enterarse de su participación en la literatura mun­dial, re-escribí el cuento en mi mejor inglés. No conseguí entra­das para su recital, pero me aposté en la puerta por la que entran los artistas, y logré darle el sobre en la mano. Mylady me lo agradeció con una sonrisa en Sol Mayor, pero no me hizo llegar ningún comentario. Pasado un tiempo, le envié por correo certi­ficado una copia, pero sigo sin saber si por lo menos lo ha leído. ¿Habría preferido un ramo de flores? Aunque naturalmente estoy muy decepcionado por esa inexplicable falta de cortesía, separo lo personal de lo artístico, porque no quiero privarme del goce de su voz.  Estoy convencido de que Wolfgang Amadeus, si vi­viera, estaría de acuerdo conmigo en que ella es una cantante mozartiana por excelencia.

Para escucharte mejor
El atractivo anuncio de un curso de apreciación musical in­vitaba a concertar una entrevista antes de inscribirse. Con la buena intención de formar así grupos de alumnos con conoci­mientos y expectativas similares, Víctor Neuman demostró ser un muy buen docente. Nos ayudó a disfrutar más de la música, enseñándonos a distinguir instrumentos de la misma familia, a apreciar diferencias de interpretación y a valorar el acompaña­miento, esa difícil tarea de relegar la voz cantante a un segundo plano.
 Víctor era oboísta; tocaba en pequeños conjuntos y ocasio­nalmente en la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. Su sim­pática e igualmente dotada mujer, Delia, era la segundo violín de esa orquesta. Contrariamente a lo que yo creía –y no soy el único-, el ‘segundo violín’ no reemplaza al principal, sino que conduce a los segundos violines. Poco antes de conocernos, De­lia se había lucido en el Colón como solista en un concierto de Bruch, y ahora acababa de volver, fascinada, de un seminario en Bucarest, dictado por una violoncelista rumana, considerada la máxima autoridad en la materia. En su hospitalaria casa del pintoresco barrio de San Telmo, Delia se sen­taba de vez en cuando con nosotros y nos deleitaba ilustrando en el piano las ex­posiciones que daba Víctor. Más que clases formales, eran reuniones musicales que a menudo terminaban, con o sin Vivaldi, en una prosaica pizzería cercana.

Otra feliz idea de Delia fue invitarnos a un ensayo de or­questa. Para mí fue otra experiencia extraordinaria con Leopold Hager, nuevamente de visita. Él es austríaco y no hablaba caste­llano, pero se hacía entender muy bien en italiano y, por supues­to, en el universal lenguaje de la música. Sólo una vez, alguien tuvo que actuar de intérprete para aclarar una indicación poco usual. La atención se centró en la cuarta sinfonía de Mendels­sohn, conocida como la Italiana. A los aficionados nos gustaron los primeros compases, pero el señor Hager no opinaba lo mis­mo. De una manera sumamente agradable pidió para un determi­nado pasaje un cambio de ataque, y para otro, una mayor parti­cipación de los metales. Se necesitaron algunas repeticiones, y me pareció que el conjunto demostró una gran ductilidad. Además de ajustes técnicos, hicieron un esfuerzo para amoldarse al concepto del maestro. Como resultado, la última interpretación fue, no necesariamente más hermosa, colorida o brillante, quizás de todo un poco, pero sí diferente de la primera.

En un concierto, la ubicación de mi butaca, detrás de la or­questa, me parecía desfavorable, pero eso era porque no conocía la acústica que tiene la sala grande del Concert­gebouw de Amsterdam.. El sitio me deparó, ade­más, la muy grata sor­presa de encontrarme frente a Willem van Ot­terloo, y ver de muy cerca su conducción, fuera de lo común. No balanceaba su cuerpo, no agitaba sus brazos, los mantenía casi inmó­viles, extendidos a la altura de los hombros. Tampoco usaba batuta, se comunicaba con la orquesta con cada uno de sus expresivos dedos y con su cabeza, adentro de la cual unos ojos profundamente azules emitían un fervor electrizante. Quedé tan hechizado por ese particular estilo, que recuerdo so­lamente una de las obras, a pesar de que el concierto estaba ínte­gramente dedicado a Beethoven cuando ya era mi compositor predilecto.

Cincuenta años después leí la explicación que Pierre Boulez dio a un crítico musical que le preguntó por qué él  prescindía de ese símbolo de rigor que es la batuta:

“La considero absolutamente innecesaria, por lo menos para mí. Siento que con mis manos, en especial con la derecha, tengo más libertad, por­que puedo marcar un ritmo muy preciso. No es la batuta lo que hace eso: es el brazo el que marca la precisión. Y con las manos puedo marcar el tipo de sonoridad que quiero. Si quiero una sonoridad dura, mi mano será rígida y firme. Cuando, al contrario, quiero una sonoridad suave, relajo la mano, que es muy flexible”.

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