Seguidores

domingo, 2 de febrero de 2020

COSAS MÍAS (2)



 Juegos y deportes
Como los chicos en todas partes del mundo, nos dedicábamos a determinados juegos según la temporada, con excepción quizás de la mancha, la escondida y poli-ladro, que encuentran aceptación en cualquier época del año. En la Indonesia de mi infancia no nos entusiasmaban demasiado el ruedo y el trompo, pero las bolitas, los soldaditos de plomo y los barriletes, sí. En algunos países se impulsa la bolita sólo con el pulgar, nosotros lo hacíamos juntando el pulgar y un dedo de una mano, con el índice de la otra. Y la “meta” no era un hoyo, sino un cuadrado trazado en la tierra. Diferentes reglas que en diferentes lugares se observan con el mismo fervor, es decir, tomando el juego en serio.
            A lo largo del ciclo estacional de esta epidemia, a los varones nos acompañaba al caminar un crujido característico, producto de los choques entre las bolitas que guardábamos todo el santo día en los bolsillos, para estar listo ante la primera invitación en cualquier esquina. Igualmente, el que se hubiera quedado sin municiones, siempre podía ponerse en cuclillas con canicas prestadas.
            Otro juego entretenido era el gatrik, un pasatiempo similar al que en España y la Argentina, por ejemplo, se conoce como la billarda. Lo único que necesitábamos era una piedra del tamaño de un ladrillo, y dos pequeños palos de madera de 15 y de 40 cm de largo. Nuestro mejor proveedor de estas últimas era un arbusto, el kembang spatu –que aquí florece bajo el seudónimo de rosa china- que, según parece, también cura la tos, protege el corazón, mejora el aspecto de la piel y tiene efectos afrodisíacos. No he probado ninguna de estas virtudes, sólo conozco la fortaleza y la elasticidad, que hacía cimbrear los palos que daba gusto.
Lo que desataba todos los años una verdadera pasión, era remontar barriletes. La temporada comenzaba con la búsqueda de hilo, que se vendía en cualquier tienda pero que general­men­te buscábamos primero en cajas de costura, con la consecuente desesperación de madres, tías, abuelas y modistas. También se enojaban cocineras cuando enchastrábamos alguna cacerola. Injustamente porque ¿qué culpa tenía uno si no encontraba una lata para preparar esa ?
            Sumergíamos el carrete en esa cola de carpintero caliente, previamente mezclada con algún material cortante, como vidrio molido o viruta de hierro. Había expertos que, en voz baja y mirando a su alrededor, hablaban de fór­mulas secretas que daban resultados fabulosos. Nunca conocí ninguna de ellas, la receta tradicional era sencilla y efectiva.
            Luego desenrollábamos el hilo empapado y pegajoso, y lo tendíamos entre dos árboles. Al secarse, las partículas quedaban firmemente adheridas y lo convertían en una navaja voladora, lista para cortar a otra similar. Hacía sangrar los dedos, pero un auténtico barriletero no se ponía tela adhesiva, y no era para hacerse el valiente. Es que la callosidad que se formaba, protegía la piel sin que perdieras demasiado de la sensibilidad que era indispensable en los momentos en que los hilos se rozaban. Tirar o aflojar una fracción de segundo antes o después del instante exacto podía significar la diferen­cia entre ganar y perder.
            Al terminar la hora de la siesta, la atención se centraba en los cometas que iban ascendiendo. De varios colores, pero todos con la misma forma: simples rombos alargados de unos treinta por cuarenta centímetros. Tenían la agilidad necesaria para esquivar y atacar a las otras águilas que sobrevolaban los barrios. Decenas de barriletes se movían constantemente al acecho de asaltos desde abajo, arriba o de costado. Podría ser el enviado de un vecino o de tu mejor amigo, pero a esas alturas no existían amistades ni parentescos. El que salía al aire a esa hora firmaba una declaración de guerra abierta. Contrariamente a lo que ocurre en los combates aéreos verdaderos, los nuestros se libraban siempre de a uno contra uno.
            Los que quedaban a salvo de ser agredidas, eran los barriletes con formas de pájaros exóticos o dragones, grandes creaciones indefensas con largas colas y otras ornamentaciones, las que, ten­di­das de un hilo común, se desplazaban solemnemen­­te. Agredirlos no tenía gracia, sería una cobardía hacerlo. Ellas mismas se quedaban a esas horas en sus hangares, o buscaban espacios tranquilos para evitar accidentes.
            Producía una particular emoción el estar trepado a una pared o un techo, lo más alejado posible de árboles, y sentir el roce de ese hilo lleno de diminutas astillas de vidrio y metal. Las escaramuzas individuales duraban poco tiempo, generalmente sólo el necesario para que se cortara uno de los hilos. ¡Qué satisfacción, cuando seguías sintiendo la tensión del tuyo y veías a tu barrilete trepar a nuevas alturas: Que pase el siguiente! Y al contrario, ¡qué desazón cuando un fatídico tll, el onomatopéyico corte del hilo, anunciaba tu derrota!
            A los cometas abatidos se los llevaba el viento, pero no era el fin de su vida útil; muchos incluso volvían a surcar los cielos esa misma tarde. Cuando no disponías de un barrilete, ibas a barrios sotavento para cazar barriletes a la deriva. Era un divertido deporte paralelo: estimar la altura del barrilete, la fuerza y la dirección del viento para ver si valía la pena hacer el intento. Había relativamente pocas discusiones sobre quién lo atrapó primero, yo por lo menos nunca presencié puñetazos. Era preferible no perder el tiempo, y volver a otear el cielo. Y si esa tarde seguías no captabas ninguna presa, pues te comprabas un barrilete, o el material para hacerte uno.
            A pocos metros de donde yo caminaba por una calle tranquila, cayó inesperadamente un barrilete extraviado a mis pies. Cuando me agachaba para levantarlo, un chico dobló la esquina corriendo, desilusionado al ver que no estaba tan solo como creía. - Un episodio similar lo cuenta un conocido escritor, compatriota mío, en uno de sus varios excelentes libros sobre esa época. Caía un barrilete en un jardín cuando él pasaba por allí. Como nadie contestaba su llamado, estiró la mano hacia el pestillo del portón. En ese momento se le acercó un chico que le señaló un cartel “Cuidado con el perro”. Le hizo caso, y se sorprendió al ver cómo, acto seguido, el pibe abrió el portón, entró tranquilamente y volvió a salir con el barrilete. Cuando le interrogó, el otro le informó: “Es para ahuyentar nomás; si no tienen perro...”.


