VIDA
Y OBRA UNIVERSITARIA
¿Licenciado, Economista, Artesano?
Después de este
interludio musical, volvamos al año 1950. El colegio en el que Max y yo
cursábamos quinto año, quedaba a cien metros del departamento de los tíos Dee y
Zus en La Haya. A menudo, Zus nos esperaba a la hora del recreo con un café o
un refresco, una galletita y una breve charla, incluyendo informes sobre la
evolución y perspectivas de exámenes. El destino había adjudicado a estos tíos
de buen corazón un bonito grupo de nueve hijos adoptivos, del que formaba
parte Herbert, hijo de una hermana de papá, quien había elegido la marina
mercante. Para ganarse el uniforme con los distintivos dorados, fue a
capacitarse en Delfzijl, en el bastante lejano noreste de Holanda. También estaban, en cierto modo por su edad, Ron, el hijo mayor de los tíos Bert y Han, que cursaba segundo año de teología, y Chris -en la familia conocido como Dop-, el hermano menor de papá y Dee. Dop me llevaba sólo seis años, de modo que para nosotros era un primo más que un tío, y estaba en tercer año de geología. Los dos estudiaban, en Utrecht, estas dos disciplinas
con nombres tan parecidos que, sin embargo, apuntan en direcciones opuestas.
En Delft, otra
encantadora ciudad universitaria, cerca de La Haya, Roel había iniciado la carrera de
ingeniería, y Max ya estaba señalando la puerta por la que quería pasar, la química. Yo en cambio
todavía no sabía qué título me gustaría lucir en en la chapa de bronce de mi
consultorio o estudio. Carecía de la vocación para ser médico o artesano, y no nací para ser artista. En abogacía o economía no había pensado; en ciencias exactas
sí, pero me faltaba la capacidad de concentración y paciencia para resolver intrincados
problemas matemáticos y físicos. Mis mejores logros estaban en el área de las
lenguas, pero tampoco me atraían exhaustivos análisis gramaticales y
lingüísticos. En realidad, no me sentía inclinado hacia ninguna profesión en
especial, ni siquiera estaba seguro de que tenía que ser una académica. Evidentemente,
eran excusas pobres dictadas por pereza, porque todo oficio requiere
estudios previos rutinarios. Con el apoyo de un cónclave familiar resolví el
dilema, aceptando la sugerencia de estudiar ciencias agrarias, campo en el que
se había especializado el tío Dee.
Para inscribirme en la Facultad de Agronomía, tomé el tren a Wageningen, a unos cien kilómetros al este de La Haya. Una simpática ciudad a orillas del Rin, con edificios universitarios rodeados de campiña, quintas, huertas y bosques alrededor de un cerro. En la primera pensión que encontré, una casa vieja, bien conservada y limpia, alquilé una habitación confortable, equipada con todo lo que necesita un estudiante serio: una cama, unos sillones, una mesa ratona y encima de la chimenea una repisa para trofeos deportivos. Ah, y frente a la ventana, que daba a la calle, un escritorio y una silla invitaban a entregarse al estudio.
Para inscribirme en la Facultad de Agronomía, tomé el tren a Wageningen, a unos cien kilómetros al este de La Haya. Una simpática ciudad a orillas del Rin, con edificios universitarios rodeados de campiña, quintas, huertas y bosques alrededor de un cerro. En la primera pensión que encontré, una casa vieja, bien conservada y limpia, alquilé una habitación confortable, equipada con todo lo que necesita un estudiante serio: una cama, unos sillones, una mesa ratona y encima de la chimenea una repisa para trofeos deportivos. Ah, y frente a la ventana, que daba a la calle, un escritorio y una silla invitaban a entregarse al estudio.
Los dueños eran un matrimonio sin hijos. La
señora, baja, gordita, tímida pero risueña, ordenaba mi cuarto y me traía la
cena, dos tareas que hacía muy bien. Tenía un marido alto, flaco, habilidoso y
comunicativo. Me daba una mano cuando había que arreglar algo en la bicicleta,
y me mantenía al tanto de la tabla de posiciones de la primera división y de
otras noticias importantes.
