¡ADIÓS INSULINDIA,
HOLA PAÍSES BAJOS!
A lo largo de cinco mil kilómetros
entre el Océano Índico y el Pacífico, diecisiete mil quinientas islas –de las
que un tercio está deshabitado- forman alrededor del ecuador el archipiélago
más grande del mundo, un Cinturón de Esmeraldas. Es la lírica
descripción que hizo un escritor holandés, mucho antes de que Serafina me
llevara a Insulindia, Islas de la
India, luego llamadas las Indias Orientales Holandesas.
Cuando en 1945 éstas proclamaron su independencia, tenían 70 millones de
habitantes; en el 2005 eran 220 millones, la cuarta población del mundo. 300
grupos étnicos hablan 250 idiomas y se comunican en una lingua franca,
el malayo, que luego evolucionó en el idioma oficial, el Bahasa Indonesia.
Pero en mi casa y en el
colegio hablábamos holandés. Mi tatarabuelo paterno era un campesino suizo.
Tenía un espíritu muy religioso, aunque
recién a los treinta y dos años respondió a la voz de Dios que le impulsó a cristianizar
a paganos en zonas tropicales. Dado que Suiza no tenía colonias, ingresó en
una congregación protestante en Holanda, y fue enviado a las Molucas. En un
diario de a bordo describió esa travesía de 137 días que fue, como era habitual
en el siglo XIX, un viaje de ida sola.
Conocemos muchos detalles
interesantes de su vida. Algunos, sobre su juventud y adolescencia, los contó
él mismo, otros fueron encontrados en
dos biografías muy descriptivas de su dificilísima vida como predicador en una
pequeña isla. Se casó con una holandesa, al igual que varios de sus descendientes,
que se han dispersado por el mundo. En la séptima, y por lo que yo sepa hasta
hoy la última, generación (que es la de mis nietos) sigue corriendo sangre
holandesa, mezclada con la de otras nacionalidades. – Lo mismo ocurre con
mis antepasados maternos, sólo que en este caso mi ascendencia holandesa data
de la generación posterior; mis tatarabuelos eran ingleses, procedentes de
Inglaterra y de Sud África. Parientes de esta rama también viven en los cinco
continentes.
Siempre me ha gustado mucho
viajar; lo he hecho bastante menos de lo que hubiera querido, pero tengo
buenos recuerdos de todos mis viajes. Especialmente de los que hice en el
tren expreso entre Batavia, en la húmeda y calurosa costa de la Java Occidental, y
el agradable clima de Bandung. Allí, en el interior a setecientos metros de
altura, solíamos pasar las vacaciones con mis abuelos maternos.El trayecto de ciento
ochenta kilómetros era una fiesta para los ojos. En esas dos horas y media,
los fogoneros trabajaban a todo vapor, a la par de la máquina que resoplaba
liberando la presión de su caldera para llevarnos por los túneles y los
altiplanos y precipicios de la bellísima cordillera volcánica del Preanger.
Plantaciones de té y quinina y cien otros vegetales tropicales se desplegaban
en todos los tonos posibles del verde y bronce y oro. Por un puente largo y
muy alto, el tren cruzaba un río a paso de hombre, y tirábamos caramelos a
los chicos que en todas partes del mundo se juntan para jugar, sobre todo
donde corra agua.
Un viaje memorable lo hice en
el expreso nocturno de Batavia a Surabaya. Todavía me veo en el camarote,
de rodillas y con la nariz contra el vidrio. No quería perderme un metro del
juego de fantásticas sombras del paisaje en el resplandor de la luna
llena, y recién en la madrugada me quedé dormido con el ta-dang ta-dang
... ta-dang ta-dang, esa cadencia sosegadora de las ruedas que hasta el
día de hoy sigue fascinándome, aún en trayectos largos.
