Seguidores

lunes, 17 de febrero de 2020

COSAS MÍAS (11)


            En ocasión de otra regata también tuvimos un accidente, esta vez en tierra firme. Habíamos alquilado un auto para viajar todos, nuestro entrenador incluido. En un tramo, un Citroën –no era un 2CV- que iba delante no nos dejaba sobrepasarlo. Nuestro piloto, en vez de tranquilizarse, disfrutar del hermoso día y pensar en el certamen que nos esperaba, se fastidiaba cada vez más, porque recordaba algunos conflictos que había tenido precisamente con conductores de Citroën, y opinaba que todos ellos deberían desaparecer de las rutas.
            Cuando tuvo la oportunidad de adelantarse, nos acercábamos a un puente. Desoyó nuestros ruegos de no acelerar justamente en ese tramo, y sobre la línea de separación no pudo esquivar un ómnibus que venía del lado contrario. El choque no fue muy fuerte, pero la rotura del radiador nos obligó a dejar el auto en un taller y seguir el viaje a dedo. Lo hicimos de a dos, y la casualidad quiso que cada uno de los tres grupos fue llevado por... ¡un Citroën! Vale decir, nuestro cochero también. ¿Eso habrá modificado su opinión? No lo sé, y tampoco he vuelto a verlo.
            Llegamos al encuentro con unas horas de demora. Pero los organizadores y nuestros primeros contrincantes, avisados a tiempo, habían tenido la deportividad de postergar esa carrera. La perdimos, y la siguiente también. Sería demasiado fácil atribuir las derrotas a la nerviosidad por el contratiempo de esa mañana. - Aquella temporada intervinimos en tres competiciones más, sin conseguir una medalla pero recogiendo valiosas experiencias. Nos consolamos con aquello de que lo más importante no es ganar, sino participar. ¿No es cierto, Don Pierre de Coubertin?

            Pero yo conozco por lo menos el sabor de un triunfo. Fue como remero en el Torneo del Canal, tradicional campeonato interno, previo a la temporada de regatas. Se corría en el canal que comunicaba el club con el río. La distancia, de sólo ochocientos metros en vez de los reglamentarios dos mil, era ideal para los principiantes que, además, nos desplazábamos no en los esbeltos y livianos botes de carrera, sino en esos anchos y pesados navíos de paseo. Lluvias y alguna que otra leve nevada que acompañaban el habitual frío de diciembre, no fueron óbice para realizar la fiesta, que ya se había postergado la semana anterior por una helada prematura. Nuestra categoría de novatos era la principal, y mi equipo la ganó en una final reñida.
             Durante la cena recibimos en una ruidosa ceremonia el Garrote Dorado, el remanente de un remo que el propio Jasón, el héroe de los Argonautas, había obsequiado al club con motivo de su visita. El desgastado y astillado mango estaba medio podrido por la cerveza de los dos mil setecientos ochenta y cuatro brindis anteriores, y precisamente por eso era un trofeo cada vez más venerado y codiciado. Lo custodiamos por turno en nuestros respectivos hábitat, hasta la solemne entrega a los ganadores del año siguiente.

Vacaciones náuticas
Zus y Dee pasaron un fin de semana en las Lagunas de Reeuwijk, un centro recreativo entre La Haya y Utrecht. Descubrieron un hotelito que les pareció ideal para pasar las vacaciones de verano con su prole, que había crecido tan rápida como inesperadamente. Contando con visitas de otros sobrinos y de algún amigo, novio o relación similar, no dudaron en reservar una docena de plazas – prácticamente la capacidad del albergue. Los varones dormíamos en la planta alta, con una vista panorámica al lago. Si no fuera por los juncos y la poca profundidad del agua en la orilla, podríamos zambullirnos directamente desde lo alto.
Roel y yo nos encargamos de llevar allí la “Ambon”, la canoa de la familia, desde su base de operaciones navales en Utrecht. La distancia era demasiado grande para cubrirla a remo en un día, y optamos por otra forma de hacer dedo. No tardamos en encontrar una embarcación dispuesta a remolcarnos un buen trecho. Acostumbrados a las quietas aguas en los canales de la ciudad, no estábamos preparados para olas, aunque fueran sólo fluviales. Una nos sorprendió enseguida, llevándose un remo que no estaba bien asegurado. Roel lo vio, pero tenía las manos ocupadas con el timón. Yo oí su grito a tiempo y salvé el remo, pero al retirar mi brazo me di cuenta de otro descuido: me había dejado puesto el reloj pulsera. Éste seguía marchando, pero seguramente se iba a oxidar en poco tiempo. Triste fin de un cronómetro bacán, mas no sumergible. ¡Por suerte no era el regalo de mis amigos suizos.

