¿DÓNDE ESTÁ EL FUTURO?
Riqueza desperdiciada
En
conmemoración del Padre de la Patria en el centenario de su muerte, 1950 fue
proclamado en la Argentina “Año del Libertador General San Martín”. La frase se
estampaba en toda documentación oficial y aparecía en los cuadernos escolares al
comienzo de cada tarea diaria. Un día de ese año, Dee y Zus volvieron de su
primer viaje al interior del país. Quedaron maravillados de las bellezas
naturales y de la fertilidad de las inmensas pampas que, siendo explotadas sólo
parcialmente y con poca maquinaria, se habían ganado el apodo granero del
mundo.
Aprovechando
su neutralidad en la Segunda Guerra Mundial, la Argentina había acumulado
enormes reservas financieras, que crearon condiciones óptimas para desarrollar
una industria. Pero con un creciente y muy bien disimulado desprecio por el
pueblo, sucesivos gobiernos avasalladores con políticas equivocadas
desperdiciaron oportunidades y despilfarraron fondos públicos.
Claro
está que en 1950 esa situación no era perceptible todavía. Nadie sospechaba, ni
podía prever, lo que iba a ocurrir, tampoco mis tíos. Sus pensamientos volaban
a la calle Emmastrato y a nosotros, sus hijos adoptivos. Nuestros padres nos enviaban el dinero suficiente para asegurar nuestro bienestar material y espiritual, pero las remesas llegaban con mucha demora, causada por falta de divisas, una burocracia ineficaz y otros males de los países en desarrollo. Y estudiábamos para luego trabajar..... ¿dónde?
Ya no se podía contar con Indonesia, porque la situación
allí estaba confusa y poco prometedora. Descartada
entonces esa posibilidad, una alternativa era
quedarnos en Holanda. Pero todavía lejos de ser una nación próspera,
ese país se estaba superpoblando, así que las oportunidades de trabajo tampoco
eran halagüeñas. Y la circunstancia más preocupante era la amenaza de un
nuevo conflicto en esa parte del mundo. Resurgiendo trabajosamente de las cenizas, el imperio
soviético lamía sus heridas y se disponía a conquistar la hegemonía
internacional. Con las mismas aspiraciones que habían tenido Alemania y Japón,
ahora de rodillas, Rusia volvía a llenar arsenales, cientos de miles de jóvenes
uniformados de ambos bandos afilaban sus bayonetas, submarinos se sumergían, y
aviones de caza escoltaban a misiles de reconocimiento que surcaban los cielos
europeos.
Con
las bombas atómicas frescas en su memoria, Dee y Zus concibieron la idea de
abrirnos la puerta a la Argentina, lejos de los escenarios de las últimas
guerras (aunque hasta fines de 1941, Indonesia también lo estaba), y donde
faltaba mano de obra. Los pasajes en barco no eran costosos, Ina podría por el
momento quedarse a vivir con ellos, y André entraría como pupilo en el Colegio
Holandés en Tres Arroyos, a 500 kilómetros al sur de Buenos Aires. En esa
ciudad había una colonia agrícola holandesa, donde los mayores encontraríamos
trabajo fácilmente. Luego, una vez aprendido el idioma, cada uno ampliaría su
horizonte, con los estudios o empleos que quisiera.
Naturalmente,
el proyecto causó revuelo. Desde el otro lado del globo, nuestros padres se
basaban en el criterio de su hermano Dee quien, además, debía asumir la
responsabilidad de avalar la inmigración de menores de edad. En Holanda,
nos reunimos con los demás familiares. Dop ya tenía su mente en
ejercer su profesión de geólogo en cualquier otro país, y Ron iba a responder a su
vocación religiosa donde lo dispusiera la Santa Sede. Además, los dos ya estaban muy avanzados en sus estudios. Ina y André eran muy
jóvenes todavía; los que realmente podían elegir, éramos Roel, Max
y yo.
Los
tres estábamos instalados en una cómoda vida estudiantil. La nueva opción
era particularmente difícil para Max. Se había integrado a un grupo tan unido que iba a mantener una relación excepcional a través del tiempo y
de los mares. Al principio, Max no mostró ningún interés en abandonar el
estudio, ni en continuarlo en otro idioma y en un ambiente
completamente desconocido. Roel también preferiría seguir estudiando, pero él
consideraba la propuesta.
El único que
respondió enseguida y afirmativamente, fui yo. También me sentía muy bien en
Wageningen, y lamentaba tener que renunciar a las amistades que iba haciendo.
Pero en realidad, me atraía la aventura, lo desconocido. ¿Qué haríamos allí,
qué tal serían la gente, el idioma, las costumbres, el clima - este último,
probablemente más benigno que el de Holanda? En fin, todas las preguntas que
uno se hace frente a un gran cambio geográfico. Sería para mí el segundo en
cuatro años, esta vez voluntario.
