RE – FA –
SI
Recital para un Rey
Quiero a
muchas, pero a ella, como a ninguna. Hace más de cincuenta años fue un amor a
primer oído, y hoy sigue siendo mi favorita. En cualquier momento del día o de
la noche responde a mis requerimientos, me envuelve en sus abrazos, me regala
emociones y me confía sus secretos (creo, y espero, no conocerlos todos aún).
Si para
Mozart La Flauta Mágica fue la última de sus veintitantas óperas, para
mí fue la primera, y la que me ayudó a descubrir las posibilidades de la voz
humana: imponerse sin gritar a un tutti de una orquesta e inmediatamente
pasar a un diminuendo que llega hasta los últimos rincones del teatro.
Cada vez que Papageno, el cazador de pájaros, me lleva a esos dos
reinos, el de la Reina de la Noche y el del Sumo Sacerdote Sarastro,
me asombra que una simple placa fonográfica pueda seguir señalándome
permanentemente nuevas resonancias y síncopas en melodías que creía conocer
bien.
Hay gente
que ha mamado la música junto con la leche; yo me acerqué a ella –a la música-
más tarde. Estaba en cuarto año, y por el colegio asistimos a un ciclo de
“conciertos para la juventud”. En el primero, un oboísta nos hizo escuchar un
tema y un acompañamiento que, escuchados aisladamente, parecían sonidos poco
coherentes. Repetidos junto con otro instrumento que tocaba una melodía, se
produjo una secuencia sonora y armónica. Y de repente: dos pequeños golpes en
el pupitre, todos los músicos atentos a la batuta, y ¡vía libre! Acordes,
bemoles y sostenidos se desprendieron de las partituras, brincaron sobre el
podio, levantaron vuelo e invadieron mis ávidos oídos. Descubrí notas que se unían
en una melodía, y otras que las acompañaban. ¡Qué fascinante sucesión de
revelaciones!
El ciclo
despertó la atracción por la música clásica que dormía en mí. Confieso que
esto último hay que tomarlo literalmente. Una noche de concierto, yo no estaba
cansado y la música no era aburrida, todo lo contrario. Pero simplemente
sucedió: un sopor me hizo cabecear; ni cambiando mi posición en la butaca pude
evitar que se me cayeran los párpados. El calor sofocante en la sala era sólo
una atenuante, de ningún modo una excusa. Los timbales en la Tercera Sinfonía
de Beethoven me trajeron de vuelta a la sala. Desde entonces, no puedo escuchar
esta obra sin sentir aquel bochorno, por breve que haya sido. Pero el compositor,
a quien yo todavía no conocía bien, ha aceptado mis disculpas, y el accidente
no se ha repetido.
A un
compositor lo conocí personalmente. También pupilo del Instituto Valonés, era
algo mayor que nosotros y un verdadero artista. Dibujaba, pintaba y tenía
un envidiable talento musical. No sabía leer una partitura pero, guiado por un
oído absoluto y una memoria privilegiada, tocaba lo
que había escuchado en el piano y el órgano. Incluso componía y escribía poesías, una de las cuales
estaba dedicada al órgano de iglesia. En un elogio parecido al de Mozart (¿o
fue Berlioz quien lo había llamado el rey de los instrumentos?), él lo
admiraba como un instrumento para reyes.
Un nublado
sábado por la tarde lo acompañé a la ciudad de Gouda, donde él iba a tocar en
el órgano de la iglesia, que data del siglo diecisiete. Abriendo y cerrando
registros, llenó el solemne espacio con
bellísimos mensajes de Bach, Händel y propios. La iglesia estaba vacía;
me acordaba del poema de mi amigo y me sentía realmente como un rey.
De una platea
virtual a otra verdadera
En coincidencia con esos hallazgos, el tío
Bert aceleró mi acercamiento a la música. Me regaló una radio portátil, pequeña
pero capaz de captar la profusión de festivales que se transmitían en directo,
también desde Alemania, Bélgica, Luxemburgo e Inglaterra. Ante el lujo de
opciones pero sin programación, yo recorría noche tras noche el dial de un
extremo a otro, en búsquedas que después del invento del control remoto del televisor se
llamarían zapping. Así me perdía a veces el comienzo de una composición.
Una vez lo lamenté especialmente cuando sintonicé un concierto para piano y
orquesta de Beethoven, el cuarto. No lo conocía íntegro, pero sabía que los
primeros compases, contrariamente a lo habitual en esa época, están a cargo del
solista.