            Hago un breve paréntesis para contar esa historia, que había comenzado el año anterior. Mi padre había ido a Zürich para visitar a un valioso colaborador suyo en la resistencia de los años de guerra. El amigo, un suizo que había vuelto a vivir en su país, lamentaba mi ausencia, pero aceptó mi excusa de dar prioridad al colegio, y me invitó a pasar entonces un mes de vacaciones allí. Él no tenía hijos y viajaba mucho, por eso propuso que yo me alojara una semana en cada una de cuatro familias amigas. Yo me en­tendía bastante bien con la gente – siempre y cuando hablaran el alemán internacional de mis profesores, porque el Schwyzerdütsch, el idioma vernáculo, es sólo para iniciados.
            Era una lástima que ninguna de las familias tuviera hijos de mi edad, pero igualmente alguien me acompañba en bicicleteadas y paseos en tranvía, y a nadar en el Lago. Un día hicimos una caminata que terminó con un ruidoso picnic al lado del aeropuerto de Kloten, a unos diez kilómetros. Pero no me importaba vagar sólo por la ciudad. Al contrario, conocer mis alrededores es algo que he hecho con placer en todos los lugares donde he vivido. Aún ahora, que no puedo andar más en bicicleta, sigo saboreando la aventura de subir al auto o a un transporte público con rumbo incierto y explorar barrios desconocidos.

            La última semana de esas excepcionales vacaciones la pasé con un matrimonio mayor sin hijos. Hanny Graeff era una holandesa muy conversadora; había vivido en Indonesia, lo que fue tema de fácil conversación y afianzó nuestra mutua simpatía. A su marido Fritz le faltaban pocos años para jubilarse como un empleado del Correo. Me llevaron a pasear por suburbios, por los cerros, y a cenar. Pero los mejores momentos los pasamos charlando durante largos desayunos en el soleado balcón de su departamento, desde donde no alcanzábamos a ver pero sí a intuir, el hermoso Lago de Zürich.
     El vivo interés que ellos, sobre todo Hanny, siguieron teniendo en mi vida, nos llevó a mantener una correspondencia regular. Me mandaban chocolates y regalos para mi cumpleaños y Navidad, y todos los meses Hanny me comentaba su falta de suerte en la lotería. Nunca perdió la esperanza de poder regalarme un pasaje para visitarlos nuevamente.
     Un día recibí un sobre con la conocida estampilla helvética, pero con la letra de Fritz. Tuve un presentimiento sombrío, porque la que escribía las cartas era Hanny; él solía agregar sólo un saludo o unas líneas al final o en el margen. Yo sabía que Hanny no estaba bien de salud, y en ese momento me di cuenta de que me había ocultado la verdad.
      “Ahora tengo aquí”, agregó Mi Amico Fritz a su triste noticia, “una libreta de ahorros que Hanny ha abierto a tu nombre. El dinero está a tu disposición, por favor dime qué destino quieres darle”. Otra emoción. Además de soñar durante esos seis años con un premio de la lotería, esa amorosa señora había estado ahorrando para mí. Se me ocurrió que el mejor recuerdo sería un reloj, el símbolo de aquel país y con el que los llevaría siempre de la mano. Fritz eligió un Tissot, que me indicó la hora por más de veinticinco años, pero él no contestó las dos cartas que le escribí. Lamento no haber insistido más. Él no era viejo, pero dependía mucho de Hanny; no debe de haberle sobrevivido mucho tiempo.

