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lunes, 3 de febrero de 2020

COSAS MÍAS (3)



 Mi pierna crecía razonablemente bien, y podría haberse fortalecido aún más si yo hubiera sido perseverante con los ejer­cicios. Viviendo en Holanda, lejos de mis inexorables padres, no tuve la fuerza de voluntad suficiente y empecé inconscientemen­te a descansar sobre los laureles de los avances logrados. Es que me sentía bien y participaba en las clases escolares de educación física casi a la par de los demás. Descubrí un deporte fascinante, el volleyball. Mi limitación era un impedimento para descollar, pero no para jugar bien. Lo que me faltaba en fuerza para saltar, lo compensaba con reflejos, colocación de la pelota y, por sobre todo, precisión en armar smashes, los golpes que pueden definir un punto. Aprendí mucho de la estrella de nuestro equipo. Además de ser un buen compañero de clase, se destacaba por ser uno de esos jugadores a los que partidarios y adversarios aplauden por igual. Durante los últimos dos años del secundario tuve la satis­facción de jugar a su lado en torneos intercolegiales. No éramos amigos personales, y nuestros caminos se separaron cuando nos recibimos. Pero luego me enteré de que él llegó a jugar en el seleccionado nacional de Holanda. ¡Cómo me hubiera gustado estar otra vez a su lado! Sólo espero que alguna vez se haya acordado de los granos de arena que yo aporté en los certámenes que disputamos juntos.

Crimen y castigo
Dicky, ¿dónde estás? ¡Dick! ¡¡¡Diiiick!!! ¿dónde te has metido?

Cuando la demora en responder al llamado de mi madre, un característico silbido de una nota corta y otra más larga que terminaba en un staccato, excedía su -generosa- paciencia, me esperaba un cas­tigo. No había tu tía – ni la mía, ni la de nadie. La mayoría de las veces era corporal; tanto ella como papá me daban sólo un ca­chetazo, pero de vez en cuando decidían el uso de una varillita de bambú - que yo mismo tenía que llevarle. Cuando el pantalón no amortiguaba el golpe, dolía, pero no por mucho tiempo. Por ejemplo, nunca me impidió comer sentado.
Mis padres y los de mis amigos eran bastante severos. Sin embargo, en los recuerdos de mi infancia los juegos, deportes y andanzas callejeras ocupan mucho más lugar que los castigos. Porque ellos aplicaban esa varilla no para travesuras simples co­mo llegar tarde o no hacer las tareas escolares. Las faltas consi­deradas graves eran la desobediencia y la mentira. Papá no se cansaba de advertirme: La mentira lleva al robo, y el robo a la cárcel, - Hay un dicho árabe que es más duro: El que miente, roba, y el que roba, mata.
A mucha gente, el castigo físico les parece una crueldad. Yo creo que, aplicado con criterio, no lo es, y estoy seguro de que la gran mayoría de mis contemporáneos que han sido educados de ese modo, piensa lo mismo. Lo formula muy bien una carta de lectores de una revista:

 ...Pegar [a chicos] no es malo en sí mismo si no hay abuso. Es una forma de disciplina que sirve para hacerle saber al niño que la consecuencia de su acción es más que solamente un “¡No lo vuelvas a hacer, Cachito!”, advertencia que entra por un oído y sale por el otro. Niños indisciplinados se convierten en adultos indisciplinados sin consideración para los derechos y sentimientos de otras personas. Los que aceptaron la filosofía del New Age en contra del castigo físico, están ahora cosechando lo que sembra­ron... 
 
Una penitencia especial era el arresto domiciliario. El no poder salir cuando, después de la siesta, silbatos codificados desde la calle reclamaban mi presencia mientras yo estaba regan­do las flores, me dolía mucho, y aún más después de mi nuevo hobby. Un día había llevado mis soldaditos de plomo a la casa de un amigo ocasional. Sordos por los cañonazos y hartos de auxiliar a heridos, nos sentamos a tomar una limonada, y él me mostró sus estampillas. Me vio con tanto interés que me propu­so un canje. Estaba aburrido de coleccionarlas, y nunca había comandado un ejército. Yo tenía un molde, y pensando que me resultaría fácil conseguir plomo para tener nuevamente soldadi­tos, acepté. De modo que volví a casa encantado con cientos de estampillas, muchas prolijamente alineadas en álbumes y libritos, y otras sueltas en cajitas y en sobres. Me pasaba horas despe­gándolas y ordenándolas. De paso, aumentaba mis conocimien­tos geográficos e históricos de otros países.
Ese entusiasmo dio a mi padre una buena idea para castigar­me. La primera vez que la aplicó, tardé en darme cuenta de lo que pasaba. Mientras sus ojos echaban chispas, estiró la mano y dijo con mucha tranquilidad tres palabras: Dame la llave. Yo no lo podía creer, pero era cierto: lo que me pedía era la llavecita del hermoso cofre de madera donde guardaba la colección. Esa prohibición era terrible, sobre todo porque no duraba como otras, una tarde o dos, sino una larga semana, ¡o más!
Para evitar que, a mi edad, la afición se convirtiera en un comercio, papá no me permitía comprar y vender estampillas, excepto alguna nueva emisión del correo. Por lo tanto podía solamente canjearlas para completar series u obtener ciertos ejemplares que me gustaban por su imagen o forma. En esa en­tretenida faceta se necesitan catálogos. El Yves-Tellier era el más conocido. Aún ahora, setenta años más tarde, sigue siendo una fuente autorizada.

