A través de Malasia, tropas
japonesas marchaban rápida y peligrosamente sobre Singapore, en el extremo sur
de la península. Una tarde pasábamos con mis padres y unos amigos por delante
de una dependencia naval en Batavia. Delante de nosotros, un marinero cruzaba
la vereda. Llevaba un diario, en el que alcancé a leer el alarmante título CAYÓ
SINGAPORE. Se interpuso otra persona, y el marinero desapareció en el
edificio. Excitado, comenté lo que había visto, pero ¿quién le iba a creer a
un chico de diez años? La ciudad-isla tenía una enorme importancia
estratégica, y la confianza en el baluarte era ilimitada.
Al principio sentí un poco de
vergüenza por lo que había contado, naturalmente no porque quisiera que fuera
verdad, sino porque no podía demostrar que lo había leído bien. La noticia fue
publicada uno o dos días más tarde, en una letra más chica de la que yo había
visto, y probablemente demorada adrede para no acelerar el pánico. Los aliados
no parecían haber aprendido la lección de Pearl Harbor. Pilotos japoneses
pulverizaron el mito de la isla inexpugnable al bombardear el puerto, un ataque
ya no traicionero y tampoco sorpresivo, porque poco antes habían dejado fuera
de combate a dos cruceros acorazados, el
“Prince of Wales”y el “Repulse”, la columna vertebral del poder naval
británico en Asia. Yo no podía evitar sentirme como un vidente sin bola de
cristal.
En la habitación de mi amigo
Righy Thiem nos divertíamos tardes enteras con su tren eléctrico. Con muchas vías adicionales, cambios, cruces, señales y pasos a nivel
construíamos accidentados y serpenteantes trayectos. Cargados de cajas de
fósforos, bloquecitos de madera y bolitas, los vagones pasaban a velocidades
vertiginosas por puentes y túneles formados por la cama, el escritorio y
sillas. A veces, el convoy paraba en alguna estación, cuando a los ingenieros y
los conductores nos invitaban a tomar el té o una limonada.
Cuando estalló la guerra, Max,
el padre de Righy, los llevó a él y a su madre a Bandung, en el montañoso
centro de la Java
Occidental a 180 kilómetros de Batavia. Pensaba que allí
estarían más seguros que en la vulnerable capital del país. Efectivamente,
ésta no se salvó de algunos bombardeos, pero Bandung tampoco. Allí sonaron las
alarmas una sola vez. Cayeron pocas bombas, y una dio en el refugio subterráneo
de la Fábrica
de Quinina, uno de los más seguros de la ciudad. El desafortunado impacto causó
la muerte de cuarenta personas, entre ellas Righy y su madre.
Max idolatraba a su único hijo y maldijo mil
veces su decisión. Mis padres, muy amigos del matrimonio, lo acompañaron en
ese difícil trance, no sé si lograron convencerlo de que no tenía nada que
reprocharse. Después de la guerra se casó con una viuda, Irma, quien también se
hizo muy amiga de mi madre. En Holanda, los dos matrimonios vivieron durante un
tiempo cerca unos de otros. Los Thiem se mudaron a California, en busca de un
mejor clima, pero ya era tarde para Max. Él fumaba como un murciélago, y no
superó un enfisema pulmonar.
A Irma le gustaba viajar, y
siguió haciéndolo. Visitaba regularmente a mis padres en Amsterdam, y en una
de esas ocasiones volví a verla. Irma se despidió con el “Bueno, entonces,
hasta la próxima, ¿eh?”, aparentemente tan contenta como siempre. Pero antes de
llegar al auto que la esperaba, ya no pudo retener una lágrima. Me tomó del
brazo y dijo con voz entrecortada, “Sabes Dick, estoy bien, pero a mi edad ya no
puedo viajar como me gusta: sola. No quiero ser una molestia para
acompañantes, así que... A tu mamá, mejor que no se lo digas – todavía”. –
Cuando volví al living, mamá se había recostado, después de suspirar resignada,
“A Irma no la veremos más...”, un presentimiento que papá compartía. Irma
tenía 86 años y jugaba alegremente al bowling en su club de barrio pero,
efectivamente, ése había sido su último viaje.
