Mi pierna crecía razonablemente bien, y podría
haberse fortalecido aún más si yo hubiera sido perseverante con los ejercicios.
Viviendo en Holanda, lejos de mis inexorables padres, no tuve la fuerza de
voluntad suficiente y empecé inconscientemente a descansar sobre los laureles
de los avances logrados. Es que me sentía bien y participaba en las clases
escolares de educación física casi a la par de los demás. Descubrí un deporte
fascinante, el volleyball. Mi limitación era un impedimento para descollar,
pero no para jugar bien. Lo que me faltaba en fuerza para saltar, lo compensaba
con reflejos, colocación de la pelota y, por sobre todo, precisión en armar smashes,
los golpes que pueden definir un punto. Aprendí mucho de la estrella
de nuestro equipo. Además de ser un buen compañero de clase, se destacaba por
ser uno de esos jugadores a los que partidarios y adversarios aplauden por
igual. Durante los últimos dos años del secundario tuve la satisfacción de
jugar a su lado en torneos intercolegiales. No éramos amigos personales, y
nuestros caminos se separaron cuando nos recibimos. Pero luego me enteré de que
él llegó a jugar en el seleccionado nacional de Holanda. ¡Cómo me hubiera
gustado estar otra vez a su lado! Sólo espero que alguna vez se haya acordado
de los granos de arena que yo aporté en los certámenes que disputamos juntos.
Crimen y castigo
Dicky, ¿dónde estás? ¡Dick!
¡¡¡Diiiick!!! ¿dónde te has metido?
Cuando la demora en responder
al llamado de mi madre, un característico silbido de una nota corta y otra más
larga que terminaba en un staccato, excedía su -generosa- paciencia, me
esperaba un castigo. No había tu tía – ni la mía, ni la de nadie. La mayoría
de las veces era corporal; tanto ella como papá me daban sólo un cachetazo,
pero de vez en cuando decidían el uso de una varillita de bambú - que yo mismo
tenía que llevarle. Cuando el pantalón no amortiguaba el golpe, dolía, pero no
por mucho tiempo. Por ejemplo, nunca me impidió comer sentado.
Mis padres y los de mis amigos
eran bastante severos. Sin embargo, en los recuerdos de mi infancia los juegos,
deportes y andanzas callejeras ocupan mucho más lugar que los castigos. Porque
ellos aplicaban esa varilla no para travesuras simples como llegar tarde o no
hacer las tareas escolares. Las faltas consideradas graves eran la
desobediencia y la mentira. Papá no se cansaba de advertirme: La mentira
lleva al robo, y el robo a la cárcel, - Hay un dicho árabe que es más duro:
El que miente, roba, y el que roba, mata.
A mucha gente, el castigo
físico les parece una crueldad. Yo creo que, aplicado con criterio, no lo es, y
estoy seguro de que la gran mayoría de mis contemporáneos que han sido educados
de ese modo, piensa lo mismo. Lo formula muy bien una carta de lectores de una
revista:
...Pegar [a chicos] no
es malo en sí mismo si no hay abuso. Es una forma de disciplina que sirve para
hacerle saber al niño que la consecuencia de su acción es más que solamente un
“¡No lo vuelvas a hacer, Cachito!”, advertencia que entra por un oído y
sale por el otro. Niños indisciplinados se convierten en adultos
indisciplinados sin consideración para los derechos y sentimientos de otras
personas. Los que aceptaron la filosofía del New Age en contra del
castigo físico, están ahora cosechando lo que sembraron...
Una penitencia especial era el
arresto domiciliario. El no poder salir cuando, después de la siesta, silbatos
codificados desde la calle reclamaban mi presencia mientras yo estaba regando
las flores, me dolía mucho, y aún más después de mi nuevo hobby. Un día había
llevado mis soldaditos de plomo a la casa de un amigo ocasional. Sordos por los
cañonazos y hartos de auxiliar a heridos, nos sentamos a tomar una limonada, y
él me mostró sus estampillas. Me vio con tanto interés que me propuso un
canje. Estaba aburrido de coleccionarlas, y nunca había comandado un ejército.
Yo tenía un molde, y pensando que me resultaría fácil conseguir plomo para
tener nuevamente soldaditos, acepté. De modo que volví a casa encantado con
cientos de estampillas, muchas prolijamente alineadas en álbumes y libritos, y
otras sueltas en cajitas y en sobres. Me pasaba horas despegándolas y
ordenándolas. De paso, aumentaba mis conocimientos geográficos e históricos de
otros países.
