Me acordé de ese
apetito cuando un tío me contó sobre un paseo con un amigo en velero, en el
IJsselmeer - un mar interior que, a pesar de estar rodeado por pólders,
sigue siendo un lago de respetables proporciones. Al mediodía se dieron
cuenta de que se habían olvidado de llevar las provisiones preparadas. A
bordo encontraron sólo un paquete de bizcochos, remanente de una excursión
anterior. Pero el tiempo estaba espléndido y ellos tan entretenidos con la
navegación, que decidieron no perder tiempo en volver.
Cuando a la noche
entraron en un restaurante, dijeron al mozo que no esperaban manjares, pero
sí porciones generosas. Efectivamente, les sirvieron cantidades
considerables, por lo menos en la opinión de mi tío, que también tenía buen
diente. Pero su amigo pidió hablar con el maître. "Señor mío, habíamos
quedado en que la comida no tenía por qué ser deliciosa. Pues no lo era.
Pero habíamos pedido que fuera abundante. Bueno, tampoco lo era. Por favor,
tráiganos más papas fritas". Una voracidad comprensible.
Las
gaviotas son frecuentes y fieles compañeras en los largos viajes por mar. Se
alimentan de peces, pero como no desprecian complementos de su menú,
están permanentemente al acecho de movimientos en el agua alrededor de
los barcos. En cuanto se abra un ojo de buey de la cocina, la noticia corre
como reguero de olas, y desde todos lados blancas y grises aves se abalanzan
sobre los restos de comida. Sólo en esas ocasiones interrumpen su vuelo,
cuya capacidad parece ser ilimitada.
En
la popa, mi lugar de observación predilecto, me apoyo en la barandilla y
siento la fuerza propulsora de las máquinas. Todos los colores del sol se
reflejan en atropelladas lloviznas salinas que se desparraman sobre
las aguas revueltas. La burbujeante estela se renueva constantemente;
una franja de espuma se ensancha y queda visible por largo rato, como un
nexo con el horizonte del pasado.
Con un ritmo lento, muy lento, la proa se
alzaba sobre el agua y se hundía en los huecos de las olas, largas y potentes.
Por primera vez desde que salimos, no me agradó sentir la brisa en la cara. No
sabía qué me pasaba, me costaba tragar, me faltaba el aire. Los olores marítimos
-¿qué olor tiene el mar?- me encantaban, pero de repente me resultaban
repugnantes. Lo celeste del cielo se volvía grisáceo, y la espuma sobre el
agua verde, sucia. El estómago estaba ubicándose encima del esófago, y
sentí un creciente deseo de abandonar la calesita lo más pronto posible, de
tirarme por la borda si esto seguía así.
Ese día conocí la súbita preferencia por la
muerte, para no seguir sufriendo el malestar, que es una inconfundible
característica del mareo. Curiosamente, me sobrevino no durante la travesía
del Océano Índico, sino cuando ya estaba terminando. Al acercarnos a las
relativamente calmas aguas del Golfo de Aden, volví a disfrutar del mar y
de vistas extraordinarias, como la del Cabo Guardafui en la costa africana. En
lo alto de una roca que formaba una
bóveda por donde nuestro barco podría pasar, un faro orientaba a la navegación.
Si la tierra fuera plana, pensaba yo, sus destellos serían visibles desde
Hawaï o, por qué no, desde San Francisco.
En el Mar Rojo
pasamos por el lugar donde el Antiguo Testamento relata que finalizó el Éxodo
de los judíos - aunque no existe seguridad sobre el sitio exacto
del paso. Hay un cuento de un hombre que en un viaje se mareó terriblemente.
Cuando se le había pasado el malestar, dijo con gran alivio: “¡Ahora
comprendo por qué los judíos cruzaron el Mar Rojo caminando!"
Esa historia la
tenía en su repertorio Max Tailleur, un holandés que se hizo famoso contando
chistes de judíos. Él mismo era judío, una situación que desarmaba al
público. En su café-teatro De Doofpot, en el Rembrandtplein de Amsterdam,
había siempre papel y lápiz sobre las mesas. Sus chistes solían ser cortos
y se sucedían rápidamente, así que resultaba difícil anotar, entre carcajadas,
uno sin perderse el siguiente. Antes del invento del grabador de bolsillo,
era la única manera de retener algunos.
Varios años después
de haberlo visto en Amsterdam, acompañé a Max Tailleur
desde su hotel en Buenos Aires a un teatro en el suburbio de San Isidro, donde
iba a actuar para el Club Holandés. Contrariamente a mis expectativas, no
habló mucho, probablemente estaba cansado o quería concentrarse en la
función.