Después de la guerra hice mi
debut por aire y por mar, en menos de una semana. Volamos en un Dakota trimotor
de Bandung a Batavia, y nos embarcamos en el "Oranje", el más
hermoso de los transatlánticos de línea entre Holanda y lo que en ese entonces
todavía era su colonia en el Lejano Oriente. El tráfico aéreo era todavía
escaso y bastante lento. Ahora que ese viaje dura veinte horas, resulta
divertido escuchar relatos de los primeros viajeros, que tardaban cinco
días en cubrir el trayecto.
Dos de las pocas cosas que yo
sabía de Holanda -también conocida como Países Bajos porque gran parte de su
territorio está a tres metros debajo del nivel del mar-, eran que allí hacía
mucho frío y que sus diez millones de habitantes hablaban el mismo idioma
que nosotros. Yo iba allí para terminar el colegio secundario y, eventualmente,
la Universidad. Esa
aventura comenzó en 1947, cuando le correspondió a mi padre su primera licencia.
Yo estaba bien preparado para vivir fuera de la casa paterna. Lo habíamos
hablado largamente, y yo consideraba normal el lapso de cuatro o cinco años
hasta sus siguientes vacaciones. La acelerada y poco pacífica independencia de
las Indias Orientales sería luego uno de los motivos que me hicieron aterrizar
en la Argentina. Por
eso se postergó otros cuatro años el reencuentro con mis padres y Rita, mi
hermana que tenía ocho años, casi ocho menos que yo. A esa edad es mucha
diferencia, en nuestro caso acentuada por temperamentos distintos y una
separación en distancia y en tiempo.
La potencia acumulada de los
dos remolcadores ya nos separaba del muelle. Parado en la popa, entrecerré
los ojos, y me pareció que lo que se alejaba no era el barco, sino el puerto
de Batavia. Me despedí con un “hasta la vista”, sin sospechar que un “adiós”
habría sido más adecuado. En ese momento no pensé en cuándo volvería al
país donde nací y viví los primeros quince años de mi vida; lo haría exactamente sesenta años más tarde.
En todo caso, ya no encontraría
a Batavia, porque dos años después de nuestra partida la ciudad cambió de
nombre por quinta vez. El nombre original del puerto, Sunda Kelapa, cambió
a Yayakarta -la victoriosa- cuando un reino se lo quitó a otro. En 1598
los holandeses desplazaron a los portugueses, que habían deformado el nombre en
Yacatra, y lo llamaron Batavia.
Desde allí extendieron y consolidaron su intenso comercio con la región, una relación
que duró casi trescientos cincuenta años, hasta la proclamación de la República Indonesia en
1945. Ahora la capital se llama Jakarta.
El primer puerto que abordamos
fue Singapore. Con el recuerdo, todavía fresco, de lo que me había pasado con la noticia de
la conquista japonesa, me emocionó caminar en ese conglomerado de razas e idiomas, un calidoscópico reflejo de su
ubicación en el cruce de las corrientes comerciales y culturales de cuatro continentes.
Varios edificios eran mucho más altos que los que yo conocía. Sabía que en
los Estados Unidos había construcciones que atravesaban las nubes, pero los
había visto sólo en revistas, y aquí podía contar con mis propios ojos los catorce
pisos del Cathay Building, el más alto de la ciudad. Click, click. Y una foto
más, desde otro ángulo.
En la cámara era fácil fijar
la distancia, pero para determinar la abertura del diafragma y el tiempo
de exposición necesitábamos el manual de instrucciones. La máquina, una
preciosa Voigtländer, nos la había prestado un buen cliente y amigo
de mi padre, un amabilísimo empresario chino. Era un verdadero lujo en
esos días, había que aprovechar esa ocasión al máximo.
Seis meses después, papá
volvió a Bandung, y un párrafo de su primera carta lo leí como diez veces.
’’Fui a saludarlo al señor Kie y a devolverle la cámara de fotos. Me
miró, y con esa sonrisa que le conoces tan bien, dijo "Mi estimado
amigo, veo que no me he explicado bien. Era un regalo ... para su hijo".
¿Qué me cuentas? Te la enviaré con el primer conocido que viaje a Holanda,
pero hazme el favor de escribir ya para agradecerle este fabuloso presente’’.
A las cinco de la mañana, papá
me despertó.
