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viernes, 7 de febrero de 2020

COSAS MÍAS (5)



¡ADIÓS INSULINDIA,
HOLA PAÍSES BAJOS!

A lo largo de cinco mil kilóme­tros entre el Océano Índico y el Pacífico, dieci­sie­te mil quinientas islas –de las que un tercio está des­habitado- forman alrededor del ecuador el archipiélago más grande del mundo, un Cintu­rón de Esme­ral­das. Es la lírica descripción que hizo un escritor holandés, mucho antes de que Serafina me llevara a Insulindia, Islas de la India, luego llamadas las Indias Orientales Holandesas. Cuando en 1945 éstas procla­maron su independencia, tenían 70 millones de habitantes; en el 2005 eran 220 millo­nes, la cuar­ta pobla­ción del mundo. 300 gru­pos ét­nicos ha­blan 250 idiomas y se comunican en una lingua franca, el mala­yo, que luego evolucionó en el idioma oficial, el Bahasa Indo­ne­sia.
Pero en mi casa y en el colegio hablábamos ho­landés. Mi ta­tarabuelo paterno era un campesino sui­zo. Tenía un espíritu  muy religioso, aunque recién a los treinta y dos años respondió a la voz de Dios que le impulsó a cristianizar a paganos en zonas tro­picales. Dado que Suiza no tenía colonias, in­gresó en una congre­gación protestante en Holanda, y fue enviado a las Molu­cas. En un diario de a bordo describió esa travesía de 137 días que fue, como era habitual en el si­glo XIX, un viaje de ida sola.


Conocemos muchos detalles interesantes de su vida. Algu­nos, sobre su juventud y adolescencia, los contó él mismo,  otros fueron encontrados en dos biografías muy descriptivas de su dificilísima vida como predi­ca­dor en una pequeña isla. Se casó con una holandesa, al igual que varios de sus descen­dien­tes, que se han dispersado por el mundo. En la sép­tima, y por lo que yo sepa hasta hoy la última, gene­ra­ción (que es la de mis nie­tos) sigue corriendo sangre holandesa, mezclada con la de otras na­cio­na­li­da­des. – Lo mismo ocurre con mis antepasados maternos, sólo que en este caso mi ascendencia holandesa data de la gene­ración posterior; mis tatarabuelos eran ingleses, procedentes de Inglaterra y de Sud África. Parientes de esta rama también viven en los cinco continentes.
 Siempre me ha gustado mucho viajar; lo he hecho bastante me­nos de lo que hubie­ra que­ri­do, pero tengo bue­nos re­cuer­dos de todos mis viajes. Especialmente de los que hice en el tren ex­pre­so entre Batavia, en la húmeda y calu­rosa costa de la Java Occiden­tal, y el agradable clima de Ban­dung. Allí, en el interior a se­te­cien­tos metros de altura, solíamos pasar las vacaciones con mis abuelos maternos.El tra­yec­to de ciento ochenta kiló­me­tros era una fiesta para los ojos. En esas dos horas y media, los fogone­ros trabajaban a todo vapor, a la par de la máqui­na que reso­plaba li­berando la pre­sión de su cal­dera para llevarnos por los tú­ne­les y los alti­pla­nos y pre­ci­pi­cios de la be­llí­sima cor­di­llera volcá­nica del Pre­an­ger. Plan­ta­cio­nes de té y qui­ni­na y cien otros vegeta­les tro­pi­cales se des­plegaban en todos los tonos posi­bles del ver­de y bronce y oro. Por un puen­te largo y muy alto, el tren cruzaba un río a pa­so de hom­bre, y tirába­mos cara­melos a los chi­cos que en todas partes del mun­do se jun­tan para jugar, sobre todo don­de co­rra agua.