Más kafkaianos que Kafka
Finalmente,
Roel y Max también aceptaron la proposición. Los preparativos fueron una
interminable exigencia de partidas de nacimiento, diplomas de
jardín de infantes y de estudios superiores, certificados de bautismo, de
confirmación, de buena conducta, de salud física y mental, y de vacunaciones contra todas las enfermedades subtropicales imaginables e inimaginables. Se llenaron
biblioratos y carpetas con decenas de actas, recolectadas en dependencias en
los tres ámbitos gubernamentales. Las odiseas nos llevaron por pasillos y salas
de espera de institutos, comisarías, municipios y ministerios.
Todos
los documentos tenían que estar debidamente firmados, traducidos, autenticados,
registrados, sellados, timbrados y legalizados, antes de ser completados con la
augusta firma de un excelentísimo ministerial o diplomático. Contrariamente a lo que suponíamos, alguna
vez alguien los leía, porque hemos tenido que actualizar o rectificar algún
dato menor. Con toda su amabilidad y paciencia, los empleados del
Consulado Argentino, origen de todos esos requisitos, no lograron convencernos
de la utilidad de todo lo que nos pedían.
Frecuentemente,
se ve la paradoja de funcionarios públicos que no funcionan bien, porque
muestran una deplorable falta de respeto al público. Actúan inflexiblemente,
sin consideración por quien deben servir. Con la minuciosidad de un arqueólogo
detectan errores insignificantes, una firma puesta en un casillero equivocado,
un sello faltante, un plazo vencido e improrrogable. El trámite
puede continuar, cómo no, pero (“Lo lamento, pero las normas no las dictamos
nosotros, ¿sabe?”), hay que volver a llenar los formularios nuevamente, pagar los aranceles y ponerse en filas que serpentean por salas de espera, pasillos largos,
angostos, mal iluminados y peor ventilados.
A
veces, esos empleados son incapaces de admitir un error y de distinguir entre
lo importante y lo accesorio. Son víctimas de una falta de voluntad de ofrecer
un servicio, de aceptar una explicación, de atender un pedido. Despiertan en el
ciudadano una aversión hacia todo lo que sea estatal, y refuerzan mi opinión
que a Franz Kafka le faltó imaginación.
Al fin tuvimos la increíble satisfacción
de recibir nuestros pasaportes y los pasajes. El día anterior a la Nochebuena
de 1951 nos embarcamos en el “Yapeyú”, construida en Holanda y propiedad de la
naviera estatal argentina. Con su capacidad de 900 pasajeros colmada, iniciaba su
segundo o tercer viaje de Amsterdam a Buenos Aires. Al pasar
por detrás de la Estación Central de Amsterdam, me acordaba de la poesía escrita
sobre una placa de cerámica, que siempre me ha
gustado:
Destellos de una lumbre de
amor
Resplandecen en el cálido
hogar.
El que de allí se aleja
Con alas vigorosas, sabrá
Soltar y sofrenar su fuerza
Con sabio criterio.
Conoce la riqueza
Encerrada en el:
¡Bienvenido a Casa!
Se abrió el puente giratorio
del ferrocarril, y entramos en el trayecto casi recto del Noordzeekanaal,
el canal que une Amsterdam con IJmuiden, sobre el Mar del Norte. El nivel del
agua es más alto que el de la carretera que en un tramo de unos diez kilómetros
corre a lo largo del canal. Parece un gigantesco escenario teatral que
ofrece a los automovilistas la visión poco usual de barcos sin ver la línea
de flotación.
Mientras las esclusas
llevaban el barco al nivel del mar, nos sorprendió ver en el muelle a nuestros primos de los que nos habíamos despedido la noche anterior. Pero ellos vivían
cerca, y al enterarse de una demora en la partida, salieron a dar un paseo. Contrariamente al puerto de Amsterdam, desde IJmuiden los buques se hacen a
la mar, lo que tornan más emocionantes el último adiós, los últimos consejos,
buen viaje y... ¿hasta la vuelta? – Pronto, la costa se iba esfumando, y me
acordaba de mi excitación al verla cuando llegamos desde Indonesia.
Esta nueva fase en mi vida sería menos despreocupada que aquélla, pero la
empecé con la misma esperanza de encontrar buenas perspectivas de vida.
El agreste paisaje a ambos
lados de la ría de entrada a Bilbao inspiró a Roel a transmitirnos sus
conocimientos de geología. Con amplios movimientos de brazos y manos nos
explicó que esas colinas calcáreas debían de haberse originado en la fractura
de un anticlinal volcánico en la era pre-paleozoica. O algo por el estilo,
que sonaba muy creíble. Nadie se lo discutió porque, además, el barco se quedaría
sólo para embarcar pasajeros, de modo que no íbamos a poder verificar
la tesis en el terreno. Como seguramente lo habría hecho nuestro tío Dop,
el experto.