- Vístete rápido - susurró -,
y ven conmigo a la cubierta.
Estábamos saliendo del
Estrecho de Malaca. Todavía se veían las luces de Sabang, en el extremo noroeste
de Sumatra, que en las épocas de los vapores era un importante puerto abastecedor
de carbón. Los ventanales del salón nos ofrecieron una sobrecogedora
visión panorámica del Océano Indico desperezándose en la bruma matutina.
Por la popa, el sol trepaba
rápidamente, iluminando la espuma de tono gris ceniza sobre la encrespada
superficie que se abría en abanico delante de nosotros. El barco ya se
movía mucho más que en las aguas interinsulares. Un fuerte viento cruzado
y una creciente presión desde el fondo del océano obligaban a las máquinas
a redoblar su esfuerzo. Era como un peaje que la nave debía abonar para ingresar
en ese inmenso espacio abierto. Sentí angustia al tomar conciencia de las
enormes masas de agua debajo de nosotros. Pero también pensé que, si hacía
setecientos años Marco Polo había hecho ese viaje varias veces, ¿por qué
tendría que preocuparme yo?
La escala en Colombo duró sólo
un par de horas, fue suficiente para un paseo a pie y en taxi. Allí también
me pareció interesante conocer nuevos tipos de personas y de
arquitecturas. Ceilán, que ahora se llama Sri Lanka, mayormente conocida por
su producción de té, es una isla con una naturaleza hermosa.
La vida social de los
ochocientos pasajeros se desarrolló rápidamente. Los jóvenes nos pasábamos el
día en la cubierta, en la pileta de natación, jugando a los tejos, al
ping-pong y al deck-tennis, un deporte parecido al volleyball, en el que
dos o cuatro personas se tiran por encima de una red un aro de goma que no
puede tocar el piso. Bueno, puede hacerlo, sólo que significa un tanto en
contra.
Un entretenimiento popular
era la sweepstake. En analogía con las así llamadas carreras de caballos
en las que hay un solo ganador, se aceptaban apuestas para acertar la distancia
recorrida por el barco en las últimas veinticuatro horas. Era una diversión
por partida doble. Primero, el participante aplicaba todos sus conocimientos
náuticos, corrigiendo la supuesta velocidad del barco con el efecto de vientos
alisios y corrientes submarinas, para llegar a un millaje que parecía
aceptable. La cifra exacta se anunciaba a la hora del copetín, para permitir
al ganador festejar su suerte inmediatamente. La ronda ayudaba a los
perdedores a olvidar la desilusión por sus cómputos imprecisos. - De
noche organizaban bailes y otros esparcimientos, en lo posible al aire libre.
Uno de estos era un juego similar al de la oca. No recuerdo el nombre, sólo
que las fichas eran representadas por personas y que era muy entretenido,
tanto para jugadores como para espectadores..
El almuerzo y la cena eran los
acontecimientos del día. El menú proponía, por ejemplo, Lomo, Faisán, Salmón,
cada uno ocupando un renglón. La etiqueta dicta que esos nombres estaban
separados por “o”, pero los que estábamos en la edad de crecimiento,
ignorábamos esa regla e interpretábamos que allí decía “y”. La diferencia era
importante, sobre todo a la hora de los postres, porque ¿desde cúando una
torta de chocolate era incompatible con un helado de frambuesas? ¿Y quién
sabía cuándo tendríamos otra posibilidad de probar esas espectaculares crêpes
flambées? Tal vez eran aún más exquisitas de lo que nos imaginábamos.
Seguramente, los mozos desaprobaban esa lectura del menú, pero contábamos
con un comprensivo guiño del maître, un cómplice muy apreciado.
5 comentarios:
Lindísimo releer este tramo de tu vida!
Quién, oh quién me hizo este comentario? Ahora, cómo te llegará mi pregunta si no apareces como sucriptor???
Tu hija holandesa😀
Ahhh! No sé cuánto más alegrarme. Y esto recién recomienza. Continúo...
Faltaría ilustrar el capítulo con un árbol genealógico!! Muy interesante
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