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lunes, 17 de febrero de 2020

COSAS MÍAS (12)


¿DÓNDE ESTÁ EL FUTURO?

            Riqueza desperdiciada
            En conmemoración del Padre de la Patria en el centenario de su muerte, 1950 fue proclamado en la Argentina “Año del Libertador General San Martín”. La frase se estampaba en toda documentación oficial y aparecía en los cuadernos escolares al comienzo de cada tarea diaria. Un día de ese año, Dee y Zus volvieron de su primer viaje al interior del país. Quedaron maravillados de las bellezas naturales y de la fertilidad de las inmensas pampas que, siendo explotadas sólo parcialmente y con poca maquinaria, se habían ganado el apodo granero del mundo.
            Aprovechando su neutralidad en la Segunda Guerra Mundial, la Argentina había acumulado enormes reservas financieras, que crearon condiciones óptimas para desarrollar una industria. Pero con un creciente y muy bien disimulado desprecio por el pueblo, sucesivos gobiernos avasalladores con políticas equivocadas desperdiciaron oportunidades y despilfarraron fondos públicos.
            Claro está que en 1950 esa situación no era perceptible todavía. Nadie sospechaba, ni podía prever, lo que iba a ocurrir, tampoco mis tíos. Sus pensamientos volaban a la calle Emmastrato y a nosotros, sus hijos adoptivos. Nuestros padres nos enviaban el dinero suficiente para asegurar nuestro bienestar material y espiritual, pero las remesas llegaban con mucha demora, causada por falta de divisas, una burocracia ineficaz y otros males de los países en desarrollo. Y estudiábamos para luego trabajar..... ¿dónde? 
     Ya no se podía contar con Indonesia, porque la situación allí estaba confusa y poco prometedora. Descartada entonces esa posibilidad, una alternativa era quedarnos en Holanda. Pero todavía lejos de ser una nación próspera, ese país se estaba superpoblando, así que las oportunidades de trabajo tampoco eran halagüeñas. Y la circunstancia más preocupante era la amenaza de un nuevo conflicto en esa parte del mundo. Resurgiendo trabajosamente de las cenizas, el imperio soviético lamía sus heridas y se disponía a conquistar la hegemonía internacional. Con las mismas aspiraciones que habían tenido Alemania y Japón, ahora de rodillas, Rusia volvía a llenar arsenales, cientos de miles de jóvenes uniformados de ambos bandos afilaban sus bayonetas, submarinos se sumergían, y aviones de caza escoltaban a misiles de reconocimiento que surcaban los cielos europeos.
    Con las bombas atómicas frescas en su memoria, Dee y Zus concibieron la idea de abrirnos la puerta a la Argentina, lejos de los escenarios de las últimas guerras (aunque hasta fines de 1941, Indonesia también lo estaba), y donde faltaba mano de obra. Los pasajes en barco no eran costosos, Ina podría por el momento quedarse a vivir con ellos, y André entraría como pupilo en el Colegio Holandés en Tres Arroyos, a 500 kilómetros al sur de Buenos Aires. En esa ciudad había una colonia agrícola holandesa, donde los mayores encontraríamos trabajo fácilmente. Luego, una vez aprendido el idioma, cada uno ampliaría su horizonte, con los estudios o empleos que quisiera.
            Naturalmente, el proyecto causó revuelo. Desde el otro lado del globo, nuestros padres se basaban en el criterio de su hermano Dee quien, además, debía asumir la responsabilidad de avalar la inmigración de menores de edad. En Holanda, nos reunimos con los demás familiares. Dop ya tenía su mente en ejercer su profesión de geólogo en cualquier otro país, y Ron iba a responder a su vocación religiosa donde lo dispusiera la Santa Sede. Además, los dos ya estaban muy avanzados en sus estudios. Ina y André eran muy jóvenes todavía; los que realmente podían elegir, éramos Roel, Max y yo.
            Los tres estábamos instalados en una cómoda vida estudiantil. La nueva opción era particularmente difícil para Max. Se había integrado a un grupo tan unido que iba a mantener una relación excepcional a través del tiempo y de los mares. Al principio, Max no mostró ningún interés en abandonar el estudio, ni en continuarlo en otro idioma y en un ambiente completamente desconocido. Roel también preferiría seguir estudiando, pero él consideraba la propuesta.
El único que respondió enseguida y afirmativa­men­te, fui yo. También me sentía muy bien en Wageningen, y lamentaba tener que renunciar a las amistades que iba haciendo. Pero en realidad, me atraía la aventura, lo desconocido. ¿Qué haríamos allí, qué tal serían la gente, el idioma, las costumbres, el clima - este último, probablemente más benigno que el de Holanda? En fin, todas las preguntas que uno se hace frente a un gran cambio geográfico. Sería para mí el segundo en cuatro años, esta vez voluntario.