Poco tiempo después, tuve en mis manos una
entrada para escuchar esa obra en la sala de conciertos de Scheveningen, pero no la pude usar.
Se la habían regalado a la directora del Instituto Valonés, pero ella acababa
de enviudar, así que no estaba con ánimo de salir. Decidió que Roel la
representara. Roel no tenía interés en ir y, sabiendo las ganas que yo sí
tenía, propuso que fuera yo. Pero la señora insistió en él, por ser el pupilo
mayor. Un capricho tonto, que ocasionó dos caras largas.
Por suerte, el concierto se transmitía por
radio, y así pude participar a distancia de ese indescriptible clima que se
crea cuando los músicos afinan sus instrumentos. Con los aplausos, me imaginaba
la llegada del conductor y del solista, y experimenté algo indefinido. Luego aprendí a
apreciarlo como la comunicación entre los músicos, y desde entonces siempre me
emociona ver a un solista dar o besar la mano del primer y del segundo violín. Ya se han visto antes de salir al escenario, de modo que no es un
saludo formal, sino una renovada expresión de confianza mutua en la navegación
por esas endiabladas partituras. El haber ejecutado bien una obra diez veces,
no garantiza éxito la undécima.
Theo Bruins,
un joven pianista holandés que estaba consolidando su fama, dibujó con las
notas iniciales veintisiete puntos suspensivos y un signo de interrogación. La
orquesta repitió la pregunta y, desplegando sus alas, la convirtió en una
respuesta que descargó la tensión y me devolvió el aliento. El milagro de la
radio redujo las cincuenta cuadras que me separaban del teatro a cincuenta
centímetros, y creó la ilusión de estar en la platea.
Varios años después estaba sentado en una
platea real del Teatro Colón de Buenos Aires, cuando me conmovió un entendimiento entre dos músicos. Leopold Hager dirigía la Orquesta Filarmónica de la
Ciudad en esa cautivante concatenación de sonidos que es el quinto concierto
para piano de Beethoven. Una melodía ondulaba entre las maderas y el piano, y
la solista la entregó a la orquesta de un modo tan exquisito, que Hager se dio
media vuelta. Su leve inclinación de cabeza y la sonrisa que la señora Cristina
Regis le devolvió, encerraban una musicalidad que envolvía la sala.
Músicos, críticos y otros amantes de la música
elogian la acústica del Teatro Colón, e incluso muchos consideran que es la
mejor sala del mundo. Aunque no hay duda de que es excelente, son expresiones
de la percepción humana. Pero en junio de 2000, el arquitecto Leo Baranak
publicó un trabajo sobre varios teatros para ópera, en el que cruzó imparciales
parámetros técnicos con las opiniones de 22 directores de orquesta. De los
mejores auditorios menciono, en orden ascendente, el Covent Garden de Londres,
el Metropolitan de New York, la Staatsoper de Vienna, la Scala de Milán y, en
el primer lugar, ¡el Colón de Buenos Aires!
La
distinción tiene, sin embargo, una desventaja, como había observado Luciano
Pavarotti, antes de la publicación de ese estudio: “El Teatro Colón tiene un
defecto grandísimo: su acústica es perfecta. Imaginen ustedes lo que eso significa
para un cantante. Si hace algo mal, se nota enseguida”.
Una vez, yo
había escrito un cuento, basado en el curioso romance que vivieron una cantante
de ópera y un director de orquesta, a principios del siglo veinte. La historia
verdadera me la había relatado la protagonista, tía de una parienta lejana nuestra.
Yo estaba bastante contento con el principio y el desarrollo del cuento, pero
no lograba redondearlo, y durante varios años el borrador quedó juntando polvo
en una carpeta. Hasta la tarde en que quedé cautivado por el timbre de voz de
una soprano y su particular interpretación de dos arias de una ópera, Così
fan tutte de Mozart. Las escuché una y otra vez, me gustaron cada vez más,
y me inspiraron a encontrar un final adecuado para mi cuento.
Poco después
conocí a la dueña de esa voz, Dame Kiri Te Kanawa. Vino a cantar en el
Teatro Colón y, pensando que le iba a gustar enterarse de su participación en
la literatura mundial, re-escribí el cuento en mi mejor inglés. No conseguí
entradas para su recital, pero me aposté en la puerta por la que entran los
artistas, y logré darle el sobre en la mano. Mylady me lo agradeció con
una sonrisa en Sol Mayor, pero no me hizo llegar ningún comentario. Pasado un
tiempo, le envié por correo certificado una copia, pero sigo sin saber si por
lo menos lo ha leído. ¿Habría preferido un ramo de flores? Aunque naturalmente
estoy muy decepcionado por esa inexplicable falta de cortesía, separo lo
personal de lo artístico, porque no quiero privarme del goce de su voz. Estoy convencido de que Wolfgang Amadeus, si
viviera, estaría de acuerdo conmigo en que ella es una cantante mozartiana por
excelencia.