Eso me recordaba nuestras
vacaciones en 1949. Dop, siendo estudiante de geología en Utrecht, estaba haciendo un trabajo práctico en Bélgica, donde lo visitamos Roel, Max y yo. Hicimos las mochilas, pusimos los puntos sobre
las dos íes de nuestras bicicletas y pedaleamos a Comblain-au-Pont, en las boscosas
Ardenas. Armamos la carpa en una pradera triangular y muy verde, con una
bonita vista sobre la confluencia de dos ríos. Explorando las montañas y
valles, pasamos una semana entretenida e instructiva, ya que también
aprendimos algo más sobre el origen y la rica y movida historia de la Tierra.
El segundo puerto que tocamos
fue Vigo. La distancia de setecientos kilómetros desde Bilbao se puede
cubrir en un día. Pero aquella vez la travesía duró el doble, a causa de muy
mal tiempo. El Golfo de Vizcaya no estaba como la primera vez que lo crucé,
cuando el espejo de agua parecía el del estanque en el jardín de mis abuelos.
Por el ojo de buey del camarote miramos preocupados las encrespadas
y altísimas olas, cubiertas de espuma. El horizonte atlántico ascendía y
descendía con intervalos tan largos, que la imagen de una cáscara de nuez
ya no me parecía tan trillada.
A pesar de que no podíamos salir a
cubierta, no nos aburrimos. No nos habían asignado espacio en la
primera clase, sino democráticas cabinas turísticas de seis literas. Los
varones la compartimos con Fred, un alegre y locuaz belga de nuestra
edad, y un taciturno señor mayor, un holandés pintoresco: se despertaba
todas las mañanas a la misma hora temprana, se levantaba como accionado por un
resorte, y se pasaba el día entero en la cubierta. Volvía al camarote por la
noche, se quitaba sólo la boina y los zapatos, y dormía boca arriba, sin roncar
y tan inmóvil que no se arrugaba el traje con chaleco que usaba siempre. En la
penumbra, con las manos cruzadas sobre el pecho, parecía un cadáver. Una noche
rompió su silencio y nos contó que viajaba para visitar a su hijo, a quien no
veía desde que se había radicado en el Brasil. Fue todo lo que pudimos
saber de él; a la madrugada siguiente se despidió y desembarcó en Río de
Janeiro.
Para nuestra alegría, Fred era el cuarto participante que necesitábamos para jugar al bridge. En
esos días tormentosos, el descomunal cabeceo y balanceo del barco nos impedía
jugar normalmente, pero encontramos una solución sencilla: cada uno se
quedaba, medio sentado, medio acostado, en su cucheta y anunciaba en voz
alta la carta que jugaba. Nos vimos obligados a modificar la regla
internacional de no hablar durante el juego. Al no poder ver las cartas
descartadas, al jugador de turno le estaba permitido preguntar por ellas. Nos divertimos
tanto con decenas de esas partidas, que nos daban ganas de volver a quebrar el reglamento cuando la
situación se había normalizado.
El flamenco también nos
enseñó a jugar al ajedrez. En un juego que siempre llevaba en su bolsillo,
volcamos muchas horas de grandiosas estrategias. Dado que él también era
un principiante, nuestras partidas resultaban parejas. Jugando con otros
pasajeros, entre ellos unos jóvenes ingenieros, encontramos jugadores
avanzados.
Veinte años más tarde, yo
no había progresado mucho, pero igualmente me trencé con un gran maestro
internacional, Oscar Panno, a quien yo conocía personalmente. Colaboré en
los preparativos para
una partida simultánea que organizó el Centro Holandés en Buenos Aires, y
no dejé pasar esa oportunidad para participar. Naturalmente, los veinte
competidores soñamos con un segundo de distracción del hombre que había sido
campeón juvenil y representante de la Argentina en Olimpíadas de Ajedrez.
Pero ninguno de nosotros pudo llegar ni siquiera a tablas, el equivalente
de un empate, y nadie se avergonzó de eso.
El Club no quería dejar
desiertos los premios, y los ofreció a los tres jugadores que habían desplegado
la mejor estrategia. Para señalarlos, el maestro volvió a recorrer los tableros.
En el mío, ni se detuvo. Total, para qué. El peón y el caballo que yo había
logrado avanzar, podían haber acelerado el ritmo cardíaco de su reina, pero
seguramente no inquietaron a la custodia del rey.
2 comentarios:
Lento pero avanzo! Menos mal que no viajé en ese barco!
Existía el Dramamine??
Excelente!!! Cuando estemos en Ámsterdam vamos a ir a ver esa poesía a la estación central!
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