            Más kafkaianos que Kafka
  Finalmente, Roel y Max también aceptaron la proposición. Los preparativos fueron una interminable exigencia de partidas de nacimiento, diplomas de jardín de infantes y de estudios superiores, certificados de bautismo, de confirmación, de buena conducta, de salud física y mental, y de vacunaciones contra todas las enfermedades subtropicales imaginables e inimaginables. Se llenaron biblioratos y carpetas con decenas de actas, recolectadas en dependencias en los tres ámbitos gubernamentales. Las odiseas nos llevaron por pasillos y salas de espera de institutos, comisarías, municipios y ministerios.
            Todos los documentos tenían que estar debidamente firmados, traducidos, autenticados, registrados, sellados, timbrados y legalizados, antes de ser completados con la augusta firma de un excelentísimo ministerial o diplomático. Contrariamente a lo que suponíamos, alguna vez alguien los leía, porque hemos tenido que actualizar o rectificar algún dato menor. Con toda su amabilidad y paciencia, los empleados del Consulado Argentino, origen de todos esos requisitos, no lograron convencernos de la utilidad de todo lo que nos pedían.
            Frecuentemente, se ve la paradoja de funcionarios públicos que no funcionan bien, porque muestran una deplorable falta de respeto al público. Actúan inflexiblemente, sin consideración por quien deben servir. Con la minuciosidad de un arqueólogo detectan errores insignificantes, una firma puesta en un casillero equivocado, un sello faltante, un plazo vencido e improrrogable. El trámite puede continuar, cómo no, pero (“Lo lamento, pero las normas no las dictamos nosotros, ¿sabe?”), hay que volver a llenar los formularios nuevamente, pagar los aranceles y ponerse en filas que serpentean por salas de espera, pasillos largos, angostos, mal iluminados y peor ventilados.
            A veces, esos empleados son incapaces de admitir un error y de distinguir entre lo importante y lo accesorio. Son víctimas de una falta de voluntad de ofrecer un servicio, de aceptar una explicación, de atender un pedido. Despiertan en el ciudadano una aversión hacia todo lo que sea estatal, y refuerzan mi opinión que a Franz Kafka le faltó imaginación.

      Al fin tuvimos la increíble satisfacción de recibir nuestros pasaportes y los pasajes. El día anterior a la Nochebuena de 1951 nos embarcamos en el “Yapeyú”, construida en Holanda y propiedad de la naviera estatal argentina. Con su capacidad de 900 pasajeros colmada, iniciaba su segundo o tercer viaje de Amsterdam a Buenos Aires. Al pasar por de­trás de la Estación Cen­tral de Ams­ter­dam, me acordaba de la poesía es­cri­ta sobre una placa de cerá­mica, que siem­pre me ha gustado:


      Des­tellos de una lumbre de amor
      Resplandecen en el cálido ho­gar.
      El que de allí se aleja
      Con alas vigorosas, sabrá
      Soltar y sofrenar su fuerza
      Con sabio criterio.­
      Conoce la riqueza
      Encerrada en el:
      ¡Bienveni­do a Ca­sa!