Para escucharte mejor
El atractivo
anuncio de un curso de apreciación musical invitaba a concertar una entrevista
antes de inscribirse. Con la buena intención de formar así grupos de alumnos
con conocimientos y expectativas similares, Víctor Neuman demostró ser un muy
buen docente. Nos ayudó a disfrutar más de la música, enseñándonos a distinguir
instrumentos de la misma familia, a apreciar diferencias de interpretación y a
valorar el acompañamiento, esa difícil tarea de relegar la voz cantante a un
segundo plano.
Víctor era oboísta; tocaba en pequeños
conjuntos y ocasionalmente en la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. Su simpática
e igualmente dotada mujer, Delia, era la segundo violín de esa orquesta.
Contrariamente a lo que yo creía –y no soy el único-, el ‘segundo violín’ no
reemplaza al principal, sino que conduce a los segundos violines. Poco antes de
conocernos, Delia se había lucido en el Colón como solista en un concierto de
Bruch, y ahora acababa de volver, fascinada, de un seminario en Bucarest,
dictado por una violoncelista rumana, considerada la máxima autoridad en la
materia. En su hospitalaria casa del pintoresco barrio de San Telmo, Delia se sentaba de vez en cuando con nosotros y nos deleitaba
ilustrando en el piano las exposiciones que daba Víctor. Más que clases formales, eran
reuniones musicales que a menudo terminaban, con o sin Vivaldi, en una prosaica
pizzería cercana.
Otra feliz
idea de Delia fue invitarnos a un ensayo de orquesta. Para mí fue otra
experiencia extraordinaria con Leopold Hager, nuevamente de visita. Él es
austríaco y no hablaba castellano, pero se hacía entender muy bien en italiano
y, por supuesto, en el universal lenguaje de la música. Sólo una vez, alguien
tuvo que actuar de intérprete para aclarar una indicación poco usual. La
atención se centró en la cuarta sinfonía de Mendelssohn, conocida como la Italiana.
A los aficionados nos gustaron los primeros compases, pero el señor Hager no
opinaba lo mismo. De una manera sumamente agradable pidió para un determinado
pasaje un cambio de ataque, y para otro, una mayor participación de los
metales. Se necesitaron algunas repeticiones, y me pareció que el conjunto
demostró una gran ductilidad. Además de ajustes técnicos, hicieron un esfuerzo
para amoldarse al concepto del maestro. Como resultado, la última
interpretación fue, no necesariamente más hermosa, colorida o brillante, quizás
de todo un poco, pero sí diferente de la primera.
En un
concierto, la ubicación de mi butaca, detrás de la orquesta, me parecía
desfavorable, pero eso era porque no conocía la acústica que tiene la sala
grande del Concertgebouw de Amsterdam.. El sitio me deparó, además, la muy
grata sorpresa de encontrarme frente a Willem van Otterloo, y ver de muy
cerca su conducción, fuera de lo común. No balanceaba su cuerpo, no agitaba sus
brazos, los mantenía casi inmóviles, extendidos a la altura de los hombros.
Tampoco usaba batuta, se comunicaba con la orquesta con cada uno de sus
expresivos dedos y con su cabeza, adentro de la cual unos ojos profundamente
azules emitían un fervor electrizante. Quedé tan hechizado por ese particular
estilo, que recuerdo solamente una de las obras, a pesar de que el concierto
estaba íntegramente dedicado a Beethoven cuando ya era mi compositor
predilecto.
Cincuenta
años después leí la explicación que Pierre Boulez dio a un crítico musical que
le preguntó por qué él prescindía de ese
símbolo de rigor que es la batuta:
“La
considero absolutamente innecesaria, por lo menos para mí. Siento que con mis
manos, en especial con la derecha, tengo más libertad, porque puedo marcar un
ritmo muy preciso. No es la batuta lo que hace eso: es el brazo el que marca la
precisión. Y con las manos puedo marcar el tipo de sonoridad que quiero. Si
quiero una sonoridad dura, mi mano será rígida y firme. Cuando, al contrario,
quiero una sonoridad suave, relajo la mano, que es muy flexible”.
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