Un viaje memorable lo hice en el ex­preso noc­turno de Batavia a Sura­baya. Toda­vía me veo en el ca­marote, de rodi­llas y con la nariz con­tra el vi­drio. No quería perderme un metro del juego de fantás­ti­cas som­bras del pai­saje en el res­plandor de la luna llena, y re­cién en la ma­dru­ga­da me quedé dor­mido con el ta-dang ta-dang ... ta-dang ta-dang, esa caden­cia sose­ga­dora de las rue­das que hasta el día de hoy sigue fas­cinán­dome, aún en tra­yectos lar­gos.
Después de la gue­rra hice mi debut por aire y por mar, en menos de una semana. Vola­mos en un Dako­ta tri­motor de Ban­dung a Batavia, y nos em­bar­camos en el "Oranje", el más hermo­so de los transat­lán­ti­cos de línea entre Ho­landa y lo que en ese en­tonces todavía era su colo­nia en el Le­ja­no Orien­te. El trá­fico aé­reo era toda­vía es­ca­so y bastante len­to. Ahora que ese viaje dura veinte ho­ras, re­sul­ta di­verti­do escu­char re­la­tos de los primeros viajeros, que tardaban cinco días en cubrir el trayecto.
Dos de las pocas cosas que yo sabía de Ho­lan­da -también conocida como Países Bajos porque gran parte de su territorio está a tres metros deba­jo del ni­vel del mar-, eran que allí hacía mucho frío y que sus diez millo­nes de ha­bi­tantes ha­bla­ban el mismo idio­ma que nosotros. Yo iba allí para terminar el colegio secun­da­rio y, even­tual­mente, la Universidad. Esa aventura co­menzó en 1947, cuando le correspon­dió a mi padre su pri­mera li­cen­cia. Yo estaba bien preparado para vivir fuera de la casa paterna. Lo habíamos hablado larga­mente, y yo consideraba nor­mal el lapso de cuatro o cinco años hasta sus siguientes vacacio­nes. La acelerada y poco pacífica independencia de las Indias Orientales sería luego uno de los motivos que me hicieron aterri­zar en la Argentina. Por eso se postergó otros cuatro años el reencuentro con mis padres y Rita, mi hermana que tenía ocho años, casi ocho menos que yo. A esa edad es mucha diferencia, en nuestro caso acentuada por temperamentos distintos y una separación en distancia y en tiempo.

La potencia acumulada de los dos remol­cado­res ya nos sepa­raba del muelle. Parado en la popa, en­trece­rré los ojos, y me pareció que lo que se aleja­ba no era el barco, sino el puer­to de Bata­via. Me despedí con un “hasta la vista”, sin sospechar que un “adiós” habría sido más adecuado. En ese mo­mento no pensé en cuán­do vol­ve­ría al país don­de nací y viví los primeros quince años de mi vida; lo haría exactamente sesenta años más tarde.
En todo caso, ya no en­con­traría a Bata­via, porque dos años des­pués de nues­tra par­tida la ciudad cambió de nombre por quinta vez. El nombre original del puerto, Sunda Kelapa, cam­bió a Yayakarta -la victoriosa- cuando un reino se lo quitó a otro. En 1598 los holandeses desplazaron a los portugueses, que habían deformado el nombre en Yacatra, y lo llamaron Batavia. Desde allí extendieron y consolidaron su intenso comercio con la región, una rela­ción que duró casi trescientos cincuenta años, hasta la proclamación  de la Repú­blica Indo­ne­sia en 1945. Ahora la capital se llama Jakarta.
El primer puerto que abordamos fue Singapo­re. Con el re­cuerdo, todavía fresco,  de lo que me había pasado con la noticia de la conquista japonesa, me emocionó caminar en ese conglome­ra­do de razas e idiomas, un calidoscó­pico refle­jo de su ubicación en el cruce de las corrientes co­mer­ciales y culturales de cuatro continentes. Varios edi­fi­cios eran mucho más altos que los que yo cono­cía. Sabía que en los Estados Uni­dos ha­bía cons­truc­ciones que atravesaban las nubes, pero los había visto sólo en revistas, y aquí podía contar con mis propios ojos los ca­torce pisos del Cathay Buil­ding, el más alto de la ciudad. Click, click. Y una foto más, desde otro ángu­lo.
En la cámara era fácil fijar la distancia, pero para de­termi­nar la aber­tura del dia­fragma y el tiem­po de ex­posi­ción necesitába­mos el manual de ins­truc­ciones. La máquina, una pre­ciosa Voigtländer, nos la había prestado un buen clien­te y ami­go de mi padre, un amabilísimo em­presa­rio chi­no. Era un ver­da­de­ro lujo en esos días, había que apro­ve­char esa oca­sión al máxi­mo.

Seis meses después, papá volvió a Bandung, y un párrafo de su primera carta lo leí como diez veces. ’’Fui a salu­darlo al se­ñor Kie y a de­vol­ver­le la cáma­ra de fotos. Me miró, y con esa son­risa que le co­no­ces tan bien, dijo "Mi esti­mado amigo, veo que no me he explicado bien. Era un regalo ... para su hijo". ¿Qué me cuen­tas? Te la en­viaré con el primer conocido que via­je a Ho­landa, pero hazme el favor de es­cri­bir ya para a­gra­decerle este fabu­loso presen­te’’.