Pasar de grado sin ir al
colegio
Familiares y amigos nuestros
pasaron la guerra en campos de concentración o estuvieron luego, durante la
lucha por la independencia, encerrados en prisiones indonesas - algunas no menos desagradables
que las japonesas-, pero con la mayoría de ellos compartimos la enorme fortuna
de no haber pasado hambre. Tampoco sufrimos malos tratos y, curiosamente, mi
única vivencia personal con japoneses fue más bien tierna. Ocurrió en los
primeros días después de la invasión. Al lado de donde unos chicos estábamos
jugando en la calle, se detuvo un jeep. Un militar de muy gruesos anteojos se
bajó, y con una amplia sonrisa nos hizo señas para entrar con él en el almacén
de la esquina. Nos preguntó algo que no entendimos y que tampoco nos importó,
porque quedó muy clara su invitación a elegir golosinas. Con gran alegría,
al vernos contentos, trató nuevamente de decirnos algo, y cuando se dio cuenta
de que era inútil, se despidió con la misma sonrisa de oreja a oreja, dándonos
la mano a cada uno como si fuéramos amigos. Probablemente lo éramos para él en
ese momento, porque representábamos a los amigotes de su hijo, tan lejanos, y
él sentía un impulso de regalarnos algo.
Durante la guerra no nos permitían hablar y leer
holandés en público, y por supuesto los colegios holandeses tuvieron que
cerrar, pero yo tuve el privilegio de recibir clases particulares. Para no
tener que andar por la calle con libros y cuadernos prohibidos, los dejábamos
en la casa de la profesora y hacíamos muchos deberes allí. Sin duda, fue una
maestra muy buena porque, a pesar de las lógicas dificultades y limitaciones,
logró enseñarnos todo lo que necesitábamos saber. No recuerdo cómo les fue a
los otros cuatro o cinco alumnos cuando se reabrieron los colegios; yo entré en
el curso que me correspondía, que era el tercer año del secundario.
Cuando terminó la guerra con
Japón, se desencadenaron hostilidades con Indonesia. La colonia exigía su, ya
largamente reclamada, independencia. Si bien el gobierno de Holanda estaba
dispuesto a otorgársela, vislumbraba una co-gobernación paternalista. Los
líderes nacionalistas se opusieron a cualquier demora, y recibieron un
creciente apoyo de las Naciones Unidas. Holanda insistía en un plazo de
transición, y se enfrentó con un impaciente e inesperadamente enardecido
movimiento patriótico para la entrega inmediata del poder. Pelópors,
también llamados pemudas, influyentes grupos de jóvenes, fanáticos y por
eso peligrosos, mostraron su disconformidad con la dilación de una manera muy
agresiva. Bandas revolucionarias hicieron destrozos e incendios en varias
ciudades. Una noche llegaron hasta muy
cerca de nuestra casa en Bandung.
Vivíamos en una calle de unos trescientos
metros de largo, sin cruces, que bordeaba el enorme terreno que era nuestro campo
de deportes. Esa visibilidad permitía detectar a eventuales malhechores desde
lejos, por lo que los vecinos decidieron defenderse y no evacuar, como habían
hecho los habitantes de otros barrios que estaban más expuestos a ataques
sorpresivos. En grupos de dos o tres, los hombres se turnaban para recorrer la
calle con cuchillas, garrotes y palos de bambú con punta afilada. Por suerte,
no tuvieron necesidad de usarlos. La veranda de nuestra casa, ubicada en la
mitad, funcionó como centro de operaciones y provisión de té y café.
Si bien la rendición de Japón
era un hecho y los militares ya habían depuesto las armas, los Aliados no se
ponían de acuerdo sobré quién se encargaría de la liberación de nuestro
archipiélago. Holanda no tenía la capacidad militar para hacerlo, y los ingleses
y norteamericanos se señalaban mutuamente. El movimiento nacionalista
aprovechó ese interregno con habilidad. Presionando para que se concretara lo
que Japón había proclamado ya antes de la guerra: “¡Asia para los asiáticos!”,
los pemudas convirtieron esa promesa en un búmerang. Dado que los japoneses
representaban todavía la autoridad, se vieron obligados a tomar de nuevo las
armas, paradójicamente para protegernos a los holandeses, sus antiguos
enemigos.
