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sábado, 8 de febrero de 2020

COSAS MÍAS (6)



Me acordé de ese apetito cuando un tío me con­tó sobre un paseo con un amigo en velero, en el IJs­sel­meer - un mar interior que, a pesar de estar rodeado por pólde­rs, sigue siendo un lago de respe­tables proporciones. Al medio­día se dieron cuenta de que se habían olvidado de llevar las pro­visio­nes preparadas. A bordo encontraron sólo un paque­te de biz­co­chos, rema­nente de una excursión ante­rior. Pero el tiem­po estaba esplén­dido y ellos tan entretenidos con la nave­ga­ción, que deci­die­ron no perder tiem­po en vol­ver.
Cuando a la noche entraron en un restau­rante, dijeron al mo­zo que no espera­ban manjares, pero sí porciones generosas. Efectivamente, les sirvieron can­ti­da­des considerables, por lo me­nos en la opi­nión de mi tío, que también tenía buen diente. Pero su amigo pidió hablar con el maître. "Se­ñor mío, habíamos que­dado en que la comida no te­nía por qué ser deli­ciosa. Pues no lo era. Pero ha­bía­mos pedido que fuera abundante. Bue­no, tam­po­co lo era. Por fa­vor, tráiga­nos más papas fri­tas". Una voracidad comprensible.


Las gaviotas son frecuentes y fieles com­pa­ñeras en los largos viajes por mar. Se ali­men­tan de pe­ces, pero como no des­pre­cian comple­mentos de su menú, están per­ma­nen­te­mente al acecho de mo­vi­mientos en el agua al­re­dedor de los bar­cos. En cuanto se abra un ojo de buey de la co­ci­na, la no­ti­cia co­rre como reguero de olas, y des­de todos la­dos blan­cas y gri­ses aves se aba­lan­zan so­bre los restos de comida. Sólo en esas oca­sio­nes in­te­rrumpen su vue­lo, cuya ca­pa­ci­dad pare­ce ser ili­mitada.
En la popa, mi lugar de observación predilecto, me apoyo en la ba­ran­di­lla y siento la fuerza pro­pulso­ra de las má­qui­nas. Todos los co­lo­res del sol se reflejan en atro­pe­lla­das llo­viznas sa­li­nas que se des­pa­rraman so­bre las agu­as re­vuel­tas. La burbu­jeante es­te­la se re­nueva constan­te­mente; una franja de es­pu­ma se en­sancha y que­da visi­ble por largo ra­to, como un nexo con el ho­rizon­te del pa­sado.


 Con un ritmo lento, muy lento, la proa se alzaba­ sobre el agua y se hundía en los huecos de las olas, largas y potentes. Por primera vez desde que salimos, no me agradó sentir la brisa en la cara. No sabía qué me pasaba, me costa­ba tragar, me fal­taba el aire. Los olores maríti­mos -¿qué olor tie­ne el mar?- me encanta­ban, pero de repente me resul­taban repugnantes. Lo ce­les­te del cielo se volvía gri­sáceo, y la espu­ma sobre el agua verde, su­cia. El es­tó­mago estaba ubicándose en­cima del esófa­go, y sentí un crecien­te deseo de abando­nar la calesita lo más pron­to posible, de tirarme por la bor­da si esto seguía así.
 Ese día conocí la súbita preferencia por la muerte, para no se­guir sufriendo el malestar, que es una inconfundible caracterís­tica del mareo. Curiosamente, me sobre­vino no durante la travesía del Océano Índico, sino cuando ya estaba terminando. Al acercar­nos a las relati­va­men­te calmas aguas del Gol­fo de Aden, volví a disfrutar del mar y de vistas extraordinarias, como la del Cabo Guardafui en la costa africana. En lo alto de una roca que formaba una  bóveda por donde nuestro barco podría pasar, un faro orientaba a la na­ve­ga­ción. Si ­­la tie­rra fuera plana, pensaba yo, sus destellos serían visi­bles des­de Hawaï o, por qué no, desde San Fran­cisco.
En el Mar Ro­jo pasamos por el lugar donde el Antiguo Tes­tamento relata que fina­lizó el Éxodo de los judíos - aunque no existe segu­ridad sobre el sitio exacto del paso. Hay un cuento de un hom­bre que en un viaje se ma­reó te­rrible­men­te. Cuando se le había pasado el males­tar, dijo con gran alivio: “¡Aho­ra comprendo por qué los ju­díos cruza­ron el Mar Rojo cami­nando!"
Esa historia la tenía en su repertorio Max Tai­lleur, un ho­lan­dés que se hizo famoso contando chis­tes de ju­díos. Él mismo era judío, una si­tua­ción que de­sarmaba al público. En su café-teatro De Doof­pot, en el Rem­brandt­plein de Amster­dam, ha­bía siem­pre papel y lápiz sobre las mesas. Sus chis­tes solían ser cor­tos y se suce­dían rápi­damente, así que re­sul­taba difí­cil ano­tar, entre car­ca­ja­das, uno sin per­der­se el si­guiente. Antes del invento del gra­bador de bolsillo, era la úni­ca mane­ra de re­tener al­gunos.