A las cinco de la mañana, papá me despertó.
- Vístete rápido - susu­rró -, y ven conmigo a la cu­bier­ta.
Estábamos saliendo del Estrecho de Mala­ca. To­davía se veían las luces de Sabang, en el ex­tre­mo nor­oes­te de Suma­tra, que en las é­po­cas de los vapores era un importante puer­to abas­tece­dor de car­bón. Los venta­nales del salón nos ofrecieron una so­bre­co­ge­dora visión pano­rámi­ca del Océano Indi­co des­pe­re­zán­dose en la bru­ma ma­tu­ti­na.
Por la popa, el sol trepaba rápidamente, ilu­mi­nando la es­pu­ma de tono gris ceniza sobre la en­cres­pada su­per­ficie que se abría en abani­co delante de nosotros. El bar­co ya se movía mu­cho más que en las aguas interinsulares. Un fuer­te vien­to cru­za­do y una cre­ciente pre­sión des­de el fondo del océa­no obligaban a las máqui­nas a redo­blar su es­fuerzo. Era como un peaje que la nave debía abo­nar para in­gre­sar en ese inmenso espacio a­bier­to. Sentí angustia al tomar conciencia de las enor­mes masas de agua deba­jo de no­sotros. Pero tam­bién pensé que, si hacía se­te­cien­tos años Mar­co Polo había hecho ese viaje va­rias veces, ¿por qué ten­dría que preo­cuparme yo?

La escala en Colombo duró sólo un par de ho­ras, fue suficien­te para un paseo a pie y en ta­xi. Allí también me pareció interesante cono­cer nue­vos ti­pos de per­so­nas y de arquitecturas. Ceilán, que ahora se lla­ma Sri Lanka, mayormente conocida por su producción de té, es una isla con una natura­leza hermo­sa.

La vida social de los ochocientos pasajeros se desarrolló rá­pidamente. Los jóvenes nos pa­sábamos el día en la cubierta, en la pileta de nata­ción, jugando a los tejos, al ping-pong y al deck-tennis, un deporte parecido al volleyball, en el que dos o cuatro perso­nas se tiran por en­cima de una red un aro de goma que no pue­de to­car el piso. Bueno, puede hacerlo, sólo que sig­nifi­ca un tanto en contra.
Un entreteni­miento popular era la sweep­sta­ke. En analogía con las así llamadas carre­ras de ca­ba­llos en las que hay un solo gana­dor, se acep­taban apuestas para acer­tar la dis­tancia reco­rri­da por el barco en las últi­mas vein­ti­cuatro ho­ras. Era una ­diver­sión por partida do­ble. Pri­mero, el participante aplicaba todos sus co­no­ci­mien­tos náuticos, corrigiendo la supuesta velocidad del barco con el efec­to de vien­tos ali­sios y co­rrientes sub­mari­nas, para llegar a un millaje que parecía aceptable. La cifra exac­ta se anun­ciaba a la hora del cope­tín, para permitir al ganador fes­te­ja­r su suerte inmediatamente. La ron­da ayu­da­ba a los perde­dores a ol­vi­dar la de­silu­sión por sus cóm­pu­tos im­precisos. - De noche organizaban bailes y otros esparci­mien­tos, en lo posible al aire li­bre. Uno de estos era un juego si­mi­lar al de la oca. No re­cuerdo el nombre, sólo que las fichas eran re­pre­sen­ta­das por per­so­nas y que era muy entretenido, tanto para jugadores como para es­pecta­do­res..


El almuerzo y la cena eran los acontecimientos del día. El menú proponía, por ejemplo, Lomo, Fai­sán, Sal­món, cada uno ocupando un renglón. La eti­queta dicta que esos nombres esta­ban separados por “o”, pero los que está­ba­mos en la edad de cre­ci­mien­to, ignorábamos esa regla e interpretábamos que allí decía “y”. La diferencia era im­por­tan­te, so­bre todo a la hora de los pos­tres, por­que ¿desde cúando una torta de cho­cola­te era incompatible con un helado de fram­bue­sas? ¿Y quién sa­bía cuán­do tendríamos otra posi­bili­dad de probar esas espec­taculares crêpes flam­bées? Tal vez eran aún más ex­quisi­tas de lo que nos imagi­nábamos. Segu­ra­men­te, los mo­zos desa­proba­ban esa lectu­ra del menú, pero con­tábamos con un com­pren­sivo gui­ño del maî­tre, un cóm­plice muy apreciado.

5 comentarios:

Unknown dijo...

Lindísimo releer este tramo de tu vida!

koppieop dijo...

Quién, oh quién me hizo este comentario? Ahora, cómo te llegará mi pregunta si no apareces como sucriptor???

Unknown dijo...

Tu hija holandesa😀

koppieop dijo...

Ahhh! No sé cuánto más alegrarme. Y esto recién recomienza. Continúo...

María dijo...

Faltaría ilustrar el capítulo con un árbol genealógico!! Muy interesante