      Se abrió el puente girato­rio del ferro­carril, y en­tra­mos en el tra­yec­to casi recto del Noord­zee­ka­naal, el canal que une Amsterdam con IJmui­den, sobre el Mar del Norte. El nivel del agua es más alto que el de la ca­rre­tera que en un tramo de unos diez kilóme­tros co­rre a lo largo del ca­nal. Parece un gi­gantesco esce­na­rio tea­tral que ofrece a los automo­vi­listas la visión poco usual de bar­cos sin ver la línea de flotación.
      Mientras las es­clusas llevaban el barco al nivel del mar, nos sorprendió ver en el muelle a nuestros primos de los que nos habíamos despe­dido la noche anterior. Pero ellos vivían cerca, y al en­te­rarse de una demora en la par­ti­da, salieron a dar un paseo. Contraria­mente al puerto de Amster­dam, desde IJmuiden los buques se hacen a la mar, lo que tornan más emocionantes el último adiós, los úl­ti­mos con­se­jos, buen viaje y... ¿hasta la vuelta? – Pronto, la costa se iba esfumando, y me acor­daba de mi excitación al verla cuan­do llegamos desde Indone­sia. Esta nueva fase en mi vi­da sería menos despreocupada que aquélla, pero la empecé con la misma es­pe­ran­za de encontrar buenas pers­pecti­vas de vida.
      El agreste paisaje a ambos lados de la ría de en­trada a Bil­bao inspiró a Roel a trans­mitir­nos sus conocimientos de geolo­gía. Con amplios movimientos de brazos y manos nos explicó que esas colinas cal­cáreas de­bían de ha­berse origi­nado en la fractura de un an­ti­cli­na­l volcá­nico en la era pre-pa­leo­zoica. O algo por el esti­lo, que sonaba muy creí­ble. Nadie se lo dis­cu­tió porque, además, el barco se que­daría sólo para em­barcar pa­sa­je­ros, de modo que no íba­mos a po­der veri­fi­car la tesis en el te­rreno. Como segu­ra­mente lo ha­bría hecho nues­tro tío Dop, el ex­per­to.
      Eso me recor­daba nues­tras va­ca­ciones en 1949. Dop, siendo es­tu­dian­te de geo­lo­gía en Utrecht, estaba haciendo un tra­bajo prác­tico en Bél­gica, donde lo visitamos Roel, Max y yo. Hici­mos las mo­chi­las, pusi­mos los puntos sobre las dos íes de nuestras bi­ci­cle­tas y pedalea­mos a Com­blain-au-Pont, en las bos­co­sas Ar­de­nas. Ar­mamos la car­pa en una pra­dera trian­gular y muy ver­de, con una boni­ta vis­ta sobre la con­fluen­cia de dos ríos. Explorando las mon­ta­ñas y va­lles, pa­sa­mos una se­mana en­tre­teni­da e ins­truc­tiva, ya que también aprendimos algo más sobre el origen y la rica y mo­vi­da his­to­ria de la Tie­rra.
Diciembre 28       El segun­do puerto que to­ca­mos fue Vigo. La distan­cia de setecien­tos kilóme­tros desde Bilbao se puede cubrir en un día. Pero aquella vez la trave­sía du­ró el do­ble, a causa de muy mal tiempo. El Gol­fo de Vizcaya no estaba como la prime­ra vez que lo crucé, cuando el es­pe­jo de agua parecía el del estan­que en el jardín de mis abue­los. Por el ojo de buey del ca­ma­ro­te miramos preocupados las en­cres­pa­das y al­tí­si­mas olas, cubiertas de espuma. El hori­zon­te atlán­tico ascendía y descendía con in­ter­va­los tan lar­gos, que la imagen de una cásca­ra de nuez ya no me pare­cía tan tri­lla­da. 