Varios años después de haberlo visto en Amsterdam,  acom­pañé a Max Tai­lleur desde su hotel en Buenos Aires a un teatro en el suburbio de San Isidro, donde iba a actuar para el Club Holandés. Contraria­men­te a mis ex­pecta­tivas, no habló mucho, proba­ble­mente es­ta­ba cansa­do o quería con­cen­trar­se en la fun­ción.

En la madruga­da se a­cer­caron dos re­mol­cado­res para guiar­nos desde la rada de Suez por los ciento sesenta kiló­me­tros del Canal, la obra en cuya cons­truc­ción el genial Ferdi­nand de Les­seps cum­plió un papel tan impor­tan­te. La marcha tenía que ser muy len­ta, porque el oleaje de trein­ta barcos por día ero­sio­na­ba los bordes. También por los vientos que desde el desierto so­pla­ban continuamente arena en el angosto pasa­je, era necesario un dra­gado perma­nen­te. La costa egip­cia es fér­til, es la zona de in­fluencia del Ni­lo. Por el lado ára­be, mu­cho más ári­do, cara­va­nas de solemnes came­llos trans­por­taban te­las, perfumes, aceites, dáti­les y otras pro­vi­sio­nes a los oa­sis. En el ante­puerto de Port Saïd, en el extremo medite­rráneo del Canal, el "Oranje" quedó ancla­do a la espera de un lugar en el muelle. Inme­diatamente nos rodearon decenas de lan­chas car­gadas con estatuillas de marfil (¿o imita­ción?), bi­joute­rie, mante­le­ría, al­fom­bras y otras arte­sa­nías. Ávi­dos vendedores anunciaban a gri­tos su maravi­llo­sa mercadería. Pasaje­ros ave­za­dos ad­vertían a los neófi­tos de no pagar jamás el pre­cio soli­cita­do, porque era, por defi­ni­ción, de­ma­siado al­to.


En algunos ambientes, el rega­teo es un ele­mento indis­pen­sa­ble de cada tran­sac­ción.  La pri­mera contra-oferta debe ser bien baja. Ante seme­jan­te des­propósito, el co­mer­cian­te se cubri­rá la cara y hará la mími­ca de ali­mentar a ni­ños. Sin em­bargo, si el cliente no se conmueve, hará un gesto magnánimo. El tu­ris­ta, mos­trando a su vez buena vo­lun­tad, aumentará un poco su pri­mera cifra, pero la diferen­cia seguirá sien­do gran­de y el ven­de­dor se lamenta­rá, declarando que así no po­drá vivir, y que tendrá que dedi­carse a otro ofi­cio. Pero cuan­do ve que el clien­te hace el ademán de ale­jar­se, se­guirá disminuyendo el precio.
Y a­sí, por etapas, suelen lle­gar a un acuer­do, pero no sin que el mer­cader haya invo­cado a Alá, al Profeta y a todos los cie­los como tes­ti­gos de esta in­fame ex­plo­ta­ción de po­bres y ho­nestos tra­ba­ja­dores. El ineludi­ble rito le da al com­prador la satisfac­ción de no ha­berse deja­do estafar, y al ven­dedor el agrado de ha­ber con­clui­do un buen nego­cio. Y los dos ten­drán razón.
A mí me divierte presenciar ese juego, pero no sé negociar. Una de las po­cas veces que no pude evitar hacer­lo fue en un mer­cado de pulgas en Floren­cia, don­de habíamos echado el ojo a unas boni­tas cuchari­tas de té y ca­fé. El simpá­tico ven­de­dor, al oír­nos deli­be­rar, nos contó que ha­blaba un poco de cas­tel­la­no que había aprendido de una novia cor­do­besa. Cuando insistí en mantener mi ofer­ta, sacó de un cajón una car­peta y me mos­tró su pre­cio de cos­to. ¡Qué casualidad que tenía esas cifras a mano! pero me con­ven­ció. Además, su últi­mo precio era realmente razo­na­ble.
Otro espectáculo atractivo en el puerto de Port Saïd lo ofre­cían chi­cos de no más de diez años. Nadando alre­dedor del bar­co, recogían mone­das que los pasa­je­ros les tiraban. Al vol­ver a la superfi­cie, las mos­tra­ban con­ten­tos, entre los dientes. Algu­nos logra­ron su­bir a bordo, para arrojarse al agua desde la cu­bier­ta princi­pal, creo que unos diez metros. Se co­men­taba que in­cluso eran capa­ces de nadar por deba­jo del bar­co. Esa ha­za­ña no la vimos, pero no nos pa­re­ció in­creí­ble.
El día entero a pleno sol en la cubierta, dis­fru­tando del paso por el Canal, me había cau­sa­do un principio de inso­lación. Debo de haber sido el único pasajero que al caer la noche no bajó a tie­rra para conocer Port Saïd. Así me perdí el paseo y la aventu­ra que tuvo mi madre. En el bullicio de gente en las ca­lles angos­tas había mu­chos roces lógi­cos, pero un momen­to dado ella tuvo una sen­sa­ción desa­grada­ble. In­tui­tiva­mente agarró su muñeca iz­quierda y, aho­gando un grito, la levantó: su reloj pulse­ra de oro que­daba colgado de la ca­de­nita de segu­ridad que, fe­liz­mente, había cumplido su fun­ción.