 Así me enteraba del valor asombroso que puede alcanzar un simple papelito troquelado, como consecuencia de alguna anormalidad: una emisión especial, una sobreimpresión específi­ca o un error de imprenta, de color o de dentado. Esas averigua­ciones mantenían viva la ilusión, vana pero agradable, de dar algún día con una estampilla codiciada por un ávido filatelista millonario.
Una nueva vida en Holanda fue reclamando mi atención y tiempo, y un día decidí despedirme de la colección. Me dio una última satisfacción cuando el primer interesado pagó sin regatear la suma que yo pedía en el aviso. Cuando se había ido, me asaltó una duda: ¿habrá sido un novato entusiasmado o, al contrario, un experto que con un golpe de vista detectó un sello de un va­lor incalculable que se me había escapado?
Con el avance de las máquinas franqueadoras y de su formi­dable competidor, el correo electrónico, ya no se usan tantas estampillas. Pero no he perdido mi simpatía por ellas; sigo recor­tándolas con cuidado de los pocos sobres o paquetes que toda­vía recibo. En una época incluso volví a coleccionarlas de una manera especial. En Vigo, mi primo Roel se enteró de un des­pliegue filatélico del Correo Argentino, y me pidió que le man­dara todas las emisiones conmemorativas y temáticas. Venían ensambladas en cuader­nillos de buen papel con imágenes atracti­vas y datos tan interesantes que, junto con ejemplar para él, yo compraba uno para mí también. Cuando Roel murió, no quise tenerlas más, y las regalé a un amigo en común, que acababa de jubilarse y cultivaba ese hobby.

Un revólver poco oportuno
       Un buen domingo de diciembre de 1941 tomé el desayuno frente a una pistola negra con un precioso mango de nácar, re­galo de mis padres para mi décimo cumpleaños. Con la banda de forajidos que vino a celebrarlo, nos pasamos la tarde jugando al poliladron, a tiroteo limpio. Feliz, me fui a dormir con el arma, todavía caliente y cubierta de pólvora, debajo de la almohada. Fue la primera y última vez que le saqué chispas, porque al día siguiente nos enteramos de que aquella madrugada se había encendido una chispa mucho más grande. El sor­presivo ataque aéreo de Ja­pón a la base naval de los Estados Unidos en Oceanía arrastró al mundo en otro conflicto global, el segundo en menos de veinte años. Vaya la ironía de la desolación en lugares con esos nombres tan románticos: Hono­lulu, Hawaï, Pearl Harbor. El Pacífico en llamas.
Nuestra Defensa Civil distribuyó tarjetas de identidad y un cordón para colgarlo del cuello, junto con una tableta de goma dura que había que mantener apretada entre los dientes para evi­tar la rotura de tímpanos por explosiones de bombas. Pronto las pusimos en práctica, cuando angustiantes sirenas anunciaron un ataque aéreo sobre Batavia – la ciudad que luego de Indepen­dencia se llamaría Jakarta. Quince bombarderos en tres escua­drones, no tiraron bombas sobre nuestro barrio, sólo oímos el repiqueteo de ametralladoras.
Describiendo círculos, descargaron una docena de bombas, que felizmente ocasionaron sólo pánico y daños menores en la zona portuaria. Los cañones antiaéreos entraron en acción, y desde nuestro refugio subterráneo en el jardín nos señalábamos los proyectiles que explotaban entre los agresores en pequeñas nubes blancas que se destacaban sobre el celeste del cielo. Espe­ramos en vano que derribaran por lo menos un avión. - Ya pasa­do el susto, me impresionó ver tejas rotas y una bala incrustada en la pared de una casa vecina.

Desde ese día, sirenas –no me refiero a esas seductoras cria­turas mitad mujer, mitad pez, sino a los aparatos que nos alertan sobre incendios y otras catástrofes- me recuerdan sensaciones contrapuestas. Una era el escalofrío que provocaba el acelerado estrépito giratorio que precedía a aviones de guerra que venían a arrojar bombas sobre ciudades. La otra emoción era el sosiego que la sirena nos devolvía cuando ululaba de nuevo, pero sin girar. Un monótono y penetrante sonido que, paradójicamente, en nuestros oídos era música, porque significaba all clear, cielo despejado. Nos mirábamos aliviados: ¡ya no hay peligro!


1 comentario:

Unknown dijo...

Un placer leer estos recuerdos!
Aunque triste haber vivido episodios de la guerra