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martes, 4 de febrero de 2020

COSAS MÍAS (4)



A través de Malasia, tropas japonesas marchaban rápida y peligrosamente sobre Singapore, en el extremo sur de la penín­sula. Una tarde pasábamos con mis padres y unos amigos por delante de una dependencia naval en Batavia. Delante de noso­tros, un marinero cruzaba la vereda. Llevaba un diario, en el que alcancé a leer el alarmante título CAYÓ SINGAPORE. Se inter­puso otra persona, y el marinero desapareció en el edificio. Ex­citado, comenté lo que había visto, pero ¿quién le iba a creer a un chico de diez años? La ciudad-isla tenía una enorme impor­tancia estratégica, y la confianza en el baluarte era ilimitada.


Al principio sentí un poco de vergüenza por lo que había contado, naturalmente no porque quisiera que fuera verdad, sino porque no podía demostrar que lo había leído bien. La noticia fue publicada uno o dos días más tarde, en una letra más chica de la que yo había visto, y probablemente demorada adrede para no acelerar el pánico. Los aliados no parecían haber aprendido la lección de Pearl Harbor. Pilotos japoneses pulverizaron el mito de la isla inexpugnable al bombardear el puerto, un ataque ya no traicionero y tampoco sorpresivo, porque poco antes habían de­jado fuera de combate a dos cruceros acorazados, el  “Prince of Wales”y el “Repulse”, la columna vertebral del poder naval bri­tánico en Asia. Yo no podía evitar sentirme como un vidente sin bola de cristal.

En la habitación de mi amigo Righy Thiem nos divertíamos tardes enteras con su tren eléctrico. Con muchas vías adicionales, cambios, cruces, señales y pasos a nivel construía­mos accidentados y serpenteantes trayectos. Cargados de cajas de fósforos, bloquecitos de madera y bolitas, los vagones pasa­ban a velocidades vertiginosas por puentes y túneles formados por la cama, el escritorio y sillas. A veces, el convoy paraba en alguna estación, cuando a los ingenieros y los conductores nos invitaban a tomar el té o una limonada.
Cuando estalló la guerra, Max, el padre de Righy, los llevó a él y a su madre a Bandung, en el montañoso centro de la Java Occidental a 180 kilómetros de Batavia. Pensaba que allí esta­rían más seguros que en la vulnerable capital del país. Efectiva­mente, ésta no se salvó de algunos bombardeos, pero Bandung tampoco. Allí sonaron las alarmas una sola vez. Cayeron pocas bombas, y una dio en el refugio subterráneo de la Fábrica de Quinina, uno de los más seguros de la ciudad. El desafortunado impacto causó la muerte de cuarenta personas, entre ellas Righy y su madre.
Max  idolatraba a su único hijo y maldijo mil veces su deci­sión. Mis padres, muy amigos del matrimonio, lo acompañaron en ese difícil trance, no sé si lograron convencerlo de que no tenía nada que reprocharse. Después de la guerra se casó con una viuda, Irma, quien también se hizo muy amiga de mi madre. En Holanda, los dos matrimonios vivieron durante un tiempo cerca unos de otros. Los Thiem se mudaron a California, en bus­ca de un mejor clima, pero ya era tarde para Max. Él fumaba como un murciélago, y no superó un enfisema pulmonar.

A Irma le gustaba viajar, y siguió haciéndolo. Visitaba regu­larmente a mis padres en Amsterdam, y en una de esas ocasiones volví a verla. Irma se despidió con el “Bueno, entonces, hasta la próxima, ¿eh?”, aparentemente tan contenta como siempre. Pero antes de llegar al auto que la esperaba, ya no pudo retener una lágrima. Me tomó del brazo y dijo con voz entrecortada, “Sabes Dick, estoy bien, pero a mi edad ya no puedo viajar como me gusta: sola. No quiero ser una molestia para acompañantes, así que... A tu mamá, mejor que no se lo digas – todavía”. – Cuando volví al living, mamá se había recostado, después de suspirar resigna­da, “A Irma no la veremos más...”, un presentimiento que papá com­partía. Irma tenía 86 años y jugaba alegremente al bowling en su club de barrio pero, efectivamente, ése había sido su últi­mo viaje.