Finalmente, el ejército
británico perdió la pulseada para llenar el vacío de poder. Por la cercanía de
la India,
enviaron a Ghurkas y Sikhs. Provenían de regiones no muy lejanas una
de la otra, pero se parecían como los Vikingos a los Bosquimanos. Instalaron
uno de sus puestos de artillería en el terreno frente a casa, dejando nuestros
arcos de fútbol offside. Series de ensordecedoras salvas hacían temblar
los vidrios de las casas alrededor, y a nosotros también. Sentíamos una mezcla
de miedo y de seguridad. Las cosas no llegaron a mayores; al poco tiempo ya
podíamos acercarnos a charlar con los soldados. Practicando nuestro inglés
primitivo, tratábamos de comprender sus explicaciones sobre el material bélico.
Un sistema que entendimos enseguida fue el de sus raciones de comida; además
de pacientes, eran muy generosos, compartían con nosotros sus chocolates y cigarrillos.
Reprimidas las primeras
rebeliones, hubo un período de relativa calma. Un día, condecoraron a unos
cuarenta civiles que se habían destacado en la Resistencia. Entre
ellos estaba mi padre, que trabajaba en depósitos de productos alimenticios.
Como vendedor profesional, precisamente de esas mercaderías, su experiencia y
conocimientos contables le permitieron engañar a los supervisores japoneses,
desviando remesas para ayudar a gente que, igual que nosotros, había quedado
fuera de los campos de concentración, pero que no tenían casi ingresos.
En una emotiva ceremonia en la
plaza frente al edificio de la
Feria de Exposiciones de Bandung, el General Mac Donald, el
comandante del ejército de liberación, le entregó un precioso sable Samurai.
Queremos creer que efectivamente lo había lucido un oficial japonés en feroz
combate. Papá me lo regaló, pero no lo
custodié por mucho tiempo. Cuando Robert fue a vivir en Mendoza, se lo llevó,
adelantándose alegremente a la obligación que, tarde o temprano, le
correspondía como hijo mayor.
El Instituto Neerlandés de
Documentación de Guerra le envió a papá una carta de felicitación por la
distinción que, de acuerdo con el motivo oficial, le había sido otorgada por
¡Robo con Asalto!.... Yo nunca había vista esa carta. La encontré
en las cosas que papá dejó, por eso no pude recordarle lo que él mismo, con tanto
afán, me había enseñado acerca de mentir, robar y matar.
Terminada la guerra, esos
centros de distribución seguían necesitando mano de obra. Esperando la
reapertura de los colegios, me pareció divertido ofrecer mis dos manos. Me
entregaron hilo y una gran aguja curva: ¡a remendar bolsas de arpillera! Un
trabajo liviano y no muy remunerativo, pero útil. Las tareas
pesadas estaban a cargo de tres o cuatro jóvenes, fuertes y bien alimentados
gracias a su trabajo en las cocinas de un campo de concentración, del que
acababan de salir. Acostumbrados a manipular gigantescas ollas con grandes cantidades
de alimentos, levantaban sin visible esfuerzo bolsas de arroz y azúcar de
cuarenta kilos. Llevando, las apilaban hasta cuatro, cinco metros
de altura.
Tampoco le tenían miedo a
fardos que pesaban cien kilos. Naturalmente, los trataban con el debido
respeto: de a uno. A veces se prestaban a hacer una demostración. Todavía los
veo caminar por el depósito, algunos cargando sobre sus fornidos hombros dos de
esas inmanejables bolsas, otros con los
sacos menos pesados, pero de a cinco. Hacían tramos cortos sobre un piso plano,
eso sí, y paso a paso pero con seguridad, tomando conciencia de que un tropezón
sería caída.
De mis honorarios me quedaba poco y nada para
aportar a la economía de mi casa, porque un helado, un chocolate o una docena
de bolitas insumían por lo menos medio jornal. Por suerte, los sábados por la
tarde teníamos cine gratis, gentileza de nuestros libertadores. Allí conocí la
romántica magia de Hollywood. Fue antes de que Technicolor y Cinemascope
enriquecieran la pantalla, y los muy buenos artistas eran a cuál más simpático.