La isla de Sicilia parece una pelota ovalada que está a punto de ser pa­teada por la bota con­tinental de Italia, sólo un  pasa­je ma­rí­timo las separa. Ese bellísimo Estrecho de Mess­i­na estaba fue­ra de la ruta habitual, pero el capi­tán nos ofre­ció el de­leite de un desvío, cal­culando la velo­ci­dad para lle­gar allí con las pri­meras lu­ces del día. Era pleno vera­no, amane­cía a las cuatro y me­dia, la ne­blina iba disi­pándo­se, y otra vez los ma­dru­gado­res re­ci­bimos un pre­mio. Pasto­res cui­da­ban sus dóci­les cabras, otros cam­pesinos lle­va­ban mo­vedi­zos cer­dos al merca­do. Ese am­biente bucóli­co, ¿era la sede de la san­grien­ta y ven­gati­va Ma­fia? Cos­taba creer­lo.
Sobre la costa italiana, en la punta de la bota, Reggio de Ca­labria y otras po­blaciones se re­costaban sobre los cerros. Colo­ridas ve­tas de minerales se dibujaban entre la vegetación agres­te. En diminu­tos bar­qui­tos, me­ciéndose so­bre el trans­pa­rente olea­je azul si­ci­liano, pes­­ca­do­res devolvie­ron ale­gre­men­te nues­tros sa­lu­dos.
En el extremo norte del Estrecho, pasando el puerto de Me­ssi­na, las aguas estaban tur­bulen­tas, aunque tal vez no tanto co­mo cuando el in­tré­pido Ulises pasó por allí, hace más de tres mil años.  Me lo ima­gina­ba en su Odi­sea, maniobrando desesperada­mente para es­qui­var los temi­bles re­moli­nos alrededor del ma­ci­zo es­collo de Escila sin ser arrastrado por los igualmente peligro­sos torbellinos ori­gi­nados por Caribdis, la otra roca enfrente.