            La natación hubiera sido un buen deporte para mí. Papá era un muy buen nadador y jugador de waterpolo, pero curiosamente no me enseñó a nadar temprano. Nunca le pregunté por qué, y posiblemente no me habría dado ningún motivo especial. La cuestión es que a los ocho o nueve años viví la desagradable experiencia de patalear desesperada­mente, hundiéndome cada vez más en una pileta de natación.
Cuando estaba a punto de perderme del todo en la enorme masa de agua, Serafina se acercó y me señaló un escalón. Con mis últimas fuerzas, logré girar y dar el envión hasta tocar el cielo con las manos. Pero antes de disfrutar el regreso de aire a mis pulmones, la furia me llevó a seguir al chico que me había dado un empellón. Caminaba hacia el trampolín. Lo alcancé y, sin pensarlo un segundo, aceleré su salto. Ignoro cómo habrá sido esa caída al agua desde seis metros de altura – ¿o quizás eran sólo tres?- y tampoco me importaba. No fue muy valiente de mi parte pero, indignado por la canallada, me parece que el chico se lo mereció. Él era más grande que yo, y sabía perfectamente lo que hacía. - Después aprendí a nadar, mejor dicho, a mantenerme a flote, porque el miedo al agua no lo superé nunca. En cuan­­to me sumerjo por sólo unos segundos, aún donde hago pie, vuelve el recuerdo de esos momentos de pánico.
            Como los chicos en (casi) todo el mundo, jugábamos al fútbol. Incansablemente invadíamos potreros, jardines, plazas y parques, y cuando nos habían echado de todas partes, nos quedaba todavía alguna calle con poco tránsito. Con muchachos de otros barrios vivíamos en permanentes desafíos. Si a uno de los bandos le faltaba jugadores, el otro equipo cedía alguno para equiparar; la cuestión era enfrentarse.
            No éramos jugadores ejemplares, pero el juego no se detenía por cualquier infracción. Se reclamaba un tiro penal sólo cuando la mala intención era manifiesta. Por supuesto, muchas veces eso se discutía arduamente y, a falta de un árbitro, la decisión la tomaba alguno de los jugadores más respetados. No necesariamente los mejores, pero sí los más fuertes. ¿Y si el equipo sancionado no aceptaba el fallo? Mala suerte, alguna vez un encuentro terminaba a las trompadas. A los visitantes les convenía entonces eludir ese barrio – pero sólo por un sábado o dos, porque ¿para qué seguir peleados?, nos necesitábamos mutuamente.
            Cuando a causa de la guerra no conseguíamos pelotas de fútbol número 5, pateábamos esféricos manufac­tu­rados con papel de diario y trapos, o gastadas pelotitas de tenis. Eran sustitutos incómodos, sobre todo en lugares con pasto alto. Pero frente a nuestra casa en Bandung no le dábamos tiempo al pasto para crecer. En un terreno de trescientos por doscientos metros había una cancha de hockey. Los arcos eran ideales para nosotros, porque en proporción a nuestro tamaño imitábamos a nuestros ídolos de la primera división.
            En otro sector de ese, nuestro campo de deportes predilecto, también practicábamos un deporte llamado kasti, que es similar al baseball. Se juega con un bate más liviano, que es manejado con una sola mano. Otra diferencia es que un corredor queda fuera de juego no cuando un contrincante parado en una base recibe la pelota antes de que él llegue allí, sino cuando es tocado, “quemado” por la pelota, entre dos bases. Esta distinción era la que más nos emocionaba, porque tirar a una persona en carrera exige una puntería mucho mayor que a un punto fijo. Y un tiro errado que no esté cubierto por un compañero, da al equipo de “adentro”, más tiempo para completar recorridos.
            “Quemar” no requiere fuerza. Pero a veces, algún jugador rencoroso se acordaba de ajustar una cuenta, y tiraba la pelota a un adversario con más vigor de lo necesario. Eso podía a su vez llevar a más venganzas. ¡Menos mal que era un deporte sin contacto físico! Daba pena ver esa satisfacción de apetencias vengativas, y a veces incluso sádicas. Pero el hombre es así. Por suerte, tampoco ocurría a menudo.
 

7 comentarios:

Unknown dijo...

Qué lindo recordar tantos juegos de chicos y con tanto sentimiento!

jcm dijo...

Gracias, Dick, por recordarnos nuestra feliz infancia e invitarnos a remontar el barrilete de nuestros sueños...

Unknown dijo...

¿Como no se me ocurrió antes esa forma de cortar pilas de barriletes ajenos, gracias por la receta!

María dijo...

Muy lindo conocer tu infancia de esta manera! Viajar en el tiempo...

Unknown dijo...

Test

Unknown dijo...

Abuelito no me acordaba de tu pánico al agua, mucho menos el porqué! Que bronca sentí al leerlo

Alejandro Bär dijo...

Excelente!!!