            A pesar de que no podíamos salir a cubier­ta, no nos abu­rri­mos. No nos habían asignado espacio en la primera clase, sino democráticas cabinas turísticas de seis literas. Los varones la compartimos con Fred, un alegre y locuaz belga de nuestra edad, y un taciturno señor mayor, un holandés pintoresco: se despertaba todas las mañanas a la misma hora temprana, se levantaba como accionado por un resorte, y se pasaba el día entero en la cubierta. Volvía al camarote por la noche, se quitaba sólo la boina y los zapatos, y dormía boca arriba, sin roncar y tan inmóvil que no se arrugaba el traje con chaleco que usaba siempre. En la penumbra, con las manos cruzadas sobre el pecho, parecía un cadáver. Una noche rompió su silencio y nos contó que viajaba para visitar a su hijo, a quien no veía desde que se había radicado en el Brasil. Fue todo lo que pudimos saber de él; a la madrugada siguiente se despidió y desembarcó en Río de Janeiro.
      Para nues­tra ale­gría, Fred era el cuarto par­tici­pante que ne­cesi­tá­ba­mos para jugar al bridge. En esos días tormentosos, el des­co­munal cabe­ceo y balan­ceo del bar­co nos im­pe­día jugar nor­mal­mente, pero en­con­tra­mos una so­lución sen­ci­lla: cada uno se queda­ba, me­dio sentado, me­dio acos­tado, en su cu­che­ta y anun­ciaba en voz alta la car­ta que ju­ga­ba. Nos vimos obligados a modificar la re­gla internacional de no hablar durante el juego. Al no poder ver las cartas descartadas, al jugador de turno le estaba permitido preguntar por ellas. Nos divertimos tanto con de­ce­nas de esas par­ti­das, que nos daban ganas de volver a quebrar el reglamento cuando la situación se había normali­zado.
      El flamenco también nos ense­ñó a ju­gar al aje­drez. En un jue­go que siempre lleva­ba en su bolsillo, vol­camos mu­chas ho­ras de grandiosas es­tra­te­gias. Dado que él también era un principiante, nuestras par­ti­das re­sultaban pa­re­jas. Jugando con otros pa­sa­je­ros, en­tre ellos unos jó­venes in­ge­nie­ros, encontramos ju­gado­res avan­za­dos.
      Veinte años más tarde, yo no había progresado mu­cho, pero igualmente me trencé con un gran maestro internacio­nal, Oscar Pan­no, a quien yo conocía per­sonal­men­te. Colaboré en los pre­pa­rati­vos Agosto de 1969, Club Shell, V. López (?)  para una partida simultá­nea que organizó el Cen­tro Ho­landés en Buenos Ai­res, y no dejé pasar esa oportunidad para participar. Naturalmente, los veinte competidores soñamos con un segundo de dis­trac­ción del hombre que había sido cam­peón juve­nil y representante de la Ar­gen­tina en Olimpía­das de Ajedrez. Pero ninguno de nosotros pudo lle­ga­r ni siquiera a ta­blas, el equiva­lente de un em­pa­te, y nadie se avergonzó de eso.
      El Club no quería dejar desiertos los premios, y los ofreció a los tres juga­dores que habían des­plega­do la me­jor estra­tegia. Para señalarlos, el maestro volvió a reco­rrer los table­ros. En el mío, ni se detuvo. To­tal, para qué. El peón y el caba­llo que yo había logrado avanzar, podían haber acelerado el ritmo cardíaco de su reina, pero seguramente no inquietaron a la cus­todia del rey.


2 comentarios:

Unknown dijo...

Lento pero avanzo! Menos mal que no viajé en ese barco!
Existía el Dramamine??

Alejandro Bär dijo...

Excelente!!! Cuando estemos en Ámsterdam vamos a ir a ver esa poesía a la estación central!