En la madrugada se
acercaron dos remolcadores para guiarnos desde la rada de Suez por los
ciento sesenta kilómetros del Canal, la obra en cuya construcción el genial
Ferdinand de Lesseps cumplió un papel tan importante. La marcha tenía que
ser muy lenta, porque el oleaje de treinta barcos por día erosionaba los
bordes. También por los vientos que desde el desierto soplaban continuamente
arena en el angosto pasaje, era necesario un dragado permanente. La costa egipcia es
fértil, es la zona de influencia del Nilo. Por el lado árabe, mucho más
árido, caravanas de solemnes camellos transportaban telas, perfumes,
aceites, dátiles y otras provisiones a los oasis. En el antepuerto de
Port Saïd, en el extremo mediterráneo del Canal, el "Oranje" quedó
anclado a la espera de un lugar en el muelle. Inmediatamente nos rodearon
decenas de lanchas cargadas con estatuillas de marfil (¿o imitación?), bijouterie,
mantelería, alfombras y otras artesanías. Ávidos vendedores anunciaban a
gritos su maravillosa mercadería. Pasajeros avezados advertían a los
neófitos de no pagar jamás el precio solicitado, porque era, por definición,
demasiado alto.
En algunos
ambientes, el regateo es un elemento indispensable de cada transacción. La primera
contra-oferta debe ser bien baja. Ante semejante despropósito, el comerciante
se cubrirá la cara y hará la mímica de alimentar a niños. Sin embargo, si
el cliente no se conmueve, hará un gesto magnánimo. El turista, mostrando a
su vez buena voluntad, aumentará un poco su primera cifra, pero la diferencia
seguirá siendo grande y el vendedor se lamentará, declarando que así no podrá
vivir, y que tendrá que dedicarse a otro oficio. Pero cuando ve que el cliente
hace el ademán de alejarse, seguirá disminuyendo el precio.
Y así, por etapas,
suelen llegar a un acuerdo, pero no sin que el mercader haya invocado a
Alá, al Profeta y a todos los cielos como testigos de esta infame explotación
de pobres y honestos trabajadores. El ineludible rito le da al comprador
la satisfacción de no haberse dejado estafar, y al vendedor el agrado de haber
concluido un buen negocio. Y los dos tendrán razón.
A mí me divierte
presenciar ese juego, pero no sé negociar. Una de las pocas veces que no pude
evitar hacerlo fue en un mercado de pulgas en Florencia, donde habíamos
echado el ojo a unas bonitas cucharitas de té y café. El simpático vendedor,
al oírnos deliberar, nos contó que hablaba un poco de castellano que
había aprendido de una novia cordobesa. Cuando insistí en mantener mi oferta,
sacó de un cajón una carpeta y me mostró su precio de costo. ¡Qué
casualidad que tenía esas cifras a mano! pero me convenció. Además, su último
precio era realmente razonable.
Otro espectáculo
atractivo en el puerto de Port Saïd lo ofrecían chicos de no más de diez
años. Nadando alrededor del barco, recogían monedas que los pasajeros les
tiraban. Al volver a la superficie, las mostraban contentos, entre los
dientes. Algunos lograron subir a bordo, para arrojarse al agua desde la cubierta
principal, creo que unos diez metros. Se comentaba que incluso eran capaces
de nadar por debajo del barco. Esa hazaña no la vimos, pero no nos pareció
increíble.
El día entero a
pleno sol en la cubierta, disfrutando del paso por el Canal, me había causado
un principio de insolación. Debo de haber sido el único pasajero que al caer
la noche no bajó a tierra para conocer Port Saïd. Así me perdí el paseo y la
aventura que tuvo mi madre. En el bullicio de gente en las calles angostas
había muchos roces lógicos, pero un momento dado ella tuvo una sensación
desagradable. Intuitivamente agarró su muñeca izquierda y, ahogando un
grito, la levantó: su reloj pulsera de oro quedaba colgado de la cadenita
de seguridad que, felizmente, había cumplido su función.
La isla de Sicilia parece una pelota ovalada que está a punto de ser pateada por la bota continental de Italia, sólo un pasaje marítimo las separa. Ese bellísimo Estrecho de Messina estaba fuera de la ruta habitual, pero el capitán nos ofreció el deleite de un desvío, calculando la velocidad para llegar allí con las primeras luces del día. Era pleno verano, amanecía a las cuatro y media, la neblina iba disipándose, y otra vez los madrugadores recibimos un premio. Pastores cuidaban sus dóciles cabras, otros campesinos llevaban movedizos cerdos al mercado. Ese ambiente bucólico, ¿era la sede de la sangrienta y vengativa Mafia? Costaba creerlo.
Sobre la costa
italiana, en la punta de la bota, Reggio de Calabria y otras poblaciones se
recostaban sobre los cerros. Coloridas vetas de minerales se dibujaban entre
la vegetación agreste. En diminutos barquitos, meciéndose sobre el transparente
oleaje azul siciliano, pescadores devolvieron alegremente nuestros
saludos.
En el extremo norte
del Estrecho, pasando el puerto de Messina, las aguas estaban turbulentas,
aunque tal vez no tanto como cuando el intrépido Ulises pasó por allí, hace
más de tres mil años. Me lo imaginaba
en su Odisea, maniobrando desesperadamente para esquivar los temibles remolinos
alrededor del macizo escollo de Escila sin ser arrastrado por los
igualmente peligrosos torbellinos originados por Caribdis, la otra roca
enfrente.