Pasar de grado sin ir al colegio

Familiares y amigos nuestros pasaron la guerra en campos de concentración o estuvieron luego, durante la lucha por la in­dependencia, encerrados en prisiones indonesas - algunas no menos de­sagradables que las japonesas-, pero con la mayoría de ellos compartimos la enorme fortuna de no haber pasado hambre. Tampoco sufrimos malos tratos y, curiosamente, mi única viven­cia personal con japoneses fue más bien tierna. Ocurrió en los primeros días después de la invasión. Al lado de donde unos chicos estábamos jugando en la calle, se detuvo un jeep. Un mi­litar de muy gruesos anteojos se bajó, y con una amplia sonrisa nos hizo señas para entrar con él en el almacén de la esquina. Nos preguntó algo que no entendimos y que tampoco nos im­portó, porque quedó muy clara su invitación a elegir golosi­nas. Con gran alegría, al vernos contentos, trató nuevamente de decirnos algo, y cuando se dio cuenta de que era inútil, se des­pidió con la misma sonrisa de oreja a oreja, dándonos la mano a cada uno como si fuéramos amigos. Probablemente lo éramos para él en ese momento, porque representábamos a los amigotes de su hijo, tan lejanos, y él sentía un impulso de regalarnos algo.
 Durante la guerra no nos permitían hablar y leer holandés en público, y por supuesto los colegios holandeses tuvieron que cerrar, pero yo tuve el privilegio de recibir clases particulares. Para no tener que andar por la calle con libros y cuadernos prohibidos, los dejábamos en la casa de la profesora y hacíamos muchos deberes allí. Sin duda, fue una maestra muy buena por­que, a pesar de las lógicas dificultades y limitaciones, logró en­señarnos todo lo que necesitábamos saber. No recuerdo cómo les fue a los otros cuatro o cinco alumnos cuando se reabrieron los colegios; yo entré en el curso que me correspondía, que era el tercer año del secundario.
Cuando terminó la guerra con Japón, se desencadenaron hostilidades con Indonesia. La colonia exigía su, ya largamente reclamada, independencia. Si bien el gobierno de Holanda estaba dispuesto a otorgársela, vislumbraba una co-gober­nación pater­nalista. Los líderes nacionalistas se opusieron a cualquier demo­ra, y recibieron un creciente apoyo de las Naciones Unidas. Ho­landa insistía en un plazo de transición, y se enfrentó con un im­paciente e inesperadamente enardecido movimiento patriótico para la entrega inmediata del poder. Pelópors, también llamados pemudas, influyentes grupos de jóvenes, fanáticos y por eso pe­ligrosos, mostraron su disconformidad con la dilación de una manera muy agresiva. Bandas revolucionarias hicieron destrozos e incendios en varias ciudades. Una noche  llegaron hasta muy cerca de nuestra casa en Bandung.

 Vivíamos en una calle de unos trescientos metros de largo, sin cruces, que bordeaba el enorme terreno que era nuestro cam­po de deportes. Esa visibilidad permitía detectar a eventuales malhechores desde lejos, por lo que los vecinos decidieron de­fenderse y no evacuar, como habían hecho los habitantes de otros barrios que estaban más expuestos a ataques sorpresivos. En grupos de dos o tres, los hombres se turnaban para recorrer la calle con cuchillas, garrotes y palos de bambú con punta afila­da. Por suerte, no tuvieron necesidad de usarlos. La veranda de nuestra casa, ubicada en la mitad, funcionó como centro de ope­raciones y provisión de té y café.
Si bien la rendición de Japón era un hecho y los militares ya habían depuesto las armas, los Aliados no se ponían de acuerdo sobré quién se encargaría de la liberación de nuestro archipiéla­go. Holanda no tenía la capacidad militar para hacerlo, y los in­gleses y norteamericanos se señalaban mutuamente. El movi­miento nacionalista aprovechó ese interregno con habilidad. Pre­sionando para que se concretara lo que Japón había proclamado ya antes de la guerra: “¡Asia para los asiáticos!”, los pemudas convirtieron esa promesa en un búmerang. Dado que los japone­ses representaban todavía la autoridad, se vieron obligados a tomar de nuevo las armas, paradójicamente para protegernos a los holandeses, sus antiguos enemigos.