Ese entusiasmo dio a mi padre
una buena idea para castigarme. La primera vez que la aplicó, tardé en darme
cuenta de lo que pasaba. Mientras sus ojos echaban chispas, estiró la mano y dijo
con mucha tranquilidad tres palabras: Dame la llave. Yo no lo podía
creer, pero era cierto: lo que me pedía era la llavecita del hermoso cofre de
madera donde guardaba la colección. Esa prohibición era terrible, sobre todo
porque no duraba como otras, una tarde o dos, sino una larga semana, ¡o más!
Para evitar que, a mi edad, la
afición se convirtiera en un comercio, papá no me permitía comprar y vender
estampillas, excepto alguna nueva emisión del correo. Por lo tanto podía
solamente canjearlas para completar series u obtener ciertos ejemplares que me
gustaban por su imagen o forma. En esa entretenida faceta se necesitan
catálogos. El Yves-Tellier era el más conocido. Aún ahora, setenta años
más tarde, sigue siendo una fuente autorizada.
Así me enteraba del valor asombroso que puede
alcanzar un simple papelito troquelado, como consecuencia de alguna
anormalidad: una emisión especial, una sobreimpresión específica o un error de
imprenta, de color o de dentado. Esas averiguaciones mantenían viva la
ilusión, vana pero agradable, de dar algún día con una estampilla codiciada por
un ávido filatelista millonario.
Una nueva vida en Holanda fue
reclamando mi atención y tiempo, y un día decidí despedirme de la colección. Me
dio una última satisfacción cuando el primer interesado pagó sin regatear la
suma que yo pedía en el aviso. Cuando se había ido, me asaltó una duda: ¿habrá
sido un novato entusiasmado o, al contrario, un experto que con un golpe de
vista detectó un sello de un valor incalculable que se me había escapado?
Con el avance de las máquinas
franqueadoras y de su formidable competidor, el correo electrónico, ya no se
usan tantas estampillas. Pero no he perdido mi simpatía por ellas; sigo recortándolas
con cuidado de los pocos sobres o paquetes que todavía recibo. En una época
incluso volví a coleccionarlas de una manera especial. En Vigo, mi primo Roel
se enteró de un despliegue filatélico del Correo Argentino, y me pidió que le
mandara todas las emisiones conmemorativas y temáticas. Venían ensambladas en
cuadernillos de buen papel con imágenes atractivas y datos tan interesantes
que, junto con ejemplar para él, yo compraba uno para mí también. Cuando Roel
murió, no quise tenerlas más, y las regalé a un amigo en común, que acababa de
jubilarse y cultivaba ese hobby.
Un revólver poco oportuno
Nuestra Defensa Civil
distribuyó tarjetas de identidad y un cordón para colgarlo del cuello, junto
con una tableta de goma dura que había que mantener apretada entre los dientes
para evitar la rotura de tímpanos por explosiones de bombas. Pronto las
pusimos en práctica, cuando angustiantes sirenas anunciaron un ataque aéreo
sobre Batavia – la ciudad que luego de Independencia se llamaría Jakarta.
Quince bombarderos en tres escuadrones, no tiraron bombas sobre nuestro
barrio, sólo oímos el repiqueteo de ametralladoras.
Describiendo círculos,
descargaron una docena de bombas, que felizmente ocasionaron sólo pánico y
daños menores en la zona portuaria. Los cañones antiaéreos entraron en acción,
y desde nuestro refugio subterráneo en el jardín nos señalábamos los
proyectiles que explotaban entre los agresores en pequeñas nubes blancas que se
destacaban sobre el celeste del cielo. Esperamos en vano que derribaran por lo
menos un avión. - Ya pasado el susto, me impresionó ver tejas rotas y una bala
incrustada en la pared de una casa vecina.
Desde ese día, sirenas –no me
refiero a esas seductoras criaturas mitad mujer, mitad pez, sino a los
aparatos que nos alertan sobre incendios y otras catástrofes- me recuerdan
sensaciones contrapuestas. Una era el escalofrío que provocaba el acelerado
estrépito giratorio que precedía a aviones de guerra que venían a arrojar
bombas sobre ciudades. La otra emoción era el sosiego que la sirena nos
devolvía cuando ululaba de nuevo, pero sin girar. Un monótono y penetrante
sonido que, paradójicamente, en nuestros oídos era música, porque significaba all
clear, cielo despejado. Nos mirábamos aliviados: ¡ya no hay peligro!
1 comentario:
Un placer leer estos recuerdos!
Aunque triste haber vivido episodios de la guerra
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