Volvamos a Reeuwijk. La “Ambon” era una canoa para dos personas, y para poder pasear todos juntos, alqui­lábamos un bote de remo. Desafiando todas las normas escritas e inescritas de seguridad, la barcaza acep­taba pacientemente el doble de pasajeros autoriza­dos por su astillero. Con ese refuerzo hicimos unos cuántos cruceros, pero prescindimos de él cuando el año siguiente los tíos tuvieron la brillante idea de aumentar nuestro lujo veraniego con un velero. En el Registro de Deportes Náuticos figuraba como BM 1401, pero para nosotros era el “Príncipe Petrolero”, su nombre de pila. En esa embarcación, realmente principesca, aprendimos el ABC de la navegación a vela. Unos años después llegué a deletrear también la D. Fue en una aventura en el Río de la Plata.

    
Max compartía con un amigo un velero similar, el “Colibrí”, con el que un día me invitaron a participar de una regata. Zarpamos del puerto de Olivos con un viento muy fuerte que no amainó en toda la tarde; antes de llegar a la mitad del recorrido ya vimos un barco tumbado. Tuvimos que virar muy a menudo, por lo que progresamos traba­josa y muy lentamente. De regreso, con viento a favor, pudimos aumentar la veloci­dad izando la spinnaker, la vela balón. Al no estar ocupados en maniobras, notamos que nuestro barco era el único en carrera, y que estábamos empapados. Era una afirmación de la descripción que iba a leer tiempo después: La navegación a vela es el exquisito arte de mojarse y enfermarse mientras se avanza lentamente hacia ninguna parte a un cos­to astronómico.
            En la línea de llegada, la única otra embarcación era la lancha de los árbitros, quienes nos recibieron con un impaciente “Por fin Colibrí, ¿adónde te llevaron?”. Los demás participantes nos esperaban, ya duchados y cambiados, con un copetín y un aplauso un tanto ambiguo. ¿Qué había pasado? Por el mal tiempo habían abandonado nada menos que nueve de los catorce barcos. Por lo tanto, el quinto puesto para estos principiantes ¡no estaba nada mal!

Terminadas aquellas vacaciones en las Lagunas de Reeuwijk, recibimos una noticia sorprendente. Al tío Dee, funcionario del Ministerio de Agricultura, le ofrecieron el puesto de agregado agrícola en la Embajada de Holanda en la Argentina. El traslado significaría dificultades y sacrificios, especialmente porque los dos rondaban ya los cincuenta años. Dee aceptó el desafío, porque Zus lo apoyaba plena­mente. Pronto nos inclinamos sobre un mapa de Sud­américa, enfocando la Argentina. Nuestros co­no­cimientos de aquel país se limitaban a que allí se bailaba el tango y que en sus extensas pampas, grandes rebaños de vacas y ovejas pastaban, rumiaban y producían leche, carteras, frazadas y corned beef.
Ah, y también sabíamos que los habitantes hablaban español, un idioma que no debía de ser difícil, ya que los sustantivos terminaban todos en a o en o: rumba, samba, señorita, torero, tango y otros vocablos románticos. En una charla de sobremesa, alguien se preguntaba cómo se llamaría la calle Emmastraat si serpenteara por Buenos Aires. Una rápida respuesta fue: “Y, será Emmastrato”. Así quedó rebautizada la calle en La Haya donde nos reuníamos tantas veces. Y Zus y Dee dieron ese nombre a la Fundación que en sus últimos años constituyeron para ayudar a unir aún más a nuestra rama de la familia Bär.
*   *   *

2 comentarios:

Unknown dijo...

Qué bien la pasabas!!!
Podrias habernos llevado a navegar en un velero alguna vez!

Alejandro Bär dijo...

Excelente abuelo!!!! Vinos por Google fotos de la laguna, parece un lugar increíble! Saludos de Ale, Benja, Sofi y Berni (aunque las dos últimas creo que prefirieron ir soñando con estas historias)