Inesperadamente,
cuando ya estaba por vencer el plazo para la inscripción universitaria, Roel
llegó a la conclusión que la ingeniería mecánica no era para él, y decidió
cambiarla por la agronómica. Mi residencia tenía lugar para un solo inquilino,
pero la ciudad estaba preparada para acomodar a muchos estudiantes, y Roel
también tardó poco en encontrar alojamiento, a cuatro cuadras del mío. Otra vez
tenía un muy buen compañero de estudios a mi lado, sólo que la fórmula no
funcionó como antes con Max. Corríamos como todos de un aula a otra, pero no
dedicamos todo el tiempo disponible a los libros. No por falta de voluntad,
sino porque también había que asumir otras obligaciones, específicamente estudiantiles.
Con todo, en el segundo examen de mineralogía me fue bien. Roel
tampoco aprobó todos.
En la Universidad no sólo se estudia
Las Studenten
Corps, las asociaciones estudiantiles más tradicionales de Holanda, estaban establecidas en las seis ciudades universitarias que tenía el país en los años
cincuenta - al comienzo del siglo siguiente eran doce. Se destacaban por su
espíritu de camaradería; se puede hablar de una cofradía, con ritos de
iniciación y comportamiento al modo masónico. Vínculos forjados en ese ambiente
suelen mantenerse durante el resto de la vida, y de sus filas provinieron
muchos dirigentes en todos los ámbitos.
Cuando en los años treinta Dee cursaba
la carrera, era socio de la Corps de Wageningen; a su vez Dop y Ron pertenecían a la agrupación hermana en Utrecht. Max -que
fue a estudiar química en esa ciudad-, Roel y yo seguimos sus recomendaciones,
y consecuentemente también nos interesamos en actividades sociales.
Mi primera intervención fue teatral. A un
nivel muy bajo, pero sólo en sentido topológico, no cualitativo. Es que había
aceptado alegremente la designación como apuntador, pensando que sería una
tarea fácil. Antes de la primera pausa en el primer ensayo me di cuenta de cuán
equivocado estaba. Los mejores actores pueden distraerse y olvidarse por
momentos del libreto; el apuntador no
puede darse ese lujo. El puesto me gustó, porque me sentía útil al ir
conociendo los puntos flojos de cada intérprete. En otras ocasiones me animé a
dar la cara al público. Primero, en un papel que mi partenaire y yo teníamos
que aprender muy bien porque no había lugar para un apuntador. El escenario era auténtico: una real iglesia bombardeada y aún no restaurada. En consonancia con el argumento de la pequeña obra, en la que yo era un aviador. Coroné
mi breve actuación dramática con un thriller, en el que hice de médico.
Esta última profesión la ejercí también en un
campamento para cuarenta colegiales, en una isla con extensas playas en la
sureña provincia de Zelanda. Acompañé a un grupo de estudiantes de varias
universidades, con vocación de conductores educativos. Éramos ocho varones, y
dos agraciadas señoritas que nos preparaban la comida. En la reunión de
presentación se distribuyeron los otros cargos, y a mí me asignaron el de
Director General de Salud.
Eran muchachos de
ocho a diez años, todos robustos y sanos, pero una mañana un niño requirió mi
asistencia. Había amanecido con dolor de cabeza y de estómago.
Desenfundé el estetoscopio, me calcé los guantes y esterilicé el termómetro.
Zás. Treinta y siete, tres. Conservando absoluta calma, le prescribí una
aspirina y reposo absoluto, y mientras los demás se dispersaban para la
actividad del día, monté guardia a su lado. Después de debatirse contra los
microbios durante por lo menos una hora, el enfermo abrió los ojos y se
incorporó: "¿Vamos?".