Red Skelton, June Allyson, Van Johnson, Errol Flynn, Deanne Durbin, Abbott
& Costello, Laurel & Hardy, Charles Chaplin. Pido disculpas a los que
no nombro aquí.
Un
cómico del que guardo un particular recuerdo era George Formby, un inglés.
Lamento no haberlo visto nunca más en ninguna película (en persona, tampoco).
Mucha gente a quien pregunté por él, no lo conocía. Pero hace pocos años asistí
a un ciclo de cine mudo, dedicado a Buster Keaton, otro humorista formidable,
comparable con mi ídolo. El organizador, un experto cineasta, conocía a Formby, pero me aconsejó abandonar más esperanzas de volver a verlo, excepto en alguna
sala privada.
¡Siempre Listo!
Durante unos pocos meses antes
de la guerra, yo había sido lobato,
en la agrupación creada por Sir Robert Baden-Powell para inculcar en los
jóvenes la esencia de ser un buen ciudadano. Aparte del grito de reconocimiento
y el uniforme, del que estaba muy orgulloso, no me acuerdo qué hacíamos y
cantábamos, pero me gustaban esas reuniones. Por eso cuando, apenas terminada
la guerra, el movimiento se reactivó, me inscribí de nuevo. Por mi edad, ya lo
hice como boy scout, ostentando la famosa consigna “Siempre Listo”
(para realizar una buena acción cada día).
En un terreno baldío detrás de
nuestra casa nos enseñaron habilidades divertidas y útiles como armar carpas,
prender un fuego usando un solo fósforo o una lupa, leer mapas, trabajar madera
y metal, prestar primeros auxilios, hacer salvataje y atar (y desatar) nudos.
Aprobando el correspondiente examen, adornabas tu uniforme con una insignia.
La inseguridad que todavía
reinaba en Bandung, nos impedía salir de la ciudad. Pero un fin de semana
tranquilo nos dieron permiso para hacer un campamento en Villa Isola, una
hermosa mansión deshabitada en las afueras, sobre una ladera del Monte
Tangkuban Prahu. A la tardecita, después de haber practicado nuestros juegos y
destrezas, nos tiramos sobre el césped inclinado para disfrutar del espléndido
panorama sobre el valle, que en épocas remotas había sido un lago. Saludamos a
campesinos que volvían a su casa, y a la ciudad, que nos devolvió la salutación
encendiendo el alumbrado público.
Al lado de un fuego que calienta sin apuro la comida, suele aparecer una guitarra. Esa
noche cantamos al son de un ukelele y escuchamos cuentos, también infaltables
en ocasiones como ésa. Como broche de oro, alguien contó la leyenda del origen
de la cumbre plana que tiene la montaña. Quiero resumir aquí esa historia
trágica:
Cierto día, el muy joven príncipe Sangkuriang hizo enojar tanto a su
madre Dayan Sumbi, que ella lo golpeó en la cabeza, produciéndole una fea herida.
El rey, que adoraba a su hijo, echó del reino a su esposa. Sangkuriang creció,
se enamoró de una hermosa mujer y le propuso matrimonio. Ella aceptó, pero un
día, mientras le acariciaba la cabeza, descubrió la cicatriz de la herida y
comprendió que él era su hijo. Con el fin de impedir el matrimonio sin decirle
la verdad, le pidió que la llevara en barco a la ceremonia del casamiento.
Sangkuriang no veía cómo podía
cumplir con ese deseo. La construcción de un barco no sería un problema, pero
la vivienda de Dayan Sumbi estaba en lo alto de un cerro, muy lejos del río más
cercano. Suplicó a los dioses que lo ayudaran, y al amanecer un dique había
retenido las aguas del río hasta formar un gigantesco lago. Desesperada al ver
que el agua se acercaba a su casa, Dayan Sumbi imploró a Brahma que impidiera
su desgracia. En respuesta, la presa fue destruida, y el nivel del agua volvió
a bajar. Por los violentos remolinos, el barco quedó en la colina con la quilla
para arriba. Sangkuriang encontró la muerte, y la desolada reina se arrojó
sobre el bote volcado.
Y eso que es precisamente lo que significa el
nombre del monte, Bote Volcado.
1 comentario:
Bravo!!!!
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