Finalmente, el ejército británico perdió la pulseada para lle­nar el vacío de poder. Por la cercanía de la India, enviaron a Ghurkas y Sikhs. Provenían de regiones no muy lejanas una de la otra, pero se parecían como los Vikingos a los Bosquimanos. Instalaron uno de sus puestos de artillería en el terreno frente a casa, dejando nuestros arcos de fútbol offside. Series de ensor­decedoras salvas hacían temblar los vidrios de las casas alrede­dor, y a nosotros también. Sentíamos una mezcla de miedo y de seguridad. Las cosas no llegaron a mayores; al poco tiempo ya podíamos acercarnos a charlar con los soldados. Practicando nuestro inglés primitivo, tratábamos de comprender sus explicacio­nes sobre el material bélico. Un sistema que entendimos ensegui­da fue el de sus raciones de comida; además de pacientes, eran muy generosos, compartían con  nosotros sus chocolates y ciga­rrillos.
Reprimidas las primeras rebeliones, hubo un período de re­lativa calma. Un día, condecoraron a unos cuarenta civiles que se habían destacado en la Resistencia. Entre ellos estaba mi pa­dre, que trabajaba en depósitos de productos alimenticios. Como vendedor profesional, precisamente de esas mercaderías, su ex­periencia y conocimientos contables le permitieron engañar a los supervisores japoneses, desviando remesas para ayudar a gente que, igual que nosotros, había quedado fuera de los campos de concentración, pero que no tenían casi ingresos.
En una emotiva ceremonia en la plaza frente al edificio de la Feria de Exposiciones de Bandung, el General Mac Donald, el comandante del ejército de liberación, le entregó un precioso sable Samurai. Queremos creer que efectivamente lo había luci­do un oficial japonés en feroz combate. Papá me lo regaló, pero  no lo custodié por mucho tiempo. Cuando Robert fue a vivir en Mendoza, se lo llevó, adelantándose alegremente a la obligación que, tarde o temprano, le correspondía como hijo mayor.
El Instituto Neerlandés de Documentación de Guerra le envió a papá una carta de felicitación por la distinción que, de acuerdo con el motivo oficial, le había sido otorgada por ¡Robo con Asalto!.... Yo nunca había vista esa carta. La encontré en las cosas que papá dejó, por eso no pude recordarle lo que él mismo, con tanto afán, me había enseñado acerca de men­tir, robar y matar.


Terminada la guerra, esos centros de distribución seguían necesitando mano de obra. Esperando la reapertura de los cole­gios, me pareció divertido ofrecer mis dos manos. Me entrega­ron hilo y una gran aguja curva: ¡a remen­dar bolsas de arpillera! Un trabajo liviano y no muy remunerativo, pero útil. Las tareas pesadas estaban a cargo de tres o cuatro jóvenes, fuertes y bien alimentados gracias a su trabajo en las cocinas de un campo de concentración, del que acababan de salir. Acos­tumbrados a manipular gigantescas ollas con grandes can­ti­dades de alimentos, levantaban sin visible esfuerzo bolsas de arroz y azúcar de cuarenta kilos. Llevando, las apilaban hasta cuatro, cinco metros de altura.
Tampoco le tenían miedo a fardos que pesaban cien kilos. Naturalmente, los trataban con el debido respeto: de a uno. A veces se prestaban a hacer una demostración. Todavía los veo caminar por el depósito, algunos cargando sobre sus fornidos hombros dos de esas inmanejables bolsas,  otros con los sacos menos pesados, pero de a cinco. Hacían tramos cortos sobre un piso plano, eso sí, y paso a paso pero con seguridad, tomando conciencia de que un tropezón sería caída.
 De mis honorarios me quedaba poco y nada para aportar a la economía de mi casa, porque un helado, un chocolate o una docena de bolitas insumían por lo menos medio jornal. Por suer­te, los sábados por la tarde teníamos cine gratis, gentileza de nuestros libertadores. Allí conocí la romántica magia de Holly­wood. Fue antes de que Technicolor y Cinemascope enrique­cieran la pantalla, y los muy buenos artistas eran a cuál más simpáti­co. Red Skelton, June Allyson, Van Johnson, Errol Flynn, Dean­ne Durbin, Abbott & Costello, Laurel & Hardy, Charles Chaplin. Pido disculpas a los que no nombro aquí.
       Un cómico del que guardo un particular recuerdo era George Formby, un inglés. Lamento no haberlo visto nunca más en ninguna película (en persona, tampoco). Mucha gente a quien pregunté por él, no lo conocía. Pero hace pocos años asistí a un ciclo de cine mudo, dedicado a Buster Keaton, otro humorista formidable, comparable con mi ídolo. El organizador, un exper­to cineasta, conocía a Formby, pero me aconsejó abandonar más esperanzas de volver a verlo, excepto en alguna sala privada.