Yo sabía que el
programa era la reconquista de un tesoro pero, preocupado por el estado de mi
paciente, no se me había ocurrido preguntar dónde operaba la banda de ladrones.
Recorrimos médanos y un bosque, en vano. Luego escuchamos con envidia detalles de la agitada persecución que nos habíamos perdido.
Remar contra la corriente
Roel y yo
desplegamos actividad en Argo, el club de remo con una particularidad:
el único lugar disponible para los entrenamientos era el Rin. Remando río
abajo, la corriente favorece al casco pero frena los remos, y a la inversa. Eso
nos impedía medir la velocidad que podríamos alcanzar en las aguas quietas o
con corrientes despreciables donde habitualmente se corrían las regatas. Era un
hándicap insoluble, pero no insuperable, puesto que varios equipos de Argo
habían triunfado, algunos más de una vez.
Por mi pierna disminuida, no podía remar en
regatas, pero seguí la sugerencia de alguien que notó mi simpatía por ese
deporte, y participé como timonel. Pesaba más de lo conveniente, pero no
era el único caso. En esa pequeña Universidad no se podía ser exigente, así que varios éramos bienvenidos de todas maneras. El puesto resultó más
interesante de lo que me parecía al principio. Hay equipos sin timonel, pero
donde se requiere uno, éste tiene más tareas que solamente mantener el rumbo.
En permanente correspondencia con el remero
que tiene enfrente, el timonel debe transmitir al equipo los cambios de ritmo
de la mejor manera posible. Disminuir y aumentar la velocidad demasiado lenta
o bruscamente puede significar la diferencia entre ganar y perder una carrera.
Ése era para mí el cometido más atrayente, percibir los momentos fuertes y los
menos animados de los remeros, y evaluar nuestra posición en relación con los demás botes. Los remeros no
la pueden apreciar, porque ellos avanzan hacia atrás, por eso son los únicos
deportistas que compiten en velocidad, que se ponen contentos al ver la
espalda de sus adversarios. Otro requisito para el timonel es, como muestra la
foto, un par de buenas cuerdas vocales.
Nuestro Cuatro
(remeros, uno de los cuales era Roel) con Timonel (que era yo), debutó en la Varsity,
la regata interuniversitaria que tradicionalmente inauguraba la temporada. No llegamos a la línea final, pero sí a los titulares deportivos de
los diarios. Nuestro arranque fue ejemplar, pero no nos mantuvimos entre los
más veloces. En gran parte porque los cinco éramos demasiado pesados para
el único bote disponible. Ya lo sabíamos, pero naturalmente no íbamos a
renunciar al estreno por ese detalle.
Soplaba un fuerte
viento cruzado de popa, y el bote comenzó a hacer un poco de agua. Las
primeras naves estaban llegando a la meta, de modo que el árbitro ya no podía
quedarse atrás. Nos gritó una disculpa y aceleró su lancha. La primera ola
que nos alcanzó, ahogó nuestras maldiciones y la última esperanza. Seguir avanzando debajo del
agua resultó francamente imposible! Qué humillación,
tener que abandonar, y a ochenta metros de la llegada!
Sanos y salvos a
bordo de la lancha de la Prefectura que nos recogió, tuvimos otra
preocupación: ¡en el recuento de cabezas faltó una! Con gran alivio, la
encontramos en el vestuario. Junto con el cuerpo. Su dueño, en vez de mantenerse
a flote sin esfuerzo apoyándose el bote, había salido desesperadamente en busca
de tierra firme. Pataleando como un perrito porque, como nos enteramos en ese
momento, ¡no sabía nadar! En esa ocasión no corría peligro, porque estábamos
cerca de la orilla y había mucho público, divertido con nuestra desventura. Antes
de ir a las tribunas, nos secamos la ropa y las lágrimas.
2 comentarios:
No me acordaba de tu debut como timonel! Muy grato releerlo,
Abuelo hay fotos de los diarios de ese hundimiento??? Jajaja muy buenas historias
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