Después de pasar por Gibral­tar, la roca legendaria y estra­té­gi­camente importante, pero no peli­grosa para la na­vegación, rodeamos Espa­ña y Portu­gal y en­tra­mos en el Gol­fo de Viz­ca­ya, fa­mo­so por las terribles tem­pes­tades que suelen desa­tarse allí. Pero a nues­tro paso en­con­tra­mos la pla­cidez de una lagu­na en un fin de semana; sólo fal­ta­ban ve­leros y yates. Años después, yo cono­cería la otra faceta de ese Golfo.
Al ir acercándonos a Holanda me preguntaba si al salir del Mediterráneo el timonel no habría virado accidentalmente al sur en vez de al norte porque, si bien era verano, la temperatura cer­cana a los treinta grados no se correspondía con las imágenes frías que siempre nos habían presentado. El barco había dismi­nuido su marcha, y la sirena anun­ciaba enfática y casi permanen­temente su presen­cia, muy necesario por el tránsito en el Canal de la Mancha, que es intenso en todo momento. Pocas horas des­pués flotábamos en una de las esclusas marí­timas de IJmui­den, que con sus espacio­sos 400 por 50 me­tros es la más gran­de del mundo. Aún a bor­do de un buque con el respetable porte de 20.000 to­nela­das me sentí como perdi­do cuando se cerra­ron las com­puertas. El agua habría baja­do unos tres me­tros, pero las paredes parecían ha­berse eleva­do como diez.
Esa sensación de encierro la tuve de nuevo un año después. Paseando con mi pri­mo Roel en canoa por los ríos y canales de Ho­lan­da, pa­sa­mos por una es­clusa. Por su­pues­to, era más pe­queña que la de IJmui­den y la dife­ren­cia de los niveles de agua también era menor, pero vistas desde nuestro esbelto botecito, las em­bar­ca­cio­nes flu­via­les moviéndose en la corriente nos pa­re­cían tran­satlán­ti­cos. ¡Qué ali­vio, po­der vol­ver a re­mar en espa­cios abier­tos!


Faltaba un corto tramo por el Canal del Nor­te, que une el mar abierto con Amsterdam. Con esa lle­ga­da comenzó la se­gun­da etapa importante en mi vida. Yo estaba acostumbra­do a mudanzas, ya que en esos quince años había­mos tenido catorce do­micilios en cinco ciuda­des. Sólo que los cam­bios que golpeaban ahora en mi puerta eran más impor­tan­tes que los anteriores: mis padres y mi única hermana volverían a Indonesia, y durante por lo me­nos cin­co años -hasta su próxi­mas vacacio­nes- yo iba a estar lejos de ellos, en un país con un cli­ma y cos­tum­bres muy dife­ren­tes de los que co­nocía. Pero en Ho­landa vi­vían parien­tes con los que teníamos muy bue­nos lazos, y con­fié en que me adap­taría a las nuevas cir­cuns­tan­cias sin mayo­res pro­ble­mas.
 Alquilamos el primer piso de una casa en un barrio residen­cial de La Haya, donde terminaba la edificación metropolitana. Desde el living teníamos una amplia y colorida vista sobre tran­vías amarillos, los urbanos, y otros azules, interurbanos, que pasaban por una avenida de circunvalación. Más allá, un tren eléctrico verde atravesaba praderas sin espantar a las vacas.
 Los primeros rayos del sol entraban libremente por la ven­tanilla del altillo donde yo dormía. Tenía sueño todavía, pero no quería llegar tarde al desayuno y, contento por las andanzas que me esperaban, me asomé a la ventana. Afuera reinaba el mismo silencio que adentro. No había un alma en la calle, ni chicos ju­gando, ni lecheros ni repartidores de diarios. - Si éste es el in­dustrioso pueblo holandés – me preguntaba yo - ¿qué hace todo el mundo en la cama en un día radiante? Estábamos en vacacio­nes, pero era un día laborable. Mi reloj indicaba una hora que no podía creer. Estaba seguro de haberle dado cuerda antes de dor­mirme –aún faltaban décadas para la aparición de los relojes de cuarzo-, igualmente lo di vuelta, lo sacudí y me lo acerqué al oído. Sí, andaba. De repente recordé que la noche anterior ha­bíamos tenido luz hasta las diez de la noche, así que no debería asombrarme que amaneciera a las tres de mañana. Volví a la ca­ma, pero la excitación sobre ésta y otras novedades no me dejó dormir más. Así estaba listo para atajar las primeras rebanadas de pan que saltaron de la tostadora.


6 comentarios:

Unknown dijo...

🇳🇱

koppieop dijo...

Unknown 8/2 23.27 Por favor aclarar qué significa:
N L
Vamos, para qué perder nuestro tiempo en adivinanzas inadivinables?
.-

Unknown dijo...

Solo puse una bandera de Holanda...pero se ve que vos en cambio ves NL, que sería Nederland

Alejandro Bär dijo...

Increíble querido abuelo!!! (Y bisabuelo)

koppieop dijo...

Alejandro, hola! Por favor contame qué tiene de increíble mis andanzas? Yo me las creo, y vos sabés que muy creyente no soy!

koppieop dijo...

Otra cosa Ale, es una pregunta que te hago por el otro comentarista en este blog (Unknown), que no reacciona a mi pedido de darse a conocer. Estará convencido de que lo sé.
No me quita el sueño pero si por casualidad o por intuición lo sabes o lo sospechas, tendré una intriga menos.
.-