¡Siempre Listo! 
Durante unos pocos meses antes de la guerra, yo había sido lobato, en la agrupación creada por Sir Robert Baden-Powell para inculcar en los jóvenes la esencia de ser un buen ciudadano. Aparte del grito de reconocimiento y el uniforme, del que estaba muy orgulloso, no me acuerdo qué hacíamos y cantábamos, pero me gustaban esas reuniones. Por eso cuando, apenas terminada la gue­rra, el movimiento se reactivó, me inscribí de nuevo. Por mi edad, ya lo hice como boy scout, ostentando la famosa consigna “Siempre Listo” (pa­ra realizar una buena acción cada día).
En un terreno baldío detrás de nuestra casa nos enseñaron habilidades divertidas y útiles como armar carpas, prender un fuego usando un solo fósforo o una lupa, leer mapas, trabajar madera y metal, prestar primeros auxilios, hacer salvataje y atar (y desatar) nudos. Aprobando el correspondiente examen, ador­nabas tu uniforme con una insignia.
La inseguridad que todavía reinaba en Bandung, nos impe­día salir de la ciudad. Pero un fin de semana tranquilo nos dieron permiso para hacer un campamento en Villa Isola, una hermosa mansión deshabitada en las afueras, sobre una ladera del Monte Tangkuban Prahu. A la tardecita, después de haber practicado nuestros juegos y destrezas, nos tiramos sobre el césped inclina­do para disfrutar del espléndido panorama sobre el valle, que en épocas remotas había sido un lago. Saludamos a campesinos que volvían a su casa, y a la ciudad, que nos devolvió la salutación encendiendo el alumbrado público.


 Al lado de un fuego que calienta sin apuro la comida, suele aparecer una guitarra. Esa noche cantamos al son de un ukelele y escuchamos cuentos, también infaltables en ocasiones como ésa. Como broche de oro, alguien contó la leyenda del origen de la cumbre plana que tiene la montaña. Quiero resumir aquí esa historia trágica:

 Cierto día, el muy joven príncipe Sangkuriang hizo enojar tanto a su madre Dayan Sumbi, que ella lo golpeó en la cabeza, produciéndole una fea heri­da. El rey, que adoraba a su hijo, echó del reino a su esposa. Sangkuriang creció, se enamoró de una her­mosa mujer y le propuso matrimonio. Ella aceptó, pero un día, mientras le acariciaba la cabeza, descu­brió la cicatriz de la herida y comprendió que él era su hijo. Con el fin de impedir el matrimonio sin de­cirle la verdad, le pidió que la llevara en barco a la ceremonia del casamiento. 
Sangkuriang no veía cómo podía cumplir con ese deseo. La construcción de un barco no sería un problema, pero la vivienda de Dayan Sumbi estaba en lo alto de un cerro, muy lejos del río más cercano. Suplicó a los dioses que lo ayudaran, y al amanecer un dique había retenido las aguas del río hasta formar un gigantesco lago. Desesperada al ver que el agua se acercaba a su casa, Dayan Sumbi imploró a Brahma que impidiera su desgracia. En respuesta, la presa fue destruida, y el nivel del agua volvió a bajar. Por los violentos remolinos, el barco quedó en la colina con la quilla para arriba. Sangkuriang encontró la muerte, y la desolada reina se arrojó sobre el bote volcado.


 Y eso que es precisamente lo que significa el nombre del monte, Bote Volcado.