Después de pasar por
Gibraltar, la roca legendaria y estratégicamente importante, pero no peligrosa
para la navegación, rodeamos España y Portugal y entramos en el Golfo de
Vizcaya, famoso por las terribles tempestades que suelen desatarse allí.
Pero a nuestro paso encontramos la placidez de una laguna en un fin de
semana; sólo faltaban veleros y yates. Años después, yo conocería la otra
faceta de ese Golfo.
Al ir acercándonos a
Holanda me preguntaba si al salir del Mediterráneo el timonel no habría virado
accidentalmente al sur en vez de al norte porque, si bien era verano, la
temperatura cercana a los treinta grados no se correspondía con las imágenes
frías que siempre nos habían presentado. El barco había disminuido su marcha,
y la sirena anunciaba enfática y casi permanentemente su presencia, muy
necesario por el tránsito en el Canal de la Mancha, que es intenso en todo
momento. Pocas horas después flotábamos en una de las esclusas marítimas de
IJmuiden, que con sus espaciosos 400 por 50 metros es la más grande del mundo. Aún a bordo de un
buque con el respetable porte de 20.000 toneladas me sentí como perdido
cuando se cerraron las compuertas. El agua habría bajado unos tres metros,
pero las paredes parecían haberse elevado como diez.
Esa sensación de
encierro la tuve de nuevo un año después. Paseando con mi primo Roel en canoa
por los ríos y canales de Holanda, pasamos por una esclusa. Por supuesto,
era más pequeña que la de IJmuiden y la diferencia de los niveles de agua
también era menor, pero vistas desde nuestro esbelto botecito, las embarcaciones
fluviales moviéndose en la corriente nos parecían transatlánticos. ¡Qué
alivio, poder volver a remar en espacios abiertos!
Faltaba
un corto tramo por el Canal del Norte, que une el mar abierto con Amsterdam.
Con esa llegada comenzó la segunda etapa importante en mi vida. Yo estaba
acostumbrado a mudanzas, ya que en esos quince años habíamos tenido catorce
domicilios en cinco ciudades. Sólo que los cambios que golpeaban ahora en mi
puerta eran más importantes que los anteriores: mis padres y mi única hermana
volverían a Indonesia, y durante por lo menos cinco años -hasta su próximas
vacaciones- yo iba a estar lejos de ellos, en un país con un clima y costumbres
muy diferentes de los que conocía. Pero en Holanda vivían parientes con
los que teníamos muy buenos lazos, y confié en que me adaptaría a las nuevas
circunstancias sin mayores problemas.
Alquilamos el primer piso de una casa en un
barrio residencial de La Haya, donde terminaba la edificación metropolitana.
Desde el living teníamos una amplia y colorida vista sobre tranvías amarillos,
los urbanos, y otros azules, interurbanos, que pasaban por una avenida de
circunvalación. Más allá, un tren eléctrico verde atravesaba praderas sin
espantar a las vacas.
Los primeros rayos del sol entraban libremente
por la ventanilla del altillo donde yo dormía. Tenía sueño todavía, pero no
quería llegar tarde al desayuno y, contento por las andanzas que me esperaban,
me asomé a la ventana. Afuera reinaba el mismo silencio que adentro. No había
un alma en la calle, ni chicos jugando, ni lecheros ni repartidores de
diarios. - Si éste es el industrioso pueblo holandés – me preguntaba yo - ¿qué
hace todo el mundo en la cama en un día radiante? Estábamos en vacaciones,
pero era un día laborable. Mi reloj indicaba una hora que no podía creer.
Estaba seguro de haberle dado cuerda antes de dormirme –aún faltaban décadas
para la aparición de los relojes de cuarzo-, igualmente lo di vuelta, lo sacudí
y me lo acerqué al oído. Sí, andaba. De repente recordé que la noche anterior
habíamos tenido luz hasta las diez de la noche, así que no debería asombrarme que
amaneciera a las tres de mañana. Volví a la cama, pero la excitación sobre
ésta y otras novedades no me dejó dormir más. Así estaba listo para atajar las
primeras rebanadas de pan que saltaron de la tostadora.
6 comentarios:
🇳🇱
Unknown 8/2 23.27 Por favor aclarar qué significa:
N L
Vamos, para qué perder nuestro tiempo en adivinanzas inadivinables?
.-
Solo puse una bandera de Holanda...pero se ve que vos en cambio ves NL, que sería Nederland
Increíble querido abuelo!!! (Y bisabuelo)
Alejandro, hola! Por favor contame qué tiene de increíble mis andanzas? Yo me las creo, y vos sabés que muy creyente no soy!
Otra cosa Ale, es una pregunta que te hago por el otro comentarista en este blog (Unknown), que no reacciona a mi pedido de darse a conocer. Estará convencido de que lo sé.
No me quita el sueño pero si por casualidad o por intuición lo sabes o lo sospechas, tendré una intriga menos.
.-
Publicar un comentario